La evolución de los medios de comunicación desde hace medio siglo evidencia que el periodismo está atravesando una crisis o, por lo menos, que sufre una profunda mutación y que su ejercicio se hace cada vez más problemático. ¿No se encontrará, lisa y llanamente, en vísperas de su desaparición como profesión dirigida al gran público?
Que nadie se llame a engaño: la edad de oro del periodismo nunca existió. Desde su emergencia como arte de informar a los demás, el periodismo siempre se vio sometido al vaivén de sus relaciones con el poder y la política, así como de sus vínculos con los medios económicos y financieros, a las contingencias de la audiencia y la competencia, a las incertidumbres de la actualidad y de las sociedades editoras.
Por supuesto, puede considerarse que el nacimiento del periodismo se remonta al alba de la humanidad y a la transmisión de información entre los hombres, a la época de los primeros relatos orales y de los mensajeros, al nacimiento de la escritura o de las Actas diurnas romanas, a la constitución de redes de información político-militares o mercantil-bancarias, al descubrimiento de la imprenta tipográfica (por Gutenberg, Coster o Walfoghel), a la creación de la prensa periódica (fin del siglo XVI-principio del XVII) o, mucho más tarde, a la industrialización de la prensa (en el siglo XIX)
Digamos, para acortar, que la cobertura de la actualidad y su tratamiento, la profesión de periodista tal como la concebimos hoy en día nació en los dos últimos tercios del siglo XIX. Con la revolución industrial, la democratización de la vida política, la urbanización y la escolarización. Y con la intención de hacer llegar los periódicos a un más amplio público que antes. Antaño artesanal, la prensa se convirtió poco a poco en una actividad creadora de empleo y rentabilidad.
Contribución de la confrontación
La profunda huella política y literaria de los siglos anteriores se notaba mucho al principio en la prensa (Ferenczi, 1993), pero ésta evolucionó poco a poco hacia el relato de hechos (recogidos y comprobados por los redactores del periódico), que no excluía su ubicación en un contexto bastante amplio ni su análisis, ni siquiera, en caso de que fuese necesario, la toma de posición frente a los grandes acontecimientos y temas de la vida diaria.
Es cierto que eran moneda corriente las instrumentalizaciones (sobre todo durante los periodos de tensión política, social o militar (Curram/Seaton, 1991) así como la corrupción, tanto antes de la I Guerra Mundial, como en el periodo entre ésta y la II Guerra Mundial (Ferenczi, 1993). Además, la competencia desenfrenada para llegar hasta un público cada vez más amplio incitó a los periódicos a adoptar una estrategia editorial que privilegiaba el acontecimiento, en detrimento del curso de las cosas (Alban Bensa y Eric Fassin, 2002), y que confería una importancia excesiva a lo que propiciaba la emoción, en vez del uso de la razón (los descarríos de la llamada prensa popular no son cosas de hoy, puesto que ya en las últimas décadas del siglo XIX manifestaba su gusto por los sucesos, los crímenes y la sangre) (Ferenczi, 1993).
Pese a ello, no dejaron de reforzarse el carácter fáctico de la información y el abanico de sus orígenes geográficos. Contribuyeron a esta evolución el nacimiento de la radio (años 1920 y 1930) y luego el de la televisión (años 1940 y 1950). En efecto, como disponían desde entonces de varios medios de comunicación (cuando antes sólo solían disponer del periódico), los ciudadanos tenían la posibilidad de confrontar la información que se les proporcionaba. Por lo que el escamoteo de hechos mencionados por otros medios de comunicación podía poner en un apuro: a LHumanité y Le Drapeau Rouge ( 1) les resultaba cada vez más difícil ocultar la disidencia en la URSS y en la Europa del Este y Le Peuple ( 2) ya no podía considerar la posibilidad de anunciar a sus lectores que se dejará de hablar en sus páginas de las actividades de la corriente de izquierdas dentro del Partido Socialista Belga
Los avances en el tratamiento de la información se acentuaron aún más cuando la radio y la televisión adquirieron su autonomía respecto del poder político (entre los años 1950 y 1970, según los países europeos). Con lo que se pudo oír y ver a actores de la vida social y política que antes no tenían acceso a las ondas, por no formar parte de las estructuras dominantes del poder.
Sin embargo, este proceso duró el tiempo de una llamarada. En el momento preciso en el que la prensa, la radio y la televisión se hacían más autónomas respecto de los poderes, asentaban su independencia y confirmaban su voluntad de rigor en la información, se ponían en marcha diversos mecanismos que acabarían por mermar esos logros que con tantos esfuerzos habían sido conquistados a lo largo de casi siglo y medio.
La publicidad, que se había convertido en una fuente de ingresos complementarios en la década de 1830, empezó a cobrar cada vez más importancia hacia 1860. De elemento esencial en la gestión de las empresas de prensa entre las dos guerras mundiales pasó a convertirse, después de la segunda de estas contiendas, en un dato determinante. Hoy en día, los grandes diarios y los periódicos a menudo sólo obtienen unos ingresos residuales de las ventas en el quiosco o por suscripciones, mientras que la publicidad supone hasta un 60 o un 70 por ciento de ellos ( 3), e incluso un 100 por cien (en el caso de las muy numerosas publicaciones gratuitas y, ahora, de los muchos diarios gratuitos). En lo que respecta a la radio y la televisión, su economía depende en gran medida de los ingresos publicitarios de todo tipo, sobre todo desde la desmonopolización del sector audiovisual en los años 70 y 80 (Bustamante, 1999).
El dominio creciente de los diversos tipos de publicidad acarreó una presión, también creciente, de los anunciantes sobre los medios de comunicación, para lograr que sus responsables dieran más importancia a temas que pudiesen favorecer la adquisición de sus productos y servicios. Con la sugerencia de temas para los suplementos, magacines y programas en directo (ver, por ejemplo, la importancia que adquirieron, entre otros, los salones del automóvil, las vacaciones o el sector de la construcción); con el ejercicio de represalias cuando el tratamiento de temas más o menos vinculados con sus actividades no es de su agrado (no enviar comunicados de prensa, no invitar a las conferencias de prensa, rechazar las entrevistas, etc.); con la retirada de los presupuestos publicitarios a los medios de comunicación que han hecho poco caso de sus advertencias ( 4). Por lo que la agenda de la actualidad, en la que la información está jerarquizada, sufrió poco a poco una distorsión que favorecía los intereses de los anunciantes.
Sin embargo, a las empresas no les bastaba con la intervención a través de la publicidad. También intentaron intervenir en la recogida de información, suministrando a los periódicos la información y los análisis que deseaban que se publicasen como si fuesen artículos de la redacción. Los dirigentes, sobre todo los políticos, pero también los sindicatos y las asociaciones, se inspiraron en tal modo de proceder (Delporte, 1995 y 1999). Ante la avalancha de escritos diversos, enviados por empresas, instituciones y asociaciones, que invadió las redacciones, los periodistas dejaron a menudo de realizar unas tareas esenciales, tales como la verificación de los elementos fácticos y su ubicación en el contexto.
Por consiguiente, los acontecimientos de la actualidad son cada vez más el fruto del trabajo metódico de servicios de prensa, direcciones de comunicación y agencias de noticias, que actúan por cuenta de empresas, instituciones y asociaciones. Dicho sea de otra manera, los equipos de redacción han perdido poco a poco un margen sustancial de iniciativa y libertad en la recogida de hechos de la actualidad y de opiniones sobre ella. Por lo que no tienen nada de sorprendente los recientes escándalos financieros (ya se trate del norteamericano Enron, ya de Lernout & Hauspie o del italiano Parmalat ( 5)): los periodistas han creído a pies juntillas los resultados contables amañados y los comentarios falaces que provenían directamente de los responsables de esos grupos.
Por otra parte, como consecuencia de la gigantesca proliferación de la prensa periódica (revistas sobre todo) y de la desmonopolización del sector audiovisual, los medios de comunicación se vieron arrastrados hacia una lógica de feroz competencia, sin parangón con la que existía desde el siglo XIX. Los distintos países europeos solían disponer de una emisora de radio y/o televisión, a veces de dos o, cosa más rara, de tres (casi siempre de servicio público), pero esto cambió a partir de las décadas de los años 70 y 80, en las que todos, gradualmente, llegaron a disponer de varias decenas, e incluso de centenares de emisoras y cadenas. Tal situación ocasionó una total alteración de los más elementales principios que regían el ejercicio de la información.
El relato más o menos frío de los hechos de la actualidad dejó poco a poco paso a la emoción. Los sucesos, el deporte y el mundo del show business prevalecieron sobre la actualidad política, económica, social y cultural. La información local ganó terreno, en detrimento de la información internacional. El interés humano destronó paulatinamente a la razón y confirió a los periódicos una dimensión de entretenimiento, en la que la propia información empieza a parecerse a un espectáculo que busca provocar la risa, las lágrimas o, por lo menos, los latidos del corazón.
El objetivo consiste desde entonces en contar historias con las que atraer al más amplio público posible, y ya no en intentar suministrar información a los individuos para que puedan asumir conscientemente su papel de ciudadano o llevar del mejor modo su vida cotidiana. Con lo que el periodismo se asemejará cada vez más a una puesta en escena (aunque hubo siempre un poco de escenificación en la diagramación o en la concepción de la difusión a través de las ondas), que sirve para dar a la información un carácter más sexy, como dicen los profesionales. Y el periodista a menudo se convertirá en un presentador de programas a medio camino entre el magacín informativo y el programa de entretenimiento, incluso de mero entretenimiento ( 6). Cuando no es el presentador de programas de entretenimiento quien se viste de periodista para conversar con políticos, para que éstos puedan darse a conocer a un público más amplio y menos sensible a los avatares del mundo político ( 7).
En este contexto ya no muy propicio al desarrollo de una información exigente y capaz de dar sentido a la actualidad, el auge extraordinario de las tecnologías de telecomunicación desencadenó una auténtica revolución copernicana en el sistema informativo. Desde entonces, cualquier noticia de actualidad puede tratarse en tiempo real, en conexión directa con los lugares en que se desarrollan los acontecimientos, con tal de que a los medios de comunicación se les ocurra mandar allí a un enviado especial. Los auditores y telespectadores tienen así la sensación de vivir los acontecimientos como si estuvieran in situ, mientras que los periodistas que se encuentran en el terreno carecen de la perspectiva necesaria ante los hechos y las declaraciones de los distintos actores o testigos de estos hechos.
Ya no hay comprobación de los hechos por diversos conductos ni ubicación en un contexto más amplio, por la sencilla razón de que, por falta de tiempo y de distancia con respecto al acontecimiento, resulta imposible. Por lo que el periodista queda convertido en una especie de operador de aparatos técnicos cada vez más sofisticados, en una suerte de anfitrión, que recibe en la mayor parte de los casos a testigos cuya única competencia suele ser la de residir cerca del lugar del hecho que justifica la conexión en directo, o incluso en un maestro de ceremonias que organiza, con más o menos esmero, la escenificación para la conexión.
Incluso los grandes reporteros de la vieja escuela, que antes podían tomarse su tiempo para husmear el terreno, para contactar con la gente, para darse cuenta de lo que estaba en juego, están cada vez menos en condiciones de enfrentarse a la mentalidad actual de las redacciones. Por motivos financieros, ahora hay que actuar con rapidez, desembarcar en el lugar del reportaje y, en apenas unos días, cuando no en algunas horas, alumbrar el artículo o enlatar los sonidos o las imágenes con los imprescindibles toques de color local, que se mandan a todo correr a la redacción central y que sólo confirman lo que se sabía de antemano (Aubenas /Benasayag, 1999).
Por lo demás, la generalización de los procedimientos informáticos de producción y de transmisión de la información acarreó otra consecuencia importante: hoy los propios periodistas son los que se encargan de las numerosas tareas que realizaban antes técnicos especializados (composición, diagramación, filmación, montaje, etc.)(Roidi, 2003). Lo que les deja aún menos tiempo para el trabajo de recogida, comprobación e interpretación de la información.
Un flujo continuo de noticias suministradas por agencias y de comunicados de todo tipo entra en el ordenador central del medio de comunicación y llega a las pantallas de los periodistas. Como difícilmente pueden operar una selección y establecer una concienzuda jerarquía de los distintos temas, se encargan cada vez más de este trabajo unos profesionales de la comunicación que son ajenos a la redacción y que imponen una agenda a los medios de comunicación. Con lo que los periodistas a menudo se ven obligados a desempeñar el papel de meros taquígrafos de los encargados de comunicación de los diversos poderes.
Con el surgimiento y la extraordinaria expansión de Internet se llega a la última etapa de la evolución tecnológica. Después de la prensa periódica, los diarios, los noticiarios cinematográficos ( 8), la radio y la televisión, un nuevo medio de comunicación se sumó al sistema informativo. Es cierto que nueve años después de que, en 1995 (Castells, 2001), se empezara a utilizar a gran escala el World Wide Web, los contornos de Internet permanecen indefinidos. Pero su expansión fue vertiginosa ( 9). Da acceso a una enorme variedad de fuentes, sin parangón con las que sus antecesores ofrecían, y también deja al internauta la posibilidad de establecer su propio recorrido de lectura. Lo que no impide que plantee una dificultad mayúscula: la masa de datos sobre la actualidad que se encuentra en Internet proviene en gran medida de fuentes cuya mayor preocupación no consiste en producir contenidos que se atengan a los criterios del periodismo (Roidi), sino más bien contenidos de promoción, cuando no de propaganda.
Además de una abundancia y una variedad sin par, Internet también brinda una posibilidad prácticamente única: cualquier individuo debidamente equipado puede ser a la vez receptor y emisor de datos, opiniones y análisis. Desde luego se sabe que los correos de lectores existen desde hace mucho tiempo en la prensa y que los programas interactivos se hacen cada vez más frecuentes en la radio y la televisión, pero el acceso de estas contribuciones a los medios de comunicación sigue siendo controlado por los editores. Asimismo, se sabe que muchas publicaciones, emisoras de radio y canales de televisión deben su existencia en nuestras sociedades a la iniciativa tomada por pequeños grupos o incluso por simples individuos. Sin embargo, nunca antes cualquiera había tenido la posibilidad, que existe ahora, de emitir mensajes a tan bajo coste que logran alcanzar una tan amplia audiencia potencial. Por consiguiente, los medios de comunicación y los editores tradicionales, al igual que los periodistas clásicos, han perdido su monopolio secular sobre la función de información. Resulta significativa al respecto la reciente oleada de weblogs (10). Asimismo, las imágenes del tsunami que arrasó parte del Sureste asiático el 26 de diciembre de 2004, tomadas con sus pequeñas videocámaras por turistas que se encontraban en la zona, han evidenciado de un modo espectacular esta evolución en la capacidad de emisión.
Una contradicción insostenible
Lo que se pone de manifiesto al pasar revista a la evolución de los medios de comunicación y de la profesión de informador, desde hace más o menos medio siglo, es la crisis del periodismo o, por lo menos, del tipo de periodismo que nació durante el siglo XIX y se consolidó en la primera mitad del siglo XX o quizás, en muchos aspectos, durante las primeras tres cuartas partes del siglo XX. En efecto, todo indica que la práctica de este oficio, tal como quedó instituido y se enseñaba en las escuelas especializadas, resulta ahora muy problemática e incluso en gran medida imposible (11).
La aportación de los anunciantes (bajo las más diversas modalidades: publicidad, patrocinio, trueque, colocación de productos, etc.) cobrará cada vez más importancia en la economía global de los medios de comunicación, aunque una parte marginal de ellos tenga que renunciar parcial o totalmente a este tipo de recursos. Los anunciantes acentuarán así su control sobre la concepción y el tratamiento de la información por los medios de comunicación. Éstos se encontrarán en una situación delicada si quieren enfrentarse a los anunciantes, ya que de ellos dependen en gran parte sus resultados económicos.
Como consecuencia de la evolución de los mundos político, económico, social, cultural y deportivo, el resultado de los desafíos a los que éstos se enfrentan depende mucho de la estrategia de comunicación de sus actores, empresas e instituciones. Por lo que el ejercicio de su influencia sobre los periodistas sólo puede acrecentarse. Y los periodistas estarán confrontados a una contradicción insostenible: para obtener información original, exclusiva, tendrán que codearse con gente de aquellos mundos, con lo que darán pábulo a toda clase de instrumentalizaciones, connivencias y arreglos.
Finalmente, el nuevo entorno económico de los medios de comunicación les lleva cada vez más al intento de crear grupos de mayores dimensiones (como lo hacen El País y Le Monde, y también LEspresso y La Repubblica) o de integrarse en grupos ya existentes (como El Mundo), para sacar ventaja de las economías de escala y de diversas sinergias y también para reducir el impacto de los cambios en la coyuntura económica o publicitaria. También ocurre que simplemente buscan refugio en el seno de un grupo industrial o financiero (como lo hicieron los franceses Le Figaro, LExpress, Europe 1 o TF 1 y los italianos Il Messaggero e Il Mattino) para escapar a una situación que se caracteriza a menudo por una capitalización insuficiente. Por lo que no tiene nada de extraño que en sus páginas o sus programas no se encuentre la noticia exclusiva ni la información rigurosa o el análisis oportuno de los riesgos que acechan el medio de comunicación o el grupo del que forman parte. Para no causar perjuicios a los intereses del grupo, cada vez con mayor frecuencia tenderán a callar o edulcorar los datos molestos sobre el mundo de los medios de comunicación y sobre los grupos con los que tienen relaciones de negocios.
A un medio de comunicación le resulta muy difícil escapar a la lógica de la competencia desenfrenada y, de modo deliberado, optar por algo distinto. ¿Cómo rechazar esta lógica, con su legión de sucesos, gritos, lágrimas, declaraciones mordaces o temas cómicos, más o menos jocosos y fun (Furio Colombo, 1995), cuando los que juegan a fondo esta carta suelen lograr los mejores resultados de audiencia? (12). ¿Cómo negar la prioridad a una noticia exclusiva, pero que, por falta de tiempo, no se pudo comprobar, cuando existe el riesgo de que los de enfrente sean los primeros en anunciarla, con lo que demostrarían el mayor dinamismo y la mayor competencia de su redacción? ¿Acaso El País (uno de los mejores diarios europeos) no anunció en primera página, en una edición especial, la responsabilidad de ETA en los atentados del 11 de marzo en Madrid, porque dio crédito a una llamada telefónica hecha en el último momento por el presidente del gobierno español? (13).
La evidencia del directo, de la transmisión en tiempo real, es casi imparable. ¿Cómo explicar a los auditores y los telespectadores que más les valdría escuchar o mirar los diarios de una emisora de radio o de una cadena de televisión que ha tomado el tiempo de verificar, ubicar en su contexto y analizar los hechos de la actualidad, cuando la gente se abalanza sobre las que privilegian las noticias en directo, dándole así la sensación de estar metida de lleno en los acontecimientos y, por lo tanto, de conocer la verdad sobre ellos? Los medios de comunicación franceses (aunque no sólo los franceses) que se lanzaron de un modo irreflexivo sobre el caso Marie L., en julio de 2004 (14), y los medios de comunicación norteamericanos (y con ellos, los del resto del mundo) que actuaron del mismo modo respecto de un vídeo en el que se veía a un norteamericano decapitado por terroristas islamistas, en agosto de 2004 (15), constituyen perfectas ilustraciones de esta lógica imparable.
Ante la existencia de datos prolíficos y diversificados que provienen de fuentes que cada uno escoge, donde quiere (en su casa, lugar de trabajo o en otra parte, cualquier otra parte) y cuando lo quiere, casi siempre gratuitos (por lo menos es lo que se cree, puesto que, como en los casos de la radio y la televisión, se tiende a olvidar el coste de los equipos básicos, del consumo y de los distintos abonos), ¿cómo convencer a los usuarios de que los sitios en Internet son a menudo por lo menos por ahora poco fiables y satisfactorios? Y sobre todo ¿cómo persuadirlos de que es indispensable que exista un equipo de redacción competente, capaz de seleccionar, jerarquizar, ubicar en el contexto y analizar con rigor los acontecimientos?
La evolución global del sistema mediático parece indicar que se está ante una crisis, cada vez más acentuada, de la concepción del periodismo que nació en el transcurso del siglo XIX o incluso, que tal concepción está entrando en una especie de coma irreversible. De hecho, ahora, los medios de comunicación que cubren la actualidad se basan en criterios que ya no son los del servicio prestado a los ciudadanos para facilitar su integración en la sociedad, la asunción de su papel de ciudadano en un sistema democrático. Lo que se busca ahora es proporcionarles la dosis de sueño y de juego necesaria para que puedan afrontar las obligaciones, las tensiones, el estrés y las angustias de su vida diaria, profesional y familiar, aunque también para llevarles a asumir plenamente y con alegría su papel de consumidores.
Cabe preguntarse si esto significa que la concepción del periodismo de los siglos XIX y XX va a desaparecer, si quedará aniquilada por una suerte de destino trágico de la historia (la de los medios de comunicación). Con todo, se estaría tentado de contestar negativamente. Del mismo modo que determinados grupos sociales aceptan pagar abonos para tener acceso a canales de televisión que ofrecen programas exclusivos, para escuchar emisoras de radio con una programación musical selecta o para leer publicaciones muy especializadas, todo indica que siempre existirán públicos dispuestos a pagar para recibir una información de calidad y concebida según criterios clásicos, debidamente actualizados y adaptados a las necesidades actuales de los ciudadanos y de la sociedad contemporánea. Es decir, una información gracias a la cual estarán al tanto de la vida en el mundo y de los desafíos que se presentan, lo que les ayudará a integrarse mejor en la sociedad y a asumir su papel de ciudadanos, aunque también, a un nivel más básico, a llevar mejor su vida de todos los días y la de personas de las que son responsables. Aunque también cabe preguntarse si los que están dispuestos a pagar se interesarán por todos los aspectos de la actualidad, si querrán mantenerse al tanto de la actualidad social, incluidas las noticias sobre los conflictos sociales y los grupos marginales.
Con lo que viviremos en una sociedad cada vez más dual, en la que una gran mayoría de la población, deseosa sobre todo de comunicación, emoción y entretenimiento, consumirá preferentemente medios de comunicación gratuitos. En cambio, una minoría buscará una información de calidad, por la que tendrá que pagar y que le costará más bien cara, pero que le dará una mayor capacidad de resolución de los problemas de la vida, con lo que podrá mantener su posición privilegiada dentro de la sociedad.
Dicho sea de otra manera, todo indica que el periodismo como profesión de información destinada a las masas está en vías de desaparición. Sin embargo, el periodismo permanecerá como profesión especializada en la información destinada a las elites, y quizás a pequeños grupos sociales. Técnicas inmemoriales, como el rumor, volverán al servicio activo; otras técnicas, también muy antiguas, como la propaganda, recuperarán el terreno perdido; otras finalmente, más recientes en sus formas actuales, como la publicidad, cobrarán aún más importancia. Estas técnicas no forman parte de las competencias de los profesionales de la información, aunque siempre han pretendido y seguirán pretendiendo informar.
A decir verdad, vamos a presenciar una especie de vuelta atrás, nada menos que de unos dos a cinco siglos. Al principio, el poder ejercía un férreo control sobre los periódicos mediante diversos mecanismos (privilegios, organización corporativa, etc.). Luego el poder eclesiástico, desde el siglo XV, y el poder civil, desde el siglo XVI, instauraron la censura. Por lo que entre los siglos XV y XVIII o XIX y pese a la imprenta y a la existencia de diversas publicaciones, los círculos dirigentes (económicos y políticos) disponían de circuitos de información privados, gracias, entre otros, a los gacetilleros y a las célebres gacetillas que ofrecían información exclusiva y escapaban más fácilmente a las distintas censuras. Durante esos siglos, el gran público (que, por lo demás, era muy reducido) solía tener acceso a una información estrechamente controlada por la Iglesia y el Estado, mientras que una muy pequeña elite podía disponer de una información más especializada y también más diversificada, pero que le costaba muy caro.
En efecto, la historia nos enseña con total claridad que existe una perfecta interdependencia entre los avances del sistema democrático y el grado de autonomía de la información. Y resulta por lo menos dudoso que, en el futuro, nuestras sociedades logren escapar a tal principio.
Traducción: Roseline Paelink
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Artículo extraído del nº 66 de la revista en papel Telos