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La innovación en la enseñanza superior y en la escuela


Por Francesc Pedró

Con frecuencia se oye decir que la docencia en la enseñanza superior se caracteriza por ser tradicional, frontal y centrada en la transmisión de contenidos; en definitiva, extremadamente conservadora. Sin embargo, por lo menos en términos de resonancia mediática, parece claro que la enseñanza superior es mucho más proclive a la experimentación y la innovación docente que la enseñanza escolar, singularmente cuando se trata de aprovechar ventanas de oportunidad generadas por la tecnología. Y, curiosamente, muchas de las innovaciones pedagógicas soportadas por la tecnología que se iniciaron y generalizaron en la enseñanza superior acaban por llegar, más tarde o más temprano, al sector escolar, cosa que no parece que ocurra nunca al revés.

Enseñanza superior: un paso por delante

En efecto, el número de veces que en los últimos veinte años distintas innovaciones pedagógicas en la enseñanza superior han sido noticia de dominio público ha sido más que notable. A diferencia de lo que ocurre en la enseñanza escolar, buena parte de estas innovaciones han sido posibles gracias a las ventanas de oportunidad abiertas por la tecnología. Ya se trate del desarrollo de campus virtuales, de modalidades híbridas de enseñanza o, más recientemente, de los recursos educativos abiertos o de los MOOC, la innovación pedagógica en la enseñanza superior ha dado mucho que hablar. De este modo se han generado oleadas que, sucesivamente, han sido vistas como tsunamis que iban a arrasar con las aproximaciones tradicionales a la enseñanza en un ejercicio de pedagogía ficción que inevitablemente culminaba con la desaparición de las universidades en menos de una generación. Y ahí siguen.

Pero lo más interesante de todo es que estas sucesivas oleadas de innovaciones han tenido un alcance internacional y, en cierto sentido, se han generalizado en poco tiempo: prácticamente en todas las universidades del mundo existe algo parecido a un campus virtual, se ofrecen cursos en modalidades híbridas, combinando distintos grados de presencialidad con actividades de educación a distancia en la Red, o, más recientemente, se tiene en cartera el desarrollo de un MOOC, si no se ha llevado a cabo ya, con la inevitable producción de recursos educativos abiertos. Todas estas innovaciones son ya universales y forman parte del acervo pedagógico de la enseñanza superior, aunque eso no signifique que su calidad sea siempre irreprochable. Han venido para quedarse y aunque pueden modificar muchas coordenadas importantes en el diseño pedagógico de la enseñanza universitaria, la realidad demuestra una vez más que las universidades son capaces de albergar en su seno aproximaciones pedagógicas aparentemente incompatibles bajo un mismo techo, ya sea virtual o real.

No tengo la impresión de que haya ocurrido algo parecido en el ámbito escolar. Aunque existen islas de innovación aquí y allí, por no decir en cada centro escolar, la verdad es que sería muy difícil documentar una expansión tan rápida y generalizada de innovaciones pedagógicas soportadas por la tecnología con los niveles de adopción que se dan en la enseñanza universitaria. Por desgracia, en la enseñanza escolar las teorías y los discursos pedagógicos parecen viajar con mayor rapidez que la propagación real de las innovaciones.

En segundo lugar, es mucho más fácil ver una transferencia de innovaciones desde la enseñanza superior a la escolar que no al contrario. Bastará con tomar algunos ejemplos. Para empezar, los campus virtuales se empezaron a generalizar en los centros de enseñanza superior a finales de la década de 1990 y, si bien emergieron como innovaciones fundamentalmente pedagógicas, pronto se configuraron también como herramientas básicas de apoyo a la comunidad universitaria para la información, la comunicación y también la administración. No se encuentra nada parecido en el sector escolar hasta hace aproximadamente diez años y, como cabría esperar, las plataformas escolares que hoy existen parecen clones de los campus virtuales aunque con una escala mucho menor, como corresponde a la talla mucho más reducida de los centros escolares, y con tasas de uso docente significativamente más bajas que en las universidades. Un segundo ejemplo lo constituyen los centros de enseñanza primaria y secundaria totalmente virtuales, que iniciaron su andadura tan solo un decenio atrás cuando las primeras universidades totalmente en línea ya habían cumplido el primero. Y, finalmente, está el caso de la hibridación de enseñanza que transformada en las denominadas clases invertidas (flipped classrooms) apenas inició su andadura en el mundo escolar hará unos cinco años.

Oportunidades objetivas para trabajar en la innovación pedagógica

¿Cuáles son los factores que explican la mayor propensión de la enseñanza superior a la innovación pedagógica soportada por la tecnología? A mi juicio los hay que tienen que ver con las peculiaridades de la profesión académica y otras con el entorno institucional de la enseñanza superior. Probablemente esta discusión merecería una o varias tesis doctorales, por su complejidad, y por consiguiente solo querría apuntar aquí algunas ideas.

La primera es que la innovación pedagógica requiere, por encima de todo, tiempo y esto es algo que la profesión académica acostumbra a tener en mayor medida que los docentes escolares. Se podría argumentar, desde luego, que el tiempo que los académicos dedican a la innovación pedagógica no está suficientemente reconocido porque su carrera profesional depende de la inversión de esfuerzo en investigación, pero tampoco los docentes escolares tienen incentivos para dedicar tiempo a la innovación.

La cuestión es que existen mayores oportunidades objetivas para trabajar en la innovación pedagógica en la enseñanza superior y, como muchas veces he escuchado en escuelas de todo el mundo, lo primero que echan en falta los docentes es, precisamente, tiempo, ya sea para prepararse mejor las clases, para corregir o, por supuesto, para reflexionar e innovar. El tiempo que también es, en definitiva, una expresión de la autonomía profesional tan característica de la enseñanza superior y tan precaria, a veces, en el mundo escolar. Hay que añadir a esto que los académicos, precisamente por su vínculo intrínseco con la investigación, están mucho más acostumbrados a tratar con la tecnología profesionalmente que los docentes escolares. Y, por encima de todo, a formar parte de redes cada vez más internacionales, lo que facilita que el conocimiento, las buenas prácticas y las propuestas innovadoras circulen rápidamente. Estas cuatro cosas -tiempo, proximidad a la tecnología, autonomía profesional y trabajo en red- crean un entorno más proclive a la innovación de base tecnológica.

A escala institucional la innovación, en todos los órdenes, parece ser universalmente aceptada como una de las principales misiones de la universidad. Esto facilita que los esfuerzos en este sentido sean bien acogidos, en particular cuando muestran potencial de retorno del esfuerzo, ya sea en términos económicos (cosa que en la docencia ocurre mucho menos de lo que se predica) o de prestigio institucional. Por otra parte, indudablemente los liderazgos cuentan sobre todo cuando se trata de instituciones que se mueven en entornos complejos que simultanean la cooperación con la competición con otras instituciones, tanto a escala local como global. Y en muchísimos casos, en uso de la autonomía institucional, traducen sus prioridades en asignaciones presupuestarias destinadas a la innovación pedagógica, incluyendo estructuras y planes de promoción y de apoyo -algo que, en parte por su distinta escala y en parte por su precariedad financiera, solo los centros escolares que forman parte de grandes redes pueden tener-.

La necesidad de la evaluación científica de los resultados

Creo que hay en todos estos factores algunas lecciones implícitas para mejorar las oportunidades de innovación pedagógica en la enseñanza escolar. Pero también hay algo de lo que las universidades deberían tomar buena nota: la innovación escolar está, más que nunca, sometida a escrutinio y obligada a acreditar su impacto en los aprendizajes. Hasta bien recientemente, la innovación pedagógica era definida como un cambio significativo en la organización de la enseñanza, en los procesos o en las tecnologías utilizadas. Pero esta definición, por la presión de las políticas de rendición de cuentas, incorpora cada vez más un nuevo vector: cambio, sí, pero cambio que debe añadir valor. Y este valor se debe poder medir en términos de reducción de costes, de satisfacción de los participantes o de impacto sobre los resultados de aprendizaje.

Y he aquí la paradoja: la enseñanza superior, sin duda, cuenta con mejores condiciones para promover y generar innovación pedagógica, pero precisamente por esta razón ¿no debería estar sometida aún a mayor escrutinio que la enseñanza escolar? Quizás el mundo de la enseñanza superior no necesite algo parecido a PISA, a TERCE o a TIMSS para rendir cuentas de la calidad y la realidad de los aprendizajes, aunque yo pienso que no vendría mal discutirlo. Pero aún si se sigue conservando el privilegio de la autoregulación colegial, y precisamente con más razón por ello, los esfuerzos de innovación pedagógica deberían siempre dar lugar a evaluaciones científicas de sus resultados.

Afortunadamente, la última oleada de innovación pedagógica en la enseñanza superior, los MOOC, está generando un número muy importante de informes de evaluación y de investigaciones empíricas que son prolijos en lecciones que ayudan a entender mejor sus ventajas y límites y, desde luego, a ser realistas en cuanto a la valoración de sus resultados en términos de perfiles de usuarios que culminan la formación y de su satisfacción. Pero seguimos sabiendo todavía muy poco acerca de su valor añadido en términos de resultados de aprendizaje. Y necesitamos estas evaluaciones con urgencia si queremos preservar la enseñanza superior como el espacio por excelencia para la innovación pedagógica inspirada por la tecnología y evaluada colegiadamente, teniendo como horizonte la mejora de los aprendizajes de los estudiantes. De no hacerlo así, nos exponemos a que alguien decida resolver la paradoja por nosotros de un plumazo.

Artículo extraído del nº 101 de la revista en papel Telos

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