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La vuelta de la política cultural y comunicativa


Por Ramón Zallo

La vuelta de la Política Cultural se esta produciendo en las dos partes de la locución, como “política” y como “cultura”.

Por el lado de la política, en forma de regreso de las preguntas sobre los límites del poder y la democracia misma, y no sólo en los ámbitos nacionales sino incorporando también el espacio internacional o global. Ello ocurre una vez desgastada la ilusión de que la autoregulación económica, la gestión de la opinión pública y la comprensión del Estado como puro árbitro de intereses, eran suficientes para la gestión de las sociedades.

Es indicativa de esa vuelta de la Política, con mayúsculas, la contradicción surgida entre el pensamiento de la ciudadanía consultada en los refrendos de ratificación del Tratado de la Unión en Francia y Holanda y la clase política (electa o cooptada). Ello promete un debate intenso en el futuro sobre las condiciones de la representación con delegación –en la era del conocimiento y de las uniones supraestatales– y sobre las posibilidades abiertas para la democracia participativa desde una ciudadanía culta y activa que tiene sus propias ideas y su derecho a que se le pregunte por ellas. O sea, empiezan a combinarse política representativa y funcional; política participativa y relegitimadora; y democracia cibernética interactiva y consultiva. Como se ve, la crisis del modelo de construcción democrática de la UE interpela a más temas que a los ritmos, formas y estructuras de la Unión, para invitar a una reflexión más general centrada en la ciudadanía como sujeto y en las posibilidades de nueva “gobernanza”.

Ciertamente aún no se ha dado con los modelos democráticos aptos a una ciudadanía hipercomunicada, que forja sus criterios propios, que tiene estatus diferenciados y es consciente de sus intereses particulares o grupales, que es capaz de votar lo contrario de lo que le dicen los grandes partidos y los medios de comunicación dando, en determinadas circunstancias, sorpresas totales –como la del 14 de marzo de 2004– o arruinando procesos pactados por las elites eurocráticas. En esta época de sobrecomunicación y de información administrada por grandes medios y potentes gabinetes de comunicación, es ya constatable un cambio: vuelve la ciudadanía como sujeto colectivo plural -desplazando en parte al mero elector/número- con capacidad de forjar su opinión desde más fuentes que el masaje mediático y sustituyendo progresivamente al otro sujeto colectivo, la opinión pública (trasunto abstracto y maleable de la opinión publicada) y con nuevas sensibilidades sobre múltiples temas. En cualquier caso, el término “multitud” de Toni Negri y Michael Hardt no es apto para describir ese fenómeno.

Por el lado de la Cultura, se ha producido la revalorización de lo cultural. Se entiende ya la cultura como un humus básico y fermento activo de las sociedades, como el depositario del ser o no ser de las comunidades o las civilizaciones, y no como un dato dado o sobreentendido, o como una variable dependiente de otros ámbitos tenidos hasta ahora por más determinantes (la economía o el sistema político).

Es indicativa de su vuelta la enorme preocupación suscitada por la preservación de la diversidad, por la transmisión intergeneracional, por el desarrollo de la identidad, por la creación propia y por el acceso o la comunicación, y todo ello en la época de la globalización cultural, del unilateralismo, de la mezcla de conflictos geopolíticos y derivadas civilizatorias, de diferenciación entre culturas de Estado y de comunidades…

Batallas por la Diversidad

En el año 2001 la Conferencia General de la UNESCO aprobó por unanimidad la «Declaración Universal sobre Diversidad Cultural». Establecía que «toda persona debe poder expresarse, crear y difundir sus obras en la lengua que desee y en particular en su lengua materna» y a que se «respete plenamente su identidad cultural» y «debe poder participar en la vida cultural que elija y ejercer sus propias prácticas culturales dentro de los límites que impone el respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales». Se era consciente de que el mercado no puede garantizar la preservación y promoción de la diversidad necesaria para un desarrollo humano sostenible y mandataba a la formulación de un instrumento jurídico internacional: una nueva normativa sobre la diversidad cultural. Concebía que los bienes y servicios culturales son portadores de identidad y de valores, y no deben ser tratados como cualquier mercancía, ni cuando lo sean, puesto que su sentido y efectos sociales sobrepasan al puro valor de cambio.

El anteproyecto de «Convención sobre la Protección de la Diversidad de los Contenidos Culturales y las Expresiones Artísticas», a decidir en la 33ª Conferencia General de la UNESCO que tendrá lugar entre el 2 y el 21 de octubre de 2005 en París, es una de las respuestas a ese vacío jurídico y pretende crear doctrina en un tema concreto también para otros acuerdos. Tras sucesivas reuniones intergubernamentales, con muchas diferencias de fondo, lo que se solventa es el derecho de los países a sostener económicamente sus culturas, o a disponer de su propia normativa de propiedad intelectual (autoría y patentes).

Obviamente también están mirando por el rabillo del ojo a la Organización Mundial de Comercio (OMC) que –tras sus fracasos en Seatle y Cancún y modesta reconducción en Roha– reunirá su Conferencia Ministerial (13-18 de diciembre) en Hong Kong, incluyendo temas relativos a servicios y a los productos no agrícolas. También miran hacia el acuerdo que la UNESCO suscribió con la OMPI (Organización Mundial de la Propiedad Intelectual) ante las quejas de algunos portavoces culturales de algunos países no centrales.

Tal y como lo explica Ivan Bernier en su informe de la Segunda Sesión de Expertos sobre el anteproyecto de Convención (www.portal.unesco.org/cultura/es), no está siendo pacífica su elaboración y hay muchos epígrafes irresueltos debido al choque de, al menos, dos concepciones.

Una mayoritaria, orientada a la promoción y protección de las expresiones culturales (obras, servicios…) y abanderada por Francia y Brasil. Ve la mundialización desde el doble ángulo de las oportunidades para las culturas, pero también de los riesgos para la diversidad y desea un tratamiento específico de los bienes y servicios culturales. Busca un equilibrio entre la dimensión cultural y comercial de la cultura. Propugna el respeto del derecho de los Estados a aplicar medidas de conservación y promoción de sus expresiones culturales propias permaneciendo, al mismo tiempo, abiertos a las otras expresiones y a que haya un mecanismo de seguimiento y de solución de controversias.

La segunda concepción, marcadamente antiproteccionista, minoritaria pero liderada por Estados Unidos, Japón y Australia, ve la cuestión preferentemente desde el lado económico, debiendo la UNESCO ceñirse a un papel de defensa genérica de la diversidad cultural y sin condicionar a la OMC, que sería la competente en las cuestiones económicas de la cultura entendida como un producto o servicio como cualquier otro. Tiene serias reservas sobre aspectos importantes del anteproyecto y cuestiona el derecho soberano de los Estados a adoptar medidas para proteger y promover su cultura en su territorio. Considera peligroso que haya mecanismos de seguimiento; no acepta trato preferente para los países en desarrollo, y entiende –contrariamente al actual artículo 20 del anteproyecto y antes de la tercera sesión de expertos– que no sólo la Convención no debe condicionar otros tratados, sino que es la Convención la que se ha de ajustar a otros acuerdos internacionales existentes y futuros. Percibe la convención misma como portadora de objetivos proteccionistas.

Quizás los temas de más fuerte choque sean los relativos al derecho de los países a proteger y promover la cultura y su lengua en su propio país (art. 6) e internacionalmente (arts. 13 y 16), y si la Convención puede o no condicionar los contenidos de los futuros acuerdos de la OMC (art. 20). Ese proyecto de artículo –en el momento de celebrarse la tercera sesión de expertos al menos- decía que la “Convención no modificará los derechos y obligaciones de las Partes que emanen de otros acuerdos internacionales” pero “ningún otro acuerdo internacional modificará los derechos y obligaciones de las Partes establecidos en virtud de la presente Convención”, además de que sus objetivos y principios serían también doctrina para otros instrumentos internacionales (por ejemplo, los derivados de la OMC o de los tratados comerciales bilaterales).

Estos dos últimos aspectos son muy importantes para acotar los límites de los Tratados de Libre Comercio o de las normativas sobre propiedad inmaterial, así como para legitimar la promoción nacional de los sectores de industrias culturales o garantizar la libertad de políticas culturales y lingüísticas de cada país… La delegación de Estados Unidos también lo ve así. Mostrando su estrategia, se ha levantado de la Mesa de la tercera reunión de expertos, reunión de la que aún no había trascendido el resultado documental mientras se escribía este editorial.

Aunque el agente del anteproyecto sean los “Estados Partes”, también se puede deducir que, en el interior de cada Estado, tanto autoridades como sociedad civil de los distintos territorios tienen sus derechos y obligaciones derivadas de los principios de diversidad cultural y de subsidiaridad en la gestión, y que el incumplimiento de sus obligaciones hacia las diversas culturas internas también legitimaría acciones defensivas de éstas.

Si nos fijamos, no es un debate nada alejado del que se produjo en la UNESCO hace ahora 25 años. Las propuestas del Informe MacBride que fueron confirmadas en la Conferencia General de la UNESCO de 1980 en Belgrado y que hicieron resurgir una feroz oposición de Estados Unidos y Reino Unido a posteriori, culminando con su salida de esa institución internacional a la que sólo bastante después regresaron.

Aquellas propuestas tuvieron un gran valor educativo: su pretensión de eliminar los desequilibrios de la información; la reclamación del derecho de las colectividades a participar en los flujos comunicativos o la restricción de los efectos de los monopolios de la información; la defensa simultánea de un libre pero equilibrado flujo de la información y de los programas, así como la pluralidad de fuentes; la apuesta por las libertades generales y las de la profesión periodística para informar desde la libertad de prensa; la necesidad de desarrollo de infraestructuras comunicativas y de industrias culturales propias en los países en vías de desarrollo; el respeto a la identidad cultural de cada pueblo y su derecho a informar desde sus propios parámetros… Ese era el sentido de las once propuestas de la comisión MacBride.

Antes chocaron y ahora chocan intereses y concepciones relativas a la cultura-mercancía-como-cualquier-otra y la cultura-derecho-identidad. Hoy ha cambiado el contexto y sólo en parte los temas. Los conceptos de diversidad, identidades, comunidades, lenguas y religiones enriquecen la percepción de los retos. Ya no es sólo un problema de relación, como antaño, entre estructuras estatales en el flujo de información y de programas en torno al paradigma de la igualdad entre países, valorados por su proximidad a los tres bloques de entonces (Este, Oeste y No alineados). Ahora también se mira hacia dentro (culturas en riesgo, pluralidad cultural en cada país, distintos intereses sobre la comunicación y la cultura, apuestas proactivas por generar sector industrial cultural para el intercambio), pasando a ser la protección e impulso de la diversidad y el derecho a la cultura los paradigmas al uso.

Hacia la Sociedad de la Información para todos

Por decirlo de algún modo, el objeto de preocupación actual no ha sustituido al de la UNESCO de 1980, pero lo ha ampliado desde la Comunicación (el sistema relacional) hacia la Cultura (el contenido y su relación con las personas, acceso e identidad). Ésta es entendida en sentido amplio y dando cuenta de las contradicciones sociales y culturales internas (mestizajes, hibridaciones, análisis en la recepción, reapropiaciones populares de unos medias federadores, nuevas identidades, comunidades reales o virtuales…) y la necesidad de renovadas políticas culturales en las que los agentes (administraciones, creadores, sociedad civil, productoras y usuarios tanto en cada país como a escala global) puedan cooperar en las reglas y para el interés colectivo.

Junto a esa Convención está la Cumbre Mundial sobre la Sociedad de la Información que se desarrolla en dos fases. El organismo de Naciones Unidas encargado de dirigir la organización de la Cumbre es la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT).
La primera fase de la CMSI tuvo lugar en Ginebra, del 10 al 12 de diciembre de 2003. En esta ocasión 175 países adoptaron una Declaración de Principios y un Plan de Acción. La segunda fase tendrá lugar en Túnez, del 16 a 18 de noviembre de 2005.

La declaración de principios abundaba sobre la necesidad de unas TIC universales, accesibles, equitativas y asequibles, con un acceso universal, ofreciendo recursos a los grupos vulnerables y pretendiendo colmar la “brecha digital” mediante la cooperación internacional. Todo ello sin perjuicio de la seguridad de la información y de las redes, la autenticación, la privacidad y la protección de los consumidores. La propiedad intelectual se vinculaba al fomento de la creatividad, la innovación y los conocimientos compartidos. Reiteraba el respeto a la diversidad cultural, religiosa y lingüística (contenidos multilingües) y a que los actores participen en la gestión de Internet.

El Plan de Acción concretaba estos objetivos en forma de recomendaciones no obligatorias sobre temas de financiación o sobre el Fondo Internacional de Solidaridad Digital (1 por ciento de licitaciones de bienes y servicios digitales) y eludía muchos temas como software libre, accesos abiertos, limites de la apropiación intelectual… La fase de Túnez evaluará su aplicación.

Como se ve son dos procesos relacionados. Según se salden, la Convención de la Cultura y Cumbre de la Información, influirán, en general y en cada país, sobre temas como la preservación de la diversidad (un bien global); la promoción de la cultura propia (un derecho particular); la generación de nuevas obligaciones del servicio publico en la cultura-red; la extensión del servicio universal en la era tecno-informacional; la financiación del acceso universal; la refundación de los sistemas públicos radiotelevisivos y el chequeo de los contenidos por Consejos del Audiovisual independientes; nuevos desarrollos adaptados de los derechos de autoría en beneficio de artistas y el acceso de los usuarios; los currículos educativos; las nuevas formas de acceso a la cultura pública y a la comercial desde la extensión del dominio público como clave para la Sociedad de la Información para Todos (y Todas).

Artículo extraído del nº 64 de la revista en papel Telos

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