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La eterna juventud


Por José Luis Molinuevo

Propongo que hagamos un recorrido distinto del habitual cuando debatimos sobre cultura de las nuevas tecnologías. Adoptemos el punto de vista estético. Significa dos cosas: la primera, que hay que hacer entrar en juego el entendimiento y el sentimiento, o mejor, el sentimiento que entiende. Las nuevas tecnologías requieren una nueva sensibilidad, y esto lo vemos a diario, especialmente en las generaciones más jóvenes. Por otra parte, la neuroestética es cada vez más decisiva en la neuroeconomía. La segunda cosa es que, en vez de partir de las ideas para ilustrarlas con imágenes, vamos a comenzar por las imágenes para extraer de ellas algunas ideas. Las imágenes son de todo tipo, las formadas desde los cinco sentidos, individuales y sinestésicas, pero también las mentales ya que pensamos con imágenes, incluso cuando se trata de una inteligencia artificial o emocional. Mi propuesta es que se analicen imágenes referidas a las nuevas tecnologías y también de las nuevas tecnologías, especialmente de las redes sociales donde hay tendencia a que predomine lo intuitivo y lo visual.

Comencemos por las primeras. Estamos en una sala de cine, en casa delante del televisor o, más cómodamente, viendo una película en el ordenador. Supongamos que se trata de una de las llamadas “de época” o históricas, de las de aventuras. Vemos con curiosidad, y están perfectamente integrados en el atrezo, los instrumentos técnicos de la época, ya sean espadas, cañones, pistolas, barcos corsarios a vela, etc. Son imágenes que, más o menos exactas históricamente hablando, van con la época. Estamos en una unidad de tiempos. El espectador se sumerge en la película. Funciona el elemento identitario que se busca en la narratividad visual.

Lo mismo sucede con las películas en las que se exponen el remoto pasado o el remoto futuro, o ambas cosas a la vez. Así ocurre en El Señor de los Anillos y la remasterizada Blade Runner. En esta última la tesis no parece tan evidente. Pero si se ha convertido en un clásico es precisamente por su misma inactualidad, falta de novedad. Sus imágenes no son “nuevas”, recuerdan y citan las de otras películas de comienzos de siglo, la arquitectura es protohistórica, todo corresponde a la denominada “estética del reciclaje”. El tiempo de los objetos tecnológicos mostrados es el del futuro pasado. Tampoco hay extrañeza y el espectador se sumerge en la narración visual.

Imágenes obsoletas

Ahora bien, examinemos algunas novelas y películas de los años ochenta y siguientes del siglo pasado, en las que aparecen ya nuevas tecnologías rudimentarias como teléfonos relativamente móviles y ordenadores. El resultado es sorprendente. Por muy dramática que sea la situación y esté crispada la cara del protagonista mientras conversa por teléfono, la mirada del espectador se detiene perpleja ante el pedazo de aparato que acarrea en torno al oído, y se queda fija ahí, impidiendo la inmersión narrativa. Algo no casa en la puesta en escena. El tiempo de la “nueva” tecnología y el del espectador que la mira son distintos, su estética de la novedad entra en contradicción con la imagen de ese aparato ya no nuevo hoy. La razón es que ha aparecido un tiempo nuevo, el de las “nuevas” tecnologías, que antes no existía en el cómputo de lo humano, y es el de lo obsoleto. Lo obsoleto es la tecnología que aún funciona pero está fuera de uso, de modo que, aun existiendo, ya no es para nosotros. La estética de las nuevas tecnologías no tolera imágenes obsoletas: lo ya sido no puede volver a ser. Y lo que hace obsoleta estéticamente a una tecnología es su imagen. De ahí pasa a la idea, que suele perdurar más, con resultados a menudo patéticos.

Esta misma experiencia tiene lugar cuando vemos películas con ordenadores personales gigantescos trabajando en pretendidos sofisticados laboratorios científicos, que ahora no imponen, sino que hacen sonreír. Este tipo de imágenes hacen anticuada a la película, más aún, obsoleta. Se ha metido otro tiempo que nos impide estar ahí. Sucede de modo dramático con Fahrenheit 451. La novela es sublime, pero la película bordea el ridículo. Especialmente en las imágenes futuristas de lo que resulta ser una barbacoa de libros. He vuelto a repasar la célebre imagen de la película de Cronenberg Videodrome, icono de las metáforas del impacto y de la penetración de las tecnologías, donde el protagonista es tragado, abducido, por una televisión de tubo que tiene un cuerpo enorme. Hoy día, con las pantallas planas, el declive de la televisión a favor del ordenador, de éste a favor del teléfono móvil, y dispositivos similares multiuso, semejantes imágenes empezamos a verlas como culturalmente extrañas y no sólo eso, sino que afecta a su valor simbólico como iconos del impacto y penetración de las tecnologías. Resumiendo: antes más era más en las incipientes nuevas tecnologías, ahora, parafraseando a Mies van der Rohe, menos es más como valor añadido a lo nuevo. Frente al maximalismo de la metáfora se impone el minimalismo del concepto sacado de la imagen.

La estética 2.0

El que una imagen arrastre en su caída a una idea, haciéndola obsoleta, debería hacernos pensar. ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué tardamos tanto en darnos cuenta de que nuestras ideas de las nuevas tecnologías están obsoletas cuando bastaría con echar una ojeada alrededor? Porque en la cultura de las nuevas tecnologías se tiene poco en cuenta las imágenes que, a la postre, son las que cuentan social, política y económicamente y forman educativamente, ya sea para bien o para mal. Me refiero al valor cognitivo de las imágenes, ciudadanas de segunda clase en la sociedad del conocimiento. Y, sin embargo, la paradoja es que la forma de operar en la llamada alta cultura de las nuevas tecnologías es a través de la construcción de imaginarios sin referente real. Lo que no ganamos al no acudir a las imágenes hápticas lo perdemos en la retórica literaria. No se discuten ideas, sino que se arrojan metáforas con mayor o menor fortuna publicitaria. Dicho de otro modo: en la estética de las nuevas tecnologías hay un verdadero horror a llamar a las cosas por su nombre, y todavía más a decir las cosas directamente. Simplemente, nos negamos a verlas tal como son. De ahí que en los textos abunde la mala literatura llena de buenos sentimientos. Así por ejemplo, ¿cómo hablar en serio de “sabiduría de las multitudes”?, y de todo el misticismo asociado a lo digital. Claro que por el mismo precio sale gratis acusar de narcisismo a las redes sociales, obviando la motivación solidaria del compartir. El argumento en contra no sería tanto “piense usted lo que está diciendo” sino “¿No ve usted lo que está diciendo?”.

Ahora bien, todo esto no sucede por casualidad y se intenta una legitimación. Por eso algunas de las discusiones sobre la Web 2.0 incorporan toda una estética 2.0, que es la de los “comisarios digitales”, por analogía con el mundo del arte: estética de la remezcla y de la posproducción. Hasta el punto de que, más que producir información, se distribuye. De modo que la distribución sustituye a la creación y producción mismas. En teoría este planteamiento es muy valioso cuando se trata de compartir información. El problema es si es un medio adecuado para ayudar a generar conocimiento. Porque, con frecuencia, lo valioso de una web no acaba siendo el contenido, sino las etiquetas. Y nada hay tan perecedero como una etiqueta en nuevas tecnologías. Una “nueva” y, por ello más atractiva, convierte en obsoleto lo inmediatamente anterior. No es que se discuta, ni tampoco hay un rechazo explícito, todavía peor, se mira con extrañeza. Ya no es nuevo. Una vez más, la obsolescencia de la imagen ha arrastrado a la idea. Lo saben bien los publicitarios: el producto ya es juzgado y evaluado anticipadamente por su estética. Lo obsoleto de la imagen hace que sin querer traslademos esa misma valoración al producto. Hasta tal punto es así, que se aventura un porvenir floreciente a la llamada “estética de los datos”, en la que la presentación de los mismos condiciona la recepción del contenido.

En resumen: la temporalidad de las imágenes de las nuevas tecnologías incide en la de las teorías que formamos sobre ellas. No siempre somos conscientes de esto, a pesar de que es uno de los puntos en los que el tiempo de las nuevas tecnologías está cambiando dramáticamente el de la cultura. Las nuevas tecnologías tienen, a diferencia de los otros instrumentos tecnológicos, que ser siempre nuevas, porque no pueden ser ni viejas, ni antiguas. Las nuevas tecnologías son el mito de la eterna juventud. Y esto es algo hoy muy valioso. Mientras que en todo lo demás (lo ético, lo político) se ha discutido el progreso, aquí no: cada tecnología es “mejor” que las anteriores, decimos que las “mejora”. La novedad es un valor seguro que enseguida hace viejo lo anterior.

La pregunta es: ¿se trata sólo de un valor exclusivamente técnico? ¿Tiene una incidencia cultural? Si acudimos al debate de las ideas, los posmodernos dijeron que no, y que la novedad se acababa convirtiendo en una aburrida rutina. Y, sin embargo, cada aparato nuevo nos asombra más y no nos da tiempo a que nos aburramos de él. Es en el ámbito de la imagen donde los cambios técnicos e instrumentales se convierten en cambios y valores culturales de hecho. De manera consciente o inconsciente. Porque nos ponen ante un hecho decisivo, nuevo, que es el cambio de tiempos que tiene lugar en la mera presencia y uso de los instrumentos tecnológicos.

El tiempo de las nuevas tecnologías es un tiempo muy corto que pronto hace obsoleto a lo precedente. No es que no funcione, es que ya no se usa. Los programas duran mucho menos que los soportes. No es viejo en sentido orgánico, simplemente ha caído en desuso digital. Tampoco es antiguo y puede tener su prestigio museable. A través de ese nuevo tiempo, las nuevas tecnologías van mudando de piel en una continua metamorfosis que es, creo, la mejor metáfora para ellas: la de la vida múltiple y sin fin.

Y sin embargo, culturalmente no se cambia tan rápido de piel. De hecho, seguimos formando en una cultura de espectadores, aunque se habla continuamente de una cultura participativa. En las redes sociales las encuestas observan todavía un predominio de la actitud del espectador sobre la de la participación. Lo que en muchos sentidos obliga a relativizar las diferencias entre la Web 1.0 y la 2.0. Y es que, como sucede en el ámbito del arte y nuevas tecnologías, la interacción se ha convertido en un mito con pies de barro: no sólo depende de la actitud del sujeto, sino de los estrictos límites que impone el software que lo regula.

A diferencia de lo que se pensaba antes, las imágenes de las nuevas tecnologías no detienen el tiempo, tampoco nos pierden en una “vida líquida”, simplemente nos piden que las miremos, que estemos a su altura, nos recuerdan que somos tiempo, este tiempo.

Artículo extraído del nº 76 de la revista en papel Telos

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José Luis Molinuevo

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