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Educación y TIC


Por Antonio Rodríguez de las Heras

El mundo digital se ha extendido y forma parte ya, como una prótesis, de los cuerpos y del ser de los ciudadanos. Esta circunstancia obliga a una forzosa reformulación del sistema educativo que, inadaptado a este fenómeno, resulta profundamente disfuncional en la actualidad.

Durante décadas, la preocupación era cómo hacer hueco en el aula a la tecnología. Preocupaba a qué aparatos dar entrada en el aula, cuántos, el espacio que iban a ocupar y su disposición, cómo mantenerlos, los inevitables desplazamientos del resto del mobiliario… Pero hoy se ha dado un cambio radical en la intervención de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) en la educación. Y es que el problema ya no está en aparatos que hay que acomodar, sino en estudiantes distintos que hay que acoger.

El aula vacía

¿Por qué distintos? Porque su principal característica es que son protéticos; es decir, traen la tecnología -con la que hasta ahora queríamos transformar el aula- incorporada como prótesis. La miniaturización (más prestaciones en menos volumen), la consistencia (necesidad de poco o ningún mantenimiento especial), la accesibilidad (el fenómeno explosivo del móvil como potente tecnología asequible lo expresa todo), la ergonomía (extrema sencillez en el manejo) han transformado el escenario donde representar el papel de la tecnología digital en la educación. Un escenario vacío donde entran los actores del proceso educativo afectados por una tecnología invisible, adherida a sus cuerpos, que altera su comportamiento. ¿Cómo actuar entonces cuando ha cambiado no el cartón piedra del escenario, sino los intérpretes?

El aula sin escalones

La educación ha procurado ejercer una función niveladora básica (a la vez que, ciertamente, se usa para crear élites y exclusividad). Así que cuando falla una alimentación suficiente fuera, se procura corregirla dentro; y si no hay libros en los hogares, se encuentran en los centros educativos; y si faltan estímulos intelectuales en la familia y en el entorno social, se compensan dentro del aula.

Siguiendo esta labor niveladora del aula, se suponía que a la hora de la irrupción de aparatos sofisticados -pero considerados útiles para la formación por ser costosos, exigentes en su conservación, voluminosos- el aula tenía que ofrecer su acceso a quienes carecían de esa oportunidad fuera. Pero el fenómeno social y cultural que ha provocado el desarrollo tecnológico ha cambiado esta interpretación. Mientras que el aula, renqueante, intentaba responder a esta nueva responsabilidad, la tecnología digital se ha derramado por la sociedad y la ha empapado hasta hacer protéticos a sus ciudadanos. Evidentemente, como en cualquier derrame, el líquido vertido se va extendiendo por la superficie progresivamente, no alcanza a todos los puntos a la vez por rápido que se mueva, pero la marea parece incontenible.

Es significativo el cambio en la representación espacial que hacemos de las TIC. Hasta hace muy poco veíamos la Red como un espacio, tan próximo como queramos, pero al que había que migrar (migración digital). Y decíamos así que accedíamos a la Red, que bajábamos sus contenidos o los subíamos, que entrábamos en una aplicación o sitio… Y si fallaba, decíamos que la Red se había caído. Representábamos ese espacio como una megápolis o como una cuenca digital oceánica por la que navegar. En definitiva, era considerado como un nuevo espacio inmenso para entrar, recorrer y ocupar. Pero la percepción de esta emergencia ha cambiado. El mundo digital, virtual, ya no está confinado tras la pantalla, sino que se ha derramado y habita entre nosotros y en nosotros (se nos ha incorporado como prótesis). Este fenómeno, aún incipiente pero contundente, transforma por completo el paisaje de la sociedad. Somos Red, nosotros y nuestras cosas. La Red se está tejiendo de forma tan tupida y extensa, invasiva, que sus puntadas son tan finas que pasan por los individuos y por sus cosas. Y estos primeros individuos traspasados por la Red comienzan a entrar en el aula. Despejémosla, porque son ellos los que se tienen que acomodar, no los aparatos.

El aula abierta

El sueño de un aula como espacio acogedor ha sido el de un lugar bien aireado e iluminado, con ventanas que facilitaran estas condiciones y evitaran la sensación de encierro. Hoy las TIC en la educación suponen aulas forradas de espejos; una manera de dilatar el lugar físico del aula con el virtual de la Red, de crear una dualidad basada en la resonancia incesante entre el mundo que llamamos real, tangible, y el virtual del mundo digital, tan próximo a nosotros como la lámina que nos separa los dos lados del espejo: de este lado nuestro mundo real y del otro, ahí, de inmediato, el mundo especular. Y con igual facilidad que con un movimiento de ojos pasamos de uno a otro, así podemos mantener esta resonancia entre ambos mundos. Por consiguiente, el desafío está ahora en cómo instalarse y trabajar en un aula forrada de espejos, cómo dirigir la mirada y la atención a uno y otro lado del espejo. Cómo encontrar ahí, al otro lado de la lámina especular, a los otros y a los objetos reflejados que hay de este lado. Cómo relacionar ambos mundos y aprovechar la resonancia que inevitablemente mantiene entre ellos una persona que se encuentre en esa aula dilatada, con un horizonte mucho más profundo que el de cualquier paisaje que la ventana pueda ofrecer.

El aula sin cadenas

El aula sin cadenas… de montaje. Porque la educación que hemos levantado y que llega hasta hoy es a imagen y semejanza y para servicio del modelo de sociedad industrial. Un modelo que se está agotando por la transición crítica a otro basado en la metabolización de la información, y no solo en la transformación de la energía, y que está llevando a que la educación, inadaptada ya a lo que está emergiendo, muestre una profunda disfunción. Aparece la confusión por la incertidumbre del cambio, lo que provoca que, como frecuentemente sucede en estas situaciones, se insista obcecadamente en reforzar aquello de lo que hay precisamente que desprenderse.

Nos hemos venido preguntando durante años qué papel tendrían que desarrollar las TIC en la educación. Vistas como instrumentos se interpretó que serían útiles para mejorarla si se aplicaban acertadamente. La cuestión, por tanto, era saber instalarlas, manejarlas y hacer un buen seguimiento de los beneficios esperados para ir perfeccionando su uso. Pero los resultados no han sido tan lineales y previsibles, más bien han desorientado. Las TIC aplicadas sobre el mismo planteamiento educativo que antes de su intervención no hacen más que amplificar el ruido que contiene el sistema, pero no resuelven las causas de tal ruido, que hace que la educación muestre una creciente disfunción.

Sin embargo, solo era cuestión de tiempo el comenzar a percibir que las TIC eran más que un factor de mejora de lo mismo; es decir, de insistencia en mantener lo que ya no funciona. Ahora se vislumbra que, por el contrario, van a ser precipitadoras del derrumbe de un sistema heredado que, como un viejo caserón familiar, no se sabe cómo mantenerlo habitable, porque es solo una carga.

La industrialización impuso una forma de intervenir en el mundo más allá del interior de las fábricas humeantes. Hizo ver que el mundo era complicado, muy complicado, y que la forma por tanto de actuar eficazmente era tratarlo por partes. Las máquinas -el mejor exponente de la era industrial- eran la perfecta manifestación de cómo la complicación se debía al número de sus piezas y de que la manera de salvar esta complicación era tratarla por partes; tanto para repararlas como para construirlas. Así que un proceso bien sincronizado de montaje pieza a pieza era la actuación correcta. Y se vio el mundo como una máquina. Y se comenzó a intervenir en él con esta lógica de la nave industrial.

Pero el mundo no es solo complicado, es también complejo; y la complejidad -que no es una magnitud, sino un límite epistemológico- no se reduce troceando el objeto complejo.

La ciencia positivista decimonónica respondió a este enfoque epistemológico y metodológico fielmente y la hiperespecialización como camino para el avance de la Ciencia se alzó como indiscutible. No se pensó en la posible trampa del Aprendiz de Brujo. El mundo se troceaba para dejarse conocer y para intervenir eficazmente sobre él. Este desmenuzamiento se compensaría a continuación, igual que en la cadena de montaje, ajustando las partes, con la síntesis, con la interdisciplinariedad; pero lo que ha resultado es la confusión de la Torre de Babel: se eleva a la vez que aumenta la confusión.

La educación como un modelo de montaje. La educación se avino también a servir a este modelo de mundo y de actuación sobre cualquier cosa (incluida la formación de la persona), como si fuera una máquina más o menos complicada. Así que se concibió como una poderosa fábrica, con un gran número de naves de fabricación encerrando largas y precisas cadenas de montaje. La educación de un ciudadano se convirtió en un proceso de montaje bien pautado previamente por unos ingenieros en el papel. La educación de una persona podía ser interpretada y tratada también como una máquina y el proceso de formación como el de construcción de una máquina. Y para que la producción fuera lo más eficaz posible, ese proceso tenía que ir al ritmo y con la lógica de la cadena de montaje.

Planes de estudios, cursos, asignaturas, lecciones, pruebas, horarios, todo en piezas que hay que encajar cada una de ellas en su momento preciso por unos operarios al pie de la cadena, empleados en realizar su tarea específica. Profesores especialistas que ocupan una hora para pasar (salir del aula) la tarea a otro especialista (que entra en el aula). Así a lo largo de unas cintas de transporte que llevan hasta el final de un programado montaje: ya está listo el producto para embalar y salir de la fábrica. La sorpresa, cada vez más frecuente y contundente, es que aquello que ha costado tan largo proceso de fabricación ya no sirve, ya no es útil, queda en stock.

Sin embargo, en vez de replantearse la producción se insiste en proceder igual. En todo caso, apostando por la diversificación (más titulaciones), confiando en que funcione en la educación la misma estrategia de producción de bienes de consumo que para una sociedad saturada de oferta. Pero esta imitación no resulta y se agrava la disfunción de la educación.

Control de calidad. Por otro lado, el control de calidad es una actuación fundamental en la obtención de un producto industrial. Hay que vigilar concienzudamente todos los pasos del proceso de producción y testarlos tantas veces como sean necesarias. Es la garantía de buenos resultados. El control en la educación alcanza hoy el paroxismo. Unos ingenieros diseñan en el papel todas las piezas para el ensamblaje, todos los pasos que hay que dar para este encaje y el ritmo que hay que seguir para que la cadena no se detenga. Unos operarios (llamados docentes) realizan una tarea monótona, repetitiva y especializada en un lugar de esa cadena, a la vez que su labor es controlada permanentemente para asegurar que la hacen correctamente, según está programada. Pero el control basado en la premisa de la desconfianza y en tener que demostrar que se cumple lo exigido produce una fatal desmotivación en los operarios de esta larga cadena. Y, para colmo, cuando al final de ella sale el producto pretendido -un ciudadano educado-, se comprueba que no es adecuado. Tanta inversión y esfuerzo, tanto control de calidad durante el proceso, para terminar en un producto inservible. Sin embargo, esta amarga evidencia no hace replantear el proceso, sino intensificar su programación y control.

La cadena de fabricación se ha convertido en un laberinto que ha encerrado también a programadores y controladores, a todos.

Del montaje a la recombinación de piezas

Esta confusión explica que se interpretaran las TIC como un sofisticado añadido tecnológico para la mejora del rendimiento de la cadena de producción; pero ha resultado que se están convirtiendo en la denuncia de un modelo de educación obsoleto y en una aportación sustancial para concebir otro.

La clave está en que la Red permite avanzar, que se puede cambiar la idea de montar piezas por la de recombinar piezas. Hasta ahora el modelo imperante es montar piezas para obtener una máquina u objeto predeterminado y a través de pasos únicos y programados. Por el contrario, se puede entender que las piezas sean combinables y recombinables como lo son las de Lego, por ejemplo. Para las primeras se necesitan tornos que hagan la parte exacta y precisa que necesita una máquina ya diseñada; para la construcción de las segundas se necesita un material de ceros y unos y las condiciones que proporciona la Red. Pueden parecer estas últimas muy inferiores a las torneadas en metal, pero muestran una capacidad de combinación que las hace mucho más potentes que aquellas cuya principal cualidad es que se ajustan únicamente en el lugar para el que son elaboradas.

Las titulaciones, los cursos, las asignaturas, los horarios… Formas de ensamblaje que construyen objetos inservibles, máquinas que cada vez funcionan peor. Y ahora se están ideando piezas con el nuevo material de ceros y unos (más plástico, aunque quizá no tan apreciado como los materiales tradicionales con los que venimos trabajando). Hay que ensayar y, en consecuencia, evolucionar para obtener nuevas formas. Estas emergencias de lo nuevo, y no instrumentos para instalar en lo viejo, es lo que nos traen ahora las TIC. Cómo comunicar lo que antes se empaquetaba en clases, lecciones, asignaturas, cursos… cuando en la Red tiempo y espacio cambian radicalmente. La forma de empaquetar se debía a la imposición del espacio como distancia y del tiempo como demora, condicionantes que desaparecen en el espacio digital.

Tíscar Lara y Alejandro Tiana, así como Nuria Oliver, escriben en sus artículos sobre el fenómeno MOOC (Masive Open Online Courses) y hacen unas valoraciones y una contextualización muy atinadas. Son muy oportunas sus colaboraciones porque hay que ver estos cursos en la Red como un síntoma de la transformación que se avecina. Evidentemente, los MOOC no son la fórmula definitiva, ni mucho menos, pero sí aportan indicios de por dónde va a intervenir la tecnología digital en la educación, más allá de usarse solo como un instrumento que se integra en el proceso educativo. Contienen los gérmenes de una educación para la sociedad del conocimiento; en los que aquella información que hasta ahora se podía alcanzar en el aula y en la biblioteca está al otro lado del espejo y con una cantidad, diversidad y riqueza incomparables…; y también calidad, ya que por concurrir tantísimo aporte de todos los puntos y en competencia hay condiciones selectivas para que se destile calidad. Los formatos pueden ser muy variados, pero como denominador común de todos ellos está una duración mucho más reducida que lo habitual de este lado del espejo. Contienen también una experimentación de cómo concebir la comunicación transmedia en educación, con usos bien distintos del lenguaje audiovisual, del texto, de las redes sociales, de la evaluación. Y es un fenómeno que no se limita a la enseñanza superior. Puede interpretarse para cualquier nivel.

Lo importante es intuir que a partir de estos indicios podemos levantar un escenario de un conocimiento para cualquier nivel educativo disponible a granel en la Red. No se presentan empaquetados y pueden combinarse a voluntad como piezas para ir componiendo una formación particular, ilimitada en extensión, profundidad y tiempo.

El maestro sin aula

Fin de la cadena de montaje, su ritmo y empaquetamiento. Fin del operario manteniendo esta cadena de montaje. Fin de la programación y control, porque el proceso de formación es decisión de quien se forma. Y los nichos laborales de cada momento dirán de la pertinencia o no del currículo; y en este segundo caso se corregirá con mucha más flexibilidad y prontitud que si la educación se hubiera recibido empaquetada.

Todo esto se completa con la recuperación -o, mejor, reinterpretación- en este mundo digital del artesano, del maestro artesano que desapareció con la Revolución industrial para hacerse operario. El maestro -y no el aula-, en cualquier nivel de la educación, acogería a sus discípulos por el tiempo que considere que su magisterio resulta provechoso. Tendrá la autoridad que permita aconsejar y dirigir la formación a partir de la elección de las piezas al otro lado del espejo. Su magisterio aportará también la parte imprescindible en la educación que es la afectividad, aunque esta cambie naturalmente de registro según la edad. La familia entregará al niño al maestro, y no al centro, y el estudiante joven y adulto lo elegirá. Y el maestro, en cualquier caso, los aceptará. Y el aula se habrá hecho estancia, estancia para reunirse con el maestro y encontrarse con otros compañeros. A ella llegarán estos estudiantes protéticos, aunque no con el dominio suficiente de un medio tecnológico tan potente, para aprovecharlo plenamente, de ahí la pertinencia de la Alfabetización Mediática e Informacional (AMI) que analiza y fundamenta muy bien José Manuel Pérez Tornero en su artículo.

Este cambio del sistema educativo parece tan lejano o imposible -aunque la salida de la disfunción del actual resulte apremiante-, que habrá lectores que califiquen estas líneas que acaban de leer de utopía. Sí, una ‘utopedia’.

Artículo extraído del nº 100 de la revista en papel Telos

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Antonio Rodríguez de las Heras