El consumo material converge con el consumo televisivo al definir la identidad y la pertenencia en los procesos de socialización de los niños. La familia, los grupos de pares y las instituciones educativas juegan asimismo un rol importante en la mediación entre estos dos universos del consumo. El paradigma de la domestication permite analizar eficazmente los nexos recíprocos entre el consumo mediático y el consumo material.
«Indeed consumption and mediation in numerous respects
are fundamentally interdependent.
We consume media. We consume through the media
We learn how and what to consume through the media.
We are persuaded to consume through the media.
The media, it is not too far fetched to suggest, consume us.
[
] Consumption is itself a form of mediation».
R. Silverstone (1999)
En las páginas siguientes intentaré argumentar por qué las instituciones educativas y de socialización deben desplazar su atención desde el sistema mediático, en cuyo centro se sitúa tradicionalmente la televisión, al sistema de consumo en su conjunto. En efecto, creo que el sistema de consumo en toda su complejidad se ha vuelto progresivamente más importante en definir la mentalidad, las actitudes, los comportamientos y las prácticas sociales, mucho más de cuanto pueda hacer, para bien o para mal, la televisión por sí sola. Es por esto por lo que el estudio de la relación entre la televisión y los niños debe tener en cuenta este contexto general, ubicando el consumo televisivo dentro de la complejidad del consumo infantil en su totalidad.
Desde esta perspectiva, hablar de consumo televisivo infantil y juvenil significará, por una parte, referirse a un proceso complejo dentro del cual la práctica cotidiana de ver la televisión es sólo el fenómeno más evidente, pero que no puede ser reducido ni a los datos audiométricos que lo miden, ni a las dietas que lo componen en términos de géneros o de programas. Por otra parte, significará inscribir tal proceso en el horizonte de una acción social de consumo que excede a los medios y a la televisión misma, de la cual la televisión es por cierto una parte integrante. Pero la producción de significados a través de la distribución de bienes (Silverstone, 1999) actualmente se produce en muchos frentes: basta pensar por ejemplo en la moda, en el uso de las tecnologías, en el empleo del tiempo libre, en el consumo alimenticio o en las múltiples prácticas de redefinición del aspecto físico (de los piercing y los tatuajes a la reconfiguración de los límites entre lo orgánico y lo inorgánico).
Es significativo que hoy los procesos de socialización se desarrollen frecuentemente en torno a algunos nodos de esta red de significados posibles, como por ejemplo las prácticas de la conformación del gusto que implican un cierto modo de vestirse, de maquillarse, de tatuarse, de pasar el tiempo, de practicar deporte, de hablar, etc., e implican además un cierto modo de desear, de relacionarse con los demás, de pensar.
Las diversas antropologías se consolidan en tribus. Al contrario de lo que se temía, el resultado no parece ser la masificación y la homogeneización de los comportamientos o de los lenguajes, sino la explosión de una babel de dialectos especializados que dejan escasa posibilidad de comprensión recíproca. Mientras la comunicación horizontal constituye el verdadero ambiente de la formación entre pares, las relaciones educativas verticales no logran resolver todas las dificultades de la comunicación entre generaciones diversas, las cuales frecuentemente buscan en la gramática de los consumos un posible lenguaje común.
Media Culture / consumer culture
En este contexto, mientras la experiencia simbólica y estética tiende a asumir las formas físicas aunque cada vez más digitales de los bienes de consumo, la progresiva culturalización (culturalizzazione) de las mercancías acentúa su capacidad de representar y producir significados sociales, universos de sentidos, valores y estilos de vida. La sinergia, evidente y eficaz, constituye el éxito de una progresiva convergencia entre el sistema mediático y el sistema de consumo general.
Andrew Wernick (1991) ya hablaba de esto en términos de una promotional culture, entendiendo con este concepto una actitud persuasiva que caracteriza de modo publicitario cualquier ámbito del discurso, revelando la naturaleza comercial de la mayor parte de las relaciones sociales que tienen lugar tanto en el ámbito de la esfera privada como en el de la esfera pública.
André Jansson, más recientemente (2001), ha definido la image culture como el fruto de una fusión entre la cultura mediática y la cultura del consumo dentro de la cual los signos hacen cosas y las cosas hacen signos. De hecho, los nuevos lugares del consumo de bienes materiales y de servicios están cada vez más atravesados por una comunicación mediada constante e ininterrumpida. Las pantallas de televisión definitivamente fuera de la esfera doméstica ya decoran estaciones de metro y de aeropuertos, nos hacen compañía en los restaurantes y en los bares, nos entretienen en los gimnasios, y se vuelven apéndices corpóreos que integran teléfono, televisor y reproductor de sonidos e imágenes. Las cadenas de negocios en franquicia producen estaciones de radio personalizadas y dedicadas a sus clientes, y la esponsorización invade todos los espacios del deporte y la cultura.
En el frente de la cultura mediática, la creciente penetración de los medios en el contexto espacio-temporal de la experiencia cotidiana y de la vida social (mediation) conforma la ya realizada mercantilización de los productos mediáticos, aunque en un régimen de servicio público de radiotelevisión (commodification). Y en el frente de la cultura del consumo, a los bienes materiales y a sus marcas asociadas se los envuelve con la producción de universos de significado y de relaciones sociales (culturalization); y con la creciente estetización de la experiencia, las tendencias del diseño, el packaging, la publicidad, el marketing y la moda, se invade el sistema de los objetos cotidianos.
Un instrumento privilegiado de esta convergencia, según Jansson, es la llamada intertextualidad comercial, esto es: una red de significados que reenvían de las mercancías-como-textos a los textos-como-mercancías y viceversa, donde el merchandising, el sponsorship y el product placement son los ejemplos más evidentes ( 1).
En suma, la coordinación sistemática entre mercancías, servicios y medios va mucho más allá de las interrupciones publicitarias en los programas de televisión. Los centros comerciales representan muy bien estos paraísos del consumo o como dice Ritzer (1999), las nuevas catedrales del hiperconsumo donde las mercancías se convierten en universos de significados y los personajes televisivos se convierten en productos a adquirir.
A este cuadro quisiera agregar dos trazos más. El primero, resumido en la gran etiqueta del llamado proceso de digitalización, sugiere un ulterior punto de convergencia entre los bienes materiales y los bienes simbólicos, los cuales encuentran nuevas formas de distribución y de acceso a través de la informatización y de las conexiones en red ( 2). El segundo, analizado con eficacia por Abercombie y Longhrust (1998) en los términos del paradigma Spectacle / Performance, sugiere que el límite entre producción y consumo en el ámbito de la cultura de los medios es cada vez más difuso dadas las competencias y la especialización de la audiencia, capaz de realizar verdaderas producciones simbólicas y textuales ( 3).
Resumiendo, debemos enfrentarnos a la constitución de un nuevo espacio de la acción social en el cual la producción y el consumo material y simbólico, de mercancías y textos, en la vida cotidiana y en el mercado, se reenvían recíprocamente en una red de significados y prácticas frecuentemente investidas de valor económico. O, para decirlo de acuerdo con la crítica baumaniana, debemos confrontarnos con la tendencia a actuar, en cada circunstancia de la vida cotidiana, en todos los contextos sociales y dentro de las relaciones afectivas más íntimas (Hochschild, 2003), como consumidores.
Media Research, niños y consumo
Como nos recuerda Bauman (2007), en una sociedad de consumo los consumidores se forman desde el nacimiento. En el centro de esta convergencia que he intentado describir, los niños constituyen, en efecto, un segmento de público y de mercado particularmente interesante, cada vez más explorado por las empresas productoras y cada vez más expuesto a sus mercancías. Por otra parte, la adolescencia precoz y prolongada ha contribuido de hecho a crear un target que va de los 14 a los 25 años de edad, para el cual consumir constituye el metalenguaje por excelencia y gastar dinero la acción instrumental que garantiza sus derechos de ciudadanía.
No obstante, tal como nos recuerdan los estudios desarrollados tanto desde la perspectiva del marketing (por ejemplo Londstrom, 2003) como desde la crítica a éste (entre ellos Schor, 2004), el target es cultivado desde la más prematura infancia. No se puede ser teen consumer sin antes haber sido kid consumer. Sobre todo, se constituyen buenos kids consumer si el propio consumo es percibido como el instrumento a través del cual se realizan y certifican el propio crecimiento, la adquisición de autonomía, la semejanza a los hermanos y hermanas mayores, la imitación de los propios ídolos, la realización de la propia identidad sexual.
Desde esta perspectiva, la formación de los kids consumer es la gran empresa a la cual se dedican a tiempo completo muchas marcas comerciales, partiendo obviamente de las multinacionales del entretenimiento y del juguete, sin olvidar el rol de la industria alimenticia y la moda, la industria farmacéutica y la del tabaco, entre otras.
Se trata sobre todo de procesos que atraviesan de modo similar a todas las sociedades occidentales y que son muy evidentes para los estudiosos que trabajan la relación entre infancia y televisión. En efecto, uno de los temas en torno al cual se han articulado históricamente sus reflexiones ha sido el de la presión comercial y consumidora que los medios de comunicación ejercen sobre sus espectadores más pequeños. Siguiendo el análisis de David Buckingham (2000), podemos decir que la preocupación sobre la manipulación del consumo infantil por parte de la televisión constituye un lugar común de la crítica progresista, frente al énfasis puesto sobre los contenidos violentos y pornográficos por parte de la crítica conservadora.
Este debate me parece bien resumido en dos contribuciones recientes, una realizada por Juliet Schor (2006) y la otra realizada por el mismo Buckingham (2007). Schor, en línea con la crítica de la comercialización de la infancia (2004), se pregunta si los niños podrían todavía estar protegidos eficazmente en un contexto en el cual «the unchecked growth of corporate power, and its fusion with state power, has led to a situation in which childrens interests and well-being cannot be adequately ensured» (Schor, 2006: 42). La respuesta negativa plantea un examen crítico sobre la progresiva colonización de la infancia y de sus espacios de crecimiento ( 4) por parte del marketing, a base de spots publicitarios, de product placement y de merchandising; más las estrategias virales orientadas al grupo de pares, sobre todo por parte de algunos sectores de la gran industria, especialmente el de la alimentación, el tabaco y las bebidas alcohólicas. Frente a esta ofensiva, no resultan eficaces ni los códigos de autorregulación adoptados por las empresas productoras, ni el rating de los programas propuestos por los emisores que terminan por descargar sobre los padres, más allá de la responsabilidad sobre la elección de los programas, parte de la propia responsabilidad social de las empresas, ni tampoco las formas de tutela pública e institucional ( 5).
Buckingham, por otra parte, aun reconociendo que «los niños se han convertido hoy en uno de los objetivos más preciados del marketing» (Buckingham, 2000: 189), también reconoce algunos de los límites de esta posición crítica, partiendo de la tradición de los estudios sobre la publicidad dentro de los cuales aquella posición crítica se reconoce, los cuales plantean posiciones de moral panic y una construcción ideal de la infancia como débil, indefensa, constantemente en riesgo de ser manipulada e instrumentalizada. Unas posiciones que en definitiva plantean la defensa paternalista e iluminada de la infancia, las cuales asocian el elitismo residual de las posiciones frankfurtianas frente a la cultura de masas con un moralismo de fondo para el cual «el hedonismo siempre es atribuido a los comportamientos consumidores de los otros» (Buckingham, 2000: 206; Seiter, 1993).
Aunque también es verdad que, por otra parte, una lectura activa de la audiencia infantil, como aquella sugerida más recientemente por la tradición de los estudios culturales y de la interpretación resistente de las subculturas juveniles, presenta sus aporías: al hablar del niño competente se corre el riesgo de afirmar su actividad en cuanto audiencia valiosa, y también se corre el riesgo de eliminar las posiciones de los estudiosos e investigadores de mercado, tanto desde la perspectiva del marketing como de los emisores. En definitiva, el propio marketing contemporáneo plantea esta paradoja: «it is bound to construct children as active, desiring and autonomous, and in some respects as resisting the imperative of adults, while simultaneously seeking to make them behave in particular ways» (Buckingham 2007: 18).
Desde este punto de vista, estudiar la relación entre infancia y publicidad o entre infancia y marketing, abstrayéndola de su contexto histórico, social y cultural, o de las situaciones concretas dentro de las cuales esta relación se produce, puede resultar inútil o imposible.
La utilidad de un modelo articulado y dinámico
Para describir nuestro objeto de estudio (el consumo televisivo de los niños en relación con el conjunto de sus consumos), necesitamos de un modelo que articule tanto la relación entre los textos y sus contextos sociales sobre todo el contexto doméstico como la relación entre el consumo simbólico dotado de una naturaleza comercial y el consumo material dotado de una naturaleza simbólica. Si bien es correcto decir que el consumo es una forma de mediación, no podemos olvidar que tal mediación está a su vez mediada por sujetos e instituciones sociales. De acuerdo con nuestro objeto de estudio, el consumo como mediación implica sobre todo la interacción con las familias, los padres, los grupos de pares, la escuela y las instituciones educativas.
Buckingham (2007), por otra parte, plantea que analizar el consumo material y simbólico de los niños y adolescentes tiene sentido sólo si se lo relaciona con el consumo de sus padres, a su cultura de consumo y a la inversión afectiva que aquellos proyectan sobre el consumo de sus hijos.
La evidencia de algunos datos y la investigación empírica reclaman fuertemente la articulación de un modelo de análisis que tenga en cuenta este grado de complejidad, por ejemplo, para interpretar correctamente fenómenos como el de la televisión satelital de pago, la cual ofrece una programación infantil cada vez más segmentada en rangos de edad cada vez más estrechos, es adoptada antes por los padres que por los niños, dispuestos aquellos a invertir en plataformas tecnológicas y poder contar así con programas que parecen tutelar mejor a sus hijos. Una elección de este tipo por parte de los padres se basa en numerosos implícitos que vale la pena enumerar: se basa en la definición que Silverstone denomina economía moral y que tiene que ver con la atribución de valor a diversos tipos de consumo relacionados con el empleo de ciertos recursos (dinero, tiempo, inversión afectiva, etc.); en la valoración crítica de la posible nocividad de la televisión sobre los niños (objeto a su vez de discursos sociales y mediáticos) y la relativa conciencia educativa (a menudo negociada con la escuela, los maestros, los adultos implicados en el proceso formativo); en la confianza atribuida a otras formas de televisión (servicio público o comercial) y a los sistemas de autorregulación o de regulación institucional; en la aceptación del discurso publicitario con el cual la oferta satelital se ofrece al público, valorando su propia calidad; en las expectativas generadas por esa oferta y el juicio sobre su calidad; en la experiencia en primera persona positiva o negativa de los propios padres en cuanto ex consumidores de televisión infantil; en la eficacia publicitaria de la nueva programación infantil dentro del propio grupo de pares del niño, y así sucesivamente.
De forma similar, el éxito reciente de algunos productos culturales se explica mejor si se analizan las relaciones inter e intrageneracionales que tales productos generan sobre la base no sólo de su dimensión simbólica, en cuanto repertorio de significados y de discursos, sino en cuanto a configuraciones de consumo. Esto significa que los productos culturales proponen pequeñas gramáticas cotidianas o de temporada que permiten compartir con los pares pequeños mundos, hechos de cosas y de signos coherentes, de valores y de mercancías, los cuales pasan casi inadvertidamente de lo material a lo simbólico (el mundo mágico de Harry Poter, los libros, las películas, los DVD y los videojuegos, los útiles escolares y la ropa, las fiestas entre compañeros de juegos inspiradas en esos pequeños mundos, etc.). Estas gramáticas también orientan las prácticas de intercambio y de regalo entre pares, como por ejemplo, el iPod y sus múltiples accesorios e implicaciones económicas inmateriales (como el iTunes Store) y materiales (como los zapatos deportivos Nike combinados con su reproductor MP3 que permiten coordinar el tiempo de escucha musical con la propia actividad física) (Aroldi y Colombo Eds, 2007).
Roger Silverstone y el modelo de la domestication
Desde esta perspectiva, me gustaría proponer aquí una vez más la utilidad de un modelo que ya tiene una larga historia, el modelo propuesto por Silverstone junto a Hirsch y Morles (1992) y junto a Leslie Haddon (1996), conocido como domestication domesticación, porque me parece un modelo adecuado a la complejidad de los procesos en cuestión y porque creo que aún no se han agotado todas sus reservas heurísticas.
Si bien este modelo se ha aplicado, desde su formulación, a la incorporación de las nuevas tecnologías por parte de las generaciones juveniles, quedan aún por extraer algunas consideraciones ulteriores en el plano de la relación entre sistema mediático y sistema de consumo, por una parte, y en el plano de las relaciones educativas que implican a los sujetos interesados (niños-padres, niños-maestros, etc.), por la otra, y obviamente sobre las implicaciones recíprocas entre estos dos planos.
La reciente desaparición de Roger Silverstone ha dado ocasión a diversas reconstrucciones de la historia y del éxito del paradigma de la domestication, una reconstrucción por otra parte ya realizada por el propio Silverstone (2006). Asimismo, Haddon (2007) sugiere cómo este paradigma intenta conjugar los buenos resultados de los primeros estudios de audiencias de carácter etnográfico con las lecciones de la antropología y de la sociología del consumo: por un lado, el contexto de consumo de los textos mediáticos (Hobson, 1980; Bausinger, 1984; Morley, 1986; Lull, 1988 y 1990; Moores, 1988) y, por el otro, la naturaleza simbólica de los bienes materiales (Bourdieu, 1979; Douglas e Isherwood, 1979; Miller, 1987; McCracken, 1990).
Por su parte, Sonia Livingstone (2003 y 2007) nos recuerda que la doble articulación de los medios prevista en este modelo, es decir, la idea de que la televisión produce significado tanto mediante su software con sus textos y su programación general como con su hardware a partir de la presencia del aparato de televisión en el contexto doméstico (Silverstone, 1994), ya planteaba la copresencia del público de los consumidores, de los users y de los readers, los cuales son usuarios contextualizados de las tecnologías de la comunicación y también receptores/intérpretes/ de los textos, estos últimos de acuerdo a la tradición semiótica aplicada a los productos de la cultura popular (Eco, 1962; Hall, 1980).
También gracias a la convergencia de estas perspectivas diversas, desde sus inicios ha sido un mérito del modelo de la domestication la ampliación del horizonte del consumo como un simple acto de adquisición, o como mero uso e interpretación, a un proceso circular compuesto de más fases. En el transcurso del desarrollo de este modelo, el proceso de consumo se ha ido articulando en seis fases: las dos primeras están constituidas por una especie de premisa, o si se prefiere, una tentativa de pre-determinación del consumo por parte de la producción; mientras que las restantes constituyen una especie de proceso de integración del producto dentro de la vida cotidiana del consumidor. Como se sabe, las seis fases son:
Mercantilización: la producción de mercancías y de su valor económico y simbólico.
Imaginación: promoción comercial a través de la puesta en escena de significados sociales y la construcción del deseo.
Apropiación: inversión económica y adquisición, que habilita la posesión de un bien o el acceso a un servicio activando los posibles significados sociales.
Objetivación: reorganización física de los espacios, sobre todo los domésticos, finalizada con la exhibición física del producto.
Incorporación: reorganización de los tiempos, limitados a la naturaleza escasa del recurso tiempo, dentro del cual se realiza el uso concreto del producto.
Conversión: atribución de sentido, producción de significados sociales realizados en la vida cotidiana a través de la interacción y el intercambio con los demás.
Para explicitar mejor la potencialidad heurística de este modelo, me gustaría volver al primer planteamiento formulado originalmente por Silverstone, Hirsch y Morley (1992) y considerar separadamente, al menos a nivel analítico, el consumo de los medios y el de los bienes materiales, dentro de los cuales la tecnología constituye un caso específico. Obviamente, esto no implica renunciar a la riqueza del modelo recién señalada, ni tampoco se trata de poner en discusión que, en el caso de los medios, las diversas fases de la domesticación se refieran de vez en vez o simultáneamentetanto a los textos como a las tecnologías en su contexto de uso. Se trata más bien de adoptar el mismo modelo para analizar el consumo de bienes materiales que, tal como he intentado argumentar en los párrafos precedentes, constituyen también nuevos y potentes instrumentos de comunicación, los cuales están supeditados, al igual que los medios, a procesos de comercialización, imaginación, apropiación, objetivación, incorporación y conversión.
De este modo, aplicando el modelo de la domestication paralelamente al mundo de los bienes simbólicos y de los productos culturales y al mundo de las mercancías materiales y de los servicios, al menos analíticamente y de forma teórica, se vuelve más simple comprender tanto sus especificidades como sus posibles conexiones.
Los mismos steps del proceso de consumo, en efecto, describen en los dos mundos fenómenos diversos. Por ejemplo, la mercantilización, en el caso de la industria cultural, comprende simultáneamente dos mercados: el primero es cuando los emisores producen o compran y luego venden (o, paradójica y aparentemente, regalan) los programas a la audiencia; mientras que el segundo es cuando aquéllos negocian con los anunciantes publicitarios los contactos producidos en la audiencia ( 6). En el espacio de los bienes materiales, en cambio, el mismo step circunscribe el proceso a un solo mercado, esto es, el de los consumidores finales al que se dirige el mundo de la producción.
De modo análogo, la imaginación encuentra en el advertising su estímulo principal a propósito de los productos o servicios; pero en el caso de los textos mediáticos la promoción se realiza sobre todo a través de los mecanismos de la intertextualidad y de la paratextualidad (trailers, promociones, reseñas, críticas, etc.), los cuales desarrollan diversos discursos sociales sobre los propios textos, o enmascaran como textos aquellos que son esencialmente paratextos promocionales ( 7).
Otro ejemplo, en relación con la fase de conversión, es que, aun reconociendo la posibilidad de leer e interpretar textualmente los productos y las tecnologías (Oudshoorn y Pinch, 2003; Haddon, 2003), la inversión de significados, diferencias y valores sociales en el uso y consumo de una prenda de vestir o de un automóvil sólo puede ser comparada por analogía a la co-producción de significados a través de la interacción con un dispositivo simbólico-textual, previamente desarrollado para controlar, al menos potencialmente, los diversos recorridos de sentido, es decir: coleccionar personajes de Star Wars es muy distinto a conocer de memoria las dos trilogías cinematográficas, aunque los dos fenómenos probablemente estén relacionados.
La aplicación paralela del modelo, no obstante, me parece útil además por otro motivo: porque permite volver a analizar la televisión hardware y software simultáneamente, formalizando con mayor precisión las relaciones entre sistema de consumo y sistema mediático, entre los mismos steps que describen la actividad de los sujetos sociales en cada uno de los dos ámbitos del consumo.
Así, el proceso de mercantilización (producción) de un programa televisivo está en constante tensión con las exigencias del proceso de imaginación (promoción comercial y publicitaria) de los bienes materiales producidos por los anunciantes comerciales, dados los reclamos específicos (coherencia textual, match de valor, etc.) sobre los spots publicitarios que interrumpen los programas o sobre el product placement que caracteriza al producto anunciado. De forma similar, la imaginación de los bienes de consumo (su construcción como objetos de valor) resulta impensable fuera de la continua referencia intertextual con los valores sociales que articulan el imaginario mediático (historias, personajes, situaciones, celebridades) y de sus lenguajes relativos (estilos de narración, modalidades de construcción de las formas de ver, la retórica, etc.).
En algunos casos, la aplicación en paralelo de los dos modelos puede revelar dinámicas convergentes, de acuerdo a la lógica the more, the less, donde la finalidad de algunos recursos de la economía moral doméstica, como el dinero y el tiempo, impone elecciones entre los recorridos identitarios que se realizan a través del consumo de los medios y de aquellos que tienen lugar por medio de los productos y servicios. En otros, en cambio, puede asumir la lógica the more, the more, diseñando algunos espacios de sentido en los cuales lo simbólico y lo material se superponen con particular eficacia. Por ejemplo, en el caso del fenómeno fandom, sólo para hablar del ámbito infantil, convergen el consumo literario y el cinematográfico con otros ¿intermedios? de carácter lúdico o videolúdico, y con otros aún explícitamente hard, tales como los útiles escolares, la ropa, la alimentación y los servicios de entretenimiento. Otros ejemplos son el caso de Pokémon u otros casos de merchandising cruzado entre marcas como Disney y MacDonald.
Pero es sobre todo al nivel de los procesos de conversión donde las cosas se ponen interesantes. Por ejemplo: ¿en qué modo la estructura textual de un producto narrativo y su relativo universo de significados (trama, sistema de personajes, valores, etc., de una película o una serie de televisión) condicionan el proceso de conversión de los bienes materiales ligados a ella mediante fenómenos de merchandising (muñecos, game-cards o videogames)? ¿Y cómo se orientan, en este caso específico, las modalidades de juego al interior del grupo de pares sobre la base de repertorios interpretativos puestos a disposición por el texto de partida (combinaciones posibles de acciones/personajes, atribución de roles entre los jugadores, sanciones morales, etc.)? Pero también, ¿cuál es el grado de autonomía de los jugadores con respecto al conocimiento que tienen del texto de partida? ¿Se puede jugar a una de las tantas versiones de mesa o de rol de El Señor de los Anillos sin haber visto jamás un episodio de la saga? ¿Cómo se reemplaza el saber textual eventualmente ausente? ¿Y cómo se traduce la distribución de saberes entre los jugadores en la jerarquía del juego? ¿Qué fuerzas ejercen, en definitiva, estas jerarquías al generar retroactivamente el consumo textual?
Domestications y agencias de socialización
Tal como he señalado antes, esta aplicación paralela y rica en conexiones del modelo de la domesticación propone una mejor comprensión de algunos nodos en torno a los cuales las interacciones entre los diversos sujetos y las distintas instituciones (niños, padres, familiares, amigos, maestros, medios de comunicación, empresas, mercados, legislaciones nacionales e internacionales, etc.) se vuelven cruciales. Por ejemplo, las características sociodemográficas y el nivel de ingresos de las familias de pertenencia corren el riesgo de convertirse en variables puramente estructurales si no se traducen en una descripción del rol que desarrollan los padres en la fase de apropiación, tanto en la vertiente de los consumos culturales como en aquella de los consumos materiales; esto es, en un análisis del estilo de consumo propio de una determinada economía moral doméstica, tanto en un ámbito del consumo como en el otro. Es decir, una cierta manera en el empleo del dinero y del tiempo familiar, que también implica una cierta forma de educación, voluntaria o no, en el uso de ambos; las políticas de administración de la paga semanal o mensual; la retribución del rendimiento escolar, y así sucesivamente.
Aunque la governance de los padres en el consumo televisivo, que a menudo parece estar orientada por las coordenadas espacio-temporales del medio en virtud de su capacidad para producir un orden familiar (Tarozzi, 2007), resultará probablemente más comprensible si es analizada junto a la objetivación y a la incorporación de otros bienes materiales (por ejemplo, los juguetes) o servicios (por ejemplo, aquellas actividades sociales, de carácter recreativo, de carácter deportivo o expresivo, que implican a su vez el consumo de bienes que incorporan tiempos y espacios de otras formas de consumo mediático). O, más simplemente, aquella governance resultará más comprensible si se intenta indagar a través de qué canales llega la información de que disponen los padres para decidir sobre los consumos materiales (alimentación, vestimenta, etc.) de sus hijos.
Finalmente, basta pensar en cómo la identidad compartida de una generación entera, aquel we sense (Corsten, 1999) que se estructura en una semántica generacional hecha de recuerdos, eventos, valores, emociones, objetos, nombres, prácticas y hábitos, se va articulando en discursos sociales que celebran tal identidad mitos, historias, memorias, biografías, revivals, ya sea constituida en modo inextricable de productos materiales (un cierto tipo de merienda y de bebida, la vestimenta, la marca de un juguete o un determinado juego grupal, un modelo de bicicleta, etc.) o de productos simbólicos (películas, personajes de historietas y series de televisión, cantantes y canciones, ideas e ideales, etc. (Cfr. Aroldi, 2007; Aroldi y Colombo, 2003). Todo ello confirma la utilidad de enfoques que indaguen qué rol cumplen recíprocamente las instituciones educativas y las empresas comerciales en definir el habitus (en el sentido bourdesiano del término), el gusto y el disgusto de las próximas generaciones.
Traducción: Juan C. Calvi
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Artículo extraído del nº 73 de la revista en papel Telos
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