A estas alturas seguir llamando nuevas tecnologías a las nuevas tecnologías no parece estar justificado. Pero, en esta pasividad que parece caracterizar al español del siglo XXI, quizá esperamos que alguien se decida a crear un nombre más acorde con los imparables efectos del paso del tiempo. Si al menos en 1995 ya era posible conectarse en España a Internet y podía disponerse de una cuenta de correo electrónico, estos doce largos años han convertido lo que entonces era nuevo en algo un poco más añejo.
Muy diferente es, sin embargo, y más allá de las siempre pertinentes cuestiones terminológicas, adentrarse en el terreno de las nuevas aplicaciones o de las nuevas herramientas que han traído consigo las nuevas tecnologías. Más allá de mandar y recibir correos electrónicos (con los cada vez más imprescindibles filtros que permitan recibir sólo el correo deseado y que hagan mucho más fácil la hasta ahora ineludible necesidad de borrar las ingentes cantidades de spam), más allá de la lectura de los periódicos digitales (en español y en otras lenguas), más allá de la consulta de la cuenta corriente, de las compras de libros y discos en las tiendas digitales, más allá de las búsquedas de todo tipo (fundamentalmente en ese monopolio de hecho de la información que es Google), más allá por supuesto de las distintas formas de piratería o de los no siempre claros límites entre compartir y apropiarse indebidamente, y más allá de muchos usos y costumbres que ha generado el acceso a Internet a través de la Banda Ancha, las cada vez más irónicamente llamadas nuevas tecnologías permiten diversos usos que pasan desapercibidos en gran parte porque no tienen nada que ver con lo comercial.
Todavía, por sorprendente que pueda parecer, quedan numerosos escépticos acerca de las posibilidades que ofrecen Internet y las siempre presentes nuevas tecnologías, y, quizá de manera aún más sorprendente, muchos de esos escépticos han encontrado refugio en las cuevas más oscuras de la universidad española. Para ser justos, la institución de la universidad española es un enorme manto bajo el que se cobijan los grupos y escuelas más inesperados, desde los abanderados de una utilización reiterativa de las (en ese caso más tradicionales que nunca) nuevas tecnologías, hasta los que se niegan a tocar una sola tecla de cualquier cosa que parezca un ordenador, con todo tipo de gradaciones intermedias. Sin embargo, esas nuevas tecnologías, como sabe una mayoría, sirven para mucho más que para reemplazar a las viejas fotocopias o para mucho más que para sustituir a las viejas pizarras o a los no tan antiguos paneles con rotulador. Un ejemplo de usos que no parecen gozar de la frecuentación aconsejable se puede contemplar al investigar sobre una cuestión lingüística, histórica y social como es la denominación y práctica del aplauso, o mucho más concretamente sobre un término culto que suscita numerosas reservas: la plausibilidad.
Los métodos de los últimos siglos (antes de que sugieran hace tiempo las nuevas tecnologías) obligaban a la consulta de los diccionarios. Sin embargo, la consulta material de los diccionarios, un hecho tan reiterado en épocas pasadas) se ha visto considerablemente alterada, y mejorada, por las nuevas herramientas de las nuevas tecnologías. Así, el prestigioso y útil Diccionario de autoridades que la Real Academia Española publicó en el siglo XVIII (y que la editorial Gredos reprodujo en facsímil) se puede consultar con rapidez, comodidad, eficacia y economía en la página de la venerable academia (http://www.rae.es ). De hecho, se pueden consultar todos los diccionarios que ha publicado la Real Academia Española desde 1726 hasta 1992 y comparar las evoluciones, si las hay, en las diferentes definiciones de las palabras españolas. Para los curiosos, para la moderna y digital figura del baudelairiano flanêur, es una fuente inagotable de satisfacción pasear por los muchos miles de páginas (que no ocupan lugar) y hacer, con varios golpes de ratón, descubrimientos de diversa índole.
Quien por curiosidad trate de ahondar en el concepto de aplaudir descubrirá que, frente a los usos actuales en los que aplaudir es «palmotear en señal de aprobación o entusiasmo» (según la RAE, en 1992), seguramente en el pasado ha primado otra acepción (la segunda de la RAE): «fig. Celebrar con palabras u otras demostraciones a personas o cosas». El fundador Diccionario de autoridades definía así aplaudir, en 1726: «Celebrar con palabras u demostraciones externas de júbilo, como son saltos, palmadas y otras señales, alguna cosa, aprobándola y alabándola. Viene del lat. Plaudere». Autoridades también explica qué es aplauso: «Contento y complacencia general, manifestada con palabras, júbilos y otras demostraciones exteriores de saltos y palmadas, aprobando o alabando alguna cosa». No sé si, a priori, en una imagen ideal del aplauso alguien incluiría los «saltos» dentro de las actividades que se realizan al aplaudir. El Diccionario de autoridades incide en dos rasgos importantes para definir el concepto: lo exterior y el carácter inequívocamente positivo del aplauso, notas que no comparten todos los lexicógrafos. Así, Sebastián de Covarrubias Horozco (que hasta la fecha no ha tenido la fortuna de ver en la Red su Tesoro de la lengua castellana o española, de 1611), aunque adelanta algunas de las características que después serán académicas («La aprobación del pueblo y de todos en común, con semblante risueño y voz de alegría, y dando una palma con otra»), con una sutil distinción entre el aplauso popular y el aplauso de todos, aporta un elemento moral decisivo para entender el concepto: «Por eso esto hay quien sale a la plaza a esperar un toro, sin considerar el peligro a que se pone; y muchos buenos ingenios han dejado sus estudios y seguido la compañía de los comediantes, porque saliendo al teatro, los oyentes los reciben con señal de gusto y contento; y no quiera Dios a ninguno de los que predican su palabra les toque este aire corrompido del aplauso y favor humano».
Covarrubias no alude a un hipotético aplauso cortesano y se limita a tres contextos: los toros, el teatro y la predicación. Sin embargo, lo verdaderamente llamativo de la definición de este prodigioso lingüista es el tono negativo de la explicación, la admonición contra la búsqueda del aplauso, motivo de ruina para muchos, pues, como advierte, se arrostran peligros, se abandonan estudios y, como se sugiere, puede resultar enormemente dañino para los heraldos de la divinidad. Así pues, frente a la aprobación elogiosa que inequívocamente tiene la acción de aplaudir, Covarrubias indaga, con indudable acierto sociológico, en los inconvenientes que se derivan de acciones que pueden resultar plausibles.
Si el «aplauso» es relativamente frecuente en la literatura española no ocurre lo mismo con la «plausibilidad», definida así, en 1737, por el Diccionario de autoridades: «La cualidad o excelencia que constituye alguna cosa plausible. Lat. plausu dignitas». Como es sabido, el Diccionario de autoridades recibe su nombre del empleo de citas de escritores (que son las «autoridades») que avalen las explicaciones propuestas. Tanto en la voz «plausibilidad» como en «plausible», una de las dos citas que sirven para que el diccionario tenga autoridad, son de Gracián, de El Héroe en el primer caso y de El Criticón en el segundo. De manera muy significativa, sin embargo, el nombre de Gracián no aparece en las citas que acompañan «aplauso» y «aplaudir». Sin duda se trata de un indicio que conviene seguir.
Sociología del aplauso y del uso de las NTIC
Pero nada de lo dicho hasta ahora permite entrever que la «plausibilidad» es un concepto creado por Baltasar Gracián, del mismo modo que otros conceptos cuya extensión los ha convertido falsamente en eternos. Así, ¿quién se pregunta desde cuándo existe el «buen gusto»? Pues, desde que el jesuita Baltasar Gracián lo crea ( 1). Naturalmente, hay aplausos antes de Gracián, pero la «plausibilidad» es una refundición y refundación de un acto presumiblemente habitual en algunos contextos para transformarlo en un concepto, una de esas formulaciones barrocas que entusiasmarán a Gracián a lo largo de toda su obra.
Gracián forja un concepto que no aparece antes de sus obras. De nuevo hay que acudir a la magnífica página web de la Real Academia Española, pues dispone de potentes herramientas como el CORDE (Corpus diacrónico del español). El CORDE contará a final de año con trescientos millones «de formas correspondientes a textos de todos los períodos de la historia del español hasta 1974». Una adecuada consulta a esta magnífica nueva herramienta (http://corpus.rae.es/cordenet.html) demuestra que antes de 1700 la «plausibilidad» sólo se recoge 17 veces en textos de ambos lados del Atlántico: una vez en Carlos de Sigüenza y Góngora (en 1683) y ¡16 veces en las obras de Baltasar Gracián! Una nueva consulta al CORDE sobre «plausible» muestra que la palabra se documenta más, aunque no en muchos textos, pues las 153 apariciones se concentran en 26 documentos. De ellos, sólo son anteriores a Gracián las referencias en El gobernador cristiano (1612-1625) de fray Juan Márquez y La Dorotea de Lope de Vega, y la parte del león se concentra en la producción de Gracián. Los resultados del CORDE parecen demostrar que tanto «plausible» como «plausibilidad» se utilizan abundantísimamente en las obras de Gracián, desde la primera hasta la última, con la excepción de El comulgatorio.
Aunque no tengan valor para la sociología del aplauso, el CORDE también indica que sólo hay tres casos de «aplauso» antes de 1500 (los tres en el marqués de Villena) y ninguno de «aplaudir», mientras el verbo se documenta hasta en 63 ocasiones (en 39 documentos) en los Siglos de Oro, aunque todas las referencias son del siglo XVII ( 2). Estoy seguro de que se aplaude durante la Edad Media, aunque no se utilice la palabra, pues las «palmas» son un término antiguo. Pero la conexión del cultismo «aplaudir» con la sociedad eminentemente cortesana del siglo XVII resulta muy interesante.
Supongo que aún está en pañales una sociología del uso de las nuevas tecnologías, pero con el tiempo se podrán conocer de manera mucho más precisa que ahora hábitos en la conexión a Internet o las sustituciones precisas que han provocado las nuevas tecnologías y sus nuevas herramientas en los viejos hábitos. Parece que los jóvenes prefieren la conexión a Internet antes que la contemplación de la televisión o que les resulta más cómodo ver en páginas como YouTube lo que otros ven en su televisor. La sociología ha estudiado comportamientos habituales del pasado, como esa necesidad hoy casi incomprensible que obligaba a escupir con una frecuencia fascinante, o los usos sociales de sonarse la nariz, o el «comportamiento en el dormitorio» ( 3). Sin embargo, cuando uno se interroga por la sociología del aplauso parece dar con uno de esos huecos en la investigación que invita a ser colmado. Quizá, cuando eso ocurra, también se pueda incluir una suerte de «plausibilidad digital».
Artículo extraído del nº 76 de la revista en papel Telos
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