La desafección es una de las características más empleadas para definir la actitud política dominante en la ciudadanía de las actuales sociedades democráticas. Una desafección política que se manifiesta de múltiples maneras y cuyas causas resultan ser muy variadas. Suelen subrayarse sobre todo aquellas que tienen que ver con la (escasa) calidad de los sistemas democráticos y la profunda desideologización de la sociedad, sin embargo, no se atiende como debiera a otro factor que, a mi juicio, posee una más relevante capacidad de explicación de esta actitud ciudadana. Me refiero al tipo y calidad de la información política que al ciudadano se le proporciona a través del sistema de medios en general y de la comunicación política en particular.
En relación con esta otra perspectiva, mi hipótesis de partida es que en los procesos de comunicación política el objetivo central no es la movilización cognoscitiva y eventual motivación para la acción colectiva de la ciudadanía. Se trata más bien de sustituirla y de hablar en su nombre a fin de que políticos y periodistas (los otros dos actores) dispongan de un elevado status de legitimidad a la hora de llevar a cabo su confrontación en el espacio público.
Desde las primeras reflexiones teóricas hasta los más recientes estudios empíricos, la ciudadanía ha tenido un mal encaje en la comunicación política. Lo cual es una paradoja, dado que esta comunicación busca influir en las concepciones políticas y en las decisiones electorales del conjunto de la sociedad. Una influencia que se pretende lograr contando escasamente con la ciudadanía real y más con las representaciones de ella elaboradas por la política y el sistema de los medios. El resultado es que la ciudadanía es manejada siempre en este tipo de procesos a partir imágenes que la presentan dotada de una naturaleza frágil y limitada en sus competencias políticas. Veamos algunas de estas representaciones más significativas, tal y como se desprenden de diversos trabajos teóricos y empíricos en el campo de la comunicación política.
Si nos situamos en una etapa previa a la configuración de los estudios científicos sobre la comunicación política, descubrimos que dos de sus más conspicuos analistas, F. Von Holtzendorff (en el siglo XIX) y W. Lippmann (en el XX) vienen a coincidir en una misma y sustancial tesis: que el pueblo carece de opinión, que es un ‘público fantasma’ o que sus opiniones difieren notablemente de lo que piensan sus representantes, los únicos en realidad con las capacidades necesarias para decidir lo que es conveniente para la sociedad en cada caso.
Si el análisis lo concentramos en las etapas de la comunicación política tal y como han sido formalizadas por J. Blumler y D. Kavanagh (esto es, a partir de los años 40 del pasado siglo), lo que encontramos son definiciones de una ciudadanía por lo general percibida en términos de carencias, no solo políticas, sino también cognoscitivas. Tan solo una tesis, debida a P. L. Lazarsfeld y R. K. Merton, se aparta de la línea argumental dominante para imputar las limitaciones de la ciudadanía a la ‘función narcotizante’ que sobre ella ejercen los medios y su cultura. Este planteamiento en buena medida se abandonará a medida que los análisis empíricos se vuelvan más sofisticados y la comunicación política gane terreno como conjunto de prácticas profesionales vinculadas a las campañas electorales. El fundamento teórico de la mayor parte de estos estudios reabre un viejo problema: hasta qué punto en la democracia representativa impera el ideal de la soberanía popular. La perspectiva hegemónica al respecto es la del ancestral elitismo, solo que con otros ropajes. Porque aunque ahora no queda más remedio que contar con la ciudadanía en términos de legitimidad política, el bajo grado de información y competencia que se le presupone la convierten en un objeto, antes que en sujeto políticamente activo.
Una versión de esta imagen de la ciudadanía pone el énfasis en su naturaleza ‘apática’ (S. M. Lipset, 1960). Ignorante, poco competente y proclive a la pasividad, esta ciudadanía convierte en inevitable transferir todo el protagonismo en el espacio público, y más aun en los procesos de toma de decisiones, a las minorías informadas y responsables. Un planteamiento que formuló con claridad J. Schumpeter, en sintonía con el discurso precedente de los teóricos del elitismo.
Las perspectivas menos negativas acerca de la capacidad cognoscitiva de la ciudadanía mantienen, no obstante, su apatía como un rasgo que determina sus actitudes a la hora de obtener información política. Esta apatía, además, se justifica echando mano de la teoría de la elección racional: el ciudadano es racional cuando se desentiende la política, dado que sabe que informarse es costoso, con lo que accede exclusivamente a la información que le resulta imprescindible (A. Downs). Y en línea con este esfuerzo mínimo, la ciudadanía recurre a ‘atajos informativos’, que no son otros que la confianza prestada a los expertos, a quienes se les presupone el verdadero conocimiento. Es lo que algunos denominan ‘racionalidad de baja información’ (S. Popkin). Un comportamiento sin duda favorable a un tipo de elector racional, pero siempre ‘perezoso’ y desentendido a la hora de enfrentarse con la información política y con los asuntos públicos.
La actual sobreabundancia informativa, debida al número y diversidad de medios y canales de comunicación en un mundo globalizado, aporta nuevas-viejas imágenes de esta ciudadanía poco informada y escasamente comprometida. Dos autores relevantes al respecto son M. Schudson y J. Zaller, quienes a caballo entre el pasado siglo y el actual elaboraron, a partir de consistentes investigaciones empíricas, un modelo de ciudadanía que podemos denominar ‘intermitente’ o también ‘latente’. Se trata de un ciudadano que solo se informa superficialmente y no se preocupa de manera cotidiana de cuanto acontece, pero que se activa, políticamente hablando, cuando emerge algún acontecimiento que le resulta especialmente importante o interesante. A esta ciudadanía ‘latente’ se correspondería un modelo de periodismo básicamente centrado en el entretenimiento, ya sea de la información en general (infotainment) o de la política en particular (politainment).
Para acabar este breve repaso sobre el papel asignado a la ciudadanía en la comunicación política, conviene detenernos en algunas de las conclusiones a las que llegaron M. X. DelliCarpini y S. Keeter (1996): 1) El número de ciudadanos políticamente bien informados es una minoría; 2) la mayoría tiende a ser ‘generalista’ en sus conocimientos políticos; 3) la desigualdad en la información se superpone al resto de desigualdades sociales, y 4) la adquisición de información política depende igualmente de variables sociales, como el grupo de pertenencia, el ambiente informativo y el nivel educativo. Conclusiones a las que un poco más tarde llegará también P. Norris (2000): al realizar un balance de diversos trabajos empíricos centrados en la relación entre exposición a los media y grado de conocimiento político, sostiene que la simple exposición a los medios no ejerce una influencia significativa en la cultura política de la ciudadanía.
El perfil que se desprende de todos estos trabajos es el de una ciudadanía poco interesada en la información política, frecuentemente alejada de la confrontación que tiene lugar en el espacio público y preocupada solo esporádicamente de los intereses colectivos. Que este sea el resultado tras varias décadas de intensificación de la comunicación política puede deberse a dos razones, no del todo excluyentes. De una parte, a la poca eficacia (persuasiva y cognoscitiva) de sus mensajes. De otra, y esta me parece muy a tener en cuenta, que la propia comunicación política se organice de manera tal que prescinda cuanto puede de la implicación de la ciudadanía en sus discursos, con lo que contribuye (en una suerte de profecía autocumplida) a incrementar la distancia de la ciudadanía tanto de la comunicación como de la política en su conjunto. Porque existen en la actualidad tres grandes estrategias de comunicación política que contribuyen decisivamente a tal alejamiento:
– Estrategia de la mirada oblicua, que soslaya siempre que es posible la voz de la ciudadanía en la construcción de los mensajes de la comunicación. Solo la incorpora cuando tienen lugar acontecimientos disruptivos o espectaculares en la calle. De ahí las dificultades con que se encuentran los movimientos sociales para ser integrados en la maquinaria comunicativa. Y cuando lo logran, no siempre se atiende a sus reclamos, sino a los referidos a la racionalidad discursiva de la comunicación.
– Estrategia de la sustitución, en virtud de la cual los dos grandes actores de la comunicación política, políticos y medios de comunicación, se erigen en representantes genuinos (y cuasi espontáneos) de la ciudadanía. De manera que el actor principal (al menos lo es en tanto en cuanto tiene en su poder la elección política última) queda suplantado por dos agencias (políticos y periodistas) que se expresan y actúan en su nombre.
– Estrategia de la representación, cuyo formalización más precisa es la denominada opinión pública, entendida como mero agregado de opiniones individuales técnicamente obtenidas y elaboradas. El manejo de este material, con la sofisticación y legitimidad (científica) que suele conllevar su tratamiento estadístico, convierte en innecesaria la presencia de los actores sociales y de sus dinámicas interactivas en la vida real.
En resumidas cuentas, si la comunicación política no quiere quedar atrapada en este círculo cerrado de reciprocidades de política-medios y, por tanto, acabar erosionada por el mismo proceso de deslegitimación que afecta a aquellos, tendrá que buscar fórmulas y estrategias de mayor apertura e implicación con la ciudadanía.
Y aquí se está abriendo, sin duda, un nuevo escenario para la comunicación política en virtud de la creciente relevancia de las redes sociales. Como no es mi propósito en este breve texto abordarlas, me limito a señalar que de ellas se derivarán consecuencias importantes para la teoría y la práctica de la comunicación política. Pero debo añadir enseguida que sus efectos son de naturaleza ambivalente. Si de una parte estas redes pueden ser un fuerte instrumento para impulsar nuevas formas de cohesión y de movilización cognoscitiva y social, de otra sus limitaciones tienen que ver con las dificultades que les exigirá dar el ‘salto’ del espacio virtual al real.
Artículo extraído del nº 92 de la revista en papel Telos
Comentarios