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Telebasura y ética de la comunicación


Por Hugo Aznar

El texto crítica el éxito reciente de algunos discursos populistas que vienen asimilando el funcionamiento de la política democrática y la programación televisiva. Frente a ellos se plantea la duda sobre si las preferencias que mide la audiencia son verdaderamente libres y propias de los individuos y se recuerdan las exigencias normativas de los medios y profesionales de la comunicación.

Sinergias crecientes entre democracia y televisión

Últimamente asistimos al éxito de algunos discursos simplistas que asimilan el modo de tomar decisiones y de justificarlas en dos ámbitos sociales bien distintos: el de la programación televisiva y el del sistema democrático. Obviamente estos discursos no se refieren al funcionamiento institucional de la democracia como régimen político, pero sí –y ellos mismos la fomentan– a la percepción popular de lo que puede significar tomar decisiones en una sociedad democrática. Los paralelismos entre estos dos ámbitos sirven para establecer sinergias crecientes entre ellos y para favorecer préstamos mutuos de legitimidad. Así, cuando se trata de justificar la programación televisiva se hace cada vez más en términos de su carácter democrático, en el sentido de que responde a las preferencias de la audiencia. En la dirección opuesta los políticos recurren cada vez más a la legitimidad y los recursos que asociamos con los índices de popularidad y de éxito propios de la cultura de masas.

Ciertamente la concepción de democracia manejada aquí es una concepción empobrecida. Se trata de una democracia puramente ¿preferentista? y ¿agregativa?, tal y como se plasma en el modelo de los sondeos de opinión: se pide a los individuos que manifiesten su preferencia particular respecto a una cuestión; se suman estas preferencias y se concluye que la decisión más democrática, y por tanto la mejor, es la que responde a la preferencia mayoritaria. La legitimidad de este modelo se pretende basar en la idea de que no caben los juicios previos de valor, que todas las preferencias son equivalentes y que lo más objetivo y neutral es limitarse a sumarlas para obtener resultados agregados que reflejen el sentir colectivo.

Los estudiosos tanto de la política como de los medios han acuñado toda una serie de términos para llamar la atención sobre estas sinergias crecientes entre la televisión y un concepto empobrecido de democracia. Así, el Consejo de Europa se ha referido a la “mediocracia” (Aznar, 1999b); Lawrence Grossman, antiguo periodista y directivo de la televisión estadounidense, a la “república electrónica”, o Giovanni Sartori (1998) a la “videopolítica” y a la “sondeocracia”. Comentaré muy brevemente dos de estos términos, especialmente útiles para lo que aquí planteamos.

El predominio político de la «democracia de audiencias»

El primero es el término “democracia de audiencias” propuesto por Bernard Manin (1998). Este autor estudia la democracia representativa moderna y señala tres fases diferentes por las que ésta habría pasado: a) el parlamentarismo del siglo XIX, b) el sistema de partidos de masas dominante en el siglo XX y c) la “democracia de audiencias”, nacida a finales del siglo pasado y con visos de dominar el recién iniciado. Con esta última denominación Manin quiere reflejar la creciente interrelación entre el sistema político democrático y el modelo de las audiencias televisivas. Hay varias razones que contribuyen a que éste sea el modelo dominante en un futuro inmediato:

1) A nivel político, por la crisis de las ideologías. Esta crisis favorece el desdibujamiento del perfil de las propuestas políticas, lo que, unido a la complejidad creciente de nuestras sociedades, hace poco productivo plantear programas políticos detallados. Frente a los grandes proyectos programáticos de otras épocas, se tiende a un ejercicio discrecional de la política. Como resultado disminuye el peso de las ideologías de los partidos y aumenta, en cambio, el protagonismo de los líderes y su capacidad para ganarse la confianza del público.

2) A nivel sociológico, desde los años 70 habrían comenzado a dejar de funcionar las correlaciones entre clase social y voto que manejaba la ciencia política (y que se suponía, además, que eran estables de por vida). En las últimas décadas se habría constatado un perfil más variable de los votantes; por ello mismo, también más permeables. Así se tendería a ver a los votantes cada vez más como una audiencia a la que ganar mediante campañas específicas, con reclamos estrella como la seguridad, la economía, el paro, etc. En vez de compromisos y vínculos fijos, se establecería con este nuevo público (audiencia) una relación más flexible, usando los índices de popularidad y los sondeos de opinión para conocer en cada momento su estado de ánimo.

3) Por último, las razones comunicativas: los procesos electorales y el ejercicio mismo de la política cada día están más influidos por los medios de comunicación social, con la consiguiente ganancia de peso de los recursos e imperativos de la comunicación mediática y el marketing electoral. La privilegiada posición de control que ostentaban antes los ideólogos y funcionarios de partido estaría siendo progresivamente sustituida por la de los expertos y asesores de comunicación.

Estaríamos por consiguiente inmersos en una tendencia (muy clara ya en EEUU) a asociar cada vez más democracia y sistema de audiencias. Se trataría de conocer y modelar las preferencias del público mediante sondeos y campañas, proponer un líder y unos programas ajustados a esas demandas, todo ello gestionado por asesores de comunicación, en un entorno dominado por el protagonismo de la televisión. Tendríamos de este modo, por el lado de la política democrática, un deslizamiento hacia el modelo propio de las audiencias mediáticas.

El predominio mediático de la «democracia semiótica»

Significativamente, por el lado de los estudios de comunicación de masas encontramos un planteamiento similar aunque de signo inverso. A la hora de elegir y justificar los contenidos de los medios se da una creciente apelación a supuestos democráticos basados en la mera agregación de las preferencias de la audiencia. El término de referencia en este caso es el de “democracia semiótica”, resultado de las posiciones revisionistas de izquierdas incorporadas a los Cultural Studies que aparecen en Gran Bretaña a lo largo de los años 80. Los planteamientos de izquierdas (de modo destacado la Escuela de Frankfurt) habían sido tradicionalmente muy críticos con la cultura de masas, demandando una cultura alternativa, ajena a los imperativos del capital y los entramados de la sociedad industrial avanzada y capaz de promover la emancipación del público. Sin embargo, los promotores de los Cultural Studies, reclamándose igualmente progresistas, adoptan un planteamiento que estiman menos elitista: insisten en el carácter activo de la audiencia y en su capacidad para reinterpretar los mensajes mediáticos. No hay necesidad de promover intencionalmente la autonomía de la audiencia puesto que ésta ya lo es; conclusión que parecía seguirse de los estudios de recepción en los suburbios de algunas ciudades industriales británicas de series televisivas protagonizadas por ricos. Con independencia de los contenidos e incluso de las supuestas pretensiones manipuladoras de los emisores, los receptores serían capaces de reinterpretar los mensajes recibidos.

Las consecuencias de este planteamiento han resultado singularmente paradójicas. La celebración de la autonomía (casi del buen juicio natural) de las audiencias sustituyó a la más sesuda y elitista crítica de la industria cultural que había venido realizando la izquierda tradicional. Y en la medida en que se acentúa la capacidad de la audiencia para reinterpretar los mensajes, disminuye la necesidad de discriminar cualitativamente o incluso de criticar los contenidos emitidos. De manera que deja de ser relevante determinar que un contenido mediático es mejor que otro: caso de poder hacerlo, resultaría superfluo ya que todo depende en última instancia de la interpretación de los receptores. He aquí la clave de la “democracia semiótica”: el receptor se hace soberano (como el consumidor en el mercado o el votante en las elecciones) y nadie tiene derecho a cuestionar las elecciones que haga la audiencia por sí misma.

Lamentablemente, un entorno donde los criterios cualitativos se vuelven irrelevantes y donde no hay razón para discriminar entre contenidos es el terreno abonado para que acaben imponiéndose los criterios cuantitativos. Lo correcto es lo que el público quiere y para precisarlo no hay mejor indicativo que los índices agregados de sus preferencias: los índices de audiencia ( 1). Es así como el dominio incontestable del mercado ha resultado paradójicamente avalado por una propuesta antielitista y progresista, originalmente de izquierdas. Otorgaban así el visto bueno al dominio del mercado precisamente quienes más debían habérsele opuesto.

La irrelevancia de establecer criterios para considerar mejor una programación que otra, la satisfacción de la audiencia como principio rector y el interés económico de llegar a la mayor cantidad de público posible –lo que suele conllevar un descenso del nivel de los contenidos (Aznar, 1999)– se conjugan para conducirnos irremediablemente a una cultura televisiva degradada. Una televisión que, sin embargo, puede aportar argumentos a su favor: al fin y al cabo se trataría de una programación antielitista, democrática y que daría al pueblo lo que éste pide. En el marco de esta “democracia semiótica”, el vínculo entre democracia y televisión tiende a adquirir el peor de sus perfiles al avalar los contenidos más zafios mediante el voto popular del mando a distancia, al vincular refrendo popular y telebasura ( 2). ¿Quién se atreve a objetar semejante democracia televisiva?

Telebasura y democracia es precisamente el título de una reciente obra del filósofo Gustavo Bueno que viene a avalar este vínculo. Sin entrar a valorar lo que un texto así representa en la trayectoria intelectual de su autor, lo cierto es que en él defiende abiertamente el vínculo entre mercado, telebasura y democracia, y lo considera incontestable a partir de la legitimidad de la última. La telebasura no es objetable porque es democrática: «En una democracia hay que aceptar sin duda, como un postulado (…) que el pueblo tiene siempre juicio al elegir. Y según esto habrá que decir, no solamente que la audiencia (…) es causa de la programación, sino también que es responsable de ella. Dicho de otro modo: que cada pueblo tiene la televisión que se merece». Por si esto no bastase, además tampoco cabe criticar esta televisión (degradada) puesto que nadie dispone de la autoridad para decir que algo es mejor o peor: «nos parece intolerable el proceder de quienes, erigiéndose en perros guardianes de la ortodoxia democrática, como si fueran conocedores de la esencia moral del género humano, pontifican sobre lo que debe o no debe ser la ‘televisión democrática’» (Bueno, 2002).

En la posición de Bueno se plasman los reduccionismos que indicábamos antes: el de una democracia reducida a puro ¿preferentismo?, a democracia de audiencias; el de una crítica de los contenidos sustituida por el voto del mando a distancia, por una “democracia semiótica”. Ambas parecen conjugarse para hacer incontestable el reinado vulgar de la telebasura. Con ello el vínculo entre democracia y televisión o, peor aún, entre democracia y telebasura no sólo se hace común entre quienes se benefician de él –como empresarios, profesionales y demás personajes habituales de este tipo de productos– sino que además se escucha en boca de intelectuales o dirigentes políticos con escaso sentido de la responsabilidad.

Resulta urgente contestar a estos reduccionismos que hacen un gran daño a la cultura de la sociedad y que podrían acabar haciéndoselo también a su política ( 3). Esta contestación debe realizarse en las dos direcciones en que funciona el reduccionismo. En el plano político, recordando que democracia significa mucho más que sumar preferencias a la hora de tomar decisiones; cuestión de la que no nos ocuparemos aquí. Y desde el campo de la comunicación recordando que cabe discriminar entre preferencias y que por supuesto que existen criterios para considerar unos contenidos preferibles a otros.

Las preferencias deben ser informadas

A la hora de extrapolar la legitimidad del sistema democrático (obviamente en su versión reducida, es decir como simple cómputo de preferencias) al campo de las audiencias conviene recordar algunos requisitos relevantes. En primer lugar se requiere que las preferencias de la gente que se contabilizan sean propiamente suyas. Así, no podría considerarse válido un resultado que no fuera fruto de la decisión libre de los individuos.

Para que una decisión sea libre se requiere, en primer lugar, que sea voluntaria, es decir tomada sin coacción. Pero no es suficiente con esto: una elección podría ser voluntaria y sin embargo estar tan determinada o influida por otros factores que no pudiera considerarse como verdaderamente libre. Es lo que ocurre cuando elegimos engañados: tomamos la decisión voluntariamente, pero bajo unas condiciones en las que nadie diría que esa elección es libre. La preferencia resultante de un engaño responde en última instancia a la voluntad de quien nos engaña y no a la nuestra. La ventaja del engaño (o de la falta de información) sobre la coacción es que encima creemos que estamos eligiendo libremente cuando en realidad no es así.

Los sistemas basados en la elección de los sujetos requieren, por tanto, que su decisión sea verdaderamente libre y no simplemente voluntaria. Así, el sistema democrático establece ciertos procedimientos destinados a promover la autonomía del voto individual. También el mercado exige ciertas garantías para que la decisión del consumidor no sea manipulada por una oferta o una publicidad engañosa. Se trata de evitar los condicionantes extrínsecos demasiado fuertes y garantizar así un mínimo de información a la hora de establecer la propia preferencia. ¿Existen garantías similares en el sistema de audiencias?

Tomar conciencia de lo que puede influir en nuestras decisiones es una primera garantía para prevenir esa misma influencia. En el caso de los medios de comunicación y especialmente de los audiovisuales –donde la mediación técnica es esencial– esto significa que el público debería conocer los recursos técnicos y de otro tipo –como el marketing, la autopromoción, etc.– que pueden condicionar, sin saberlo, su decisión. Por poner sólo un ejemplo: deberíamos estar informados de que la velocidad de sucesión de las imágenes actúa como un mecanismo de atracción de la atención, que se puede explotar para inducir a creer que un contenido televisivo es más atractivo que otro. De este modo un recurso puramente técnico como acentuar los efectos lumínicos o sonoros acaba sustituyendo el esfuerzo de elaborar un guión o un contenido más interesante o mejor. Pero también debería saberse que forzado en extremo este recurso puede producir –como ya ha ocurrido en alguna ocasión en Japón y Gran Bretaña– ataques de epilepsia fotosensible entre el público, sobre todo entre el de menor edad. ¿Qué elegiría entonces el público si supiera esto?

Para considerar libre una elección también hay que disponer de una cierta gama de alternativas y que éstas se presenten de forma transparente, sin manipulaciones ni condicionantes previos. Si el margen de elección ha sido fuertemente restringido de antemano (distribuyendo de una manera u otra los recursos, seleccionando determinados contenidos, etc.) o condicionado mediante decisiones previas (la principal de todas, situar los programas en unos horarios u otros), no se puede afirmar que el público elija libremente, aunque lo siga haciendo voluntariamente entre la gama (restringida y condicionada) de opciones que se le ofrecen. Ciertamente es el público el que hace zapping, pero dentro del margen establecido por unas decisiones previas de los programadores tan determinadas que llamar libres a las elecciones que hace el público con su mando resulta poco ajustado a la verdad.

También es especialmente relevante a la hora de considerar libre una decisión el conocer sus efectos y repercusiones. Y no sólo a corto plazo y para quien elige, sino en un plano más amplio. Esto se puede aplicar, por ejemplo, a las preferencias relativas a películas violentas, de las que existen fundadas sospechas de que acaban influyendo en el sentir colectivo de la sociedad. Es absurdo que nos digan que estas películas no tienen ninguna influencia los mismos empresarios que viven de la inversión de miles de millones en publicidad para influir en la gente. Y junto con el de la violencia hay otros efectos relativamente documentados, como el efecto Werther, el incremento de la anorexia y otros trastornos alimentarios, el aumento de la agresividad y la mala educación infantil, etc., provocados o favorecidos por los medios, especialmente la televisión. Todo lo cual la inmensa mayoría de la audiencia simplemente desconoce. ¿Puede decirse entonces que sus elecciones son libres careciendo de información acerca de sus posibles efectos? Para responder basta con recordar las actuales exigencias informativas relativas a los efectos del tabaco (que hacen que la elección de fumar sea más libre) y compararlas con lo que afirmaban las tabaqueras hace un par de décadas atrás.

De todo esto se sigue que los índices de audiencia puede que respondan a las preferencias voluntarias del público, pero también que están muy lejos de reflejar sus elecciones libres. De hecho, cuando se hacen estudios cualitativos o investigaciones mediante encuestas, los resultados son muy distintos de los que arrojan los audímetros. Al valorar estos resultados los gestores de las televisiones nos dicen que el público miente al contestar a las encuestas o que tiene vergüenza de reconocer lo que ve (lo cual ya es un buen indicador de la calidad de lo que se emite). Con ello, el ejercicio de cinismo de los responsables de las televisiones llega a su máximo: resulta no sólo que los gustos televisivos de la audiencia son pésimos, sino que, además, el público tiene complejo de culpa por ello y miente.

Cabe interpretar los resultados de estas encuestas de forma distinta: estas respuestas directas expresan mejor las preferencias libres del público, a diferencia de las preferencias manifestadas a través del mando a distancia, que están fuertemente condicionadas por factores extrínsecos (además de dudosamente calculadas, cosa en la que ahora no entramos). En tal caso ¿por qué considerar las preferencias calculadas por los audímetros como las verdaderas y en cambio las que la gente expresa directamente en las encuestas y los estudios cualitativos como las falsas? ¿Será porque las televisiones ganan mucho más con las primeras? En una sociedad neoliberal podemos entender que los empresarios de la televisión quieran hacer negocio fácil con la telebasura sin reparar en sus consecuencias; pero lo que constituye un ejercicio de hipocresía imperdonable es que encima afirmen que toda la responsabilidad de esta situación la tiene la audiencia.

Exigencias normativas de la comunicación

Supongamos, pese a todo, que un público consciente y bien informado siguiera prefiriendo ver los programas de peor calidad. En una sociedad democrática y abierta habría poco que objetar a esto, sobre todo desde un punto de vista estético o cultural. Sin embargo, esto tampoco significa que se pueda emitir cualquier cosa. Incluso en un escenario así hay que recordar que existen claros límites a lo que puede emitirse, límites que no tienen nada de subjetivo ni son mera cuestión de gustos.

Para empezar conviene recordar que los sistemas sociales no siempre actúan correctamente (ni por tanto son más democráticos) por dar al público lo que éste pide. Consideraríamos no sólo injusto sino absurdo un sistema sanitario que destinara más fondos a tratamientos contra la caída del cabello o para el mantenimiento de la figura por tratarse de preferencias muy comunes y que abandonara en cambio el cuidado de los enfermos de esclerosis múltiple por ser una ínfima minoría. Algo similar podría decirse de un sistema educativo que atendiera sólo a las preferencias de los educandos (habitualmente, no tener que esforzarse); o una justicia que se pareciese a los antiguos linchamientos, de gran éxito popular. Los sistemas sociales actúan correctamente (y bien entendido, también democráticamente) no cuando responden a las preferencias mayoritarias del público, sino cuando establecen criterios propios para guiar su actuación cualificada. Visto así, la legitimidad de su labor tiene que ver con el cumplimiento de las exigencias normativas internas propias de la función que realizan. Algo similar ocurre con la comunicación: también los medios cumplen una función social y, como otros sistemas, cuentan con sus propios criterios normativos y bienes internos. Por tanto, es absolutamente falso que no existan criterios para discriminar entre contenidos mediáticos. Y también es falso que estos criterios sean puramente subjetivos o fruto del designio de los profesores de ética y otros iluminados similares, como parece sugerir Gustavo Bueno. Más bien reflejan el acuerdo de quienes realizan esta labor comunicativa acerca de cuál es el mejor modo de llevarla a cabo y cuáles son los criterios y valores que la deben guiar; todo lo cual se recoge en numerosos códigos éticos de la comunicación aprobados por los propios profesionales de esta actividad ( 4).

En este sentido, un componente esencial de la formación de quienes se preparan para trabajar en los medios es precisamente conocer las exigencias normativas de su labor. Los profesionales de los medios no sólo deben aprender las técnicas que les permitan satisfacer las demandas del público (o las de quienes los contratan), sino ante todo deben conocer los criterios morales y jurídicos que deben guiar su labor cualificada: los contenidos propios del derecho y la ética de la comunicación. De manera muy resumida (tanto como para que su desarrollo constituya la materia completa de sendas asignaturas de las titulaciones universitarias de Ciencias de la Información o de la Comunicación) se pueden mencionar los grandes epígrafes que agrupan estos criterios normativos:

1) Para empezar, los profesionales deben aprender a discriminar entre las preferencias cualificadas y no cualificadas de los destinatarios: es decir, aprender a discriminar entre el interés del público –un concepto sociológico, puramente estadístico que refleja aquellos contenidos que interesan al público pero que carecen de cualquier legitimidad normativa para ser satisfechos, como por ejemplo conocer la vida íntima de alguien– y el interés público –un concepto normativo que trata de indicar aquellos asuntos que deben constituir el centro de atención de una sociedad y que los medios tienen la obligación inexcusable de cubrir adecuadamente, sea cual sea la cantidad de gente interesada en ellos–.

2) Deben aprender a reconocer las situaciones especiales que puedan plantearse, caracterizadas precisamente por el hecho de que las preferencias de unos pocos por recibir unos determinados contenidos deben anteponerse a las de cualquier otra mayoría. Un debate parlamentario, un especial informativo con motivo de un atentado, información sobre una epidemia, etc., deben anteponerse a otros contenidos aunque la demanda de estos últimos sea mucho mayor. Un buen profesional será precisamente quien sepa reconocer y reaccionar con prontitud ante tales situaciones.

3) Deben atender a los grupos de especial protección, sobre todo los menores (pero no sólo: también las personas mayores, los colectivos minoritarios, las mujeres en determinados casos, etc.), que deben tener trato prioritario frente a las demandas de otros. Un buen profesional debe tener presente estos colectivos y estar familiarizado con las exigencias éticas y jurídicas que su especial tratamiento demanda.

4) Deben conocer y respetar los derechos personales que puedan verse afectados por la comunicación (como los del honor o la intimidad, por ejemplo). Lejos de tratarse de consideraciones subjetivas, el respeto de estos derechos fundamentales está contemplado como límite de la libertad de expresión en la propia Constitución.

5) En último lugar, un verdadero profesional estará comprometido con la promoción de los valores de la comunicación (paz, tolerancia, respeto mutuo, educación, etc.), tal y como están proclamados y recogidos en la mayoría de los códigos de ética de la comunicación existentes.

Sólo la ignorancia, la irresponsabilidad o el interés de algunos pueden explicar entonces que se afirme que no existen criterios para discriminar entre unos contenidos y otros. Como hemos indicado, algunas de estas exigencias aparecen incluso en la propia Constitución, en otros casos se encuentran en los desarrollos legislativos referidos a la televisión. Y nunca faltan en los muchos códigos de ética de la comunicación existentes.

Conclusiones

Todo esto condensa (aunque por supuesto no agota) el aspecto normativo que debe acompañar en todo momento el funcionamiento de los medios de comunicación en una sociedad democrática como la nuestra. Confundir aquí (como en la mayoría de las otras esferas sociales especializadas) lo más democrático con la satisfacción de las preferencias mayoritarias de la gente es un ejercicio irresponsable de populismo, útil eso sí para legitimar las impresionantes ganancias que algunos están cosechando con el zafio negocio de la telebasura.

Conviene tener presente todo esto en un contexto donde se nos invita a considerar que todo vale igual, que sólo cuentan nuestras preferencias espontáneas y que, por tanto, cabe meter en un mismo saco democracia y telebasura. Basta pensar siquiera brevemente en aquellos que han luchado y perdido la vida por defender la democracia y la libertad de expresión para lamentar profundamente que se asocie la libertad con la telebasura, la democracia con el zapping. Confundir y mezclar estas cosas no puede hacer ningún bien a nadie, salvo a los pocos que obtienen beneficios de esa triste confusión sin reparar en el daño que están haciendo.

Bibliografía

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————– : Ética y periodismo, Paidós, Barcelona, 1999.

————– : «Vigencia, actualidad y sentido de los códigos éticos del periodismo», en Asociación de Editores de Diarios Españoles, Libro blanco de la prensa diaria 2002, AEDE, Madrid, 2002.

————-: «Naturaleza de la comunicación audiovisual: ´Todo por la audiencia´», en AGEJAS, J. A. y SERRANO, F. J. (coords.): Ética de la comunicación y la información, Ariel, Barcelona, 2002, págs. 55-74.

BOURDIEU, P.: Sobre la televisión, Anagrama, Barcelona, 1997.

BUENO, G.: Telebasura y democracia, Ediciones B, Barcelona, 2002.

CURRAN, J.: «El nuevo revisionismo en los estudios de comunicación: una reevaluación», en CURRAN, J. y otros (comps.): Estudios culturales y comunicación, Paidós, Barcelona, 1996, págs. 383-415.

MANIN, B.: Los principios del gobierno representativo, Alianza, Madrid, 1998.

SARTORI, G.: Homo videns. La sociedad teledirigida, Taurus, Madrid, 1998.

Artículo extraído del nº 63 de la revista en papel Telos

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