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Entre la devastación y la esperanza


Por Susana Velleggia

El Primer Congreso Argentino de Cultura, realizado en la ciudad de Mar del Plata el pasado mes de mayo, reunió en un debate plural a los funcionarios provinciales de cultura, buena parte de los municipales, especialistas, artistas, productores, ONG y muchos ciudadanos, totalizando alrededor de 2.400 personas.

El subtítulo, «Hacia políticas culturales de Estado; inclusión social y democracia», sintetizó las carencias a superar, así como las prioridades frente a las cuales es preciso diseñar estrategias para revertir el proceso de devastación experimentado por los organismos públicos del área durante décadas de políticas neoliberales y desestructuración del Estado, y años de censura, centralismo e incompetencias varias. De allí que los ejes transversales para el abordaje de los distintos temas de este Primer Congreso fueran el financiamiento, la organización institucional y la legislación.

La Declaración de Mar del Plata

El documento final del Congreso, la Declaración de Mar del Plata (www.congresodecultura.com.ar), establece un marco de principios que reconoce desde los primigenios postulados sobre el derecho a la cultura como uno de los derechos humanos fundamentales de los individuos (Declaración Universal de Derechos Humanos, 1948) y los pueblos (Declaración de la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales de México, Mundiacult, 1982), hasta algunos aportes más recientes. Entre ellos, la apertura conceptual del campo más allá de las Bellas Artes y el patrimonio, al que lo constriñen las concepciones iluministas incorporando la noción de la cultura como forma de convivencia, su relación con el desarrollo socio-económico, la doctrina de la “excepción cultural” y el principio de “diversidad cultural”, sin faltar la alusión a la dimensión cultural de los procesos de integración, en particular, del Mercosur.

Contrastan con este ideario que comprende una vasta y compleja gama de desafíos –motivo de debate en el Congreso y en los cuales habrá que profundizar– la ausencia de referencias a los fenómenos culturales más acuciantes de la actualidad, como las transformaciones impulsadas por las nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), los medios de comunicación social y las industrias culturales, y la economicidad propositiva de la Declaración. Ésta efectúa una proposición a mediano plazo («Convocar a la formación de un equipo político-técnico para la elaboración de un Plan Estratégico Nacional de la Cultura, que incluya el financiamiento, la organización institucional y la legislación»), incorpora una añeja deuda de las administraciones culturales nacionales («Propiciar la construcción de un Sistema Nacional de Información Cultural que la recopile, sistematice y difunda») y concluye con una propuesta de forma («Ratificar el carácter bienal y permanente del Congreso Argentino de Cultura, convocando al Segundo Congreso para 2008»).

La Declaración de Mar del Plata establece los márgenes entre los cuales ha de desenvolverse la acción cultural pública. En este caso particular, el territorio es demarcado por los principios teórico-doctrinarios de aceptación unánime, desplazándose la respuesta a las expectativas desatadas durante el año de preparación del Primer Congreso Argentino, a través de los congresos provinciales realizados en todo el país, a un “equipo político-técnico”. Asimismo, omite el diagnóstico de los grandes problemas culturales enunciados en aquéllos y en los foros abiertos a la participación ciudadana, así como las principales estrategias allí propuestas para superarlos.

Finalizado el Congreso, queda pendiente incorporar sin eufemismos la palabra innombrable por excelencia cuando se trata de “la cultura”: política. En efecto, son disyunciones políticas determinar los caminos mediante los cuales la gestión cultural pública se hará cargo de la catástrofe social incubada desde mediados de los años setenta en Argentina con la imposición del paradigma neoliberal –que asume el rostro de la indigencia material y simbólica de la mitad de la población– y cómo contribuirá a ampliar y profundizar la democracia frente a la crisis de los partidos políticos y las instituciones del Estado. Definir el papel a desempeñar por las políticas culturales ante esta gigantesca tarea de reconstrucción excede en mucho el marco de los postulados teórico-doctrinarios, por más correctos que ellos sean.

Diversidad cultural y democracia

La diversidad cultural no es una cuestión meramente referida al campo artístico, ni tampoco una reedición aggiornada de la teoría antropológica del relativismo cultural. El tema central no es dirimir las “especies” de objetos o productos culturales que podrán formar parte de una suerte de Arca de Noé de la cultura, de acuerdo con el eclecticismo valorativo posmoderno que encierra una paradoja de cara a la globalización; impulsar un mundo de objetos sin sujetos. Se trata, más bien, de definir qué sujetos podrán subirse a la nave y participar en la elección de su rumbo.

La noción diversidad cultural se refiere, en primer lugar, al derecho a la visibilidad y la presencia de las identidades particulares; esto es, las de los sujetos que las representan y, por consiguiente, de la pluralidad de modos de representación y circulación ligados a los mundos de la vida que ellas contienen. Remite al acceso a la cultura, no sólo en términos de “disfrute” de los bienes producidos, sino en cuanto participación de los ciudadanos en la producción y circulación de los mismos, así como en las decisiones sobre las políticas culturales que involucran su calidad de vida.

El sentido de la diversidad cultural reside en su facultad problematizadora del orden –político y cultural– vigente basado en la partición entre un “nosotros” fuente de dominio y poder y un “ellos” despojado de estos atributos. Consiste en el llamado a una política de inclusión de los múltiples rostros de la alteridad, no como epifenómeno estetizante de los museos o toque exótico de los parques temáticos para la oferta turística, sino en calidad de coprotagonistas de un diálogo intercultural hasta ahora soslayado.

Desde esta perspectiva, profundizar la democracia significa una redistribución del poder en sus dimensiones socioeconómica, política y cultural, mediante un proceso de reinstitucionalización dirigido a estos fines en cada una de ellas. Las organizaciones culturales centralizadas, verticales y concentradoras del poder de decisión constituyen una rémora del pasado contradictoria con estos propósitos.

En Argentina la organización institucional del área cultura proviene del primer tercio del siglo XX de la mano de un poder determinado, el oligárquico, fundante de un Estado separado de la nación real. Aquél se proponía modelar la cultura de ésta a imagen y semejanza de la europea moderna, pero dejando intocada su base económica de sustentación pre-moderna: la posesión latifundista de la tierra para la inserción subordinada del país en la economía capitalista mundial. Las características que asumen las luchas políticas a lo largo del pasado siglo tienen su punto de partida en esta contradicción originaria. En el campo cultural ella prohijó un modelo tipo embudo invertido; abierto hacia afuera –las metrópolis de ultramar– y cerrado hacia adentro –las provincias–, cuya diversidad cultural fue tornada simbólicamente invisible.

Esta periferia fragmentada y escindida de la “cultura oficial” con sede en la ciudad de Buenos Aires supo producir, en las artes y la literatura, las representaciones más legítimas del país real, de las cuales se nutriera el imaginario de varias generaciones de criollos e inmigrantes pobres. Así se consumó la división entre una cultura de elite cosmopolita y raigambre europea, y un archipiélago de culturas populares segregadas, con anclaje en prácticas, tradiciones y valores de origen rural. A las mismas también aportaron las sucesivas oleadas de inmigrantes, en general de origen campesino, que se establecieron en los márgenes de las ciudades ante la imposibilidad de acceder a la propiedad de la tierra. Los vasos comunicantes entre ambos universos culturales quedaron circunscritos a las instituciones educativas que asumieron la función de “educar al soberano” a través de la “instrucción pública”, entendida como misión homogeneizadora. Esta dinámica, reproducida por los organismos culturales y los medios masivos de comunicación, admite una direccionalidad única: de arriba hacia abajo y de la ciudad capital hacia el interior.

Asumir hoy el postulado de diversidad cultural en Argentina reclama descartar las tendencias eurocéntricas inconscientemente arraigadas en las prácticas de gestión e impulsar tanto la circulación multidireccional de los flujos culturales y comunicacionales cuanto la vigencia del principio universal de “igualdad”, de orden político y ético. Principio del que la modernidad iluminista, primero, y el positivismo conservador, después, han logrado deshacerse como de un incómodo lastre para refugiarse en el mundo de los objetos regulados por un orden estético de supuesto valor universal.

Políticas nacionales de cultura

Imaginar políticas nacionales de cultura que, a la par de promover la inclusión social, amplíen los márgenes en los que ha quedado encajonada la democracia política significa generar espacios que opongan a la fuerza anónima y depredadora de la lógica del mercado –y de aquella concepción de la cultura–, la lógica cultural de la polis. Esto significa establecer políticas de “interculturalidad” que multipliquen los espacios de intercambio y síntesis de las subjetividades. Hecho que, a su vez, exige la inclusión de las TIC, los medios de comunicación y las industrias culturales como campos clave, de cara a la articulación de redes multipolares que permitan superar los efectos fragmentadores de la dinámica cultural prevaleciente.

Revisar críticamente la situación heredada a la luz de los nuevos fenómenos culturales obliga a forjar nuevas herramientas teórico-prácticas dirigidas a redefinir la noción de ciudadanía, así como las fronteras demarcatorias del “adentro” y el “afuera” de los proyectos políticos y las categorías utilizadas para abordar el análisis de los procesos de construcción de las identidades culturales y sus vínculos con el desarrollo. Cuestiones que, en lugar de disminuir la importancia del campo de la cultura, le otorgan cada vez mayor relevancia.

Artículo extraído del nº 70 de la revista en papel Telos

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