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La industria discográfica aborda su transición


Por Norberto Gallego

Se verifican movimientos empresariales de distinto tipo en la industria discográfica ante el avance de la era digital, que socava su modelo de negocio tradicional. Mientras, las ventas de CD declinan y las descargas de música por Internet crecen.

Inesperadamente, una boda que fue celebrada hace dos años ha sido cuestionada por un tribunal, noticia que ha dejado perplejos no sólo a los contrayentes y al celebrante, sino también a otros novios que preparaban sus esponsales. Hablamos de la decisión del Tribunal de Luxemburgo que retrotrae la fusión de las discográficas Sony y BMG, aprobada por la Comisión Europea (CE) en julio de 2004. En realidad, el Tribunal no anula los efectos jurídicos y económicos ni obliga a deshacer la unión: sólo exige que las partes reinicien el proceso –sería impensable otra cosa– presentando la documentación a la CE, y que ésta la analice corrigiendo los “errores manifiestos” que, según los jueces, cometió en su tramitación original. Sin esperar al desenlace, este contratiempo proyecta sombras sobre otra iniciativa de fusión, cuyos protagonistas serían dos gigantes del mismo sector, Warner Music y EMI.

El fallo ha dado alas a quienes acusan a la industria discográfica de avanzar hacia un grado de concentración que amenaza la supervivencia de los sellos pequeños y asfixia a los creadores musicales. El procedimiento se abrió, el mismo 2004, ante una denuncia de la Independent Music Publishers and Labels Association (Impala), organización nacida cuatro años antes para luchar contra el primer intento de fusión entre Warner y EMI, que fue abortado por la CE.

Este es, pues, el segundo triunfo de Impala [www.impalasite.org]. Integran la asociación unos 2.500 sellos independientes que, en el mejor de los cálculos, representarían menos de la cuarta parte del mercado mundial. Por contraste, sólo cuatro empresas (Universal, seguida por Sony-BMG, Warner y EMI) suman el 73 por ciento de las ventas de música grabada, según los datos de 2005.

Los denunciantes alegan que los directivos de las multinacionales del disco presentan las fusiones ante los accionistas como el único remedio para frenar la caída de las ventas y los beneficios. Pero la concentración no es la solución, sino que ésta agrava la crisis, dice esta coalición internacional de pymes y sellos artesanales. Impala se pregunta retóricamente: ¿sería aceptable que cuatro editores dominaran el mercado mundial del libro?, ¿qué diríamos si, en un mundo libre, la edición de periódicos o la programación de televisión estuvieran concentradas en cuatro manos? Entonces, ¿qué tiene de positiva la concentración en cuatro (quizás tres muy pronto) conglomerados de la música?

La consecuencia directa de las fusiones es –subrayan– una drástica reducción de plantillas y el ostracismo de los pequeños sellos que están en la órbita de los grandes. Esto conduce al empobrecimiento de la oferta musical. Entre otros argumentos, recuerdan que Sony-BMG es dueña de una veintena de sellos, desde el histórico Columbia hasta otros menores, y que uno de los resultados de la fusión ha sido la descatalogación de los géneros menos rentables, entre ellos el jazz y la música clásica.

La evidente discrepancia acerca de la naturaleza de los problemas no impide que su magnitud sea verificable para cualquiera. Desde 2000, el volumen mundial de ventas ha caído desde 41.900 millones de dólares (que entonces equivalían a 45.250 millones de euros) a 33.100 millones de dólares (26.500 millones de euros).

Significativamente, tras su fusión, Sony y BMG no han preservado la cuota de mercado que sería la suma de sus partes (13,4 y 11,9 por ciento, respectivamente), sino que han perdido cuatro puntos porcentuales. La sentencia de Luxemburgo llega en un momento delicado para ambos componentes. Sony arrastra una prolongada crisis y no tiene deseo alguno de que las cuitas de la filial discográfica perturben la reestructuración de su rama electrónica, que aporta tres cuartas partes de sus ingresos. Bertelsmann, cabecera de BMG, vive inmersa en una batalla entre la familia fundadora y otros accionistas por el control futuro del grupo alemán. Es improbable, sin embargo, que la situación les lleve a dar marcha atrás, pero puede suponerse que durante un tiempo las decisiones y la gestión estarán muy condicionadas.

Por otro lado, desde hace seis años se habla periódicamente de la fusión entre Warner Music y EMI. En 2000, el plan fue vetado por la CE, y tres años después el empresario canadiense Edgar Bronfman se interpuso en un segundo intento, y con una oferta superior consiguió que Time Warner le vendiera su filial musical. Con estos antecedentes, Bronfman y el presidente de EMI, Eric Nicoli, se han dedicado los últimos meses a un juego de ofertas y contraofertas, sistemáticamente rechazadas. Nadie duda, no obstante, de que ambas compañías acabarán combinándose en un grupo, que pasaría a ocupar el segundo puesto del ranking, a pocas décimas del número uno, que es Universal Music, propiedad de Vivendi.

De mal en peor

El trasfondo de estos movimientos empresariales es el desconcierto de los ejecutivos de la industria discográfica ante el avance de la era digital, que socava su modelo de negocio tradicional. Las ventas de CD declinan, al mismo tiempo que las descargas –legales e ilegales– de música por Internet crecen. En EEUU, el mayor mercado del mundo, la Recording Industry Association of America (RIAA / www.riaa.com) ha estimado en un 6,5 por ciento anual el descenso en unidades de la venta de música grabada.

Mientras tanto, la International Federation of Phonographic Industry (IFPI / www.ifpi.org) ha calculado que el número de descargas on line ilegales alcanzó los 20.000 millones en 2005, cuantificando las pérdidas en 2.400 millones de dólares, sin contar con el valor de las copias piratas –top manta, en España– calculado en otros 4.500 millones. Al lado de estas malas noticias hay una buena: las descargas autorizadas progresan; son pocas frente a las ilegales, apenas 500 millones de temas el año pasado, pero representan un 6 por ciento de los ingresos totales de la industria.

Estas cifras pueden explicarse así: la tecnología digital ha rebajado las barreras de entrada al mercado, y la industria discográfica no está en condiciones de dictar las reglas por la sencilla razón de que ha perdido la llave de la distribución. Estratégicamente, el gran problema para este sector no es la piratería –cuya gravedad nadie niega– ni el régimen legal de copyright, ni siquiera la caída de las ventas de CD, tres fenómenos vinculados pero distintos. Su mayor problema es que ha dejado de ser el único puente entre los artistas y la audiencia.

Una ilustración de esta pérdida de poder es suministrada por el grupo británico Artic Monkeys, cuyo primer álbum ha batido récords de venta gracias a una inteligente promoción a través de Internet y sin necesidad de firmar con un sello discográfico. Otro ejemplo, más curioso si cabe, es el éxito de Gorrillas, un grupo virtual –supuestamente integrado por personajes animados de una página web– que vendió por Internet 450.000 copias de Feel Good Inc, con el que, dicho sea de paso, ha puesto de relieve que existe una demanda potencial para discos single, abandonada por los grandes sellos.

Ante este panorama, las discográficas prosiguen su ofensiva contra la piratería on line, mediante la vía judicial. Este año, como los anteriores, se han presentado miles de denuncias contra usuarios individuales en distintos países, un procedimiento disuasorio que ha obtenido escasos resultados. Los abogados de la industria han logrado el cierre de sitios web de intercambio de ficheros, o los han forzado a un acuerdo extrajudicial. Así ha ocurrido con los célebres Napster y Kazaa, que ahora pretenden montar servicios de descargas legalizados por el consentimiento de la industria. Pero, entretanto, las descargas se han desplazado a otros sitios web.

El garrote sirve de poco sin esgrimir una zanahoria en la otra mano. Es lo que proclama Mitch Bainwol, director de la RIAA: «Hemos iniciado la transformación de nuestra industria, la transición hacia el mercado digital, pero todavía sufrimos el impacto de distintas formas de delincuencia». Tiempo atrás, Bainwol no hubiera pronunciado esta frase –o la hubiera ordenado a la inversa– cuya clave reside en dos conceptos nuevos en el lenguaje de la RIAA: transición y mercado digital.

Nuevos modelos de negocio

Joel Waldfogel, catedrático de Wharton Business School, ha escrito que la industria discográfica no tiene otro modo de sobrevivir que la adaptación, dar un drástico giro después de haber recurrido durante años a la represión. Ciertamente, las victorias judiciales de la RIAA han favorecido un cambio de mentalidad entre sus directivos, pero aún les queda un largo viaje.

«La parte más complicada –dice Waldfogel– consiste en persuadir a millones de jóvenes consumidores de música para que se transformen en compradores. Muchos estudios demuestran que los aficionados a las descargas ilegales muestran propensión a comprar más música. La industria debería encontrar la forma de combinar la seducción y la defensa de sus derechos».

En gran medida, el reto tiene raíces culturales. El éxito del servicio iTunes, de Apple, parece demostrar que los jóvenes quieren descargar música para que ésta sea de su propiedad, rechazando las fórmulas que proponen la suscripción a servicios en los que se puede escuchar un cierto número de canciones almacenadas en un servidor, que se borran en cuanto el usuario se atrasa en el pago de su cuota.

Las palabras de Bainwol, como las de su colega John Kennedy, presidente de la IFPI, sugieren que la industria discográfica no tiene más opción que adaptarse a Internet, tal como lo están haciendo los estudios cinematográficos –ciertamente aleccionados por los errores de sus colegas– y explorar nuevas fórmulas y canales de distribución online. Esta visión pragmática acabará imponiéndose, no sin haber producido un profundo cambio en la estructura del sector.

Es posible preguntarse si habrá sitio para todos en esa nueva estructura. Pero resulta evidente que Internet es una gran oportunidad para encontrar nuevos talentos musicales e identificar audiencias segmentadas para ellos; al mismo tiempo, es un formidable medio de promoción y, junto con otros, de distribución de sus contenidos.

Sociólogos y economistas señalan la necesidad de experimentar nuevos modelos de negocio. Algunos preconizan la creación de sellos satélites, con distintas formas de remuneración a los artistas, otros proponen adoptar la suscripción en lugar del pago por tema, pero nadie puede asegurar que funcionen. Las últimas noticias parecen indicar una voluntad de cambio, en la que algo ha influir el ascenso de una nueva generación de ejecutivos, más familiarizados con el mundo digital. Rompiendo con años de hostilidad, EMI ha anunciado que planea comercializar su catálogo musical a través de un nuevo sitio web de intercambio de ficheros, Mashboxx. Y unos días después, saltaba otra sorpresa: Universal Music ha decidido explorar la distribución gratuita a través de Internet, con la peculiaridad de que pretende financiar la aventura vendiendo publicidad. Desde luego, ambas fórmulas representan un giro copernicano, y como tal han sido recibidas: con escepticismo.

Actualmente, hay en Internet más de 300 tiendas de música on line, algunas de ellas patrocinadas por los sellos discográficos y otras en régimen de licencia, pero más del 90 por ciento del negocio corresponde a iTunes. Las discográficas, grandes o pequeñas, no acaban de fiarse de Apple, que les ha impuesto la fórmula de precio único a 99 centavos por descarga, cuando aquellas hubieran preferido tarifas flexibles. Ocurre que para la firma de la manzana, lo importante no es ganar con las descargas sino con la venta masiva de sus reproductores iPod. Lo que quiere decir es que se ha convertido en un socio ineludible y, por tanto, incómodo. Si alguien –llámese Sony, Microsoft o Nokia, por ejemplo– fuera capaz de presentar una alternativa sólida, la industria estaría encantada de recibirla.

Artículo extraído del nº 69 de la revista en papel Telos

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