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Nuevas tecnologías para nuevas militancias


Por Eduardo A. Vizer

En el marco de las transformaciones y las derivaciones de los medios tradicionales de comunicación, las nuevas redes acompañan y dan alas a nuevos movimientos sociales y activismos militantes. Todo ello en un mundo nuevo que irrumpe en el escenario de la comunicación clásica.

Desde la aparición del primer periódico hace trescientos años –informando sobre las decisiones del monarca soberano–, existe preocupación por las relaciones entre los medios de comunicación, el poder y su influencia sobre los diversos públicos. Influencia políticamente desestabilizadora o controladora sobre la población; influencia moralmente perniciosa –o intencionadamente educativa– en especial sobre los niños y adolescentes, etc., nace ya con la diseminación generalizada de los medios escritos (el libro, los periódicos y el folletín del siglo XIX), y con las imágenes de las fotografías primitivas. Como en la fábula de Esopo sobre la capacidad de la lengua para producir lo mejor y lo peor del ser humano, los medios de comunicación en la modernidad nos permitirían decir que “hablamos con infinidad de lenguas”. Los medios se transformaron en los “objetos del deseo” y, a su vez, en el objeto del miedo. El deseo de apropiarse del instrumento material del poder simbólico de la lengua y las imágenes, como el que se apropia de un campo de mentes y de subjetividades para “cultivarlo” con las palabras, las ideas y las imágenes que la propia fantasía del poder desea instalar en el Otro. Y, también, el miedo de que ese instrumento de poder sea poseído por ese Otro, poniendo en evidencia pública lo que los poderosos desean ocultar.

En las primeras décadas del siglo XX, los medios de comunicación surgieron como un nuevo campo de hechos tecnológicos, sociales y culturales orientados hacia el mercado. En otras palabras, como una nueva forma de organización de la producción, la circulación y el consumo cultural. Organización signada por la tecnología y, asimismo, tecnología mediada por las formas de organización social de la producción de bienes culturales y simbólicos. Se puede decir que marcan el siglo XX como la era de las comunicaciones masivas, articuladoras de procesos de naturaleza fundamentalmente macrosocial y cultural, y de reconversión de matrices culturales que operan sobre las prácticas y la formación de nuevos dispositivos de percepción de los públicos.

Los medios y los miedos

Las comunicaciones masivas ya no tienen un dueño hegemónico externo –a pesar de que las corporaciones económicas y políticas siempre buscan construir corporaciones mediáticas–, pero se desarrollan como un campo de autonomía relativa enorme con un poder económico, político y simbólico que crece merced al desarrollo vertiginoso de los procesos de convergencia mediática y digital. Los medios se han transformado en el espacio privilegiado de las mediaciones públicas, articulando lo público con lo privado, y la especificidad de su poder se halla precisamente en su capacidad de construir dispositivos de regulación simbólica de los espacios sociales. A pesar de las apariencias, el verdadero “poder” de los medios no se halla en sus dispositivos de producción mediática, sino en detentar el monopolio de los procesos de circulación. No precisan ser los propietarios absolutos de los medios tecnológicos sobre los que se asientan los procesos de circulación; pero necesitan tener acceso a ellos, para asegurar la circulación de la producción mediática (la información, la palabra y las imágenes).

Los medios son hegemónicos en el campo de la mediación simbólica, donde todos los actores sociales desearían aparecer «al menos durante 15 minutos de sus vidas» (según la ingeniosa observación de Andy Warhol sobre la televisión). A comienzos de este nuevo siglo XXI, las presencias mediáticas más exitosas en la televisión han estado representadas por el individuo anónimo, el “hombre de la calle”, o los personajes de los reality shows. Los representantes y personajes más poderosos de la política, la economía, la religión y la cultura deben mezclarse y dialogar “democráticamente” con el ciudadano común. Ningún candidato a presidente gana una elección si no logra demostrar sus valores «auténticamente» democráticos, compartiendo la tribuna de fútbol, el diálogo con los vecinos, los niños, los pobres o las estrellas. En la pantalla de la televisión, las instituciones públicas han sido suplantadas por los individuos que las representan. La legitimidad de las formas institucionales del Estado ha cedido el lugar a la capacidad de generar carisma individual.

Los medios de comunicación han individualizado el Estado y la sociedad. Los imaginarios sociales de la gente sobre estos dos últimos son algo grises y desvaídos; en cambio las identificaciones personales con las figuras públicas han ganado fuerza y brillo: la gente prefiere ver a los presidentes, los futbolistas, las cantantes, los ministros, los jueces y las vedettes. El campo mediático ha transformado su versión de los espacios públicos en escenarios donde un individuo anónimo –cualquier ciudadano común– puede ser transformado en actor momentáneo, mientras una mayoría silenciosa no sobrepasa el rol establecido de observador casero, y a veces –excepcionalmente– como dialogador o figura de reparto dentro de la sala de un estudio de filmación atestado de público, ansioso por ser reconocido por esposos, padres, amantes o compañeros de colegio.

Un poco de historia

Con la crisis de las monarquías europeas, el estallido de la Revolución Francesa y los movimientos de independencia americanos, comenzaban a aparecer los miedos ambivalentes sobre la influencia de la prensa y la perturbación del orden público, así como las primeras expresiones populares y masivas de protesta y de violencia social, sobre todo en las ciudades, consideradas foco privilegiado para la prensa. La inquietud comenzaba a manifestarse a través de un proceso de pérdida de legitimidad de las elites, a su vez fogoneado por la libertad de producción y de acceso público a informaciones y noticias capaces de levantar sospechas públicas sobre las instituciones y sus cabezas visibles. Con la construcción de nuevas instituciones, como dispositivos de articulación y reconfiguración del Estado, marcado por valores liberales, democráticos y burgueses, los medios pasaban a representar un doble rol: por un lado, como un medio de promover y promocionar al propio Estado, y al mismo tiempo como uno de los principales ingredientes “peligrosos” para el mismo, para los gobiernos y las instituciones públicas y religiosas, así como para las reglas de la moral y las “buenas costumbres” de la nueva sociedad burguesa.

Las preocupaciones por las influencias perniciosas de ciertos libros e imágenes siempre perturbaron a los sistemas de control social y a los responsables de los procesos de socialización de los jóvenes –padres, educadores, religiosos y funcionarios de gobierno–. La influencia social, cultural y psicológica de la comunicación mediatizada ha crecido de forma permanente y acelerada con el surgimiento de los medios de comunicación audiovisuales, paralelamente a los procesos de masificación de los públicos teleespectadores a escala global.

Si la masificación de la lectura marcó las inquietudes por desarrollar una nueva ecología mental de la modernidad en el siglo XIX, la primera mitad del siglo XX se caracterizó por la penetración social de las tecnologías de la radio y el cine (o sea, la voz y las imágenes en movimiento, cada vez más verosímiles y cercanas a los sonidos y las imágenes del “mundo real”). Los medios audiovisuales pasaron a cumplir un rol instrumental para la propaganda política y la promoción publicitaria. Los actores de la “realidad social y política» aún conservaban el poder de definir sus propias agendas, sus intereses y sus discursos propios. Los partidos políticos, los gobiernos y las corporaciones usaban, controlaban o discutían con los medios todavía desde una posición de gran autonomía de poder y legitimidad. Pero esta subordinación de los medios a otros campos sociales no iba a durar mucho.

Con la aparición masiva de la televisión en la segunda mitad del siglo XX, el poder de los dispositivos mediáticos y sus tecnologías de captación, registro y reproducción de los “hechos” de la realidad fueron rápidamente ganando legitimidad y capacidad para influenciar de forma directa la constitución de la agenda pública. Paulatinamente se iba minando el poder y la autonomía de otros campos en función del desarrollo y la capacidad de penetración de nuevas macro y micro tecnologías de la información y la comunicación, así como su influencia universal, tanto sobre los espacios públicos como los privados. El campo mediático (y su creciente concentración corporativa y transnacional) se fue transformando de un campo de poder simbólico subordinado en uno político y económico, capaz de definir para todos los públicos lo que debía ser considerado importante, la “verdad y la objetividad”, la visibilidad y la noticiabilidad de los hechos sociales.

Cuadro de situación presente

La televisión-verdad, las imágenes y las voces en vivo subordinan y transforman los hechos sociales en hechos mediáticos. Y las preocupaciones por definir criterios sobre lo que puede y no puede ser dicho, así como las imágenes que pueden –o no se “deben”– mostrar en la pantalla, han ido transformándose en un tema de discusión pública compartida, tanto por los medios como por la sociedad y el Estado. Si la violencia siempre despierta la atención, es un producto que se vende bien. Si las imágenes de la violencia corresponden a escenas de ficción, el público “sabe” que la sangre es jugo de tomate o tinta, y un cuerpo torturado es un muñeco o un actor maquillado. Pero un niño pequeño no puede aún reconocer la ficción de la realidad, y su visión del mundo puede distorsionarse ( 1). Aunque si se trata de un noticioso, las imágenes de sangre, de tortura, muerte y sufrimiento se fijan en el cerebro como registros de la realidad. A diferencia de la Guerra de Vietnam, en la Guerra del Golfo y la de Irak, la televisión norteamericana optó por eliminar las imágenes que asociaran la guerra al sufrimiento de los cuerpos (al menos de norteamericanos). En la conmemoración del aniversario del ataque terrorista en Madrid, la televisión española discutía las diferencias entre mostrar las escenas macabras el 11 de marzo de 2004, cuando sucedieron los hechos, y mostrarlas un año después en un contexto de duelo y memoria. El 11 de marzo de 2004, la noticia se encuadraba en un marco interpretativo de tragedia y terrorismo real. Un año después, la noticia se encuadra en otro contexto de significación: la memoria, la historia, la reparación del duelo, la manifestación colectiva contra el terror y la violencia. En este contexto de realidad, las imágenes de la sangre y los cuerpos desmembrados no tendrían otro significado que la exhibición sensacionalista, bastarda y banal.

Ya para fines del siglo XX, las nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) elevaron exponencialmente las posibilidades de acceso y uso de macro y micro tecnologías de la comunicación (del vídeo a la Red global, los juegos electrónicos e Internet). Y junto a este proceso de crecimiento y penetración prácticamente irrestricto de las tecnologías, se fueron creando nuevos mercados de consumo mediático (y de los consiguientes riesgos, tanto de control como de descontrol social). Fueron surgiendo nuevas inquietudes, así como múltiples investigaciones sobre los problemas de las influencias psicológicas, sociales, culturales, etarias, legales, educativas e institucionales de la multiplicación de medios, tecnologías y ofertas ilimitadas de programas y productos mediáticos (en Internet, por ejemplo, la oferta infinita de sitios de pornografía, juegos de guerra, etc.).

Ya desde los comienzos de la producción mediática masiva comenzaron a surgir críticos y grupos de presión: a favor del control horario de protección al menor en la televisión, de los límites permisibles para las imágenes eróticas y la violencia, tanto en los programas de información (noticieros sobre hechos «reales”), como en los de ficción (telenovelas, películas, dibujos animados, etc.). Por otro lado, los medios construyeron su propia versión sobre “la libertad de expresión” y la “objetividad” en la información. El dilema parece reducirse a una mera antinomia entre los principios de una presunta libertad irrestricta de expresión y de exhibición, y las demandas por el desarrollo de formas de control social sobre programas e imágenes. La respuesta de los editores de los medios se abroqueló en el compromiso por reglas para una autorregulación definida por los propios medios.

Los movimientos sociales y los medios en América Latina

A partir de los años setenta, la “gobernabilidad” social y los procesos políticos se vieron socavados por los profundos cambios que se iban sucediendo: desde el nivel de la geopolítica mundial (los acuerdos de la Trilateral), hasta las estructuras sociales y los movimientos políticos. En América Latina, tomaron predominantemente la forma de las propuestas de acción directa por parte de las «vanguardias emancipadoras” (como la guerrilla urbana y la rural). Tanto el auge de las dictaduras militares hasta finales de los años ochenta, como los posteriores procesos de democratización latinoamericana y las modificaciones consiguientes en las expresiones políticas y los movimientos sociales, los cambios repentinos de la realidad política internacional –como el fin de la Guerra Fría– y el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación, así como el crecimiento y la concentración de las industrias culturales fueron minando tanto las concepciones conservadoras de la escuela funcionalista, como también la vigencia de la escuela alternativista latinoamericana. Las visiones sobre modelos de desarrollo alternativo al capitalista fueron cayendo –prematuramente– con el muro de Berlín y el aggiornamiento del régimen de Pekín.

En la década de los noventa, el paradigma del conflicto social y la oposición violenta comenzó abruptamente a ser suplantado o transfigurado en otros imaginarios sobre la inclusión, la integración social y el pluralismo, los derechos humanos, el reconocimiento de las minorías, las identidades y el derecho a la diferencia. El conflicto social se iba “despolitizando”, mientras tomaba nuevas formas de expresión (a la vez que paradójicamente se declaraba apolítico). El cuerpo social (pueblo, clase social, trabajador, etc.) se iba fragmentando y anarquizando en grupos y sectores sociales embanderados con el derecho a la identidad y a la diferencia, pero siempre dentro de un paradigma de integración en el sistema. El derecho a la diferencia dentro de la igualdad.

No deja de ser irónico que estos imaginarios se fueran instalando como parte de la nueva «cultura de la democracia» al mismo tiempo que las políticas neoliberales, que iban produciendo precisamente una realidad social que promovía lo contrario: la exclusión y la desintegración social, así como un pensamiento único y un fundamentalismo economicista que reniega de un pensamiento plural.

El resurgir de las democracias en la década de los ochenta y los noventa llevó a proseguir con mayor ímpetu la tendencia de trabajar en y con las comunidades locales en un nivel de igualdad para construir (en muchos casos reconstruir) las bases plurales de las formas institucionales de un régimen democrático. A la sobrevalorada idea-fuerza de la emancipación social colectiva –que había movilizado violentamente a una generación anterior fascinada con un idealismo que fue abatido por las armas, pero sobre todo por la crisis de los regímenes del “socialismo real”– se le han planteado como sucesoras nuevas ideas-fuerza sustentadas por movimientos sociales variados, con intereses y valores específicos y particulares, que buscan reconocimiento e integración dentro de espacios institucionalizados de la propia sociedad. No buscan cambiarla colectivamente, no buscan adueñarse del Estado por asalto, ni tampoco confían en las estructuras institucionalizadas o en los políticos y los funcionarios que pretenden seducirlos con promesas incumplidas. Estos nuevos movimientos sociales se expresan en una doble dimensión argumental, por un lado la defensa y la construcción paulatina de un universo de discurso colectivo y universalista, asentado sobre valores como derechos humanos, derechos sociales, ciudadanía, género (y derecho reproductivo), medio ambiente, derecho a la identidad y a la diferencia, y alguno que otro término que expresa las ideas-fuerza de una variedad innumerable de agrupaciones del creciente y pujante sector social (o Tercer Sector). Todos como nuevos movimientos que expresan la diversidad actual de la sociedad civil.

La segunda línea de discurso argumental que construyen aparenta ir en sentido contrario: se construye sobre las condiciones específicas de cada agrupación («asociación voluntaria» en términos de Turner, 1999); según sus intereses, necesidades y percepciones particulares o locales, ya sean de naturaleza económica, política o cultural. Los discursos y valores particulares buscan un reconocimiento dentro de los espacios públicos de acción y de expresión (las calles, las plazas, a veces los medios de comunicación) y el acceso a los círculos de decisión del Estado (municipios o gobernaciones) mediante una práctica de expresión y de acción social, que es evidentemente política, pero –curiosamente– rara vez reconocida como tal por las propias asociaciones o movimientos.

Turner (1999) reconoce cuatro clases de Asociaciones Voluntarias. Las de «caridad», generalmente sostenidas por iglesias y bajo un esquema de patronazgo (y una relación desigual entre quienes dan y quienes reciben); las que corresponderían al modelo de Estado de Bienestar, reguladas por los procedimientos y reglas del propio Estado; en tercer lugar el modelo «activista», sustentado en valores comunitarios de cooperación solidaria, mutualidad y un discurso igualitario y «progresista»; y, por último, la aparición del (pos)moderno modelo de asociaciones de «mercado filantrópico», sujeto a los valores de la competencia por la búsqueda de fondos (el fundraising promovido en infinidades de cursos de capacitación y conferencias).

En este punto nos podemos preguntar si los movimientos sociales –de acuerdo con los criterios de Turner– no corresponderían solamente al tercer grupo, el activista. Nuestro interés se halla efectivamente centrado en estos movimientos, caracterizados por el activismo que busca producir transformaciones sociales en cualquier grado y escala: barrial, regional, ciudadano o global (como el Foro Social, por ejemplo).

En la relación con los medios de comunicación, algunos autores establecen tres categorías: los medios de información, los de organización(es) y los medios que Downing (2002) llama “radicales”. Generalmente cuando hablamos de los medios tradicionales nos referimos al primer tipo. Medios masivos que cultivan los escenarios simbólicos y las mentes de los públicos con los programas, los temas y los contenidos producidos por los propios medios, pero en los cuales –especialmente en los noticiosos informativos– el propio medio busca pasar a un segundo plano, como mediador instrumental entre la realidad y el público, como registro del tiempo presente, como modesto observador guiado por la objetividad de la profesión y su función social. Evidentemente, el medio se presenta a sí mismo (se “autorreferencia”) como un no poder, un servicio que detenta un poder paradójico que se niega a sí mismo, naturalizándose e identificándose con la realidad, con las situaciones y los hechos a los cuales (hace) referencia. En cambio en los programas de ficción –sobre todo en la televisión–, el medio se autorreferencia como productor de programas, ensalzando la calidad de su producción, el rating que “demuestra” con criterios profesionales externos de objetividad, el grado cuantitativo (el puntaje) de aceptación de “su” público, dando implícitamente por entendida la calidad del proceso de interreferenciación que establece entre el medio y su público. El medio sabe hablar y escuchar a su público, mostrando la calidad y el “valor” de la relación entre ambos. El medio es “democrático” porque ofrece al público lo que éste desea.

Los medios de organización responden a otra lógica. Una organización que defiende el medio ambiente, el derecho de la mujer o de los niños, plantea abiertamente la representación de la mujer, del niño o de los habitantes de una región amenazada por la contaminación o la degradación ambiental. El medio construye simbólicamente al sujeto social que representa (por medio del discurso y de las imágenes). Esa construcción es explícitamente autorreferencial: “nosotras la mujeres”, “los que habitamos esta tierra”, “nuestros niños”, etc. Se funden la figura del representante con la del representado. La interreferenciación con el público generalmente apela a “despertar el interés y la conciencia”. A remover la ignorancia sobre la injusticia, la pasividad y la construcción de un compromiso activo por parte de un público aún pasivo. Las campañas de bien público presentadas en los medios de información masivos no escapan a esta lógica, sólo niegan la identificación con las organizaciones patrocinadoras (que puede ser el propio Estado o una organización de la sociedad civil). En otras palabras, se preservan como agentes autónomos, como actores del campo mediático. Sin embargo, en la práctica, el periodista o el comentarista del medio conservan cierto grado de autonomía de acción –delimitado por los códigos y la ideología de los dueños o la política de edición del medio–. Ante hechos críticos o trágicos, ante crímenes o actos violentos, el periodista se ve obligado a renunciar a una posición de no compromiso con la mera “descripción objetiva de los hechos”. Lo políticamente correcto le obliga a asumir una posición que lo identifique con la moral media, con ciertos valores ciudadanos. La “condena del acto reprobable” o la conmiseración ante las víctimas de una tragedia y la mención de posibles culpables forman parte de los dispositivos de refuerzo de la imagen del propio medio.

Por último, el medio radical es el que se planta más abiertamente en función de la crítica del statu quo. En la denuncia de los dispositivos de poder y de las condiciones de creación de injusticias. Se autorreferencia como sujeto crítico defensor del ciudadano, defensor de los valores “universales” de la época, de los bienes y valores colectivos.

Organizaciones y movimientos sociales: el «paradigma» del Foro Social

Los Movimientos Sociales (MS) buscan construir y mantener medios propios que difundan sus ideas y sus políticas. Desconfían de los primeros (los medios masivos de información) y comparten muchas posturas con los medios radicales. Como medios de organización, no precisan justificarse en la seudo neutralidad de los primeros, aunque practican la denuncia crítica de los terceros. Denuncia crítica centrada generalmente en los temas específicos de la agenda del movimiento, mientras los medios radicales abren y amplían su agenda a temáticas diversas. Desde la perspectiva del público, el medio de organización es interpretado en una línea de propaganda crítica, en términos de oposición a otras organizaciones o una situación injusta (mujeres, minorías, niños, etc.). La organización busca expandir sus ideas y objetivos, conseguir legitimidad y reconocimiento público. El medio tradicional busca mantenerlos. El medio radical no busca ni lo uno ni lo otro: no intenta convencer, sino hacer pública su “denuncia”, intervenir en el espacio público con su verdad. Para eso debe demostrar su independencia de intereses y sectores, se construye a sí mismo como representante de la verdad y la justicia, como los profetas del viejo testamento. El valor social que construye no está en el reconocimiento de la legitimidad del propio medio, como en los medios masivos, ni en el reconocimiento de la legitimidad de la organización como representante de un sector desfavorecido o explotado. El medio radical “representa” los valores públicos, la ciudadanía, los principios colectivos. Es la “voz de los profetas” denunciando la mentira, el engaño, los poderes –ocultos o manifiestos–, “la voz de la verdad y la ética insobornable”. Es muy a menudo una voz en el desierto, que sin embargo crece y se legitima accediendo a Internet y a los medios de las TIC.

El Foro Social Mundial que nace en Porto Alegre, si bien surge de la articulación de unas pocas organizaciones sociales, se inscribe en una polifonía de voces de denuncia de una enorme variedad de temas. Su agenda es tan diversa como la de las organizaciones y corporaciones globales, pero se constituye como su contraagenda alternativa (la del Foro de Davos). Con más características de movimiento que de organización, y el espacio de crecimiento y consolidación se establece precisamente a través de la Red. Internet y las TIC conforman su espacio real y virtual. Sólo parece responder a las características de las organizaciones cuando se debe preparar una reunión regional o internacional. El acontecimiento central es la reunión de hombres y mujeres de culturas, sociedades e intereses diversos. Y el acontecimiento social y político que se prepara se transforma en centro del interés de los medios que lo presentarán como acontecimiento mediático. Un acontecimiento “radical”, porque asume la representación colectiva de todos los hombres y las mujeres, y se opone a los actores poderosos que “organizan” el mundo y el interés colectivo en provecho propio de sectores de poder. En este sentido, el Foro Social es a la vez un acontecimiento real y mediático (¿posmoderno?). Se constituye como actor polifónico en la lucha por el cultivo de las mentes y el control de los espacios simbólicos, generalmente hegemonizados y presentados (o bien representados) a través de comunicadores integrados en los medios de información masivos.

La línea editorial e ideológica de un medio generalmente marca los límites de lo que se puede decir y mostrar, y la manera cómo lo hace, pero no puede sumirse en el silencio. El público comenzaría a sospechar de los valores de neutralidad informativa que rigen el funcionamiento de los medios. Por ejemplo: la televisión norteamericana se avino a no mostrar los cuerpos de los soldados, como víctimas norteamericanas de la guerra de Irak. Y tampoco mostró las fotos de los cuerpos de iraquíes torturados y vejados en la prisión por los carceleros norteamericanos en ocasión del juicio a esos soldados (lo que sí hicieron algunos medios de prensa). Sin embargo, se hizo inevitable que la televisión comentara el desarrollo del propio juicio, como si se tratara de un juicio “normal”. Paralelamente, Internet se llenaba de imágenes y comentarios sin restricción alguna. Internet representa muchas veces el papel de medio radical.

En investigaciones realizadas en nuestras cátedras de Comunicación Comunitaria en la Universidad de Buenos Aires sobre pequeñas Organizaciones Sociales (OS) en la ciudad de Buenos Aires, los entrevistados mostraban una curiosa actitud al preguntárseles sobre si consideraban importante disponer de un medio propio de difusión de la organización, así como la comunicación con otras OS afines que les permitiera acceder a un nivel de influencia y organización mayor. Todos respondían afirmativamente, realzando la fundamental importancia de la difusión y la comunicación. Cuando seguíamos con la entrevista, la pregunta inevitable de control, era «¿Cuál fue la última vez que efectivamente se comunicaron con otras OS?». ¡La mayoría no podía responder! Parece inevitable concluir que los entrevistados respondían de acuerdo con lo que consideraban que el entrevistador esperaba de ellos y no de acuerdo con la «cruda» verdad. Los movimientos sociales pueden debilitarse con las actitudes “autistas” o el doble discurso de las OS que las conforman. Todas buscan aparecer en el foco de los medios –aunque sea por 15 segundos–, pero nunca reconocerían que buscan los 15 minutos de fama a los que aludía Warhol. A toda OS le gustaría liderar un MS, pero los MS del siglo XXI modifican las condiciones y restricciones de las formas de organización tradicionales, moldeadas en las reglas y los valores estrictos y prescriptivos del paradigma controlador del fordismo industrial de la primera mitad del siglo XX.

Nuevos medios de comunicación, nuevas militancias

En buena medida, el paradigma emergente en el siglo XXI va demarcando nuevos modos de relación entre la militancia, las nuevas formas de activismo social y los medios de comunicación. Ambos han cambiado mucho, tanto cuantitativa como cualitativamente. El primero se ha multiplicado hasta el punto de armar redes para cubrir escenarios mundiales con agendas enormemente diversas. El militante puede ser miembro de una OS, pero también un individuo solitario con capacidad de acceso a una batería de medios: Internet, páginas web, correo electrónico y la emergente explosión de la comunicación por los teléfonos celulares. El activismo social ya no debe ser forzosamente organizado, ni requerir de actos de fe ni formalidades. Puede ser espontáneo, y tomar la forma de multitudes convocadas por situaciones críticas (como las manifestaciones policlasistas y con intereses diversos en la crisis de diciembre de 2001 en Argentina).

Inmediatamente después del atentado en Madrid del 11 de marzo de 2004, los ciudadanos que no aceptaban las declaraciones iniciales del partido dirigente –que atribuía a ETA la autoría del atentado– recurrieron a la comunicación masiva a través de Internet para emprender movilizaciones espontáneas ante el mundo. Las manifestaciones no fueron mera consecuencia de los mensajes de correo electrónico y SMS (mensajes de texto). Quienes tenían motivos para actuar encontraron un nuevo medio para recabar información, publicar mensajes, organizar y crear. Nos hallamos ante un nuevo medio de organización social, cultural y política. Las redes telefónicas inalámbricas y los sistemas informáticos accesibles para cualquier usuario constituyen, junto con las personas, un potencial inmenso (para bien y para mal), comparable al de la imprenta o el alfabeto. Con toda probabilidad no serán pacíficas o democráticas todas las movilizaciones futuras organizadas por Internet y el teléfono móvil. «El motivo de esperanza más pragmático es que el nuevo régimen tecnosocial es todavía joven» (del prólogo a la edición castellana de Multitudes inteligentes, Rheingold, 2004). En marzo de 2004, el partido gobernante en España controlaba la mayoría de la televisión pública y gran parte de la privada, así como la mayoría de las radios y la opinión pública a su favor. Sin embargo, los SMS se encargaron de poner en evidencia pública la manipulación y la desinformación instrumentadas por el gobierno. Éste no solamente perdió las elecciones, sino que indignó a la sociedad porque además de la tragedia y el terror del atentado, se sintió usada y engañada con fines electorales. Con las movilizaciones, se evaporó buena parte del capital de credibilidad de los medios de información masivos.

En el año 2004 se vendieron en el mundo 600 millones de teléfonos celulares, la décima parte de la población mundial. Analfabetos, favelados descalzos, políticos y periodistas acceden a la telefonía inalámbrica para difundir sus mensajes, para convocar o denunciar. La “sociedad de la comunicación” se ha transformado en un hecho. Si en la Unión Soviética de Andropov –en los años 70– se prohibieron las fotocopias, hoy en día nadie puede prohibir la telefonía móvil y los consiguientes mensajes de texto. En China existen los cargadores públicos de teléfono en lugares donde todavía no ha llegado la electricidad.

En Estados Unidos, en el año 2004, 32 millones de norteamericanos afirmaron obtener información de los diarios de Internet, y los lectores de blogs aumentaron en un 58 por ciento en sólo seis meses. El blog es un diario personal que se escribe en Internet, donde no se busca dar específicamente información sino opinión personal, que los lectores buscan, comparan, comparten o critican. Paralelamente, muchos programas de televisión por cable comparten una tendencia que se llama “periodismo de afirmación”. Con el crecimiento de Internet como canal de comentario abierto al público, el periodismo de opinión (un anatema para el periodismo clásico) crece de forma exponencial, así como decrecen paulatinamente los lectores de periódicos, hasta el punto que ya no son pocos los que temen por su desaparición (al menos en su forma tradicional).

Los miedos y las fantasías que suscitó en especialistas, educadores y políticos el uso manipulativo de los medios, y los riesgos de tender hacia la pasividad frente a la pantalla de la televisión se diluyen ante el nuevo escenario social y mediático. Los medios cubren desde el pequeño living familiar, pasando por el Estado, hasta los escenarios mundiales; desde el fondo de mi casa hasta la cabina de los astronautas.

La respuesta al desafío de las transformaciones cuantitativas y cualitativas que traen los nuevos escenarios de la “cultura tecnológica” (Vizer, 1983) ha sido la búsqueda de la articulación y la reintegración de todos los medios en complejos sistemas mutuamente interdependientes y en red. Redes más abiertas o más cerradas, pero que siempre deben permanecer alertas a todo lo que sucede, a riesgo de perder la exclusividad y “su” público, así como brindar canales de acceso y participación (o seudoparticipación) abierta al público.

Para pensar una “modelización” (Vizer, 2005) de este proceso que lo entienda en su complejidad y sin reduccionismos –sobre todo tecnológicos–, tenemos al menos cuatro factores en juego que son sobredeterminantes en este nuevo escenario: la evolución de las tecnologías, la creciente disminución de los costes de producción, el acceso y los usos sociales que permiten estas tecnologías y, por último, los cambios en las demandas sociales. Dos factores son tecnológicos, uno es económico y el otro es social. La multiplicación de las tecnologías de los medios, la miniaturización y la accesibilidad económica aseguran la creación y la penetración de mercados hasta hace pocos años reservados al primer mundo y a los sectores de mayor poder adquisitivo. Realmente debemos admitir que estos medios conforman la base de una infraestructura informacional que permite por primera vez pensar en la posibilidad de su uso democrático y alternativo a los medios dominantes. Si se me permite una metáfora marxista, prefiero pensar las posibilidades que abre este desarrollo tecnológico en términos de fuerzas productivas, como la infraestructura de una inminente “Sociedad de la Información” (una infraestructura hipertecnológica sobre cuyas bases se informan los dispositivos y las nuevas estructuras de producción y circulación capitalista). Por otro lado, pienso un modelo de sociedad idealizada como una superestructura comunicacional, una Sociedad de la Comunicación abierta y democrática, con libre acceso a los conocimientos, a las opiniones y a las críticas.

Hay una consecuencia central en el pasaje de la sociedad industrial tradicional a la Sociedad de la Información –no deja de ser chocante considerar que la revolución industrial ha pasado, en solamente dos siglos, de ser el motor de las transformaciones hacia la modernidad, hacia una nueva forma de sociedad tradicional, todavía basada en la producción física y el consumo de recursos naturales–. Y esta consecuencia tiene profundas impliciones no solamente materiales, sino también teóricas y epistemológicas. La tradición intelectual nos ha marcado con la impronta de pensar las estructuras y los procesos sociales y económicos desde la perspectiva de sus condiciones de producción. Una forma de determinación lineal y por etapas: producción, circulación y consumo. Las tecnologías –la digitalización en primer término– han quebrado las barreras de tiempo y espacio, introduciendo el pasado y el futuro en las ecuaciones de un presente perpetuo. El cálculo de probabilidades, el azar y la indeterminación han entrado a formar parte de los planes de producción económica a una escala sin precedentes.

La velocidad de la circulación de la información condiciona los procesos de producción (un ejemplo de esto es el just in time). El acceso a los procesos, los dispositivos y las estructuras sobre las cuales se produce la circulación de bienes o de la información ha pasado a ser un recurso absolutamente estratégico. Los flujos del capital financiero constituyen en este sentido un ejemplo central. El modelo de la Sociedad de la Información presupone el crecimiento exponencial de los flujos inmateriales, y la dependencia creciente de ellos para asegurar la supervivencia de la sociedad “real” (por ejemplo, cuando se produce un apagón de energía eléctrica, no es por falta del recurso físico –lo que se puede prever–, sino de una falla en los sistemas de regulación y control). Aún se nos hace difícil pensar la producción en términos de circulación, aunque sabemos que es en la propia circulación donde se va produciendo y reproduciendo un sistema, ya sea económico, político o social.

No sabemos qué implicaciones tendrán estas transformaciones “infraestructurales” en la sociedad, la política y la cultura. Sabemos que tener información es tener poder, y nunca en la historia existieron tantas posibilidades y recursos de información-poder. Pero tampoco jamás en la historia el valor de la información se hallaba tan determinado por el tiempo, o más bien por la duración decreciente del valor de una información. Como no todo el mundo puede o está interesado en correr detrás de la información, inevitablemente se generan asimetrías. Esto se ve muy claramente en el mundo académico y la investigación científica, en la competencia económica y en la brecha digital (the digital divide) entre países y sectores sociales. A mediados del siglo XX, la radio a transistor alimentó las expectativas de promover programas de desarrollo y modernización rural pergeñadas por la Escuela de Comunicación y Desarrollo. A comienzos del siglo XXI, son Internet, la telefonía celular integrada y la convergencia digital –entre otras tecnologías– las que representan las bases promisorias para generar condiciones para una sociedad de la comunicación más democrática, organizada y articulada a través de dispositivos de circulación social productiva. Cada ciudadano podría –al menos en teoría– constituirse en un militante público en circunstancias apropiadas. Pero debemos aclarar las limitaciones que estas innovaciones no pueden superar.

Este escenario guarda ciertas reminiscencias con las formas anarquistas en su rechazo a los condicionamientos y rigideces de las estructuras organizadas. Por otro lado, también presenta asociaciones con un individualismo activo que no choca en absoluto con el ideario liberal clásico. Los individuos se reúnen espontáneamente –o bien convocados– a conformar una multitud (figura teórica de cara a nuevos planteos de análisis político). Una multitud ( 2) se reúne con fines precisos para “construir un acontecimiento”, que puede encuadrarse tanto desde un campo artístico (los happenings sesentistas) como político (la protesta de las cacerolas). El espontaneísmo construye el acontecimiento, emerge y se expresa en acciones y manifestaciones de todo tipo. Pero no construye –ni busca construir– organización, permanencia, compromisos fuertes y estables. El marginado social, el explotado o el excluido, conformando un sector social creciente y ya estructural en el Tercer Mundo, puede “engrosar las filas” de una multitud en una manifestación, pero no representa más que un “convidado” casual y momentáneo que no modifica en nada sus condiciones objetivas de existencia. El paradigma tradicional de la organización social, con sus valores, compromisos e identidades fuertes, sigue siendo el dispositivo social más adecuado para presionar y expresar las injusticias dentro de un sistema social. Y el sistema social no deja de estructurarse de acuerdo con reglas de poder, de propiedad, de distribución desigual de los recursos.

El acontecimiento tiene todas las características de la comunicación: es un emergente expresivo de condiciones y situaciones, y puede revelarse a través de acciones directas o por operaciones mediáticas con un comienzo y un fin; requiere de actores sociales en situaciones y contextos específicos. Pero, cuando termina, es como la representación teatral, cada uno vuelve a su realidad: los actores bajan del escenario, el público que se ha regocijado, sufrido o conmovido, aplaude. Y todos vuelven a sus casas.

Las Tecnologías de la Información y la Comunicación tienen la virtud de generar nuevos espacios y tiempos, nuevos dispositivos –¿nuevas formaciones infraestructurales?–, que terminan tejiendo las nuevas ecologías en red de la Sociedad de la Información. Su especificidad y dinámica corresponde a las lógicas de la circulación más que a las de la producción, tal como se entiende en la sociedad industrial. Así como le ha llevado siglos a la era industrial superar la era feudal, aún no podemos saber cuánto le llevará a esta móvil sociedad conformar nuevas relaciones de producción-circulación. No sabemos si el paradigma de esta nueva sociedad (¿de la información, del conocimiento, de la comunicación?) promoverá más desigualdad y más concentración de poder, o si logrará distribuir más equitativamente los recursos que aseguren un acceso más igualitario a mejores condiciones de vida compartidas por toda la sociedad.

Mientras tanto, en nuestra “modernidad líquida” –al decir de Baumann–, y después del fracaso de las estructuras burocráticas y la planificación centralizadas, los movimientos sociales parecen hallarse ante la necesidad de desarrollar estrategias duales, articuladas sobre acciones físicas y a la vez comunicacionales. Entre la organización rígida o la “flexible”; entre la “guerra de posiciones” y el acontecimiento; entre un monólogo repetitivo o el diálogo abierto.

Consideraciones teóricas para el análisis de los movimientos sociales

El reconocido sociólogo y teórico italiano de los movimientos sociales, Melucci (2001), propone como planteo teórico descomponer los elementos que conforman la acción colectiva de los movimientos contemporáneos, lo que exige un cuadro conceptual diferente del que ha presentado el capitalismo industrial.

En América Latina las tres “t” siguen siendo las banderas más dinámicas para las acciones colectivas de los MS (o sea: tierra, techo y trabajo). Contra toda previsión optimista y posindustrialista, la globalización y las políticas neoliberales de los años noventa profundizaron en poco tiempo la marginación, el desempleo y los conflictos sociales, generando las condiciones para una fuerte cultura urbana de la protesta y la reorganización de los movimientos de reivindicación social. Y este fenómeno de organización, protesta y reivindicación se ha generalizado a los barrios, a infinidad de temas sociales, políticos y culturales, y se halla asociado a las representaciones sobre los derechos ciudadanos en un régimen democrático. Se ha institucionalizado una conciencia glocal (tanto local como global) sobre los derechos y las demandas, tanto por parte de los que se hallan en las fronteras del sistema como de los que conforman sus bases de sustentación más integradas y aún privilegiadas (el amplio espectro de las clases medias, las que se empobrecieron o las que, si bien conservan aún ingresos considerables, han perdido la sensación de seguridad y la estabilidad laboral).

Entre el fin de los años ochenta y hasta mediados de los noventa, merced al aporte de fondos públicos, los MS se habían ido transformando de voceros de la protesta en movimientos asimilados a ONG, con programas específicos y propositivos, ajustados a la administración de proyectos en plazos determinados. Las movilizaciones pasaban a ser acciones sinérgicas de organización social para apoyar y participar en proyectos y programas de acción localizados y específicos: mujeres, jóvenes, adultos mayores, infantes, etc. Podemos decir que el militante tradicional se había ido transformando en un líder organizador de clientelas consumidoras de servicios que el Estado aún podía brindar (las “sobrevivencias” del Estado de Bienestar, sostenidas ahora contrayendo deuda con fondos de organismos internacionales como el Banco Mundial). Sin embargo, tras el “Tequila” de mediados de los años 90, y en especial con las crisis de la deuda externa (Argentina 2001), y por otro lado el surgimiento de movimientos sociales globales (MSG, expresados en los Foros Sociales a partir del año 2000), las movilizaciones populares resurgen con todo su dinamismo. Apoyadas y realimentadas ahora en las posibilidades que brindan las Tecnologías de la Información y la Comunicación (el mismo Foro Social Mundial representa una expresión privilegiada de la asociación entre los MS y las TIC en este nuevo milenio).

En principio se presentan diferentes perspectivas teóricas para abordar el análisis de los movimientos sociales. Podemos decir que desde una perspectiva sociológica tradicional, la noción de acción colectiva encuadra a los MS en relación con procesos sociales e históricos de un nivel macro social (las acciones colectivas tienen un objetivo –o un blanco– exterior, hacia el cual –o contra el cual– se dirigen las acciones). Sin renegar de la importancia de los análisis macro, considero que se pueden realizar mayores avances por medio de la investigación empírica de los MS si optamos por estudiar sus formas organizativas, sus representaciones sociales y el tipo de relaciones, negociaciones y discursos que establecen con sus contextos y con los actores sociales a los que interpelan. Por la forma en que plantean las reivindicaciones, sus concepciones sobre el poder, el Estado, las modalidades de realización de acciones sociales, las prácticas de discusión y toma de decisiones, etc., podría objetarse que este abordaje no parece aún suficientemente macrosocial, y que es más apropiado a las organizaciones fuertemente estructuradas de la era industrial que a las características flexibles y posmodernas de la “sociedad en red” contemporánea que plantea Castells. En este sentido, sostengo que se plantea la necesidad de un doble abordaje. Por un lado, la exigencia estratégica de estudiar los MS actuales como formas de acción colectiva que se construyen en función de las condiciones económicas, políticas y sociales críticas de este nuevo milenio. Este cuadro global externo es el que genera el contexto para la acción social de los MS (por ejemplo, la organización de los Foros mundiales y regionales). Una segunda perspectiva de análisis, complementaria a la anterior, consiste en comprender la emergencia de nuevas y diferentes formas de organización, surgidas de las actuales condiciones de existencia social y de la vida cotidiana. En otras palabras, además de observar las condiciones políticas y económicas externas y objetivas, se ha hecho indispensable conocer las condiciones internas de los mundos de la vida que generan el contexto psicosocial en que los individuos y los grupos cultivan sus entornos sociales y culturales.

Considero que se pueden definir seis dimensiones o ejes de análisis comunes y compartidos por todos los colectivos sociales: 1) sobre las técnicas y los conocimientos y prácticas instrumentales de acción; 2) las relaciones de poder instituidas (sus prácticas y sus dispositivos); 3) las acciones de resistencia y transformación (¿instituyentes?); 4) las formas de apropiación de tiempos y espacios; 5) la reconstrucción de los vínculos (familia, amor, amistad, instituciones de contención); y, finalmente, 6) el enorme universo de la cultura, la comunicación y las formas simbólicas.

Metodológicamente, las seis categorías se pueden considerar como variables teóricas, con dimensiones, indicadores y observables que en nuestros trabajos de campo se describen e interpretan por medio de un “Dispositivo de análisis” (al que he denominado de Socioanálisis; Vizer, 2004/2005). La hipótesis original establece que toda forma de organización social se (re)construye a sí misma como un sistema complejo sujeto a la (re)producción (cultivo) permanente de sus elementos y de la trama de relaciones de interdependencia mutua entre los individuos que constituyen la organización. «Los individuos y las poblaciones reconstruyen, modelan y cultivan sus propias ecologías (ecologías físicas, sus tiempos y espacios ambientales, sus entornos socioculturales, afectivos e imaginarios); reconstruyen –por medio del trabajo– su medio ambiente transformando la naturaleza, sus propias culturas, sus estructuras e instituciones sociales, sus tecnologías y sus vínculos» (Vizer, 2004).

Los movimientos sociales representan una forma específica e históricamente diferenciada de organización social surgida hacia fines del siglo XIX, como manifestación de sectores sociales fundamentalmente urbanos que han cobrado conciencia de hallarse sujetos a condiciones de vida no sólo injustas o restrictivas, sino además compartidas por un sector o grupo social identificable e identificado.

Podemos decir que los MS representan en principio la expresión dialéctica y manifiesta de la complejidad, la diversidad y la conflictividad social. Una forma de acción social que pretende justamente transformar las condiciones objetivas de su ambiente. Más que reconstruirlo por medio del trabajo condicionado al “sistema” o a las limitaciones de su mundo de la vida, busca formas de acción colectiva para modificar a ambos. Como se puede apreciar, los MS tienen como característica fundamental:

1) Desarrollar (prácticas y dispositivos instrumentales de acción); 2) a fin de transformar (las relaciones y las prácticas de poder instituidas: por ejemplo, en el gobierno, el sistema legal, las formas de propiedad, etc.); 3) por medio de la movilización (acciones de resistencia instituyentes); 4) apropiándose conflictivamente (de tiempos y espacios) públicos (cortes de rutas, toma de edificios y empresas cerradas, etc.); 5) motivados para cultivar (vínculos, instituciones de agrupamiento y contención), y 6) motivados e inspirados creativamente (por el enorme universo de la cultura, la comunicación y las formas simbólicas).

Las seis dimensiones que propongo pueden representar tanto a los procesos de reproducción de comunidades e instituciones estables, como a los movimientos que buscan su transformación. La articulación y la combinación de las diferentes categorías organizan y estructuran en los actores sociales la percepción, las creencias y las acciones sobre la realidad en diferentes órdenes: desde el mundo “real”, pasando por los procesos simbólicos y comunicativos, hasta movilizar los imaginarios de la vida social. Las luchas de los MS se desarrollan en las mentes y los cuerpos, pero fundamentalmente buscan intervenir en la formación de los universos de sentido de la sociedad y la cultura (creencias y mitos sobre la naturaleza, la sociedad, el sujeto, la cultura, y la técnica). La función del imaginario precisamente consiste en llenar los espacios y los tiempos de lo real y lo simbólico que aún se hallan vacíos de sentido, o bien cargados de un sentido negativo (la muerte, el futuro, las enfermedades). Las religiones, las utopías y los ideales se ocupan precisamente de «construir valor y sentido» (Vizer, 2003) en los espacios donde reina la incertidumbre. El viejo existencialismo sostenía que ante esos momentos de vacío, la conciencia de los límites nos obligaba a elegir, o sea que estamos condenados a la libertad.

A su vez, los procesos y los agentes sociales se constituyen mediante una doble faz de las prácticas sociales (a la que Giddens denomina «doble hermenéutica», 1991). La práctica en tanto acción social objetiva, y en segunda instancia, la práctica en tanto sentido de la acción, entendida como comunicación humana y social.

Desde la perspectiva de un análisis estrictamente sociocomunicacional, he propuesto tres funciones diferenciadas en los procesos discursivos y comunicacionales: una función referencial, una interreferencial y, por último, una función autoreferencial (Vizer, 1982). La primera como dispositivo de construcción discursiva de representaciones objetales (de qué se habla); la segunda como construcción de relaciones y vínculos entre actores sociales que se referencian mutuamente (cuando se habla, se habla con alguien, con un interlocutor que puede o no estar presente en la comunicación). Finalmente, la tercera como proceso de presentación del sí mismo en sociedad y como marcas de identidad –e identificación– de una organización y/o un movimiento en tanto sujeto y actor social (quién es el que habla; ya que el reconocimiento social implica la representación de un sujeto social). Las prácticas sociales se expresan entonces comunicacionalmente en tres dimensiones (funciones): a) como referenciación y construcción simbólica del mundo de los objetos (la dimensión del discurso que se refiere a la realidad exterior); b) como función de interreferenciación entre los agentes sociales. O sea, las modalidades de establecimiento de relaciones entre actores sociales (generalmente denominada interacción social). Y por último, c) una dimensión de autorreferencial de los propios agentes sociales, los modos, estilos y términos que emplean las organizaciones –o empleamos como individuos (consciente o inconscientemente)– para presentarnos ante los demás y ante el mundo (como las mujeres, los políticos y los artistas que se “producen” para construir una imagen pública de sí mismos).

Esta presentación (de un individuo, de una comunidad, una institución o un movimiento social en tanto agente) ante los Otros va generando las marcas de la representación social que identifica al agente como un actor social diferenciado. Las instituciones, las empresas, los partidos políticos, los deportistas y los artistas, las ONG, y los movimientos sociales… todos buscan de forma deliberada generar y sostener una imagen pública que los represente y los sostenga. Es una lucha encarnizada y permanente por la construcción de un capital propio, dentro del universo –simbólico– de la sociedad. Los medios de comunicación se presentan así como las nuevas fuerzas productivas de los escenarios simbólicos, a las que casi todos los actores sociales desearían acceder. En el caso de actores sociales con grandes capitales económicos o políticos, el deseo/interés se materializa en estrategias, negociaciones, o adquisiciones de medios de forma exclusiva. Sin embargo, la historia nos enseña una interesante paradoja: los tres órdenes no se suman, y muchas veces ni siquiera se potencian entre ellos, ya que la sociedad tiende a desconfiar de cualquier monopolio (ya sea económico, político o simbólico cultural).

En las investigaciones que realiza Jairo Ferreira de la universidad Unisinos en Rio Grande do Sul sobre los discursos de las ONG, al correlacionar las seis funciones anteriormente descritas con los capitales políticos, económicos y culturales de aquéllas, se hallan interesantes correlaciones entre la “misión y los fines” de una ONG con una o más de las seis funciones. Por ejemplo, entre los objetivos de organizaciones dedicadas a la ecología y la construcción de un discurso que responde a las características de enunciados instrumentales articulados hacia la gestión, el control, la información, la formación de recursos naturales y humanos (la primera función o eje: desarrollar prácticas instrumentales de acción). Entre las ONG dedicadas al tema género, el eje central del discurso se manifiesta en enunciados basados en valores y normas, después en la acción política y los vínculos. Se asocian así a los ejes 2,3 y 5: «transformar las relaciones de poder instituidas, el gobierno, el sistema legal […] por medio de la movilización y acciones de resistencia instituyentes […] motivados para cultivar vínculos, instituciones de agrupamiento y contención» (de la mujer). Otro ejemplo se halla en los discursos de las ONG que se dedican a la promoción de la salud y prevención del sida. En estas ONG, los enunciados también se asocian en primer lugar a normas y valores, y en segunda instancia a enunciados para la acción instrumental, la promoción de vínculos y temas culturales e ideológicos.

A primera vista puede parecer una obviedad; sin embargo, las correlaciones generalmente son múltiples (positivas o negativas), y esto abre el camino para la investigación en profundidad de los valores y las modalidades organizacionales de las ONG y de los movimientos sociales, así como de los públicos a los que interpelan. En la investigación de Ferreira (asociada a la investigación de mi equipo en la Universidad de Buenos Aires), se busca también una correlación con diferentes capitales sociales (siguiendo a Bourdieu), y entre las condiciones exógenas y las endógenas de las ONG y la producción de sus discursos. Para entender la complejidad de las relaciones que entretejen a los movimientos sociales con sus contextos políticos, sociales y culturales, hace falta no sólo incluir en el análisis de sus acciones las palabras y los escritos, sino también la sutileza y la amplitud de los procesos simbólicos en que desarrollan sus luchas y sus negociaciones internas y externas.

Concibo a la comunicación en tanto proceso de construcción de sentido y de valor. Parto de la hipótesis de que debemos considerar estratégico estudiar las relaciones de sentido que se construyen como formas de apropiación simbólica del mundo (como un cultivo que promueve la generación de valores sociales). Los procesos de información y de comunicación se conciben como dispositivos culturales (cualquier clase de lenguajes, imágenes, símbolos y hasta normas de acción social) a los cuales los agentes sociales recurren para construir y cultivar contextos y ambientes con relaciones previsibles y estables. Los procesos de socialización y adaptación ecológica de la experiencia en nuestras sociedades complejas y plagadas de incertidumbre requieren desarrollar las competencias para manejarnos en los diversos dominios instituidos –e instituyentes– de la realidad (aunque sea una perogrullada, se debe aclarar que en el mundo real no existe una diferencia entre instituido e instituyente, sin embargo es útil aprehender el sentido simbólicamente diferenciado que adquieren estos procesos para los actores sociales). Este trabajo experiencial (este cultivo) les permite reproducir permanentemente los mundos de la vida. Dominios de realidad que los agentes sociales vivencian como una auténtica ecología. Una ecología –o bien topología– material del mundo físico en relación con el propio cuerpo (nuestra experiencia de la percepción del mundo que nos rodea es holística); una ecología social (sentido de pertenencia e identificación con colectivos sociales: pueblo, clase, patria, etnia, o aun multitud); una ecología “afectiva” de familia, amigos, grupos, religión y hermanos en la fe, etc. Además, nuestros mundos de la vida también se configuran en una ecología simbólica de las formas culturales (arquitectura, expresiones artísticas y culturales, lenguajes y códigos, etc.).

Considero la comunicación como la manifestación simbólica y cargada de sentido, a través de la cual una comunidad construye culturalmente su ecología social. Un cultivo ambiental, un entorno que los propios hombres generan (cultivan) a través de diferentes formas de aprendizaje, de trabajo o de lucha, produciendo los recursos necesarios para el colectivo social. Los agentes sociales se ponen en acción por medio de dispositivos culturales aprendidos y reconstruidos permanentemente. Proceso que implica a la vez un trabajo de estructuración sobre el espacio y el tiempo: trabajo físico y también social, cultural-simbólico e imaginario. Las sociedades y sus organizaciones construyen dispositivos, que se instituyen como estructuras de un sistema a fin de ocupar, desarrollar y distribuir “racionalmente” los múltiples espacios y tiempos que les aseguren el acceso a los recursos para su supervivencia: prácticas instrumentales; normas, valores y rutinas formales e informales; estilos de vinculación y asociación social; organización espacial y temporal de sus “ambientes”; dimensiones culturales, simbólicas e imaginarias.

En conclusión, en nuestras investigaciones estamos replicando un marco conceptual de análisis que promueve la construcción y refinamiento de teoría y práctica sobre diferentes dimensiones o categorías asociadas a los procesos de formación y de transformación de colectivos sociales: en las relaciones formales e informales; en los vínculos primarios (las redes de contención de los individuos); las actividades instrumentales (técnica, trabajo); la apropiación y distribución tanto pública como privada de los espacios y los tiempos, y, finalmente, la movilización para la apropiación de los recursos simbólicos y culturales que acompañan a los procesos de resistencia social. Por último, intentamos entender el rol estratégico que las nuevas tecnologías desempeñan en este brave new world que nos toca vivir.

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Artículo extraído del nº 71 de la revista en papel Telos

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