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Del espectro de Vietnam al espectáculo de Irak


Por Víctor Sampedro Blanco

A partir de los estudios que desmienten el mito de Vietnam, se constata el progresivo control de la información bélica y se detalla el sistema comunicativo interdependiente que funcionó durante la invasión y ocupación de Irak. El control de la información del campo de batalla impide que surjan flujos de información crítica en las instituciones que podrían frenar la guerra.

Rodgers: Las fotos que están viendo son fenomenales. Son imágenes en
tiempo real del Séptimo de Caballería atravesando los desiertos del sur de Irak…
Si vas dentro del tanque, es como subirse a lomos de un dragón. Rugen.
Crujen […]
Brown: ¡Guau, miren ese disparo!
Rodgers: … esto es periodismo y televisión para la historia ( 1).

Vietnam, el mito que viró espectro

El mito de Vietnam, según el cual el antagonismo de los medios norteamericanos forzó la retirada de las tropas estadounidenses, carece de fundamento empírico. Su constante invocación se debe a otros factores. Permite a los periodistas exagerar la trascendencia de su trabajo y esconder sus limitaciones. A las elites políticas y militares les sirve para legitimar el férreo control que han logrado imponer en la información bélica y, en caso de ir mal las cosas, culpabilizar a los medios. El mito de Vietnam es, de hecho, un espectro, que ha servido para consolidar un sistema de explotación mutua interdependiente entre las elites rectoras de la política internacional, las empresas mediáticas y las audiencias. Cada polo recibe algo a cambio. El gobierno apenas encuentra oposición interna o la gestiona con facilidad. Los medios obtienen lucrativas audiencias. Y el info-entretenimiento inunda las pantallas. La censura y la autocensura ya no son imposiciones del poder político-militar. Se han convertido en ingredientes de un menú (des)informativo casi único, que publicita políticas belicistas y alimenta el militarismo deportivo de la población.

Las dos tesis que sostienen el mito de Vietnam son falsas. Ni la cobertura mediática fue tan crítica, ni minó el apoyo a la guerra. Las correlaciones estadísticas que Daniel Hallin (1986) estableció entre información y encuestas resultan contundentes: hubo escasas noticias e imágenes negativas o desmovilizadoras. Esto ocurrió sólo al final de la guerra y su impacto en los sondeos fue nulo. Hallin concluye que los periodistas, en su conjunto, actuaron como propagandistas de la guerra Fría y megáfonos de las fuentes oficiales. Se mostraron críticos cuando pudieron vocear las disputas en (y entre) la Casa Blanca, los Departamentos de Defensa y de Estado, y el Congreso. Oficiales jóvenes, enfrentados con sus mandos al final de la intervención, brindaron información comprometedora. Pero ésta fue publicada poco antes de acabar el conflicto, cuando –según la inmensa mayoría de los estudios– ya era imposible presentar la guerra como limitada, porque la escalada de recursos y víctimas no lograba avances satisfactorios ( 2).

La literatura coincide en señalar que el antagonismo mediático fue proporcional al disenso de las fuentes institucionales. En términos de Hallin, «la ideología del periodismo profesional» acabó implantándose en Vietnam, normalizando las rutinas de imparcialidad y objetividad que aún imperan. La imparcialidad periodística obliga a que los medios adopten un discurso de consenso (Guerra Fría en Vietnam, guerra contra el terrorismo tras el 11-S) mientras las elites no discrepen. Las voces críticas, sin instituciones que las apoyen, son presentadas como minoritarias y radicales. Así los reporteros eluden posibles acusaciones de “derrotismo” y “antipatriotismo”. La segunda norma, la objetividad, impone la primacía de los hechos sobre las opiniones. Buscando legitimidad, el reportero acabará concediendo mayor visibilidad a los “hechos oficiales” (declaraciones, comunicados…) y a los “datos técnicos” (análisis estratégicos, nuevas tecnologías y armamento). En suma, a cambio de un flujo constante de noticias, los reporteros acaban concediendo a las fuentes oficiales y a un reducido círculo de expertos la primacía de establecer el ámbito de debate legítimo.

Estos criterios periodísticos crearon una versión saneada de Vietnam, sin demasiadas víctimas ni horrores. Se evocaba el idealismo de la Segunda Guerra Mundial adaptado al contexto de la Guerra Fría y, sólo al final, cobró protagonismo la oposición interna. El movimiento pacifista fue minusvalorado y marginado por los medios, que recogieron sus reivindicaciones cuando lograron portavoces en las instituciones. Los análisis de Gitlin (1980), Lichty (1984), Patterson (1984), Wyatt (1993) y Zaller (1992) refrendan este análisis. Mueller (1973) precisa que el decreciente apoyo a la guerra coincidió con el aumento de bajas norteamericanas, aunque la percepción pública de las mismas no se pueda atribuir a la cobertura televisiva.

Vietnam, por tanto, no se perdió en los televisores, sino en las instituciones de gobierno y de representación política. Desde entonces «la primera víctima de la guerra es la verdad». Esta frase se ha convertido en arranque común de las crónicas bélicas e implícitamente reconoce sus limitaciones. Más explícito resultaba George Bush, padre del actual presidente de EEUU, en unas declaraciones radiofónicas, tras la guerra del Golfo: «El espectro de Vietnam ha sido enterrado para siempre en las arenas del desierto de la península árabe».

De las Malvinas al supuesto efecto CNN

En las dos últimas décadas se ha establecido un sistema de comunicación bélica en dos frentes. En el frente externo (campo de batalla) se bloquea y gestiona la información, para después pautar con el mayor consenso posible las desavenencias del frente interno: la disputa que los medios pudieran recoger de las instituciones y trasladar a la población. El mito de Vietnam resurgiría de sus cenizas como “efecto CNN” a finales del siglo XX. De nuevo, los estudios empíricos relativizan la autonomía y el antagonismo de los medios. Se constatan dos procesos paralelos: un control creciente de la tarea informativa y su gestión, compatibilizando los intereses de quienes conducen la guerra y las empresas de los medios de comunicación.

En las Islas Malvinas (1982) se normalizó el acceso restringido de los periodistas al campo de batalla. Además, primó el “no comment” de las fuentes militares. El ejército inglés impuso la disyuntiva de un flujo de información favorable o el silencio. El modelo se perfeccionó en las invasiones estadounidenses de Granada (1983) y Panamá (1989), alcanzando el clímax en la guerra del Golfo (1991). Los periodistas fueron organizados en pools: grupos de reporteros guiados por el ejército y previamente seleccionados por el Pentágono entre los medios con mayor audiencia que aceptaban la censura militar. Los periodistas freelance, que no obtenían o rechazan la acreditación castrense, comenzaron a caer víctimas del fuego “amigo”. El fotógrafo de El País, Juantxu Rodríguez, murió por disparos de los marines en Panamá.

El bloqueo y la desinformación parecieron tocar techo en la guerra del Golfo. Apenas una de cada cinco “bombas inteligentes” hizo blanco en su objetivo. La mayoría de los marines murió por disparos de sus filas. Pero esto se supo meses o años después. Las bajas del oponente también se convirtieron en una incógnita: ocultándolas, el enemigo no reconocía su derrota, mientras el Pentágono comenzaba a etiquetar a las víctimas civiles como “efectos colaterales” ( 3). El nuevo lenguaje bélico adoptaba la lógica publicitaria y sustituía a la épica guerrera, ahora privada de acciones heroicas. La enorme desproporción entre los combatientes obligaba a reemplazar lo real por lo virtual. El Pentágono nutrió a los medios, ávidos de imágenes censuradas, con detalladas infografías sobre despliegues de tropas y vídeos de los bombardeos.

Pero lo virtual, además de seducir, debía emocionar. En el periodo prebélico, Kuwait contrató a la empresa de relaciones públicas Hill and Knowlton para que diseñase una campaña que acabó engañando a las principales ONG de derechos humanos y a la propia Organización de Naciones Unidas (ONU). Se imputó a las tropas de Saddam Hussein haber robado las incubadoras de los hospitales kuwaitíes, previo asesinato de los prematuros. La hija del embajador kuwaití en EEUU ejerció de testigo de unos hechos que nunca tuvieron lugar, pero su testimonio precipitó la resolución de ONU que autorizó la guerra. El otro icono bélico resultó también ser pura invención. El cormorán petroleado, supuestamente por la destrucción de los pozos de petróleo, se convirtió en símbolo de los “crímenes de guerra ecológica” de Hussein. De hecho, provenía del hundimiento del petrolero Exxon Valdés en Alaska (MacArthur, 1993). En la guerra del Golfo se aplicó la verdadera lección extraída de Vietnam:

«[M]antener la guerra breve y los medios bajo control absoluto en los días inaugurales. El control total de las imágenes iniciales de la acción militar permite al gobierno crear el marco en el que el público encaje la información posterior. [Después] las severas limitaciones impuestas a los reporteros permiten al gobierno prolongar publicitariamente las acciones militares, hasta que los medios pierden o mudan de interés». (MacArthur, 1993)

El Pentágono, los periodistas y sus empresas tejieron relaciones simbióticas en el Golfo Pérsico. La censura de los pools se compensaba con la promoción profesional que suponía la inclusión de los reporteros en esos grupos. Los medios se aseguraban un flujo informativo constante, aunque limitado, de declaraciones e imágenes con marcado carácter patriótico. Este flujo, además, satisfacía los imperativos de los anunciantes: no asustaba a la audiencia y compartía la retórica patriótica propia de la publicidad norteamericana.

La guerra del Golfo no logró derrocar a Saddam Hussein. La inminente posibilidad de una posterior invasión de Irak sin presencia mediática reunió al Pentágono y a los directivos de los medios. En marzo de 1992 enaltecieron «el reportaje abierto e independiente, como principal forma de cobertura de las operaciones militares estadounidenses». De hecho, evidenciaban la necesidad de desterrar el “no comment” y de intensificar las estrategias simbióticas. No faltaron ocasiones para perfeccionarlas: las operaciones “de pacificación” (Somalia, 1992), “democratización” (Haití, 1994), “castigo de Estados criminales” (Sudán, 1997; Irak, 1998…) e “intervenciones humanitarias” (Kosovo, 1999). En todos estos conflictos la jerarquía castrense contó con los medios para evitar la oposición interna, desarrollar lazos diplomáticos y relacionarse con nuevos agentes (ONG y organizaciones transnacionales) de protagonismo creciente (Moskos y Ricks, 1996).

En Bosnia (1995) se retomó una estrategia empleada en la Segunda Guerra Mundial y que sería potenciada tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 (11-S). Los pools fueron sustituidos por el embedded journalism (literalmente, “encamado”; aunque se traduzca con la acepción de “empotrado”) como única forma de acceso “seguro” al campo de batalla. Los periodistas ya no se encuadran en grupos de reporteros, sino en unidades armadas y, por tanto, están sometidos a entrenamiento y disciplina militares. “Informan” en tiempo real, investidos de la aureola de combatientes, sobre ciertas acciones bélicas en los plazos y términos establecidos por sus mandos. Así los militares cooptan a los reporteros, identificados con sus unidades en el frente. Y en la retaguardia se organizan centros únicos de información, que emiten constantes comunicados, consolidando la única versión disponible. Esta versión se repite al unísono desde todas las instituciones del gobierno.

Las intervenciones posteriores a Vietnam confirmaron que el «ámbito de debate mediático viene determinado por el ámbito de debate en Washington» (Mermin, 1999). El trabajo de Johanna Newman (1996) desterró, al menos en la academia, la versión remozada del espectro vietnamita: el efecto CNN. La hegemonía de la principal emisora satelital actualizó la tesis de que los medios pueden llegar a dictar las intervenciones militares de EEUU. Las imágenes de la hambruna somalí habrían forzado la “intervención humanitaria”, bautizada como Operación Maná. La retirada de las tropas se habría debido a las escenas del cadáver de un marine, vejado por una turbamulta en Mogadiscio. Pero la investigación de Newman cuestiona que los medios exhiban una autonomía suficiente para atribuirles causalidad propia. Confirma lo ya sabido desde Vietnam: el presidente Johnson había sido el verdadero comandante de la opinión pública. Mientras no tuvo oposición en el establishment, los medios no minaron su credibilidad (Baestrup, 1977). La hegemonía de los presidentes para convocar la atención de los periodistas, creando y dando por resueltas determinadas crisis internacionales ante la opinión pública, ha sido confirmada con contundencia (Page y Shapiro, 1992). La panoplia bélica e informativa desplegada en Afganistán e Irak no ha hecho sino aumentar ese poder de “Command and control”.

Espectáculo en Irak 2003

La estrategia actual de gestión informativa logra la cuadratura del círculo: censura y, al mismo tiempo, promociona las guerras con sofisticadas técnicas de relaciones públicas. Para ello “armoniza” los intereses de las elites belicistas, de los medios corporativos y de las audiencias más pasivas. Las estrategias infobélicas se dividen en tres frentes. Por una parte, los líderes políticos endurecen las limitaciones de las libertades civiles y legislan clientelísticamente el mercado mediático. Por otra, las instituciones se erigen en los principales suministradores de (des)información y narrativas épicas, emitidas desde los servicios de inteligencia y centros oficiales. Finalmente, se ejerce presión sobre los periodistas y sus empresas, considerando las lógicas internas del mercado de la información y de la industria cultural. El cuadro ( 1) resume estas actividades; a continuación vemos su aplicación en Irak.

1. Regulación jurídica

La guerra Global Permanente iniciada en Afganistán afirma hacer frente al terrorismo internacional, a las armas de destrucción masiva y a determinados Estados que, según la doctrina de seguridad estadounidense, amenazan el denominado orden mundial. Se impone así la preemptive war (guerra preventiva; más bien, anticipatoria), con alcance global (multiplica sus frentes hasta hacerse ubicua) y de carácter permanente. Sus intervenciones (con)funden labores de espionaje, policiales y militares, en pos de objetivos geoestratégicos, económicos, políticos y “humanitarios”. Los derrocamientos de los gobiernos en Afganistán e Irak y su posterior ocupación significan la superación por la vía de los hechos del marco internacional heredado de la última posguerra mundial. Como constataremos, la Convención de Ginebra está siendo vulnerada en lo que respecta al estatus de los informadores, el tratamiento mediático de los prisioneros, las bajas y las víctimas civiles. En términos de libertades, la Patriot Act extiende la jurisdicción castrense a ámbitos civiles alcanzando, en concreto, al periodismo ( 4).

En este contexto, la regulación del mercado mediático cobra importancia como resorte de presión sobre las empresas de comunicación. Para éstas, según el Center for Digital Democracy, no resultaba fácil separar la cobertura brindada a la guerra del riesgo que afrontaban en junio de 2003 de perder los favores de la Casa Blanca con las nuevas normas de la Federal Communication Commission (FCC). En sintonía con las grandes cadenas, ha potenciado la “liberalización”, rebajando los límites de concentración de la propiedad. Dos de los medios más destacados en el apoyo a la guerra y en perseguir a los periodistas díscolos han recibido sus prebendas. La Clear Channel Communications puede convertirse en un monopolio de hecho en las ondas radiofónicas. Y la Fox TV de Rupert Murdoch accede, por fin, a la ansiada expansión multimedia en EEUU reportando una merma de competencia y pluralismo que es criticada incluso por Business Week ( 5). En suma, la versión monolítica de la guerra precisa monopolios asentados en un “libre” mercado, de hecho cada vez más intervenido según alianzas político-empresariales. El papel desempeñado por la British Broadcasting Corporation (BBC) en el caso Kelly muestra el potencial democrático y opositor del modelo canónico de la radiotelevisión pública y la inanidad de los medios comerciales en este plano.

2. Suministro de contenidos oficiales

Aparte de legislar, los representantes del Estado han actuado siempre como fuentes prioritarias. Los llamados subsidios informativos son los contenidos gratuitos que los gestores proporcionan a los medios, ajustándose a las rutinas profesionales y formatos periodísticos (Gans, 1980). Pero el actual control de la información bélica y su conexión con la doctrina de seguridad nacional y las agencias de espionaje impiden fiscalizar la veracidad de los portavoces oficiales. Éstos han sofisticado sus relaciones públicas y no se limitan a desinformar (privar de información o distorsionarla), sino que también generan guiones noticiosos de victorias bélicas ficticias.

Los recursos propios de la guerra psicológica y contrainsurgente estaban preparados con antelación al 11-S. Pero ya no se dirigen a poblaciones y gobiernos hostiles, sino que también logran afectar el ámbito doméstico. El 19 de febrero de 2002, The New York Times informaba acerca de la creación de la Oficina de Información Estratégica para «desarrollar planes que proporcionasen noticias, incluso posiblemente falsas, a los medios extranjeros». Aunque el objetivo prioritario eran las poblaciones árabes, resulta imposible que las falsedades emitidas por dicha Oficina no acaben por penetrar en los medios occidentales por un trasvase inevitable de fuentes y mensajes. El equipo de los servicios de inteligencia encargado de esta misión fue procesado por el Irangate. Entre sus actividades más recientes figuran haber operado en EEUU durante la crisis de Kosovo, introducirse como periodistas en la sede central de la CNN y haber comprado todas las imágenes disponibles de Afganistán ( 6). Esta colusión entre fuentes del espionaje (sujetas a secreto de Estado) y de la clase política evidencia las actuales dificultades de los periodistas para fiscalizar la veracidad de las informaciones oficiales.

La destreza de los portavoces militares complica aún más las cosas. Los silencios, las distorsiones y, en el fondo, la irrelevancia de los comunicados oficiales intentan compensarse con un flujo intensísimo de declaraciones y comparecencias, sometidas a una cuidada puesta en escena. Se intentan satisfacer así dos normas del periodismo convencional: una gran cantidad de noticias (aunque sean siempre las mismas) y el empaquetamiento formal que encubre su uniformidad. Como resultado, cunden la saturación y el entretenimiendo desinformativo.

El portavoz militar durante la invasión de Irak (el general T. Franks) no comandaba las operaciones, sino que era un simple asistente. Por tanto, no pudo transmitir información “sensible”, desconocida incluso por él. La irrelevancia de sus comparecencias obligó en varias ocasiones a retirar las sillas vacías de los corresponsales ausentes para dar la sensación de lleno en el CENTCOM de Doha. Este centro de comunicaciones se limitó a “informar” sobre los despliegues de tropas y armamento, y a aportar cómputos de víctimas más que cuestionables. Todo ello desde un podio diseñado en Hollywood con un coste de 250.000 dólares. Sin embargo, al menos doce comunicados a la semana alimentaban el ansia de titulares. Las únicas imágenes del frente se redujeron a «visiones nocturnas verdosas, fuego de armamento ligero, misiles de precisión y los reportajes al estilo de Tolstoy de los periodistas empotrados» ( 7). Los portavoces del Pentágono y la Casa Blanca completaron el cerco a cualquier información con datos e imágenes contrarios a la narrativa oficial.

Los datos más sensibles se refieren a las víctimas y prisioneros estadounidenses. Es también la información más controlada, hasta el punto de que no existen imágenes de las numerosas bajas en la llamada posguerra; sólo se emiten las de los iraquíes muertos en “atentados terroristas”. El Pentágono impone un silencio de, al menos, tres días para contactar con los familiares de los soldados norteamericanos muertos y obliga a que cualquier número de bajas sea precedido de la expresión “aproximadamente”. Se ha impedido grabar la llegada de los ataúdes a EEUU. Y existe constancia de las amenazas de los infantes de Marina a los cámaras que filmaban “víctimas colaterales” ( 8).

La censura castrense se solapa con la económica: las televisiones norteamericanas consideran que las escenas demasiado sangrientas alejarían a la audiencia de las pantallas. Las cuatro mayores cadenas vulneran la Convención de Ginebra al difundir las imágenes de los presos de Guantánamo y de los soldados capturados por Saddam Hussein. Mientras consensuaron no emitir las imágenes de las bajas que difunde Al Jazzira, acusaron a la cadena árabe de contravenir lo estipulado en Ginebra y ocultaron sus intentos de llegar a un acuerdo con los medios occidentales ( 9).

La guerra global carece de frentes definidos. Además, evita el choque de tropas mediante la previa aniquilación del enemigo con artillería a distancia y bombardeos. El cortocircuito del acceso al campo de batalla y la uniformidad de las fuentes oficiales privan de los elementos necesarios para elaborar narrativas bélicas atractivas. Tras el 11-S se recabó el apoyo de Hollywood para elaborar la nueva épica guerrera en un momento de fuerte impacto emocional. Afganistán, concebida como operación de venganza, apenas necesitaba más guión bélico que el castigo de los talibanes y la liberación de las mujeres con burka. En Irak, donde había que acabar lo comenzado en 1991, se elaboraron tres episodios ficticios merecedores de mayor estudio: el rescate de Jessica Lynch, la escenificación de la toma de Bagdad y la celebración de la victoria en el portaaviones Abraham Lincoln.

Tras caer en una emboscada, Lynch, una infante de Marina de 19 años, llegó herida a un hospital de Nasiriya el 23 de marzo. El 1 de abril, según el Pentágono, fue liberada por fuerzas especiales tras vencer una fuerte resistencia iraquí. Pero, a mediados de mes, la prensa europea recogía el testimonio de los doctores que la habían cuidado que desmentía la historia oficial. Las tropas iraquíes habían abandonado el hospital cuando llegaron los comandos especiales, apoyados por helicópteros y carros de combate. Durante cuatro horas volaron los accesos del hospital repleto de enfermos y carente de recursos tras doce años de embargo.

En realidad, Lynch había sido ingresada en la mejor cama de cuidados intensivos y recibió transfusión sanguínea de los familiares de uno de sus médicos iraquíes. En su vídeo promocional, el Pentágono censuró que los marines esposaron e interrogaron a los facultativos del centro, violando los acuerdos internacionales. Sólo se difundieron las imágenes que permitían tejer la historia de un heroico rescate, dando lugar al proyecto de una futura película (10). Las palabras del médico que atendió a Lynch pudieron leerse en The Times: «Hay dos caras de los americanos. Una es la libertad y la democracia, y dar caramelos a los niños. La otra es matar y odiar a mi gente. Así que estoy muy confundido. Siento pena porque nunca volveré a ver a Jessica de nuevo, y me siento feliz porque ella está feliz y ha vuelto a su vida en casa. Si le pudiese hablar le diría: Felicidades» (11).

Tras demonizar al enemigo era preciso celebrar la victoria. Algo que resulta difícil en una guerra que se reclama sin tregua ni batalla final. Los errores estratégicos y los costes humanos que acarrean son ocultados (12), mientras que la escenificación del triunfo angloamericano se realizó en dos entregas. La destrucción de la estatua de Saddam Hussein en el centro de Bagdad simbolizó la toma de la ciudad y el supuesto fin de las operaciones bélicas. La bandera norteamericana que “por error” tapó durante un tiempo la cabeza del dictador fue sustituida por la iraquí. Quizás no fuera una equivocación, sino el intento de satisfacer a dos audiencias diferentes, la estadounidense y “la del resto del mundo”. La puesta en escena resulta obvia si se considera que los periodistas sobrepasaban con creces al escaso centenar de bagdadíes; cercados, además, por tanques que custodiaban los accesos de la plaza (13).

La segunda entrega triunfal consistió en la proclamación oficial de la victoria. Se filmó en un portaviones situado a 50 kilómetros de la costa; sin embargo, G. W. Bush descendió de un helicóptero con atuendo de piloto y una pancarta de fondo que rezaba «Misión cumplida». Según The New York Times, el coste de la producción ascendió a un millón de dólares y fue coordinada por el director de Comunicaciones de la Casa Blanca. Los escenarios y mensajes subliminales fueron competencia de un ex-productor de la cadena ABC. Las cámaras y la iluminación corrieron por cuenta de un profesional “prestado” por la NBC. Un ex-cargo de la cadena Fox se había adelantado en busca de decorados, ángulos de filmación y figurantes, preparando los ensayos y la coreografía. Este mismo equipo había generado las imágenes de la Cumbre de las Azores, que dio lugar al inicio de la invasión (14).

3. Control y presión sobre los periodistas

La intimidación de los reporteros occidentales independientes y de los medios “hostiles” (la televisión iraquí y las cadenas árabes por satélite) provocaron un vacío informativo, antes del “asalto final” al régimen de Bagdad. Esta campaña militar es la primera que considera “objetivo legítimo” a todo aquel periodista o medio que no se encuentre entre las filas del ejército atacante; sin necesidad de demostrar que sirvan a intereses militares hostiles. En paralelo, el frente interno asistía a la movilización de la audiencia norteamericana, como si de reservistas se tratara, para acallar a los periodistas díscolos. El control informativo y la producción de ficciones en el campo de batalla se complementan con procesos paralelos en la retaguardia doméstica.

El Pentágono reconoce: «Necesitamos contar los hechos –buenos o malos– antes de que otros inunden los medios con desinformación y distorsiones». Sin embargo, la información negativa fue retenida a los periodistas empotrados durante 149 días en Afganistán. Algunos fueron encerrados en un almacén de Kandahar para que no filmasen las bajas norteamericanas. Y las crónicas de la masacre de Mazar el Shariff sólo surgieron de los periodistas que trabajaban por su cuenta. Más de 600 reporteros empotrados acompañaron la invasión de Irak. Pero su verdadera condición, según la fuente que aporta estos datos, es la de “paralizados”. Tras el bombardeo del mercado de Bagdad, imputado a las tropas de Hussein, fue un conocido freelance británico, Robert Fisk, quien encontró la numeración de los misiles estadounidenses entre los restos de la tragedia. Esto explica que, en caso de duda, a los reporteros se les aplique el dictum de la guerra global: conmigo o contra mí (15).

La cooptación de los periodistas empotrados se convierte en coacción de los independientes, considerados unilaterales (unilaterals). Nunca murieron tantos periodistas en tan poco tiempo (veinte días) como en Irak: nueve reporteros (dos de ellos españoles) y un auxiliar; dos informadores desaparecidos y diez heridos. «Tres de los muertos lo fueron por fuego de las tropas ocupantes: uno jordano, en el bombardeo de las instalaciones, perfectamente identificadas, de las televisiones árabes Al Jazzira y Abu Dhabi; y dos, un español y un ucranio, en el ataque de un blindado estadounidense al hotel Palestina, ocupado pacífica y notoriamente, por periodistas de todo el mundo» (16).

Una semana antes de la muerte de José Couso en el hotel Palestina, las bombas estadounidenses habían eliminado la televisión iraquí bajo la orden de “command and control”. Así se comandó y controló la realidad mediática de la semana de mayor conflicto, del asalto final y de la inmediata posguerra. (Ya en Kosovo había sido bombardeada la televisión de Belgrado sin que, como estipula la legislación internacional, se probase su uso militar y no meramente propagandístico). Las ONG y las asociaciones de periodistas denuncian estos ataques como posibles crímenes de guerra, que convierten a los empotrados en los únicos informadores, reconocidos como tales.

La hostilidad del Pentágono también incluye acusaciones de antisemitismo, cobardía, egoísmo y prepotencia; dirigidas contra las líneas editoriales de los medios europeos que se mostraron más hostiles a la invasión de Irak (17). El tono se eleva y se convierte en boicot y sabotaje en el caso de los medios árabes; sobre todo, la cadena Al Jazzira. Una televisión que, según el Christian Science Monitor, actúa como sus competidoras estadounidenses, pero en otro contexto: intenta reflejar el punto de vista de su público, desde el pluralismo y la crítica a los regímenes árabes no democráticos. De hecho, Al Jazzira ha sufrido la represión de los dos bandos beligerantes: dos de sus reporteros fueron expulsados por Sadam Husein; su corresponsal en España ha sido encarcelado preventivamente y el Consejo de los 25, que dirige la reconstrucción de Irak, le impide cubrir sus ruedas de prensa (el veto se extiende a la cadena Al Arabiya). Al Jazzira no es, según el Christian Science Monitor, más belicista ni oficialista que los medios privados de EEUU. Como éstos, practica «una objetividad adaptada a la sensibilidad de sus audiencias» (18).

La otra cara de los subsidios (des)informativos es la estrategia de retroalimentación (feedback) negativa a los periodistas. Si los únicos inputs son los comunicados y las puestas en escena de las fuentes oficiales, la respuesta de la audiencia se gestiona con habilidad para fomentar su patriotismo y exacerbarlo contra informadores derrotistas o díscolos. En Vietnam se había constatado que las imágenes de bajas militares y víctimas civiles afectaban, ante todo, a los propios combatientes y a sus familias. Son, por pura lógica, los más afectados por los contenidos más violentos. En la guerra del Golfo ya se había logrado «alejar a los grandes medios del examen de las razones de fondo la guerra, con una política de relaciones públicas dirigidas a las emisoras y los periódicos locales, más sensibles a la demanda de noticias con interés humano. Al mismo tiempo, se intimidaba a los equipos de investigación de los grandes grupos de comunicación con llamadas a sus oficinas comerciales que cuestionaban el patriotismo de los reporteros más escépticos» (O’Heffernan, 1996).

En Irak se ha intensificado el suministro de historias personales sobre los combatientes. En esa lógica se inscribe la publicación de cartas dictadas desde el frente por los mandos militares, pero firmadas por los infantes de Marina (19). Además, se instiga a la audiencia para que presione a los medios disidentes mediante las nuevas tecnologías. Tras la masacre de las Torres Gemelas, los medios más cercanos al gobierno (Clear Channel y Fox News) organizaron envíos masivos de cartas, mensajes electrónicos, faxes, llamadas telefónicas y concentraciones ante los medios y los hogares de quienes desafiaban la línea oficial. Se inutilizaron las vías de comunicación (y, por tanto, de trabajo) de algunos periodistas. Otros abandonaron sus medios, vieron huir la publicidad de sus programas o fueron eliminados de la programación. Campañas semejantes se extendieron al ámbito de la cultura popular, con el boicot y destrucción pública de las obras de ciertos artistas (por ejemplo, los CD del grupo country Dixie Chics).

En suma, los medios convencionales instrumentalizan las nuevas tecnologías para limitar la participación de la audiencia a papeles estereotipados, cuya principal función es promocionar y legitimar los contenidos mediáticos (Sampedro, 2003). Por ejemplo, a pesar de su carácter testimonial, apenas se recogen los interesantes contenidos de las weblogs de disidentes iraquíes (deslegitimados como fuentes árabes) y de los escudos humanos (calificados como “criminales de guerra” por el Pentágono). El espectáculo desinformativo exhibe el juego de los profesionales de la guerra para jalearlo como un buen patriota o un hooligan. Son los dos papeles representables en el marco del “militarismo deportivo”; que, según la sociología militar, ha reemplazado al militarismo clásico (Shaw, 1991). La desaparición de la leva obligatoria conlleva que la inmensa mayoría de la población no se socialice ni participe directamente en la institución militar. La sofisticada tecnología y la gestión mediática reclaman para las guerras una mirada espectacular y competitiva. El nivel de implicación de la ciudadanía resulta, por tanto, semejante al de una hinchada de teleespectadores frente a su equipo.

Durante Vietnam miles de jóvenes norteamericanos, ante la posibilidad de ser movilizados, en lugar de sumarse a filas suscribieron el pacifismo que alimentaba la contracultura rock. Encarnaron en Woodstock a los hooligans antisistema, situados en las antípodas de las audiencias patrióticas convocadas por el ultranacionalismo conservador tras el 11-S. En el siglo XXI la posterior mercantilización (y trivialización consiguiente) de los contenidos más transgresores de la cultura popular impone la censura de mercado. La cadena musical MTV, con alcance global y versiones locales en todo el mundo, retiró los vídeos que incluían ciertas temáticas (guerra, soldados, bombas… malestar social); proscribiendo cualquier imagen, broma o comentario sobre el conflicto. Las normas corporativas, enviadas a todas las emisoras, incluían un listado “no exclusivo” de vídeos a censurar (20). No es de extrañar que, para hacer frente a la popularidad de las cadenas árabes por satélite, EEUU haya lanzado una cadena propia, dirigida especialmente a los jóvenes árabes, para imbuirles los valores de consumo occidentales.

El espectáculo (des)informativo se completa con la autocensura corporativa de la industria cultural. Los contenidos saneados e incruentos de los telediarios deben converger en un flujo de entretenimiento y ficción, cuya asepsia la dictan los cánones no escritos de lo políticamente correcto; una expresión que se revela empíricamente como lo que fluye sin problemas en la estructura y las parrillas de programación de los medios corporativos. Los ejemplos se multiplican por doquier. Varias películas de Hollywood eliminaron las Torres Gemelas del skyline de Manhattan, otras fueron retiradas del mercado por su similitud con la tragedia del 11-S. Una vez celebrada la “victoria” de Bagdad, Madonna logró estrenar el videoclip de su último disco cargado de militarismo explícito. Tan polisémica como en el resto de sus obras, congregó a patriotas y a disidentes; algo que, desde luego, no pretendía Jimmy Hendrix en Woodstock con su versión antibelicista del himno de EEUU.

Conclusiones

La búsqueda de máximas audiencias conduce a estrategias simbióticas entre las elites belicistas y los medios convencionales. Se impone así un sistema de cooperación interdependiente, basado en las lógicas e intereses institucionales más asentados. Quien lidere el uso de la fuerza, con el control informativo del campo de batalla y su traducción consensual en el frente de las desavenencias domésticas, puede presentar una visión de los hechos que se ofrece como única. La censura ya no necesita imponerse desde fuera, sino que se convierte en autocensura. Dicha autocensura se deriva de los riesgos físicos de los reporteros de guerra independientes, de los incentivos profesionales para los periodistas empotrados y de la presión que legisladores estatales y anunciantes ejercen sobre sus empresas. Los límites a la libertad de expresión se imponen no sólo por la fuerza, sino sobre todo por el atractivo que la (des)información oficial y su puesta en escena publicitaria despiertan en las audiencias más pasivas.

El modelo comunicativo del elitismo institucional, propio de las democracias occidentales, se acerca bastante al del elitismo puro, propio de los autoritarismos, cuando la seguridad nacional es puesta en entredicho. En otro lugar (Sampedro, 2000) hemos definido un régimen de elitismo puro cuando el poder político consigue el silencio o la marginación de la disidencia, basándose en la coacción y la represión de los comunicadores. El elitismo institucional, en cambio, se distinguía por primar la representación de las elites políticas, aunque sometiéndolas a cierto grado de fiscalización, necesario para que los medios mantuviesen su legitimidad como elementos de control del poder ante la audiencia. Las autocensuras se debían, como en el modelo bélico que hemos expuesto, a la colusión de intereses entre las elites y los medios corporativos: maximizar audiencias.

En casi todos los países y durante los periodos de conflicto tras el 11-S, los programas televisivos de entretenimiento sufrieron fuertes pérdidas de audiencia frente al auge de la demanda de telediarios (Becker, 2003). Los dirigentes bélicos y de las empresas de comunicación han aprendido a colaborar para alimentar el “militarismo deportivo” de la población en sus roles más pasivos. Acaparan legiones de fans que, por un lado, votan y pagan los impuestos bélicos, mientras que, por el otro, aumentan las cuotas de audiencia. Fomentan las reacciones de los hooligans más patriotas y condenan como antipatriotas y antisistemas a quienes con su protesta deslucen el espectáculo desinformativo. Sin embargo, la propia lógica institucional de los medios abre fisuras en ese modelo tan cercano al elitismo puro.

Los medios de comunicación corporativos no han podido ignorar la “opinión pública global” que se congregó en las calles con mensajes antibelicistas (21). Aunque hubieran sido convocados por medios alternativos y las nuevas tecnologías, representan una audiencia potencial nada desdeñable. Dicha población encara, al menos con escepticismo, la visión amable de una ocupación militar que está evidenciando la falsedad de sus motivos, la confusión de objetivos y unos costes crecientes, en términos económicos y de vidas humanas. Las críticas lanzadas por los candidatos demócratas a la Presidencia de EEUU y los expertos militares han comenzado a empañar la visión triunfalista de la guerra contra el terrorismo. Las encuestas, que evidencian que la mitad de la población estadounidense reclama el regreso de las tropas, aumentarán la receptividad mediática a las fuentes críticas (22). El aumento del número de bajas y su encubrimiento serán más difíciles de mantener si crece el disenso entre las elites norteamericanas. La pregunta reside en si los conflictos actuales han de mostrarse tan crueles y estériles como lo fue Vietnam para poder desmontar el espectáculo desinformativo.

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Artículo extraído del nº 64 de la revista en papel Telos

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Víctor Sampedro Blanco