El problema de la palabra prospectiva es que está de moda y, como ocurre casi siempre con las que disfrutan de tal característica, su uso se presta a confusión. No estará de más recordar que, si bien todo el mundo está de acuerdo y entiende que la prospectiva es una disciplina de exploración del futuro, la base fundamental de la que parte su aplicación es el convencimiento de que el futuro no existe. Nada hay escrito en las estrellas sobre lo que va a pasar, y la prospectiva a lo que nos ayuda es a identificar lo que puede pasar, en distintas alternativas más o menos posibles, probables o razonables. Hablamos, pues, de futuros, en plural, y al hacerlo así entramos en la dinámica de obligarnos a preferir unos a otros y poner los medios para su materialización preferente.
Hacemos política, en el sentido noble de la palabra, porque, hay que insistir, el futuro no existe; el futuro se hace. Y, muchas veces, se hace mal. Un ejemplo bien reciente, en el mismo sector al que se dedica principalmente este número de Telos, es lo ocurrido hace seis años cuando se produjo el gran batacazo de las empresas punto.com y el pinchazo de la llamada burbuja tecnológica. En todo aquel lamentable episodio, respecto al cual los tecnólogos aún nos estamos lamiendo las cicatrices, faltó un análisis prospectivo en el sentido que aquí se está indicando. Y no sería porque no se daban condiciones para dudar del éxito final de aquella inmensa locura.
Difícil prospectiva en las TIC
Todo tiene su explicación, y lo cierto es que el mundo de las TIC es un mundo difícil para la prospectiva, debido fundamentalmente a la velocidad de evolución de las tecnologías implicadas, que hace que los acontecimientos se precipiten siempre sobre la capacidad de reflexión. Esta aceleración provoca un efecto pantalla que lleva a presentar los futuribles como ineluctables, perdiendo de vista frecuentemente que una cosa es la disponibilidad de las tecnologías y otra muy diferente el tempo y forma de su aplicación real, que es realmente el objeto de la prospectiva. Dicho esto, hay que advertir que son muchos, y algunos de ellos excelentes, los trabajos recientes en que se contempla el futuro (o los futuros) de los contenidos digitales, algunos de los cuales se tratan en el Cuaderno Central de este mismo número de Telos, y no es el objeto de este texto hacer un resumen de ellos, sino proponer elementos de reflexión.
En primer lugar conviene fijarse en de qué se está hablando cuando se habla de contenidos digitales. Se está hablando de televisión, de radio, de cine, de música grabada, de prensa, de libros y de videojuegos. El mero repaso de esta relación indica la amplitud de los ámbitos de la vida y la actividad humana a los que afecta, tanto desde el punto de vista del impacto social en los hábitos, como desde el de los efectos económicos sobre diversos sectores. Recuérdese aquello del hipersector o megasector de la información, del que tanto se habló hace unos años. Es frecuente afirmar que esta revolución digital del siglo XXI sólo es comparable con la irrupción de la imprenta, en el siglo XVI, y en muchos aspectos probablemente sea así. Pero entonces, lo que hay que preguntarse de cara al futuro es si los efectos pueden ser similares.
La imprenta tuvo una rápida expansión, para los estándares de la época, y transformó radicalmente toda una forma de vivir, todo un mundo, el consolidado en Europa a lo largo de más de mil años. Abrió, lenta pero implacablemente, el camino de la alfabetización generalizada y con ello cambió la posición de los seres humanos en el universo. La pregunta es si estamos pensando en efectos a esta escala o nos movemos en un plano algo más modesto; pero no creo que ningún prospectivista se atreva a intentar responderla. Conviene situarse, pues, en un horizonte más inmediato, el del futuro del mercado de la información en función de la irrupción de los contenidos digitales. Y el debate sobre ese futuro se sitúa alrededor de varios ejes, algunos muy conocidos y otros menos obvios.
Una de las cuestiones más polémicas y que más impacto está teniendo en la sociedad es la de la propiedad intelectual, que en su planteamiento actual tiene escasas posibilidades de defensa efectiva frente a las facilidades de copia y difusión que aporta la tecnología, y que la picaresca potencia. El problema que se plantea es la mera supervivencia del sistema de compensaciones económicas a los creadores de contenidos. Se dice que no se pueden poner puertas al campo, lo que seguramente es cierto, y se investiga para desarrollar soluciones tecnológicas de defensa de los derechos del creador. Es inevitable la analogía con las Fábricas de Moneda, cuya misión fundamental es luchar, con armas tecnológicas, contra la falsificación, en una guerra interminable en la que a cada medida se opone en poco tiempo desde el bando contrario la contramedida que la hace inútil. En otra óptica, se defiende una transformación del rol de los creadores, cuyo verdadero valor de cambio sería en el futuro la imagen personal. Ocioso es decir que esto afectaría sólo a unos pocos privilegiados de entre ellos y, por ende, sería un torpedo en la línea de flotación de la calidad de los contenidos, que se orientarían (ya empieza a notarse el fenómeno) prioritariamente a este fin de fomento de imagen pública.
Hasta cierto punto relacionada con lo anterior, está la cultura de la gratuidad que impregna todo lo que tiene que ver con Internet o, si se apura, todo lo relacionado con la información que no descansa sobre un soporte físico. La sociedad no acaba de aceptar que la información en sí es un bien económico que, como tal, debe ser objeto de valoración y compraventa. Es un problema cultural, desde luego, pero un problema cultural profundo, en cuya solución se avanza muy lentamente, a pesar de la conciencia que hay de él y de que constituye uno de los obstáculos principales para el desarrollo de una auténtica economía de la información.
Dentro de esta reflexión de aspectos económicos, ha de mencionarse también la evolución de las empresas generadoras de contenidos o, mejor dicho, la evolución de empresas que desde distintos puntos de la cadena del valor se convierten en generadoras de contenidos. Es el fenómeno de la llamada convergencia empresarial que se ha analizado desde diversos puntos de vista. Este movimiento fue muy visible antes de la crisis de las llamadas punto.com, antes mencionada, y la realidad es que provocó grandes decepciones entre quienes esperaban resultados mágicos, pero ahí está y sin duda va a dar mucho juego en el futuro. Aunque sin la espectacularidad de aquellas grandes operaciones de los primeros tiempos, la gestación de un sector de oferta de nuevo cuño continúa. En este nuevo macrosector de oferta de información, cobra una especial relevancia la evolución de los medios de comunicación, donde ya empieza a ser patente la tendencia a la integración vertical entre la industria de contenidos y los canales de distribución, el cambio en los medios de un enfoque de oferta a uno de demanda y la estratificación, compatible con la globalización, de las audiencias.
Desde la perspectiva de los usuarios, hay una cierta incertidumbre sobre cómo serán las plataformas de distribución de los contenidos. Se ha especulado mucho sobre la posibilidad de un único terminal, pero entonces queda la duda de las características de éste, ya que actualmente las diferentes plataformas tienen sus perfiles ergonómicos muy diferenciados de acuerdo con la naturaleza de contenidos y hábitos de uso que satisfacen. Técnicamente nada impedirá ver una película en la pantalla de un teléfono móvil, pero no da la sensación de que vayan a ir por ahí los tiros, excepto para algunos con vocación de miniaturistas. También plantea incógnitas la cuestión de la interactividad. Ya es interactiva una amplia serie de servicios y se sabe que tecnológicamente podrán serlo prácticamente todas las aplicaciones de la información. No acabamos, sin embargo, de visualizar de qué forma se materializarán estas posibilidades en áreas de información como la prensa, los libros, la música grabada o el cine. ¿Afectará, como ya empieza a ocurrir ahora, únicamente a las formas de acceso, o entrará en los mismos contenidos permitiendo su modificación y enlazando, una vez más, con los problemas relativos a la propiedad intelectual?
Se habla mucho de la tensión entre la imagen y el texto, polémica a mi entender artificial. La cultura del multimedia, en la que nos estamos introduciendo, no es necesariamente una cultura exclusiva de la imagen, aunque ésta cobre una gran importancia. Sí es cierto que el lenguaje se utiliza de otra manera, lo que no es ni bueno ni malo: a lo largo de la historia las formas de uso de los idiomas han evolucionado continuamente, y no ha pasado nada. Tampoco es cierto lo de la imagen que vale por mil palabras. Proporciona mucha más información instantánea, ciertamente, pero menos capacidad de reflexión sobre ella. En breve, fomenta en mayor medida las reacciones primarias. Son algo ociosas y un punto demagógicas las ansiedades sobre el declive de la palabra y del texto escrito, pero el que lo sean no debe impedir el estado de alerta respecto a estas cuestiones. Apunta con fuerza, y esto sí es grave, un alarmante descenso del hábito de la lectura, sobre todo de la lectura de libros, como ocupación del ocio. Porque, en definitiva, es del ocio, del tiempo de uno mismo que se administra para uno mismo, de lo que en mayor medida se está hablando. Esa parte fundamental de la vida humana que en ciertos bárbaros ambientes productivistas sólo se ve como una necesidad de descanso y de recarga de pilas.
Sin embargo, de la misma forma que apuntan nuevos negocios y emerge el macrosector de la información digital, apunta también otra forma de ocio y se perfilan los usuarios individuales como los protagonistas de la demanda en este mercado. En consecuencia, y esto en mi opinión es lo que hay que retener, toda la existencia humana y, desde luego, las relaciones interpersonales se ven afectadas por ello.
Artículo extraído del nº 69 de la revista en papel Telos