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El oficio del taquigrafista


Por Daniela Monje

Editorial Siglo XXI Editores. Renato Ortiz. Taquigrafiando lo social
Buenos Aires, 2004

Esta obra reúne una serie de ensayos y artículos que Renato Ortiz –profesor del Departamento de Sociología de Universidade Estadual de Campinas (São Paulo, Brasil) y autor de varios rigurosos estudios sociológicos y diversos ensayos sobre los alcances culturales de la globalización (Telenovela: História e produçâo, Pierre Bourdieu, Cultura e Modernidade, Mundializaçâo e Cultura y Lo próximo y lo distante: Japón y la modernidad mundo)– versiona tomando como base producciones anteriores realizadas en diferentes momentos y publicadas en Brasil en el volumen Ciências Sociais e Trabalho Intelectual (Olho D’Agua, 2002) y en Argentina en la revista Punto de Vista.

Todos los trabajos incluidos en Taquigrafiando lo social convergen en una dimensión común: la reflexión sociológica. El objeto que modela permite analizar bajo una luz particular las trayectorias de Durkheim, Bourdieu y la Escuela de Frankfurt, para luego articularlas de un modo sutil con reflexiones referidas al “color local” de las ciencias sociales en América Latina y, particularmente, en Brasil. La discusión acerca de los estudios culturales latinoamericanos y el homenaje a Octavio Ianni cierran esta construcción cifrada, minuciosa y erudita.

Dar de comer al Santo

El título de este libro evoca a Octavio Ianni, un referente crucial en el pensamiento de Ortiz. Sus imágenes son retomadas por el autor para pensar en las ciencias sociales como una especie de taquigrafía de lo social, un lenguaje menos extenso y más abstracto que permite, a través de un código simplificado y un número de palabras reducido, construir un objeto, operar una traducción.

En este sentido el autor traza una hipótesis fuerte en torno a la constitución del campo de las ciencias sociales recuperando las disputas entre el pensamiento de Durkheim y Bourdieu. En este movimiento se acentúa el contexto en el que estas trayectorias se producen abriendo lecturas originales acerca del peso relativo que han tenido estas matrices de pensamiento al ser transpuestas a los ámbitos académicos latinoamericanos.

Las ciencias sociales «se alimentan del mundo, ese es el material de su existencia» dice Ortiz, pero ¿qué lleva a los investigadores a realizar sus obras? ¿Qué los moviliza? La respuesta está en Ianni, nuevamente, quien suele decir que «todo científico social carga consigo un demonio» que moviliza el pensamiento original y la duda permanente. Por eso para Ortiz hay que «alimentar al demonio, periódica y cariñosamente», a la manera de los fieles del candomblé que dan de comer a sus santos para conservar el axé, la energía vital.

Las referencias a Ianni abren y cierran esta obra. No es casual; el homenaje que le dedica Ortiz pone en valor un modo de hacer ciencias sociales, arriesgado, persistente, enfático, radical.

El trabajo intelectual, afirma, «no siempre es algo simple, requiere disciplina y continuidad». La alerta epistemológica, el distanciamiento, el viaje son fundamentales para toda elaboración teórica. El investigador debe estar siempre presente porque el propio objeto sociológico es histórico y en su cambio permanente «vuelve a los conceptos infieles a sus orígenes».

El aura y la niebla, o la oscuridad del Iluminismo

¿Cómo ingresa la Escuela de Frankfurt en el pensamiento académico brasilero? A fines de los años 60 tiene lugar un movimiento similar al que se produce en otros países, y los postulados de la Escuela se difunden desde una «orientación crítica de la industria cultural y de las artes en las sociedades industrializadas». Este movimiento en el caso de Brasil acontece simultáneamente con la consolidación de su industria cultural, lo cual permite un anclaje inicial mayor.

«Transitando el camino que había inaugurado Weber, la Escuela pone el énfasis sobre los elementos de la racionalidad del mundo moderno para denunciarlos como una nueva forma de dominación» desde una filosofía de la historia que buscará comprender la «racionalidad como previsibilidad y la uniformización de las conciencias». Donde los defensores de la modernidad –en tanto derrota del oscurantismo– ven progreso y desarrollo social, Adorno y Horkheimer ven alineación, individualismo, repetición, desencantamiento. Ortiz señala, asimismo, cómo Marcuse llega a invertir la tesis durkheimiana y se refiere a la «solidaridad mecánica» de la sociedad industrial como fruto de la manipulación organizada.

Advierte, sin embargo, que en las críticas a la industria cultural existe un elitismo frankfurtiano que no está vinculado a una idea elitista de la cultura –como Kultur–, sino que proviene del pesimismo de los autores antes que de una división real entre la mayoría inculta y una minoría privilegiada.

Desde esta negatividad, los únicos conceptos que aparecen con un signo diferente son los de Kultur, arte y teoría crítica. Por esta razón el planteamiento de Benjamín resulta tan distante. En efecto, Ortiz nos recuerda que «Adorno en su crítica al optimismo benjaminiano respecto de la potencialidad de la técnica junto a la obra de arte, en la sociedad industrial, [sostenía que] el aura se transforma en niebla confirmando la venganza de lo profano sobre lo sagrado».

Este cristal resulta insuficiente para mirar los complejos fenómenos que tienen lugar en una sociedad de las dimensiones y la diversidad cultural de Brasil, se muestra asimismo limitado para explicar las complejas relaciones entre cultura y política. Por tanto, Ortiz concluye que a pesar de algunos intentos producidos por los intelectuales de la Escuela de Frankfurt para incorporar una óptica de mayor amplitud, «sus planteos nunca llegaron a constituir un cuerpo teórico capaz de reformular su diagnóstico de la sociedad industrial». Esto ha dificultado la comprensión de la problemática cultural «en un mundo en el que la propia teoría de masas se ha tornado discutible».

Nichos del candomblé

Renato Ortiz abunda en las metáforas acerca del oficio cientista social: aparece así la figura del investigador como un “habilidoso”; un “artesano” capaz de modelar su objeto, de “coser” una tela en la que se van hilvanando conceptos, de oficiar como un “taquigrafista” de lo social… un sujeto que, cual Fausto, debe lidiar con un demonio.

Estos artificios del lenguaje permiten a Ortiz presentar el trabajo intelectual como un permanente modo de desandar y desmontar lugares comunes. Así, sostiene que «el sentido común representa el contrapunto necesario en relación con el cual se elabora el pensamiento sociológico. Él es su polo negativo, el desafío que permanentemente se quiere superar». Despegarse del sentido común implica en cierto modo una alienación, en el sentido de distanciamiento de la realidad inmediata, un viaje a partir del cual todo lo dado se vuelve sospechoso. Pero, en tanto las ciencias no sólo viven de abstracciones, su carnadura institucional y burocrática representa un riesgo permanente sobre el propio campo. En efecto, «muchas veces la dificultad para innovar es resultado de estructuras que privilegian la fijeza en detrimento del riesgo».

Su advertencia se torna crítica radical cuando se refiere al «mobiliario consensuado» que construye el sentido común académico, con conceptos que «a medida que se sacralizan, se tornan arraigados e inmóviles».

Una imagen de cuño antiguo completa esta afirmación: rituales del candomblé. A diferencia de los rituales originarios en los que los esclavos reeditaban prácticas ancestrales como último recurso para conservar sus raíces e identidad, «los nichos del candomblé académico actúan en la dirección opuesta: como en los rituales religiosos, celebran la memoria de lo que se conoce desde tiempo atrás».

Artículo extraído del nº 65 de la revista en papel Telos

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