A
Argamasa étnica


Por Nélida Piñón

Nuestras exclamaciones son latinas e ibéricas, integran nuestro ser y el misterio que lo cerca, somos múltiples, dispersos y mestizos. Para nuestra suerte fuimos visigodos, íberos, celtas, griegos, romanos, árabes… antes de ser iberoamericanos. Fuimos mediterráneos antes de ser atlánticos, antes de haber cruzado las columnas de Hércules, antes incluso de que las naves portuguesas y españolas se despidieran de Sagres, del Tajo y de Sevilla al encuentro de la infinita línea del horizonte que amenazaba con devorar a los indómitos navegantes.

La historia del continente nos induce a rastrear en cada uno de nosotros, crasos, fenicios, godos, cartagineses, semíticos… una argamasa étnica tan compleja que nos lleva a indagar sobre qué pueblo se ausentó de nuestra formación; qué nos faltó para ser de hecho latinoamericanos e iberoamericanos, hijos de ese universo.

Nos asombra que de esta fermentación, de ese “voltaísmo” fáustico, emergen hechos y quimeras con las cuales podamos evaluar hoy nuestra psique y nuestras estéticas. Somos, ciertamente, hijos de la latinidad con la precedencia del friccionante encuentro entre cuerpos bárbaros y civilizados. Nuestros intersticios anímicos son sobre productos primitivos de intensa fabulación, resultante de culturas engendradas a la orilla del mediterráneo y que, mientras trababan la batalla entre vida y muerte, tejían la policromía luminosa de la poesía.

Anclados en ese continente, latinoamericano en nuestro caso, somos tantos y todos al mismo tiempo; polisémicos y solitarios, unos y fragmentados, nos favorece un mestizaje original del caos de la sangre y de la memoria. Acomodados en el festín humano, cuestionamos entonces quién podría relatar la historia de las venas, de la pasión, explicarnos los ingredientes con los que se forjan indistintamente hijos y naciones.

Habiendo heredado el espíritu depredador de los que atravesaron el Atlántico, ambicionamos la suntuosa carne ajena; y en la condición de mestizos, nuestra seriedad es voluble, nuestras peripecias… incontables. Construimos metáforas que nos permiten frecuentar el teatro humano, como hijos de todas las navegaciones de los traslados europeos, africanos y orientales, nos tornamos a edos homéricos, chamanes africanos, amantes autóctonos; y a causa de la cultura y de las señas de identidad, oriundos de un puente en común, donde se inscribe el nombre de la América.

Mencionamos con desenvoltura los nombres de Sócrates, de Ovidio, de Virgilio…

A través de algún lugar del cuerpo iberoamericano se resguarda el recuerdo inmortal de los pueblos errantes, traicioneros, compulsivos, señores y esclavos que, al lanzarse a las tierras ignotas, al Mare Nostrum y a los Pirineos, llegan a un futuro que somos nosotros.

Herederos de tan peregrina aventura, sufrimos el peso de la conquista y de la ruina, de la modernidad que, uncida a la antigüedad, nos impone la clave y el enigma del conocimiento. Y aunque tenidos como ingratos en relación a los hechos históricos, aun así somos pastores de la memoria, poetas que fertilizan el presente, cual genuino repertorio, que venimos construyendo desde hace cinco siglos.

Los pormenores del traslado ibérico hasta América son turbadores, el camino de las estrellas, que corresponde a las vías secretas del corazón humano, indica precariamente los trazos de las constelaciones que pretenden revelar la génesis continental. He aquí pues una iberoamericana que, perseguida por la desfachatez utópica originaria de los europeos, renegó del ideario metafísico, veladamente maldijo los ejercicios espirituales y violó la senda de la santidad, bajo la práctica de la lujuria, de la cual creó su propio mestizaje y se liberó del camino alienante que intimida tantas veces a los herederos directos de la utopía.

Como consecuencia, la figura americana que se destaca en nuestro horizonte antropológico no es utópica. Ese perfil, al contrario, recibe de una ideología que revele su substrato, su pecado original, mientras niega principios que los descubridores consagraron en su afán expansionista.

No es verdad que la consagración de la utopía es incómoda, que su existencia diaria nos aparta de la realidad que el continente iberoamericano construye en medio de conflictos y ambivalencias; pues si nacimos de la contrarreforma, de utopías otrora lacerantes, ¿por qué deshacer los nudos que nos prenden al imaginario americano? ¿Por qué reducir los riesgos de una actuación social, quizás desastrosa, en todo modelo que no es nuestro? ¿Por qué cancelar la inversión en nuestros modelos autóctonos, desconsiderando así la permanente dualidad existente, por ejemplo, del espíritu Inca?, un imperio, otrora, tan evolucionado, que creó una categoría social, cuyos miembros, los amantes, se dedicaban exclusivamente a cultivar la memoria, ya que olvidar, para ellos, equivalía a una sentencia de muerte.

Ahí nosotros somos, sin duda, una verdad latina y una consigna griega, vertientes imperiales que, llegadas a América, en compañía de otros contingentes étnicos y culturales, nos impulsan a vivir con negligencia el asombro humano, como si no nos fuese dado de antemano el alterar una situación destinada a un desenlace imprevisible. O responder por culturas que, eventualmente, insisten aún en hablar por nuestra boca, por nuestro corazón, por nuestros genitales.

Pero no sería tal competición, un simple pretexto para hacernos históricamente distraídos, indisciplinados, caóticos, con escaso aprecio por la ley magna, indiferentes a la res pública. Un comportamiento que se perpetuó en el inconsciente colectivo iberoamericano a partir, y por qué no, de aquellos visigodos reconocidamente incompetentes e ineficaces, motivo por el que, tal vez ahora, la causa pública mereciera de parte de Isidoro de Sevilla una severa recriminación.

Ese obispo que, tenido por muchos como el primer español cosmopolita, ya en el siglo VI, comprendió la perniciosa asociación existente entre el poder y el clero; devoto de la ley romana, vio en ella el camino del porvenir democrático. Nada tenía más fuerza que la ley para salvar a los hombres. Pregonaba entonces la separación de las esferas religiosas y políticas; incitando con tal postura a aquella sociedad incipiente a revelarse contra los poderes abusivamente constituidos.

Oriundos así nosotros de castas monoteístas o panteístas, hace mucho que aprendimos que la cultura en la que estamos afincados traduce la manera particular en que nos relacionamos con el mundo y con nosotros mismos; interroga en qué circunstancias el pensamiento y la acción, la alegría y el pesar, la compasión y la miseria, el enigma y el juego de la luz abandonan los límites de la propia historia, para sembrar en direcciones contrarias nociones reales de la vida y de la discordia. Establece un combate impuesto con las fuerzas provenientes de la realidad mestiza en falsa oposición a la cultura heredada. Un movimiento pendular que cuestiona la propia universalidad y la expectativa de ser legítimamente universal.

Esta América ibérica de la que somos parte está rodeada de marcas iconográficas, algunas impuestas. Otras, naturalmente asimiladas, son, sin embargo, representaciones de nuestra realidad. Dicen quiénes somos, confieren dimensión enigmática a nuestra manera de ser, de amar, de rugir, de resguardarnos tras las máscaras de los estereotipos y los clichés.

En cualquier recodo del continente iberoamericano rodeado por el Atlántico y el Pacífico, el Mediterráneo está simbólicamente presente. Persiste la influencia de este mar que esbozó la índole de nuestro ser, moldeó el genio latino e ibérico y marcó nuestros fundamentos civilizadores. La presencia de aquellos ibéricos, apegados al paisaje, a lo cotidiano, nos transmitió un acerado individualismo.

Representados hoy por Portugal y España, todos universales, los íberos conquistaron la península hace tres mil años y situaron la punta extrema de Europa Occidental, desde cuya atalaya habrán soñado recorrer, mucho antes de que sus naves dominaran los mares, las orillas de una América destinada a ser un día descubierta. Junto con los celtas, venidos del norte, los íberos convirtieron aquella región en un cambio civilizador esencial, feliz confluencia étnica que consolidó entre ellos el amor a la soledad, la iconoclastia, el respeto a la ley, la imaginación exaltada, la atracción por la magia

Ejemplo de esta actitud, para el arte, es la Dama de Elche, pequeña escultura de ojos estrechos y seductores, oriunda, tal vez, del siglo II, deslumbrante prototipo del genio creativo ibérico, una figura femenina cuya belleza perturba la mirada contemporánea.

También los romanos integran este repertorio, aportan ley, lengua, la filosofía, también venida de los griegos. Íberos y romanos se tornan inseparables, aunque a pesar del poder de la antigua Roma, ciertas zonas ibéricas se resistieron vigorosamente en el pasado a la dominación del Imperio, se libraron de tales influencias.

Pese a la fascinante hipótesis, la cultura ibérica, como la conocemos hoy, se reparte entre el individualismo ibérico, el estoicismo romano, las filigranas árabes y la teología judaica; culturas todas de las que somos depositarios, llegándonos a preguntar a quién debemos el magnífico poder de América Latina de narrar, de captar la realidad por medio de la invención. Acaso se lo debemos a Cristóbal Colón, que con su diario inauguró entre nosotros, la práctica de aprender los secretos y dictámenes de lo cotidiano del nuevo continente; aquel navegante que con meticulosa escritura transcribió los sinsabores de su aventura, primero por medio de los sueños, de las líneas torpes de los mapas, hasta finalmente darle vida.

Portador de peculiaridades ibéricas que encarnaban obediencia a la corona española, Colón registró, a lo largo de incierta narrativa, toda clase de sinsabores que acometieron los españoles desde la salida de Sevilla, un expediente verbal que, adoptado por sus sucesores, va a generar una portentosa narrativa, a partir de la cual, la escritura de una carta de insubordinación de identidad, sólo por el hecho de lidiar con lo que pertenecía a la categoría de lo nuevo, bajo el primado de la palabra, portugueses y españoles tocaron el corazón de las Américas, mediante diarios, cartas y, sobre todo, crónicas.

Ya con barniz de ficción, reforzaron las excelencias y las miserias del continente, aprendiendo a puntear aquella epopeya con las marcas de la audacia y de la singularidad, abordaje que, por ser lento y penoso, apelaba a la fabulación como pretexto para acercarse a un paisaje que requería un lenguaje singular, ya que el simple ejercicio de juntar palabras y de representar la soledad americana confirmaba la morosa atracción sentida por el verbo fugitivo y hechizante.

Pero no fueron los ibéricos los únicos en exagerar la realidad de la trascendental experiencia que vivieron. Otros como ellos llamaron a la puerta de los enigmas comprendidos en América, engendrando para ellos emociones similares a las vividas en la península ibérica.

Guamán Poma de Ayala, noble inca del siglo XVI, corresponde a este acierto, ungido a la regla de la invención, él incorpora su relato a las huellas ibéricas, construyendo así, una de las primeras visiones mestizas de América. En su interminable carta, escrita a Felipe II de España, escrita a lo largo de treinta años, y que por cierto, jamás llegó hasta el ilustre Habsburgo, este inca registra la conmovedora y lúgubre melancolía de su pueblo abatido; la misma tristeza que, siglos después, impregnará a grandes intérpretes de tal linaje espiritual, escritores que heredan ese mestizaje inaugural, como por ejemplo José María Arguedas en Perú.

En su documento, Guamán expresa la misma confianza que aflora más tarde en ciertos textos literarios latinoamericanos. Cómo bajo el yugo de los dominadores, él quiere liberarse del sentimiento de pérdida, aspira a controlar su angustia, mediante la pasión que emana de la poderosa escritura de su alma; se guarda el derecho de narrar, de confiar en los efectos persuasivos de la palabra escrita, a llenar centenares de páginas que, por más de trescientos años, circularon a la deriva por Europa hasta ser localizados. Guamán reconoce la justicia de su pleito, y, aunque sepa que es inevitable aliarse a la cultura implantada por los ibéricos, ya por entonces su pueblo dispersándose en la sangre invasora, el inca no renuncia al cetro de la memoria de su raza.

Dicho estado de espíritu, que reforzó el mestizaje latinoamericano, evoca otra especie de melancolía; la portuguesa, que extendió por Europa, gracias a las brillantes alianzas matrimoniales que Portugal desarrolló desde el medioevo; maniobras estas, tan exitosas, que generaron la creencia histórica de que Portugal había inoculado la sangre de la nobleza europea con ese sutil trazo poético del temperamento humano, que es la melancolía. Además Felipe II, dueño de una naturaleza taciturna, había heredado tal característica de la familia materna, de la reina Isabel, la princesa portuguesa que contrajo matrimonio con Carlos I de España y más tarde Carlos V del Sacro Imperio, padre de Felipe.

Conviene mencionar la figura de don Sebastián, heredero portugués cuya muerte sumerge al reino en la desesperación, con todo, sin querer dar fe de esa muerte, el pueblo portugués crea la expectativa de su pronto retorno a Lisboa tras superar las ataduras de la muerte. El credo, respecto a la muerte del soberano, se implanta en el espíritu portugués y posteriormente en el brasileño, es el fervor que ampara a los defensores de las causas perdidas; un “sebastianismo” que va a asegurarles el sentimiento de la libertad de esperanza.

También el jesuita José de Anchieta, mítico español de Canarias, llega a Brasil para evangelizar a los indios por medio de espectáculos rústicos y pobres. Gracias a esta precaria imitación, implanta entre nosotros la poética del simulacro, mientras engendra un mundo acorde con la voluntad de Dios. Hombre de fe, enseguida se apropia de la ilusión como tema, implantando en el substrato ibero-brasileño una especie de estética de la carencia y de la magia, una práctica que hace de aquellos brasileños fundadores, partícipes de una vocación “antirrealista”. De modo que, inmersos todos en ese juego de representaciones, se van forjando, al margen de otras premisas, un imaginario que se abastece de una sólida fantasía tanto ibérica como autóctona.

Por consiguiente, frente a tal disponibilidad mental y al inmediato cruce racial, enriquecido ahora por la presencia negra, se elabora en esta nación de Brasil un sistema social menos rígido y menos jerarquizado. A partir pues de estos paradigmas que Colón, Anchieta y Guamán sembraron fortaleciendo nuestro mestizaje, es preciso abrazar la tradición ibérica que reverdece en América, aceptar la fascinación de la genealogía que nos devuelve a ese universo ibérico, latino, al Mar de la China si fuese necesario, y desarrollar el camino de la modernidad donde se asientan nuestras señas de identidad.

Ante el simple acto de describir quiénes somos, el verbo de inmediato reverbera, falla, se reconoce insuficiente, nos lleva a decir que ser ibérico es justamente no serlo, es ser, en cambio, algo que se pone en su lugar y se aprecia con evidencia de nuestro espléndido mestizaje.

Por otro lado, cuando esta porción ibérica se ausenta de nosotros se ve que nos hace falta; crea vacíos y huecos enigmáticos en nuestro ser y tanta falta sentimos que pronto salimos en busca de la materia que nos identifique de nuevo con España, Portugal y demás pueblos que integraron esa amalgama.

Tal carencia nos obliga a meditar que ser ibérico en estas Américas es, tal vez, desvincularse de aquellas ordenanzas impuestas por los conquistadores que pretendían erguir ciudades y comandar el juego de la luz con la sombra, además de sembrar características, muchas de ellas acaso presentes aún entre nosotros cuando amamos, reímos, nos excitamos, cuando estamos enfermos, histriónicos o retraídos, siempre que retratemos el ridículo humano, o milenaristas como en el ámbito brasileño, Antonio Consejero y sus seguidores trajeron el colapso de la monarquía de Pedro II; buscaron construir caminos hacia otros reinos, su fabulación moral.

Fue una ordenanza que al atraernos hacia su centro de gravedad nos confundió y nos hace aún hoy oscilar entre la falsa austeridad y la “carnavalización” de la realidad, huir del melodrama y acercarnos al cinismo y al exceso de optimismo. La turbulencia, la violencia y la cordialidad; una ordenanza que nos estimuló a negarnos el derecho de reclamar y defenderse, a esconder el alma de América detrás de falsas alegrías y alborozos pasajeros; a camuflar la apariencia mestiza bajo el escudo de patrones importados; un mestizaje a fin de cuentas que se doblega conmovido ante el uso de una materia poética capaz incluso de iluminar lo cotidiano y lo miserable.

En nuestra condición de ibéricos y mestizos no somos sin embargo edificantes, ni santos, ni puros, ni inocentes, ni siquiera hermanos de los que frecuentan la misma cofradía. Nos falta la sumisión a la ley, como diría Isidoro de Sevilla, nos falta la acción universal que congrega realidades dispares y las equipara en pro del bien común.

Proyecto a veces mi imagen ante el espejo y me animo a indagar si soy universal, si soy una brasileña cosmopolita o una ibérica circunscrita a la fatalidad de tantas culturas, si se me ha permitido conjugar con éxito la condición de brasileña universal con la de cosmopolita, si cuando pienso, hablo, creo o invento supero los dominios de mi ser, el territorio del otro, el colectivo sin nombre, las fuerzas abstractas.

Me pregunto aún qué especie de legado ancestral forra mi psique que es el milagro de un latido del alma para llorar haciéndome creer que no hay, entre cualquier época histórica y yo impedimentos o distancias, y que gracias al viaje por el tiempo puedo ser antífona. Puedo ser quien sea. Dejando el mundo, me entrego a fabulaciones que como esta, a modo de fantasía perpetúo ante todos.

Sigo en la distancia pleiteando testimonios ibéricos, latinos, griegos, árabes, indígenas y africanos, pues la defensa de la cultura ibérica nos proyecta automáticamente a tiempos inmemoriales, a la sombra del manzano del paraíso. Celebra los idiomas al servicio de la última flor del Lacio, de las Cantigas de Santa María, del Libro de Buen Amor, de “mi alma está dividida”, del desahogo salmódico de Saladino en vísperas de ser expulsado de España por un acto imprudente de los Reyes Católicos.

No olvido que, como latina e ibérica, llevo en mi rostro vestigios de confrontaciones carnales y fecundas. Según la gran poetisa portuguesa Natalia Correia, es un capricho étnico; y por ello, siendo así mestiza, acepto todos los moldes si, a cambio, tengo la condición de arcaica, de contemporánea, de íntima de mí misma.

Otras veces intento apartarme de los postulados presocráticos y ritos ancestrales de los druidas, que veneraban hojas y árboles. Me emociono tal vez con liberarme de las amarras de las sangre, pero pronto sucumbo a los amores primeros que me engendraron. ¡Cómo dejar de ignorar en su justa medida a aquellos griegos que, después de siglos de olvido, retornaron a Europa gracias a los traductores de Baética y de Córdoba!

Antes que nada, soy escritora brasileña, cargo a la espalda el sentir arcaico de quien aspira a la brisa proveniente de publicar obras y leer, heredera de todos los que nos cedieron fundamentos civilizadores. Sé que aunque navegue por memorias arqueológicas no corro peligro de extraviarme, de olvidar el camino de regreso a casa, no necesito adoptar el artificio inventado por Hansel y Gretel y esparcir por el camino migajas de pan para ser localizada, retorno siempre a Brasil enriquecida de una experiencia que se alía con la herencia familiar y latinoamericana.

Jamás temo que se borre la senda de mi cultura, soy consciente de que al margen de destinos y aventuras, nuestro fardo iberoamericano está hecho de mil sobras humanas, de una prodigalidad de la cual se extraen saber y sensibilidad, para que se torne natural ser universal en el ámbito de la difusa y apasionante latinidad, una condición capaz de superar fallas culturales, desafíos civilizadores, la lenta producción de los siglos.

Sé que enfrentarme a las modas, costumbres y varias obras es un columpio de la condición humana y en este siglo las fuerzas del bien se sujetan a la ideología del mal, mientras la realidad registra las manifestaciones de la barbarie y el crepúsculo del humanismo universal.

Esa latinidad ibérica, sin embargo, ha conformado nuestro filón étnico, mediterráneo, asiático, africano, islámico, oriental americano… usufructo la sabiduría proveniente de una eficaz antropofagia cultural, de la singular contingencia de masticar los productos de la tierra, las especias humanas, el azúcar y el vino generoso de la pasión desmedida, que los griegos llamaron Igris.

La quimera que intenta la narrativa, esos seres ibéricos que somos nacidos reflejados en el espejo del alma, se enriquecen con esta amalgama cultural propicia para mantener intactos los andamios civilizadores. Buscando atisbar una luz sobre el humanismo del que carecemos nos proclamamos múltiples y eternos, latinos e ibéricos en el paganismo y el cristianismo, conscientes de que a pesar de que profesemos las excelencias de las distancias sajonas, no aplicamos fotografías ni modelos inexpresivos.

Al contrario, como latinos somos el genio de Occidente, somos todo lo que decidimos inventar, pues somos griegos para ser latinos, hebraicos para ser árabes, budistas para ser conductores, seres del Antiguo Testamento para auscultarnos las desavenencias de las verdades contenidas en los Hechos de los apóstoles. Y mejor aún seríamos si, inmersos en la misericordia, justo en los instantes constitutivos de nuestra génesis, obviamos que han existido la intolerancia, los prejuicios, la hipocresía, las limpiezas étnicas, las humillaciones aplicadas al sexo, a las religiones, en este crepúsculo de la historia humana.

Nos consuela vivir a la sombra de Homero, de Virgilio, de Cervantes, de Borges, de Machado, de Asís. Nos consuela pensar que en los días venideros, la grandeza se derramará sobre ese continente ibérico-latino, y nos asegure la conciencia de que la contemporaneidad es un compromiso con su propio ser y su origen, y que vivir en un mundo globalizado no significa expulsar los demonios de la magia de la historia, aquellas fundaciones míticas que nos hacen ser lo que somos, que nos hacen ver del modo en que miramos el mundo y permitimos que el universo nos observe. De esta manera el mirar se torna sumiso y opaco en esa vida del saber histórico y los recursos del lenguaje de la psique revolucionaria fatalmente se sumergen en la apatía y la neutralidad, que roban la mejor porción del temperamento humano.

Al comer el pan de nuestra cultura, al beber el vino generoso de nuestra lengua, simplemente reforzamos la civilización que nos da razón de vivir y nos explica definitivamente quiénes somos.

Artículo extraído del nº 71 de la revista en papel Telos

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