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El valor de la lengua como capital social


Por José Antonio AlonsoJuan Carlos Jiménez

La lengua, con sus rasgos de bien público de club, sus costes y beneficios, tiene sin duda un alto valor. Pero el valor macroeconómico del español no es tan fácil de medir y exige un amplio trabajo de investigación.

La lengua, software de comunicación

La lengua puede ser considerada como la tecnología social –software– de comunicación más antigua de la humanidad: de hecho, es fundamentalmente –aunque no sólo– una herramienta, una destreza comunicativa que permite el intercambio –algo ya intuido por Adam Smith en las páginas iniciales de su Riqueza de las naciones– y da acceso al disfrute de bienes y de servicios. Pero no hay que olvidar que la lengua, aunque a veces apoyada en soportes físicos (como puede ser un libro o un disco compacto), tiene una naturaleza esencialmente intangible que dificulta, en todo caso, su valoración desde un punto de vista material y contable. Y, por otro lado, es indudable que la lengua, en su condición de gran “tecnología social de comunicación”, cumple una función esencial en el desarrollo otro factor de crecimiento en boga, pero muy difícil de medir, como es el capital social de una colectividad.

La Economía de la lengua, nacida a partir del decenio de 1960 en respuesta a esa percibida importancia de una lengua común desde el punto de vista económico, además de ser una disciplina joven, se ajusta a los calificativos de dispersa –por sus muchos focos de atención–, fronteriza –en relación con los enfoques convencionales de la ciencia económica– y mestiza –en tanto que multi e interdisciplinar–. Como ha sabido observar François Grin (1996), uno de sus más destacados cultivadores: «Los economistas preocupados por la lengua son pocos y alejados entre sí, y afrontan una ardua batalla contra la división académica del trabajo [en Economía]».

La literatura sobre estos temas encaja, por lo común, en alguno de estos seis temas, también enumerados por Grin (2001): a) la importancia de la lengua como un elemento definitorio de ciertos procesos económicos como la producción, el consumo o la distribución; b) la importancia de la lengua como un elemento del capital humano, en cuya adquisición los individuos pueden tener buenas razones para invertir; c) la enseñanza de la lengua como una inversión social que rinde beneficios netos (relacionados o no con el mercado); d) las implicaciones económicas (en términos de costes y de beneficios) de las políticas lingüísticas (estén, de nuevo, relacionados o no con el mercado esos costes y beneficios); e) la desigualdad de ingresos basada en la lengua, particularmente a través de una discriminación salarial en contra de grupos definidos por sus atributos lingüísticos; y f), los trabajos relacionados con la lengua (enseñanza, traducción, interpretación…) como sector económico.

En cualquier caso, a la pregunta de cuánto vale una lengua, un idioma compartido por una colectividad determinada, suele dársele una respuesta más micro que macroeconómica: el diferencial de ingresos que permite alcanzar en el mercado de trabajo a quienes tienen la capacidad de usarla (en uno de los ejemplos más típicos, lo que aumenta el salario medio de un hispano en Estados Unidos el conocer, además de su lengua materna, el inglés). Pero el valor macroeconómico de una lengua no es una mera suma de valoraciones individuales, de valores de cambio en el ámbito laboral. Las habilidades lingüísticas de los habitantes de un país, como parte de su capital humano, está claro que tienen un valor conjunto.

Hay, sin embargo, otras muchas facetas de ese valor económico –incluso sin entrar a considerar aquí el siempre menos cuantificable valor identitario de una lengua para algunas comunidades– que no se monetizan en el mercado de trabajo y que contribuyen a aumentar la renta nacional de un país. La lengua común puede ser, así, un estímulo tanto para el comercio que amplía las dimensiones del mercado interno como para las inversiones internacionales que procuran mayores rentabilidades al capital; puede serlo para reducir tanto la “distancia psicológica” –en el sentido de la Escuela sueca de Uppsala– que lleva a internacionalizarse a las empresas como sus propios costes operativos; o puede servir de “efecto llamada”, y luego de factor integrador, para movimientos migratorios que amplían la dotación factorial de los países de acogida y, merced a las remesas, pueden tener también positivos efectos sobre los de salida.

En efecto, la lengua –y tanto más cuanto más hablantes tiene– es generadora de efectos externos (externalidades), en su gran mayoría positivos, de múltiple carácter y, en general, difícil medida y valoración. La lengua, en su papel de tecnología social de comunicación, es una herramienta libremente utilizable, aunque el acceso a su conocimiento comporta un coste, que aparece asociado a su aprendizaje. Ahora bien, una vez que se accede a su conocimiento genera un beneficio que es tanto mayor cuantos más sean los que están en condiciones de hablar y compartir esa lengua. De modo que estas externalidades, que lo son además de red, confieren a ese bien complejo que es la lengua el carácter de bien público “de club”. Conceptualización esencial para indagar en la cuestión del valor de la lengua, y sobre la que aquí es preciso detenerse como clave en cualquier análisis que quiera hacerse sobre la cuestión.

La lengua como bien de club

De acuerdo con los rasgos señalados, la lengua tiene rasgos parciales de bien público de club. En primer lugar, porque es un bien no rival en su consumo: el hecho de que un agente domine un idioma no comporta coste alguno para el disfrute que de similar dominio pueda hacer otro agente. Cabría decir que el coste marginal de la incorporación de un nuevo hablante a una lengua es virtualmente cero: una expresión clara de esta ausencia de rivalidad.

Si bien es no rival en su consumo (o uso), la lengua tiene, sin embargo, un cierto elemento de exclusión: no se pueden disfrutar de los beneficios de una lengua a menos que se la conozca y domine. No obstante, acceder a ese dominio comporta un coste de aprendizaje que se expresa en tiempo y, con frecuencia, en recursos invertidos. Hay, pues, una barrera que es necesario superar para formar parte de un determinado club lingüístico. Ahora bien, una vez superado ese coste de acceso, se está en condiciones de disfrutar del conjunto de los beneficios posibles que proporciona el uso de la lengua, sin restricción alguna.

Este es el rasgo que justamente caracteriza a un bien de club: sólo logran disfrutar del bien aquellos que están dispuestos a sufragar el acceso al club. En este caso la dimensión del club vendría dada por la frontera de la comunidad efectiva de los hablantes de la lengua que se esté considerando. Es frecuente que los bienes de club padezcan economías de congestión: esto es, cuanto más acceden al bien, menor es el beneficio que derivan de su consumo. Esto es lo que explica que se trate de limitar el acceso a través del establecimiento de barreras de entrada. Sin embargo, como bien de club a la lengua caracteriza otro rasgo relevante y relativamente singular: disfruta de economías de adopción (o de red). Es decir, los servicios que la lengua presta son tanto mayores cuanto amplio es el colectivo de quienes están en condiciones de usarla.

De semejante aspecto se deriva una consecuencia importante: en el caso de una lengua no existen razones para limitar el tamaño de la comunidad lingüística. Y, al contrario, es frecuente que se hagan esfuerzos públicos –el Instituto Cervantes es un ejemplo– por ampliar el número de los que pertenecen a un condominio lingüístico.

Costes y beneficios de la pertenencia al club

La pertenencia a un club lingüístico genera costes y beneficios que deben ser considerados. El primero de los beneficios se asocia a la reducción de costes de transacción que se deriva del recurso a una lengua compartida por parte de los agentes de una relación. El recurso a un mismo idioma permite una mayor disponibilidad de recursos expresivos, enriquece la capacidad comunicativa y facilita entendimiento. Adicionalmente, la pertenencia a una misma comunidad lingüística suele llevar aparejado el recurso a elementos referenciales e idiosincrásicos, que no sólo contribuyen al entendimiento, sino también facilitan la generación de un clima de mayor confianza y cercanía entre las partes.

Además de un elemento de comunicación, el idioma constituye uno de los referentes de identidad de un colectivo social; y, por lo mismo, se conforma como un elemento de socialización y un factor de integración en una determinada comunidad social. Una experiencia que aprenden los inmigrantes que proceden de otras comunidades lingüísticas. Ese mismo aspecto es posible considerarlo desde otra perspectiva: los elementos de identidad constituyen intangibles que connotan todas aquellas realizaciones que caracterizan a una comunidad. En ese sentido, la lengua es tributaria y portadora de la “imagen país” de aquella comunidad con la que se asocia la lengua. El valor del inglés no deriva sólo de su uso comunicativo, sino también del vigor y riqueza, tanto económica como cultural, de la comunidad que lo habla.

Por último, un tercer beneficio de una lengua es el que se deriva de constituirse en soporte de la creación intelectual y artística. La lengua como materia prima de la creación, que da soporte a una muy amplia colección de industrias y actividades. Además, si la lengua aporta uno de los más importantes sustratos sobre los que erigir las producciones del pensamiento y la creación, a su vez, esas mismas producciones desarrollan la lengua y le otorgan valor a escala internacional.

Ahora bien, la pertenencia a un determinado club lingüístico también comporta costes. El primero y más evidente es el asociado al acceso al uso de la lengua. Un coste sobre el que se ha erigido una industria de enseñanza de idiomas, que llega a tener importancia notable en los casos de Irlanda o el Reino Unido.

El segundo coste es el que tiene relación con la organización del club: un concepto que no resulta evidente, pero que existe. Cuanto mayor sea la extensión de un idioma, más vulnerable resulta a la presencia de localismos o al despliegue de variedades dialectales diversas: lo que justifica que se haga un esfuerzo mayor por mantener los elementos de unidad y de cohesión del conjunto. Una experiencia que conoce la Real Academia Española, y que refleja en su más reciente empresa del Diccionario panhispánico de dudas.

Por último, el tercer tipo de costes es el que se relaciona con la exclusividad. La pertenencia a un club lingüístico amplio puede constituir un factor retardatario para que el agente se sienta estimulado a asumir los costes de acceso a otras comunidades lingüísticas. En la medida en que se considere que la pertenencia simultánea a diversas comunidades lingüísticas constituye un valor en sí mismo, este desestímulo que aparece asociado a los clubes poderosos y extendidos debería contemplarse como un coste.

La lengua, ¿renta absoluta o renta diferencial?

Cabe preguntarse, llegados a este punto, si el valor de la lengua es mensurable en términos de renta “absoluta”, o bien de renta “diferencial”. Sigamos para ello el ejemplo clásico de Ricardo: ¿Es el valor de dos minas –dos lenguas– el resultado de cubicar –y pesar– lo que cabe en ellas, ya sean toneladas de mineral o bienes y servicios que incorporan lengua? ¿O tendrá que ver también con su proximidad al mercado, en un caso, y con su amplitud y difusión, por ejemplo, en el otro? Pues bien, lo que se ha hecho hasta ahora en España tiene más que ver con lo primero que con lo segundo.

El trabajo que dirigiera Ángel Martín Municio (2003) sobre El valor económico de la lengua española es, en efecto, el resultado de “cubicar” lo que supone, directa o indirectamente, la lengua dentro de la principal de nuestras macromagnitudes económicas, el producto interior bruto (PIB). Con criterios sujetos a siempre discutibles interpretaciones, pero que, con las cuentas nacionales en la mano, condujeron a sus autores a un resultado verdaderamente redondo: la lengua suponía el 15 por ciento del PIB español. No es el menor de los problemas que bajo el rótulo de “lengua” no se aquilatase lo que era, en realidad, sólo español, ni tampoco –de esto fueron también muy conscientes sus autores– que los coeficientes de lengua, es decir, la proporción en que los bienes y servicios de las distintas ramas estaban vinculados a ésta, contuvieran elementos de inevitable arbitrariedad. Quizá lo más insatisfactorio es que daban una medida del valor de la lengua que, siendo muy meritoria, nos dice en realidad muy poco del valor del español en sí. Porque el español vale en tanto que lengua de relación de dimensión universal, la de más de cuatrocientos millones de hablantes; una potencia demográfica –y de capacidad de compra– que multiplica la propia potencia económica del idioma común.

De esto ha dado cumplida muestra la internacionalización de las empresas españolas en la década pasada; o la intensidad de unos flujos migratorios cuya dirección, hoy, como en el pasado, aunque haya cambiado su sentido, no se entiende sin la variable lengua; o de unas relaciones comerciales que, dentro del subcontinente americano, tienen en ella un aliado de la proximidad física, o, fuera de él, como sucede con España e Iberoamérica, se intensifican también gracias a la lengua compartida. Cuánto vale todo esto es, por supuesto, más difícil de responder.

Referencias bibliográficas

ALONSO, J. A.: Naturaleza económica de la lengua, documentos de trabajo del ICEI-Fundación Telefónica, 2006.

GRIN, F.: «Economic Approaches to Language and Language Planning: an Introduction», International Journal of the Sociology of language, núm. 121, 1996.

——-: «English as Economic Value: Facts and Fallacies», World Englishes, núm. 20, 2001.

JIMÉNEZ, J. C.: La Economía de la lengua: una visión de conjunto, Documentos de Trabaj0 del ICEI-Fundación Telefónica, 2006.

MARTÍN MUNICIO, A. (dir.) et al.: El valor económico de la lengua española, Espasa Calpe, Madrid (con Antoni Espasa, Javier Girón y Daniel Peña como coordinadores), 2003.

Artículo extraído del nº 71 de la revista en papel Telos

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