Bajo la aparente inocencia de la que hace gala el estribillo de una canción de Jorge Drexler, se oculta una idea cuya fuerza parece traspasar el umbral de lo incuestionable desde que el tiempo era tiempo. Bajo forma positiva, cristalizada en el viejo principio contractual que manda guardar proporción entre lo que se da y lo que se recibe, o bien desde un anverso negativo, observado en el síndrome del maltratador maltratado, que provoca que la víctima del menoscabo se convierta en diversas ocasiones en perpetuador de su agonía sobre otros, el hecho mismo de la comunicación, cualquiera que sea su forma, contenido o destino, trae consigo aparejada la idea de trascendencia, de acción más allá del uno capaz de modificar e incluso definir de manera inexorable en un determinado sentido los comportamientos de los demás.
Al igual que una constelación formada por diferentes cuerpos que se comunican entre sí, los individuos se comportan como gotas de agua, que, dentro de un mismo mar, una a la otra, se transmiten corrientes, sinergias e impulsos y quedan a la espera de que éstos les retornen como un eco incesante y conocido. Alegrías, amarguras… muchas son las sensaciones que encuentran su vehículo en una mueca, un gesto, una palabra, y pasan de una persona a otra configurando estados de ánimo, caracteres e incluso formas de percibir el mundo que nos rodea.
Dejando de lado el sueño kantiano de definir al individuo como un ser autónomo, capaz de dirigir su vida desde sus propias convicciones, pero guardando a su vez una prudente distancia con el prototipo de hombre-masa sugerido por Ortega, completa e insalvablemente abandonado a la presión de la horda uniforme y homogénea, la sociedad contemporánea actual parece dibujarse, tras el devenir de los últimos tiempos, como un complejo sistema de redes trazado entre los diferentes subgrupos y sujetos que las integran y donde tiene lugar una serie de comportamientos cíclicos, los cuales, siguiendo el principio básico de la energía, no cesan nunca de extenderse y transformarse.
Tal como sostiene la física para la explicación de diversos fenómenos de la naturaleza o como han formulado escuelas proclives a la positivización de las ciencias sociales, el fenómeno de la conductividad, de la transmisión de energías que en su camino ganan y pierden fuerza como el suceder de las olas del mar, acontece también en el fenómeno de la intercomunicación humana hasta niveles que van mucho más allá de actos concretos de interacción entre varios sujetos y pueden llegar a configurar formas mismas de vida, culturas o inconscientes colectivos.
En los últimos años, estas teorías han tratado de dar respuesta a su complejo desarrollo desde una perspectiva empírica para llegar así a establecer ciertos parámetros predictivos, como es el caso de la sociología del consumo, lo cual parece empujar a pensar que, en un futuro no muy lejano en el tiempo, fenómenos de similar naturaleza puedan llegar a ser estudiados y comprendidos.
¿Podría entonces llegar así a analizarse a la sociedad bajo el paradigma del método científico, a la luz de los modelos propuestos desde disciplinas psicológico-sociales, mediante el estudio de aquellos procesos que desencadenan comportamientos no espontáneos de los individuos? Concebir esto sería concebir al ser humano, más allá de su naturaleza de ser, en su naturaleza de individuo de su especie, en elemento de juego en la mecánica interacción que tiene lugar en los diversos conjuntos biológicos a los que pertenece, hasta llegar, siguiendo la cadena, a un macroorganismo que integraría a todos los demás y que algunos científicos han venido a llamar Gaia. En definitiva, supondría aceptar el reducido papel del individuo en el medio natural y social como mero elemento de transmisión de datos, corrientes, sentimientos, emociones o perspectivas; supondría aceptar su condición de poste repetidor en diversos círculos concéntricos que encierran su condición de individuo, ciudadano, animal o ser vivo. ¿Habría entonces que reconocer que el papel del individuo en un mundo globalizado ha devenido tan infinitesimal como todo parece indicar, tan sumamente minúsculo, incapaz de valorar los impulsos que recibe de su entorno y condenado a repetir de forma activa lo que antes experimentó en sus propias carnes?
En los tiempos de la posguerra mundial, la aparición de la teoría de la relatividad formulada por Einstein y el nacimiento de la física cuántica supuso la destrucción de la ilusión newtoniana de una predictibilidad determinista. Fenómenos como la formación caprichosa de las nubes, la disposición de los grabados cerebrales, las muertes súbitas, las disminuciones cuantitativas en las poblaciones de insectos, los cracks bursátiles, la concentración de las estrellas en el universo… hasta la configuración de la columna de humo que se eleva de un cigarro parecen ser cuestiones que la ciencia no ha sabido contestar de manera satisfactoria y todavía hoy no puede predecir con total acierto. Hasta la aparición de las teorías del caos introducidas por Larenz, el universo se explicaba invariablemente por cálculos matemáticos de predicción cierta. Se trataba simplemente de encontrar las leyes económicas, biológicas o astronómicas que dieran con la explicación del fenómeno. El problema era que las medidas en un mundo empírico nunca podían ser exactas. Se recurría a un sistema de aproximación, de simplificación de los procesos, de descomposición del universo en átomos simples que respondieran a las leyes. Los errores marginales se consideraban de poca importancia y se desechaban, ya que no se consideraban relevantes para la predicción final.
Pero… ¿Es posible establecer ecuaciones para medir con exactitud el optimismo del consumidor o la evolución política? La física tradicional observaba los objetos como inseridos en una burbuja de cristal, no atendiendo al hecho de que una mínima perturbación convertía el sistema en inestable. Las nubes no son esferas, las montañas no son conos, los desplazamientos nunca son en línea recta. La nueva ciencia que nacía con la bomba atómica dotaba al universo de una naturaleza angulosa y no redondeada, introducía la rugosidad en un panorama liso. En síntesis, esta nueva perspectiva científica introdujo la complejidad no como un resultado de un accidente azaroso, sino en una lógica que permite alcanzar la esencia interna de los fenómenos. La disposición de los vasos sanguíneos en un individuo establece un complejo sistema de redes de geometría sorprendente que cumplen su función, pero que nunca se repite entre sujetos y responde a un sistema de reglas de bifurcación y crecimiento no lineales.
Una muestra de esto es el fenómeno que se produce en la física de fluidos. Todo gas o líquido se compone de moléculas tan numerosas que las podemos considerar infinitas. Si cada una de ellas tuviese un movimiento independiente, el fluido poseería una infinidad de comportamientos posibles y las ecuaciones que describieran su movimiento una infinidad de variables. En la praxis, el movimiento de una molécula está fuertemente ligado al de sus vecinas, por lo que se reduce ampliamente el libre albedrío, sin dejar por esto de existir una amplia gama de movimientos posibles potencialmente complejos. Es entonces cuando hace aparición la turbulencia, un hecho o una serie de hechos ajenos al desarrollo del proceso inicial que provoca alteraciones no previsibles en el comportamiento del fluido, como ocurre con una columna de humo que es afectada por un cambio de presión.
Pues bien, al igual que sucede con este fenómeno, las variables que afectan a los procesos de comunicación humana, si bien pueden llegar a conocerse, distan mucho hoy y en un futuro previsible de poder controlarse. Roto progresivamente el esquema de la comunicación vertical y a tenor de la ventaja que en favor del desarrollo de los sistemas de redes ha supuesto esta fractura, las nuevas tecnologías facilitan cada vez más una diversificación de canales, una multiplicación de interlocutores, una densificación del proceso comunicativo que da como resultado un aumento de la complejidad comunicativa y que dota democráticamente de voz y orejas a un gran número de individuos que hasta entonces no la poseían, al mismo tiempo que permiten, cada vez más, desterrar a la historia efectos como los conseguidos en su día por la increíble maquinaria propagandística nazi. En un ejercicio de superación de la unidireccionalidad, hemos sido testigos de un empoderamiento del individuo como emisor nunca antes acontecido en la historia que le proporciona ahora mejores medios para oponer resistencia ante de los cada vez más feroces intentos del poder por dominar los medios de comunicación de masas.
Bajo estas condiciones cabe entonces plantear que, en la era de las telecomunicaciones, la dialéctica socrática no ha dejado de conservar su vigencia y ha entrado también de lleno en la era de la globalización. Fuera del determinismo embriagador de la publicidad o el consumo, la vieja discusión entre el joven Glaucón y su maestro, capaz de despertar en el otro nuevos mundos desde de la reflexión, la creatividad y la maduración interna del pensamiento, se nos presenta ahora en cambio como una interacción a escala mundial en la que todos los individuos del planeta somos recíprocamente potenciales agentes transformadores del resto, inmersos en un complejo y rico juego de interacciones donde el yo interno y el social entran en conflicto y que, por el momento y quién sabe si afortunadamente por bastante tiempo van mucho más allá de nuestra capacidad de control, dejando la puerta abierta a la sorpresa, la mutación, lo inesperado.
Si el paradigma del caos en meteorología se explica con una mariposa que aletea sus alas en Pekín y engendra corrientes que pueden causar una tempestad un mes después en Nueva York ¿cuál puede llegar a ser el efecto de una sonrisa espontánea en la boca de un líder que preside unas negociaciones de paz entre pueblos enfrentados desde hace años?
Artículo extraído del nº 68 de la revista en papel Telos