La posición del español es prometedora vista desde todas las perspectivas de interrelación entre lengua y economía, dos factores que pueden generar un círculo virtuoso entre sí, que este Cuaderno Central revisa sistemáticamente.
Lengua y economía se interrelacionan y potencian recíprocamente. La lengua facilita múltiples facetas de la actividad económica, y son el desarrollo y la capacidad creativa de ésta el mejor soporte de la expansión de aquélla. El estudio del valor económico de la lengua no hace sino profundizar analíticamente en esa fecunda correspondencia mutua, que ya Adam Smith apuntó.
Tres fenómenos agrandan en nuestro tiempo la dimensión económica de la lengua. Son bien conocidos. El primero es la avanzada internacionalización de los mercados y de los procesos productivos, con una amplitud y una profundidad que no habían tenido las precedentes fases históricas de globalización. El segundo es la mayor demanda de productos culturales, en rápido aumento conforme lo hace la renta en los países desarrollados. El tercero, pero ciertamente no menos decisivo, el despliegue de la sociedad del conocimiento, donde es crucial «lo que se sabe y cómo se trasmite lo que se sabe»: desde la perspectiva económica, el tema no ofrece dudas, pues cabría decir, remedando la terminología extraída precisamente de la informática pieza clave, a su vez, de las revolucionarias novedades en el ámbito del avance, el almacenamiento y la transmisión del saber, que al igual que el software se configura y expresa al modo de un lenguaje, también la lengua define y articula buena parte de los factores intangibles del crecimiento que ocupan hoy el lugar central de la reflexión económica y de la actividad mercantil.
Tres son también las funciones económicas que la lengua con muchas de las características propias de un bien público cumple con renovado impulso en ese contexto. Una, la lengua como mercado, esto es, la dimensión empresarial de la enseñanza del idioma. Otra, la lengua como soporte de la creación intelectual y artística, es decir, de las industrias culturales. Y otra, en fin, la lengua como reductora de los costes de transacción en tanto que medio de comunicación compartido entre las partes, al agilizar las tareas de identificación y de negociación de las condiciones del intercambio, y al propiciar entornos de afinidad en los mercados externos.
Y bien, la posición actual del español es ciertamente prometedora en todos esos sentidos. Aglutinando a una de las pocas comunidades lingüísticas multinacionales que existen en un planeta con más de 6.000 lenguas, es ya la segunda que sirve de comunicación internacional, con cerca de 450 millones de hablantes en más de veinte países, y su demanda crece con fuerza: seis millones de personas lo estudian en Estados Unidos, donde ha desplazado al francés como segunda lengua y donde el bilingüismo en inglés y español se recompensa cada vez mejor en mayor número de medios profesionales; otros 11 lo harán no tardando mucho en Brasil; en Europa es también ya más solicitado que el alemán, el ruso o el italiano; y en China en la otra orilla del océano que baña un costado de Iberoamérica se están multiplicando rápidamente sus requerimientos, todo lo cual quiere decir que su enseñanza constituye un floreciente negocio.
Es, a su vez, materia prima de unas pujantes industrias culturales, con la editorial y la discográfica a la cabeza, y savia de un expansivo sector de las telecomunicaciones, así como de plurales servicios económicos. En fin, su dominio ayuda a la inserción laboral y la integración social de millones de inmigrantes, impulsando los intercambios comerciales y la actividad empresarial multinacional en toda una vasta región intercontinental, como pueden testimoniar las firmas españolas con presencia en América.
El español goza, pues, de buena salud. Una doble circunstancia agranda ahora, además, sus posibilidades de convertirse en lengua global, acaso en segunda lengua franca del tiempo que viene. De un lado, la excelente labor de homogeneización ortográfica, fonética y sintáctica que están realizando las Academias de la Lengua Española, veintidós en total, haciendo suyo el sabio consejo de Dámaso Alonso: «Renunciar a la pureza a favor de la unidad» de una lengua con múltiples focos creativos acá y allá. De otro, la no poco excepcional situación que atraviesan las economías del condominio del español, pues, junto al alargado ciclo expansivo que España está conociendo, sobresale la afortunada combinación que para buena parte de los países iberoamericanos suponen los altos flujos de inversión exterior, las abultadas remesas de la emigración y, no en último lugar, desde luego, la fortísima demanda y los altos precios de materias primas, de la soja al petróleo y del gas al cobre o al zinc, con el resultado final del mejor cuadro macroeconómico de la región desde hace un cuarto de siglo.
La interrelación enunciada al abrir estas líneas puede así generar un deseable círculo virtuoso para el conjunto de países que comparte el activo cervantino por excelencia: lengua policéntrica pero homogénea, el español potencia la actividad productiva y mercantil de economías progresivamente abiertas, internacionalizadas y con muy notables ritmos de crecimiento, y esta fortaleza económica, si consigue durar lo que exigirá avances en productividad y marcos institucionales solventes, constituirá la mejor justificación y garantía de la lengua que contribuye a hacerla posible. No hay mejor apoyo para una lengua, en suma, que el vigor de la economía y el prestigio de la sociedad que la sostienen.
El buen producto que es el español cotizará al alza con mayor vigor en el mercado global si las economías que lo sustentan se hacen más competitivas y más sólidas nuestras democracias. Así lo ilustran, desde diversas perspectivas, los trabajos contenidos en las páginas que siguen.
Artículo extraído del nº 71 de la revista en papel Telos
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