Por Carlos Arcila Calderón
El presente artículo es una reflexión teórica que pretende reivindicar la identidad como categoría de análisis en los procesos de comunicación en los entornos virtuales. En tal sentido, asegura que la identidad es un factor mediador de la comunicación cuyo estudio cobra especial importancia en aquellos espacios donde las capacidades de expresión y apropiación del mensaje están limitadas y potenciadas por la utilización de sistemas informáticos interconectados.
El autor de este artículo desea agradecer al CDCHT, ULA, la financiación concedida a la investigación titulada La producción comunicativa de la identidad en los entornos virtuales, bajo el código NutaH2630709B.
La identidad como categoría de análisis se ha convertido en las últimas décadas en un tema central de discusión en las ciencias sociales ( 1). Y ha sido así precisamente porque pretende dar pistas para la interpretación de la instancia que Martin Heidegger denomina ser-en-el-mundo, con una explicación que se basa en las representaciones que los seres humanos (sociales por naturaleza) tienen de sí-mismos y de los demás, es decir, de su alteridad. En este sentido, la comprensión de nuestras identidades, tanto individuales como colectivas, nos puede ayudar en la búsqueda de respuestas que tienen ver tanto con la acción que puede desarrollar el sujeto para modificar-se y modificar el medio, como con los límites y estímulos que vienen marcados desde la estructura, es decir, desde los órdenes y desórdenes que pueden establecer los sistemas.
Aplicada al campo de la comunicación, es posible situar la identidad en los márgenes de la linealidad comunicativa, es decir, en aquellos espacios que constituyen las lógicas que dan sentido a la producción, apropiación y uso de los mensajes. Constituye pues, una de las tantas articulaciones que se hacen presentes entre los distintos componentes que conforman el sistema de comunicación. Utilizando el término acuñado por Martín Serrano (1976), es un elemento de mediación, en tanto que proporciona claves e itinerarios para una producción de sentido marcada por el lugar que ocupamos o queremos ocupar en el mundo, pero también por nuestros deseos, anhelos, creencias, proyectos-de-vida y emociones.
Según Martín-Barbero (2002, p. 16), «no hay identidad cultural que no sea contada», ya que la relación que existe entre la narración nuestros relatos del mundo y la identidad es constitutiva, es decir, que para que la pluralidad de las culturas del mundo sea tenida en cuenta es indispensable que la diversidad de las identidades sea contada. Y es en este sentido donde reside la importancia de analizar la mediación de la identidad en entornos donde la diversidad es más palpable y donde ejerce un papel más importante. En los espacios virtuales, donde «las autorías de emisión se encuentran atribuidas en claro desorden a cientos de miles de personas u organizaciones a nivel global» (Arcila, 2006b, p. 4), se hace indispensable contar con categorías de análisis que, por un lado, den cuenta precisamente de esa diversidad, y, por otro, centren el análisis de la comunicación que allí se genera en los espacios que, en cualquier caso, posibilitan y enmarcan los intercambios de información.
La socialización en el medio digital
En la socialización que tiene lugar a través del medio digital se cumplen esencialmente las mismas relaciones que en los espacios tradicionales: cooperación, solidaridad, convivencia, conflicto y competencia. La necesidad humana de un individuo de entrar en contacto con su alter ego no se ve sosegada en estos entornos aparentemente menos humanos, donde los lazos e interacciones deben necesariamente estar mediados por una máquina, o mejor, por redes de ellas. El medio no hace la interacción, pero sí sugiere rutas para la acción, por lo que los entornos virtuales se convierten en nuevos espacios para el intercambio humano, para el moldeamiento mutuo entre las reglas que se imponen desde lo que Anthony Giddens (1984) denominó estructura y la capacidad de acción-en-el-mundo que poseen los actores.
A lo que sí es posible que el medio contribuya es a la construcción y reconstrucción de unos lazos sociales menos rígidos o, usando las terminologías de Zigmund Bauman y Lotfie Zadeh, respectivamente, de unos lazos más líquidos o difusos, es decir, menos duraderos en el tiempo y en el espacio. Y esto es así porque tanto la interacción que puede ejercer un individuo en los entornos virtuales como las señas de su identidad están marcadas por las características de un sujeto contemporáneo acostumbrado a la superabundancia de la información, al individualismo, al caos, a la incertidumbre y al reconocimiento de las subculturas, es decir, estos ciudadanos digitales (Arcila, 2006a) son individuos en esencia posmodernos.
En cualquier caso, paralelamente a otros componentes que intervienen en el proceso de la comunicación, los elementos que emergen de la identidad actúan como catalizadores de la interacción social comunicativa, restringiendo y, recursivamente, potenciando nuestras capacidades expresivas y de apropiación de los contenidos. Desde esta perspectiva mediacional, es posible aproximarse al proceso de la comunicación digital desde las lógicas que nos transmiten nuestras identidades, como categorías que recogen nuestra historia de vida individual y compartida, nuestro lugar en el contexto social, nuestras aspiraciones y deseos, nuestra cultura, nuestra visión del mundo e incluso nuestro sentir.
El análisis de la relación entre mediación e identidad ( 2) ha venido usualmente marcado por el estudio de la participación del proceso de comunicación, en tanto proceso mediador, en la construcción de identidades; es decir, en cómo mediante la comunicación se crean y re-crean las identidades individuales y colectivas, estas últimas especialmente gracias a la presencia de los medios masivos de información. Pero el análisis que intentamos reivindicar cumple un recorrido inverso: el de la comprensión de la otra cara de la relación mediación-identidad, en tanto que es necesario reconocer que el conocimiento de la mediación que ofrece la identidad se torna fundamental cuando los procesos de comunicación tienen lugar en entornos alejados de la co-presencia, como los espacios virtuales, donde las capacidades de expresión y apropiación del mensaje están limitadas y potenciadas por la utilización de sistemas informáticos interconectados.
Los lazos sociales que puede establecer un individuo, tanto en lo que respecta a las normas y regularidades que emergen en la sociedad (macrosociología) como a las capacidades del sujeto para ejecutar la interacción social (microsociología), refieren a las necesidades del ser humano de involucrase con su entorno en términos de pertenencia, cuya base motor es la creación de relaciones para la convivencia. O, siguiendo la tesis de Humberto Maturana (1991), es la necesidad de amar, de instituir relaciones afectivas y emocionales, la que constituye el origen de nuestras necesidades de socialización. Lo que ha ocurrido es que en nuestro intento constante, permanente y recurrente de involucrarnos con nuestra alteridad se producen regularidades condicionadas por nuestra posición en el grupo, que Bourdieu (1991) llama habitus, y que son fundamentalmente procesos que nos facilitan nuestro estar-en-el-mundo en tanto economía para la interacción social.
Cuando nos referimos a una sociabilidad virtual estamos aludiendo a aquellos procesos de interacción social que tienen lugar en espacios donde la comunicación se produce mediada por las tecnologías informáticas. En estos espacios emergentes es necesario replantear los usos y las relaciones, las identidades y los imaginarios, los textos y los contextos, etc. Las comunidades virtuales, aquellas que Rheingold (1996) define como agregados sociales que emergen en la Red, son un ejemplo de las nuevas maneras de relacionarse socialmente. Para conocerlas debemos confiar en los datos que nos aportan sus actores, analizar las características de los mensajes y representaciones que surgen en ella y observar y participar directamente de sus procesos.
En cualquier caso, lo que es necesario reconocer es que las interacciones virtuales pueden convertirse al igual que en los espacios de co-presencia, en prácticas ritualizadas que contribuyen en la formación de estructuras sociales. A través de normas, valores y posiciones sociales el sistema es capaz de marcar límites para la interacción, aunque esto no signifique que los aldeanos electrónicos (Castells, 1996) no tengan la capacidad de modificar esa estructura a partir de sus prácticas. La diferencia entre la socialización de los sujetos (entendida como una construcción permanente) en los espacios físicos y aquella que tiene lugar en los entornos virtuales viene dada básicamente por la mediación de las herramientas informáticas que se convierten en la infraestructura de la interacción.
La mediación de esta infraestructura (de ordenadores, de conexiones múltiples y de interactividad) busca establecer pautas e itinerarios para la acción, modificando las percepciones tradicionales de espacio y tiempo y sumergiendo al individuo en un entorno donde la rapidez de las interacciones y la posibilidad de moldear nuestras identidades convierten a la socialización en un proceso más fugaz y difuso. Estas tecnicidades, como las llama Martín-Barbero (1998), están siendo capaces de dibujar un mapa diferente de prácticas sociales donde los actores tienen más facilidad para escoger sus máscaras ( 3), cuyos marcos fijan las condiciones previas de interacción y tienden a contribuir a la construcción constante de su identidad individual.
En este sentido, es necesario resaltar que una de las expresiones más visibles de la sociabilidad virtual es precisamente la capacidad que tienen los actores de (re)construir sus identidades y de moldearlas de acuerdo a sus expectativas y deseos de integración en el grupo social. Es una capacidad que se ve potenciada por la invisibilidad del actor en el medio, el dinamismo y rapidez de las interacciones digitales, el uso individual y no colectivo que se hace del medio digital y la creencia de que en lo virtual no existen límites para la imaginación. Dicha capacidad, además, tiene que ver con las destrezas y competencias que el individuo desarrolla como resultado del aprendizaje del uso de los entornos virtuales ( 4).
Paradójicamente, el incremento de interacciones sociales más efímeras y menos duraderas no impide que se concreten relaciones duraderas; es decir, la mediación que ejercen dichos entornos en el Sistema Social (SS) provee de lógicas para la socialización, pero sólo en tanto que son acicates y pautas para la acción social, sin que ello signifique que los espacios virtuales elaboren categorías de comportamiento a priori. Al respecto, también es posible señalar que las lógicas que intervienen en el SS no han sido sólo afectadas por el Sistema de Comunicación (SC), sino que es preciso tomar en cuenta la capacidad que el sujeto contemporáneo tiene para apropiarse de su entorno, en tanto es parte de un Sistema Ecológico (SE) ( 5) que hace posible que a las cosas, a los aconteceres, a las personas y a cualquier sujeto se le atribuyan valores, símbolos y expectativas, capaces de propiciarle gratificaciones o sufrimientos.
Si bien decíamos que el concepto de identidad se ha convertido en una categoría central de análisis en las ciencias sociales, el conjunto de características que componen su definición ha ido cambiando con el transcurrir del tiempo y debido a las transformaciones de los paradigmas predominantes. Inicialmente, podríamos decir que la noción primaria de identidad nace bajo una conceptualización fuerte, en tanto se refería a particularidades macrosociales inmanentes e inmovibles, cuestión que ha ido avanzando hacia una concepción débil de la identidad, en la que entran a formar parte los rasgos subjetivos de pertenencia sociocultural del individuo, siendo éstos además entendidos en un estado de construcción permanente, es decir, como dinámicos, flexibles y relativos.
Las descripciones tradicionales de los padres de la sociología (Comte, Durkheim, Weber, Marx) apoyaban implícitamente la idea de que la identidad de un sujeto venía determinada por el lugar que éste ocupaba en su grupo social, entendiendo que las categorías resultantes venían impuestas desde fuera y que en el fondo eran el origen de la acción social del individuo. Conceptos como nacionalidad, estatus social, edad, sexo y religión han sido algunos de los factores predominantes en el estudio de la identidad, con lo cual es posible comprender que ésta se origina de una construcción externa, influida por las regularidades (órdenes) producidas en la sociedad y que, por lo tanto, responde a una estabilidad en el tiempo y en el espacio que la hace duradera, única y poco variable.
Sin embargo, los cambios en la sociedad y en los paradigmas teóricos contemporáneos nos han forzado a repensar los agentes que intervienen en la formación de la idea que tenemos de nosotros mismos y de los demás. Castells (1998) nos recuerda que debido al proceso globalizador se ha producido una oleada de expresiones de identidad colectiva que desafían la globalización en defensa de la singularidad cultural y el control sobre la propia vida y el medio ambiente. Hemos pasado pues a una sociedad notoriamente diferente, cuyas esperanzas de emancipación como afirma Gianni Vattimo (1990) están precisamente en la pluralidad y heterogeneidad que representa la emergencia de las sub-culturas identitarias.
Para profundizar en el tema, debemos distinguir entre dos subcategorías de la identidad: la identidad individual y la identidad colectiva. Ambas están recursivamente relacionadas y se complementan en una construcción constante. Según Giménez (2005) la primera alude un proceso subjetivo y auto-reflexivo por el que los sujetos definen su diferencia de otros sujetos mediante la auto-asignación de un repertorio de atributos culturales, mientras que la segunda encuentra su unidad distintiva en la definición interactiva y compartida, producida por cierto número de individuos, concerniente a las orientaciones de su acción y al campo de oportunidades y constreñimientos dentro del cual tiene lugar la acción.
Ambos conceptos remiten inmediatamente a la necesidad del reconocimiento de el-otro o, como lo llamó Emmanuel Lévinas, de la alteridad, pues la representación que los sujetos tienen de sí-mismos se legitima/confronta con la representación que tiene el grupo social de ellos. En este sentido, se hace imprescindible comprender la importancia que tienen los conglomerados sociales en la construcción permanente de las identidades, en donde las relaciones entre el Yo y el Alter tienen lugar principalmente en los espacios dedicados a la comunicación.
Una vez entendido el proceso de construcción indentitaria como un proceso complejo donde intervienen componentes de distinta naturaleza, es posible superar la nociones de identidad basadas únicamente en criterios como la clase social, la etnicidad, la edad, el género o los grupos territorializados. En necesario, como afirma Giménez (2000), que el concepto de identidad recupere dentro de ella la noción de cultura, en cuanto condensa mundos distintos de sentido que deben ser rescatados como parte de la identificación del sujeto en su contexto social. Además, es precisamente la noción de cultura la que nos acerca a nuestras creencias más particularizadas, nos sumerge en el mundo de la imaginación y los anhelos, nos lleva a pertenecer a colectivos fuera de nuestro espacio físico (memorias desterritorializadas, según Martín-Barbero, 1998) e incluso logra reflejar en cierto modo tanto nuestros proyectos-de-vida como nuestras aspiraciones individuales y grupales.
Para referirnos a la identidad de un individuo contemporáneo no basta, pues, con enumerar sus atributos socialmente adquiridos, como por ejemplo ser una joven inglesa protestante de clase media, sino hay que escudriñar más allá en su ser-en-el-mundo y comprender que, como afirman los representantes del pensamiento posmoderno ( 6), el carácter de las identidades debe ser entendido como fragmentado, fluido, híbrido, electivo y extremamente reflexivo. No basta hoy con construir la representación para una joven inglesa protestante de clase media, hay que matizarla en aspectos más sugerentes como el de ser una joven republicana, lesbiana y rockera que admira la democracia norteamericana y que ha sido criada en la provincia inglesa.
Como asegurábamos en párrafos anteriores, el proceso de comunicación que tiene lugar en los entornos virtuales se ve afectado por diversos tipos de mediaciones, o utilizando los términos de Guillermo Orozco (1997) es un juego de mediaciones múltiples, en donde diferentes componentes tecnológicos, sociales, económicos, culturales y políticos se dan cita para mediar en las interacciones comunicativas. Carlos Colina (2003), por ejemplo, apunta que las mediaciones digitales se refieren a las bases esenciales de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) y que pueden ser calificadas como mediaciones comunicativas en tanto las «comunicaciones digitales atraviesan la vida cotidiana del ciudadano de hoy, sus acciones sociales, sus narrativas y sus discursos» (2003, p. 15).
Pero el análisis de la base tecnológica como mediación no es la única perspectiva que interesa. Dentro del mismo proceso de comunicación digital, existen a su vez otros tipos de mediaciones que se acercan a lo que la revista Comunicación, del Centro Gumilla, ha definido como e-mediaciones, y que alude a un enfoque sobre las prácticas sociales vinculadas a la incorporación de la tecnología digital en la producción social del conocimiento. Es justamente aquí donde se puede situar a la identidad como categoría mediadora de la comunicación en los entornos virtuales: como un elemento que forma parte del capital socio-cognitivo acumulado, de la capacidad poiética ( 7) del individuo y de su sentir, que puede provocar cambios en las formas en que se construyen y apropian los mensajes.
En este sentido, podemos asegurar que la identidad media en el proceso comunicación en tanto es una representación social de sí-mismo y de el-otro, pues tal como afirma Searge Moscovici (2002), este tipo de imágenes también nos proporcionan pautas para la acción, en este caso la interacción social comunicativa. La comprensión de la identidad es, en el fondo, al igual que las representaciones sociales, una modalidad particular de conocimiento cuya función es la elaboración de los comportamientos y la comunicación entre los individuos, o lo que es lo mismo: el saber quiénes somos y quiénes son los demás orientan nuestro actuar-en-el-mundo, entre otras cosas, porque dicha representación refleja nuestras creencias, valores, anhelos, biografías y sentires.
Esto no quiere decir que sólo el conocimiento consciente de los rasgos distintivos de un individuo sea capaz de influir en la interacción, ya que muchas de las características identitarias no son siquiera comunicables, pues, como explica Castilla del Pino (2001), no se sabe hablar más que de aquello que es permitido decir y «hablar de uno mismo conlleva, la más de las veces, un tartamudeante decir, que revela el carácter inusual del tema» (Castilla del Pino, 2001, p. 29). Algunos de los rasgos de nuestra identidad pueden no comunicarse y conocerse incluso de forma inconsciente, pero por ello no son menos influyentes en la mediación que ejercen.
La importancia que adquiere esta categoría mediacional en los entornos virtuales es fundamental para entender los procesos de interacción comunicativa que allí se producen, debido a que en dichos espacios convergen con una gran rapidez y fluidez multiplicidad de identidades y, sobre todo, porque su exteriorización no responde a los condicionamientos contemporáneos de vigilancia del entorno (Foucault, 2004), sino que están sometidos a reglas de interacción más dinámicas, relativas, cambiantes y en las que el sujeto puede expresarse con mayor comodidad y discreción. Hay, por así decirlo, un estallido de sentimientos identitarios que, apelando a los mecanismos psicológicos de identificación y proyección, implosionan la experiencia comunicativa para delatar a través de ella los códigos de significación que el sujeto ha interiorizado en su proceso de socialización.
Tanto la representaciones que se tienen de uno-mismo, como la que se tienen de el-otro, son mecanismos claros de mediación comunicativa. Ambas nos remiten tanto al nivel de contenido (lo que decimos) como al nivel de relación (a quién y cómo se lo decimos) ( 8), ya que influye en la elección que hacemos de los objetos del mundo de la referencia y la manera en que los comunicamos en función de la situación y la relación que establecemos, o pretendemos establecer, con nuestra alteridad.
Tal y como sucede en los espacios reales, en los entornos virtuales los rasgos de nuestra identidad nos proporcionan pistas acerca de lo que debemos o no debemos comunicar, para que dicha comunicación sea cónsona con la representación que tenemos de nosotros mismos y con la que esperamos que tenga el-otro de nosotros. Asimismo, aquello que conocemos de nuestro alter comunicante (su identidad) nos obliga a adaptar nuestro repertorio a sus intereses y a las expectativas que él tenga de nosotros. Es una relación meramente recursiva, en la que la infraestructura (el medio digital) actúa como mediadora, pero en la que la representación de sí-mismo (identidad) adquiere una especial importancia por ser generadora de contenidos y de relaciones que buscan negociar la interacción comunicativa que se establece.
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Artículo extraído del nº 77 de la revista en papel Telos
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