E
El transformismo televisivo o la crisis de lo real (de lo informe a lo deforme)


Por Gérard Imbert

La televisión se caracteriza por la turbulencia de sus formas, por su capacidad de trans-formar la realidad: el transformismo televisivo es un jugar con las formas, en particular el mostrar, hasta caer en lo grotesco. Traduce una fascinación por lo deforme, una duplicación de la realidad, mediante imitación o simulación, que conduce a la transformación de la realidad en su doble.

Introducción

La televisión es, hoy día, al margen de su valoración moral como producto comercial (“telebasura”), un discurso simbólicamente denso, que recoge obsesiones y representaciones flotantes; como tal, es un reflejo de la realidad social –pero no fiel sino más bien deformado y a veces engañoso– que nos informa, aunque sea subliminalmente, sobre los cambios en la sensibilidad colectiva y revela unos cambios profundos en el estatus de lo real.

Espacio de condensación del imaginario social, la televisión funciona como lugar de identificación primaria, de tipo indicial, emotivo –espacio de lo hipervisible (Imbert, 2003)– pero también de proyección de pulsiones “inconfesables” –espacio de visibilización de lo invisible–, donde confluyen dudas, contradicciones, que se resuelven en permanentes tensiones entre pulsiones contrarias; por eso lo he calificado de espacio ambivalente, que se mueve continuamente entre lo eufórico y lo disfórico, entre la realidad y la ficción.

Pero es un discurso estéticamente pobre, aunque aquí también se desenvuelve en la ambivalencia –la coexistencia de formas, formatos muy diferentes, a veces opuestos o caracterizados por su hibridación– que sufre, en todo caso, una mutación de sus formas narrativas, con una hibridación de géneros y la aparición de nuevos formatos. Ahí están los reality shows, talk shows y concursos de nueva generación, y la emergencia de un tipo de realidad que se sitúa a mitad de camino entre el documento sociológico y el relato de ficción. Dichos formatos son los que más recogen todos estos cambios de contenido y de forma, con una interrelación estrecha entre ambos niveles.

También padece una evolución de las formas comunicativas, con la promoción de un nuevo “sujeto televisivo”, la modificación del contrato comunicativo que une espectador y medio –el espectador elevado a categoría de actor, protagonista del “juego” televisivo– y la aparición de una nueva forma de realidad: la “telerrealidad”.

I. Lo informe como nueva forma de realidad

La realidad televisiva que muestra la neo-televisión no se corresponde con una imagen estable de la realidad, sino que se caracteriza por la irrupción de contenidos inauditos, que buscan el impacto, son factor de desequilibrio, con un desplazamiento de los límites de lo representable (sobre todo en torno a referentes fuertes como son el sexo, la violencia, la muerte); se define también por la turbulencia de las formas, por su inestabilidad. De ahí su capacidad de mutación, de transformarse radicalmente, de crear realidad ex nihilo.

Seguramente esta inestabilidad de las formas remite a una incertidumbre profunda en cuanto a los contenidos (que es la incertidumbre misma que pesa sobre el presente, la hipoteca que recae sobre el futuro en la cultura postmoderna). La “crisis de lo real” tiene sin duda que ver con el ocaso de las ideologías, el “fin de la historia” que pregonan algunos, por lo menos en términos imaginarios.

La fragmentación postmoderna es fruto de estas fisuras en las grandes representaciones colectivas, de la pérdida de unidad en la visión del mundo por una parte: pérdida de la continuidad en la representación de la historia (el no-future de los años 70), pero también en los discursos, en el relato en particular (con relatos cada vez más polifocalizados, correspondientes a modelos dialógicos, de multivocalidad). De ahí el cariz serial, recurrente y a menudo redundante, de la realidad ofrecida por la televisión: lo mismo pero continuamente trans-formado, maquillado, travestido: es lo que llamaré el transformismo televisivo…

¿De dónde procede esta capacidad de producción de la realidad patente, por ejemplo, en los programas tipo “Gran hermano”? Es achacable a su carácter informe (o amorfo): la ausencia de formas narrativas pre-establecidas; se deriva de una desestabilización de las formas que favorece una polivalencia de las mismas, el que las fronteras entre géneros ya no sea tan nítida y que surjan otras formas narrativas de manera “espontánea”, que no obedecen a ningún esquema previo, que reflejan una forma de cotidianidad propia del medio.

Lo informe está relacionado, pues, con esta trans-formación del medio (estos cambios de forma):

– La tendencia a la redundancia, estética de “lo mismo” -como la he llamado- o efecto de redoble, que se complace en la repetición, la hipervisibilidad, conforme a un modelo de la serialidad: la serie como modelo de representación de la realidad, puesta en perspectiva de la narración, de acuerdo con un modelo abierto, que puede evolucionar, morfológicamente hablando, sobre la marcha.

– La reflexividad, con una inclinación hacia la auto-referencia, el pastiche, la parodia, patente también en la afición a la imitación (humoristas), al travestismo (el disfrazarse de mujer, tan de moda últimamente), la inclinación a la cita y a la auto-cita (el zapping: la televisión que se mira a sí misma).

– La creación de una realidad sui generis, creación del propio medio, que se “autonomiza” de la realidad objetiva y se impone como referente, constitutivo de una verdadera actualidad (la actualidad rosa) que rivaliza con la actualidad seria y da pie a un metadiscurso (comentarios, cotilleo).

Lo informe es, desde esta perspectiva, un jugar con las formas, no sólo hibridándolas, sino también rebotando sobre ellas, retomándolas en forma de pastiche, reelaborándolas. Es por otra parte un quedarse en ellas, explorando las superficies, aunque se pretenda bucear en las profundidades del alma humana. Es un detenerse en la forma-ver: una forma de voyeurismo, de “morbo”, como se dice (¿qué es el morbo sino un recrearse en el ver?, cuanto más prohibido, mejor).

Simulación, al modo del reality show, imitación, reelaboración son otras tantas maneras de jugar con la realidad misma: con su producción y su trans-formación, la transformación de la realidad en su doble…

II. La transformación de los modelos narrativos

Si tienen tanto éxito los números de “imitadores”, si domina tanto el transformismo, como forma de expresar la realidad, si se multiplican los programas de “telerrealidad” y de zapping, es a la luz de esta simulación de realidad. La televisión, omnipotente “máquina de visión”, es un descomunal instrumento de fabricación de realidad, pero no tanto de una realidad referencial –que funciona mediante imitación de la realidad objetiva (la de la información, del ámbito de lo reproductivo, del orden de lo mimético)–, sino una realidad del orden del simulacro, de tipo cibernético, del ámbito de la reconstrucción experimental (como se habla de experimento de laboratorio, de simulación de vuelo o reconstrucción al modo policial).

Todo cuanto ocurre en la “telerrrealidad” es de ese orden: la reconstrucción de los hechos a la manera del reality show de primera generación, la creación de una intimidad fabricada por los programas “de realidad” tipo “Gran hermano”, la ilusión de cotidianidad en las sitcoms, la producción de un espacio artificial en los juegos-concursos, muy notable en los de supervivencia, a mitad de camino entre espacio geográfico –con su exotismo– y espacio mítico con un envite simbólico, casi metafísico –el evitar metafóricamente la muerte, el jugar con el accidente– o simplemente mágico (la conquista del objeto mágico).

En estos programas, la “realidad” es producida –temática y formalmente– por el medio, objeto de manipulación: definida por las reglas del juego y constantemente posguionizada por los productores del programa. Manipulación, en el sentido de la semiótica, es un “hacer-hacer”, la manifestación de un “destinador” (Greimas) que “orienta” el relato. Es una realidad del orden de lo narrativo, pero no un relato convencional, de tipo realista, sino un relato postmoderno, al estilo de un juego de rol, que se modifica sobre la marcha y permite una interacción, que proyecta al espectador-jugador dentro del juego.

Hay una informalidad narrativa –de contenidos y formas– que es una de las claves de la fascinación que ejerce la “telerrealidad” y que está vinculada con varios factores:

1) La ausencia de “direccionalidad” y linealidad (por lo menos aparente), debido a la falta de esquema narrativa previo, dando la ilusión, en los reality shows de segunda generación (Big Brother y secuelas), de que la “historia” se desarrolla naturalmente, por sí sola, de que “esto es la vida”, como decía (¿ingenuamente?) Mercedes Milá en la primera versión de “Gran hermano”, de que es un fragmento de cotidianidad. Funda el primer mito de la neo-televisión: el de la transparencia.

2) La hibridación total en cuanto a géneros: estos programas toman prestado de géneros que no tienen nada que ver entre sí, oscilando entre dos polos extremos: lo informativo-documental y lo ficticio-narrativo. No es una ficción creada ex profeso, producto de la imaginación de un creador único; es una ficción engendrada por el propio medio, reflejo del imaginario social: de las obsesiones colectivas, de la pulsión escópica que nos lleva a adentrarnos cada vez más en lo invisible, a saltarnos todas las reglas sociales (el recato, el pudor). Es una realidad anónima: que no tiene nombre (indefinida), cuyos héroes son gente común, no famosos, y que no es producto de un autor particular sino que la televisión misma se erige en autor, auctoritas, instancia garante de la realidad del mundo.

3) La informalidad temporal: la naturaleza atemporal de estos programas, que se desenvuelven en un tiempo no delimitado y la capacidad que tienen también de durar indefinidamente, de poder regenerarse, creando así una ilusión de cotidianidad. Es el segundo mito de la neo-televisión: la cercanía.

4) Por fin, la impresión de interactividad: de que el espectador participa en esta elaboración/creación, con una confusión de las instancias espectador-autor (el espectador erigido en juez de la historia –autor por delegación– mediante votaciones, llamadas telefónicas o vía Internet), con el subsiguiente emborronamiento del acto de recepción-percepción, la ilusión de que estamos “dentro” de esta realidad, de que no hay mediación, dándonos la ilusión de actuar sobre la realidad como demiurgos. Es el tercer mito de la neo-televisión: el de la participación.

III. La imitación o la duplicación de lo real

Frente a la enorme insatisfacción producida por la realidad objetiva –la de la información, la del discurso político– el medio televisivo ofrece sus alternativas formales de realidad: la duplicación es una de ellas, como una forma de redoblar la realidad y, al mismo tiempo, de distanciarse de ella, de protegerse contra las agresiones del entorno público. No se trata, sin embargo, de rechazar lo real, sino de crear un referente interno, propio del medio –ahí está la “telerrealidad”–, «no para negarse a percibir lo real, escribe Clément Rosset (1976), sino para desdoblarlo». Cuando lo real estorba, se le pone aparte, en una «respuesta a mitad de camino entre la aceptación y el rechazo rotundo: que no dice ni sí ni no a la cosa percibida, o más bien se le dice a la vez sí y no», sigue este autor. Así es como había analizado la primera versión de “Gran hermano”: ni realidad auténticamente verdadera ni relato del todo ficticio, sino… todo lo contrario (Imbert, 2001).

Sin la representación, sin su reflejo, en forma de espejo, el original se difumina, el objeto se extingue o empobrece, deja paso a la muerte, que no es sino la muerte del referente. La repetición colma el vacío dejado por la carencia de un presente pleno: «La repetición –dice Derrida– como ausencia sin fin de cualquier presente verdadero». Es interesante la tesis del filósofo Clément Rosset al respecto, ese “ver doble” al que conduce el desgaste de lo real y de su representación, esa obsesión por el doble porque sola la realidad no existe, necesita ser refractada, duplicada; solo, el sujeto no existe, necesita ser reflejado; de ahí esa función especular que cumple el medio, más allá de lo espectacular. Como he analizado en El zoo visual (2003), el sujeto televisivo es un sujeto desdoblado y la neo-televisión opera este pasaje de lo espectacular a lo especular.

Ahí están las diferentes maneras de “contestar” a lo real: la duplicación de lo real en los guiñoles; la imitación humorística de la realidad en los programas de entretenimiento; el cotilleo, la “información” rosa como “otra” realidad en los talk shows; la repetición de las tomas como recurso técnico-narrativo de rebote sobre lo mismo, que le da otro sentido a la realidad mostrada: que transforma, por ejemplo, en los programas de vídeos domésticos, lo trágico en cómico o que incide en una visión accidental de la realidad con la repetición de las jugadas violentas en el fútbol; o el mimetismo con los famosos en los números de imitación con su efecto redundante, de realce de las “pequeñas diferencias” con la realidad (Carlos Latre en “Crónicas marcianas”).

La imitación es rebote sobre lo real, lo toma como pre-texto; es duplicación de realidad, es decir, un rivalizar con la realidad, un competir con ella para de alguna manera superarla, captar/desviar la atención hacia el “teatro de lo real”. La espectacularización de la realidad operada en el reality show se inscribe en esta lógica de la simulación, de la reconstitución, basada en el déplacement, creando una ilusión de realidad; como en el universo onírico, la ilusión parte de un no querer-ver una realidad (mediante su invisibilización) para hipervisibilizar otra que compite con ella. Es una forma de negociación: más que denegación, es una transformación de la realidad, un corte con lo real para recrearse en su doble.

La agresión emana de la realidad misma: es “lo real” lo que amenaza el sujeto (González Requena, 1988). Lo real molesta, causa mal-estar, por lo que se desplaza el umbral de tolerancia de lo real: el sujeto televisivo es un sujeto fragilizado, continuamente protegido ante la amenaza “exterior” y la televisión es cada vez menos la “ventana al mundo” que fue hace unas décadas, y más una protección contra el mundo mediante la generación/simulación de otros mundos posibles del orden de lo virtual. Pero estos mundos no son ni los de la Utopía ni tampoco la ficción pura; son mundos empapados en la realidad sociológica pero que, como sistemas narrativos, son de otro orden.

La caricatura obedece a la misma lógica, facilita el descubrimiento de la “otra cara” de la realidad –su cara oculta, o perdida, su “parte maldita” incluso– «ayudándonos –como escribe Maffesoli (2002)– a entender que si el individuo puede ser reducido a la unidad, la persona, en cambio, no puede serlo». Pero es, al mismo tiempo, una manera de protegerse contra la otredad y, mediante la teatralización, de objetivar –cuando no exorcizar– el miedo a lo otro.

Es la paradoja del doble: es “él” y, a la par, “otro”; por ello es a menudo más fascinante que el original. Todo esto produce una “puesta a distancia” de la realidad, que se ve cuestionada, desalojada por su doble, como desplazada mediante una transformación lúdica, como ocurre con la utilización de la cámara oculta.

Es lo que ocurre en la “telerrealidad” donde los “programas de realidad” tipo “Gran hermano” llegan a crear una realidad sui referencial que ya no tiene nada que envidiar a la realidad exterior y se sustituye a ella, alimentando una especie de actualidad paralela que nutre las conversaciones del día siguiente. También pasa, en grado menor, con las sitcoms (comedias de situación) en las que se pretende ser, en un alarde de hiperrealismo, “más real que lo real”, creando “signos de realidad” (Barthes), que eclipsan la realidad objetiva, que sirven a su vez de modelo de realidad, inspirando modas, comportamientos, formas de hablar…

Inclusive la importancia dada a los sucesos, en las noticias de actualidad (seria y rosa), en los reality shows, constituye, mediante una atención a lo “minúsculo”, una protección contra los hechos mayúsculos –el acontecimiento como amenaza que pesa sobre lo real– y los pequeños accidentes inmunizan, de alguna manera, contra la catástrofe, la amenaza del accidente irreversible.

«Los sucesos recogidos en la ‘prensa sensacionalista’ –escribe Michel Baglin (1998) al respecto– si sacan su materia prima de la realidad, también protegen de ella al lector. Su uso social es precisamente transmitirle que el yo no es otro y que ese rostro angustiante y trágico del mundo no le afecta realmente, no es sino espectáculo, para darle más picante a lo cotidiano. Esto sólo les ocurre a los demás, se dice uno, para convencerse de que sigue en el ruedo. Pero no se cree del todo en ello y los sucesos llegan a ser una pantalla más».

El zapping, por fin, es otra manera de rebotar sobre la realidad y de eludirla, ya no desde el referente sino desde la recepción del mensaje y su posterior reelaboración al modo de la cita, del collage: el fragmento (la cita) se erige en programa y crea su propio referente, que no es sino la televisión misma.

Con esto la realidad demuestra su inestabilidad: la imitación revela la capacidad que tiene el significante de cambiar de referente, pudiendo ser el mismo actor el intérprete de diferentes personajes y papeles (realidades). También queda al descubierto su relatividad: en esta carrera de la imitación, el doble puede valer tanto como el original, o más incluso. En Estados Unidos, por ejemplo, las campañas son más seguidas a través de los late shows y programas de humor que a través de los programas de debate propiamente político, que tampoco abundan mucho…

Es más, se ha desgastado el original, de tanto (re)producirse en el espacio mediático. Hoy la copia vale tanto como el original (Verdú, 2003) y los imitadores revivifican los modelos, vuelven más “humanos” a los famosos, los desmitifican en los programas de cotilleo, devolviéndoles su condición de (tristemente) humanos, devorados por las pasiones más triviales.

IV. La de-formación: el efecto distorsionante

En el pastiche (la imitación de un estilo de la mano de los humoristas) o la caricatura (la sátira, con fines cómicos como en “Las noticias del Guiñol”) se llega a un grado más de distanciamiento. Con los imitadores travestís, se produce una hipertrofia de la transformación, una forma de “duplicación transformada”, que establece una doble distancia: la del humor y la del disfraz, amén de un juego con el rol sexual, que nos sitúa en un código basado en el exceso, la saturación, rayano en lo grotesco. Hay, en estas exageraciones –y en otras, propiamente neo-barrocas– un efecto de distorsión que traduce una degeneración deliberada de las formas representativas: tanto narrativas como estéticas y comunicativas.

«Por barroco –escribe Calabrese (1987)– entenderemos, en cambio, las ‘categorizaciones’ que ‘excitan’ fuertemente el orden del sistema y lo desestabilizan, por alguna parte, lo someten a turbulencias y fluctuaciones y lo suspenden en cuanto a la capacidad de decisión de los valores». Esta fluctuación afecta tanto a los géneros (con la subsiguiente hibridación de géneros y formatos) como a los códigos, con una tendencia a mezclar registros: el drama con la comedia (la “dramedia”), la tragedia con lo cómico (lo tragicómico).

Sin duda hay aquí una inclinación a la exageración, a la saturación –una inflación de formas– propia de una nueva sensibilidad, una tendencia, partiendo de formas, géneros y formatos estándar, a producir “formas informes”, que dan lugar a todas las transformaciones. La de-formación es una de ellas: lo deforme en sentido literal, físico, como la presencia del enano Galindo en “Crónicas marcianas” –un “marciano” más dentro de esta galería de personajes extravagantes–, o los polémicos enanos introducidos por Kilo Legard en su programa “Un, dos, tres”.

Pero la deformación es también, en sentido figurado, una tendencia a la exageración de rasgos, a la caricaturización de la realidad y de los sujetos. “Crónicas marcianas” está íntegramente basada en esta deformación de rasgos, extendida además al lenguaje, con la utilización teatralizada del insulto: Matamoros es excesivamente malo, cínico, demoledor de los demás, en especial a través de sus defectos físicos; Boris es supergay, locamente loca, hiperteatral, barroco en su lenguaje; Galindo consciente y deliberadamente circense; Carmen Hornilla, además de malísima –mala por antonomasia–, tiene un aspecto físicamente desagradable, es odiada por todos, sabe hacer daño por donde más duele, etc.

¿Dónde reside la gracia, entonces? Ciertamente no en su aspecto agraciado, sino en su des-gracia, el que se sitúen al límite de lo humano, en su aspecto casi irreal, aunque con constantes referencias a la realidad “social” (la actualidad rosa), en un jugar a ser malos, hasta la monstruosidad. El conde Lequío sería, dentro de esta tipología de lo deforme, una especie de prototipo de la frialdad, de la sistemática descalificación del otro. Las sucesivas conductoras del programa “El rival más débil” son unos monstruos de sadismo calculado, excelsas en el arte de la humillación, de la degradación. Se sitúan todos más allá del modelo, son casi “superreales”.

Los objetos tratados en muchos programas derivados de la “telerrealidad” tampoco escapan a este tremendismo: desde los asuntos de incesto, sadismo, violencia doméstica, crímenes contra natura de reality shows y talk shows, hasta la crudeza de los cotilleos en torno a los escarceos amorosos de los concursantes de “Gran hermano” u “Hotel glam”… Hay una especie de bestialidad de la naturaleza humana que sería aquí como el simétrico inverso de la humanidad de los animales sabios de las fábulas de Esopo o de La Fontaine: una anti-moralidad sistemática, que les da constantemente la vuelta a los valores éticos, para situarse en un carnaval de actitudes estrafalarias, fuera de lo común, y al mismo tiempo terriblemente representativas de los defectos humanos, pero como amplificadas, deformadas por el modo de mostrar y de decir. Esto incide también en una desestabilización de los valores, con una confusión entre lo bueno y lo malo, lo eufórico y lo disfórico, lo bello y lo feo.

Por fin, la deformación está en un cierto exhibicionismo, consistente en exacerbar no sólo rasgos sino también actitudes, un exagerar la apariencia, como para corresponderse con el código del exceso, de lo espectacular, constitutivo del lenguaje televisivo; es patente en la estética de muchos personajes femeninos que intervienen en talk shows y late-shows, seguramente por mimetismo con el look de las famosas, al límite de la caricatura: un exceso en el vestir, en el maquillaje, que hace de ellos personajes casi fellinianos a veces, representantes de una hiperfeminidad, no tan alejada, al fin y al cabo, del travestismo; esto es, una hipervisibilidad de los rasgos propios del género femenino, pero con una exageración tal que les hace parecerse a unas drag queens. La mujer, entonces, es su propia caricatura, lo mismo que el travestido es una caricatura de mujer.

El transformismo, en el sentido cabaretero de la palabra –como hoy el fenómeno de las drag queens– es precisamente un jugar con los signos de lo real, con los códigos, los géneros, un prestarse al look: un “hacer de” mujer, dentro de una estrategia de las apariencias –basada más en la verosimilitud que en la verdad–, una inversión de signos, sin que esto coincida forzosamente con la identidad, con ser un invertido; que, incluso, mediante la exageración de rasgos, el barroquismo de los signos –su cariz extravagante– rompe con toda credibilidad, le da deliberadamente la espalda a la realidad objetiva y a la imitación mimética.

Podríamos ver, en esta deformación, una influencia del modelo de las “folklóricas” (o ex algo): un modelo atemporal de feminidad, que se niega a padecer los estragos del tiempo, que se conserva más allá de los avatares de la vida (es decir, todo cuanto compone el universo narrativo de la prensa rosa: bautizos, bodas, engaños, separaciones, operaciones de cirugía plástica). El exceso es como una vacuna contra el tiempo, enmascara su degradación, la anula visual y simbólicamente; exceso que también se traduce en el hablar, en una especie de impudor (aquí también una no-aceptación de los límites sociales), en una seguridad, un aplomo psicológico, a menudo contradictorios con las críticas y mofas de las que son objeto los famosos por parte de algunos animadores de programas rosas.

Hay, en esta exhibición del cuerpo y de la intimidad, una saturación sígnica, que hace de la neo-televisión un verdadero “zoo visual” (Imbert, 2003), algo profundamente grotesco, del orden de lo barroco, deliberadamente al margen del equilibrio, algo desmesurado, desproporcionado, casi “fuera de lugar”, que remite a otra dimensión, en particular en términos de recepción del mensaje. Estamos aquí más allá del realismo: hiperrealismo, estética de lo deformación, ¿respuesta por exceso de las formas a la carencia de contenidos, a la pérdida de realidad?

V. Lo grotesco, lo kitsch, lo freak: la parada de los nuevos monstruos

¿Cuál es la clave del éxito de tantos programas? Indudablemente es su función especular, consistente en remitirle al sujeto constantes representaciones de sí mismo, en sus aspectos tanto visibles (hipervisibles incluso, de acuerdo con una estética de las apariencias) como invisibles (secretos, intimidades, tabúes). Pero es conforme a una representación no mimética de la realidad sino deformada desde el punto de vista de la forma –valga la redundancia– que obedece por consiguiente a un código que mucho tiene que ver con lo grotesco.

«Es grotesco –escribe Pavis (1998) al respecto– todo aquello que resulta cómico por un efecto caricaturesco, burlesco y extraño. Lo grotesco es visto como la deformación significante de una forma conocida y reconocida como norma».

Lo grotesco ha funcionado históricamente, dentro de la evolución de los grandes géneros literarios, como contrapeso contra la estética de lo bello, de lo sublime; ha ocurrido así con la revolución romántica, que ha introducido una ruptura con el equilibrio clásico, con las constricciones operadas por las reglas formales y, sobre todo, con la idea de buen gusto; todo ello compensado por una atracción hacia lo insólito, el detalle sorprendente, lo desproporcionado (lo que rompe el equilibrio), dándole una importancia notable al sentir, en detrimento de la racionalidad.

Manera de apartarse en apariencia de la realidad para volver con más fuerza a ella, lo grotesco procede mediante “rodeo”: un alejarse para apreciar mejor la auténtica realidad, un recurrir a la caricatura para captar la realidad presuntamente profunda; pero, muy a menudo, se queda en la pura mostración, en lo hipervisible, más del lado del pastiche que de la caricatura, y se estanca en la repetición de lo mismo aunque sea con otras formas, fomentando lo que he llamado “una cultura del cachondeo”, complaciéndose en la burla indiscriminada. Incluso un programa como “Crónicas marcianas”, que pudo aparecer en sus comienzos como una alternativa crítica al modelo Pepe Navarro, incide en un voyeurismo disimulado bajo los ropajes de la denuncia, en una estética de lo kitsch, mezcla de lo sensacional con lo cursi.

Lo kitsch podría ser, desde esta perspectiva, la última respuesta a la pérdida de credibilidad del discurso público, la reformulación (nueva forma) de una cultura popular para la sociedad postindustrial. Analizando el fenómeno desde un punto de vista histórico, J. M. Maravall (1975) hace remontar el surgimiento del fenómeno kitsch al siglo XVII, con la irrupción, en un contexto de crisis social, de poblaciones campesinas en las ciudades y la demanda de nuevos productos de consumo cultural, alternativa a lo popular, que se va a traducir en la producción teatral y novelística. Hablando de estos emigrantes, nos dice este autor, «…habían perdido el gusto por la cultura popular, cuyo fondo era el campo, y habían descubierto al mismo tiempo una capacidad para aburrirse; por eso las nuevas masas urbanas empezaron a ejercer presiones sobre la sociedad para obtener un género de cultura idóneo al consumo. Para satisfacer la demanda del nuevo mercado, se descubrió un nuevo tipo de mercancía: el sucedáneo de la cultura, el kitsch».

Lo grotesco, en su dimensión kitsch, podría ser, pues, una subcultura perfectamente adaptable al medio televisivo, con vistas a satisfacer esta presunta demanda masiva, redundando en la eficacia de la imagen visual; una degradación del barroco, sigue Maravall retomando los análisis de Lazarsfeld y Merton sobre gusto popular: «una cultura vulgar, caracterizada por el establecimiento de tipos, con repetición estandardizada de géneros, presentando una tendencia al conservadurismo social y respondiendo a un consumo manipulado».

¿Cómo interpretar, sino, los programas de cotilleo, los programas sobre los programas de cotilleo (tipo “Mamma mía”), el pastiche de los programas de cotilleo (“Crónicas marcianas”), la repetición fragmentada de programas de cotilleo en los programas de zapping? “Extremosidad”, llama Maravall a esta tendencia a lo barroco: «Adjetivos como irracional, fantástico, complicado, oscuro, gesticulante, desmesurado, exuberante, frenético, transitivo, cambiante, etc., frecuentemente se toman como expresión de los caracteres que cualquier manifestación de la cultura barroca asume, frente a los de lógico, medido, real, claro, sereno, reposado, etc., que denotarían una postura clásica».

¿Acaso no es ésta la neo-televisión, la de los juegos-concursos, programas de convivencia –lo eufórico–, los reality shows, concursos de corte humillante, programas de videos domésticos centrados en la violencia –lo “disfórico”–, las dos caras, al fin y al cabo, del imaginario colectivo?

¿No hay algo monstruoso en la visibilización constante de la violencia, del sadismo, de lo cruento, no sólo en la información sino también en el entretenimiento? A lo kitsch, en el orden estético, corresponde lo freak en el orden del sentir: un complacerse en las aberraciones de lo humano, un convertir el sentir negativo (violencia, dolor, muerte) en espectáculo compartido, fruición colectiva, en el mismo plano que el sentir positivo (emoción, sentimiento, admiración). Hoy, la violencia es un nuevo objeto de consumo, al igual que la intimidad; la muerte es objeto de una permanente representación, dentro de una relación lúdica (videojuegos), placentera (series de acción), divertida (cine gore).

Lo monstruoso ha sido domesticado, integrado al orden cotidiano, lo freak se ha vuelto moda y la televisión nos ofrece su peculiar “parada de los monstruos”: lo freak como versión postmoderna del esperpento valleinclanesco, nueva visión del Ruedo Ibérico. «Lo anormal, lo extravagante, lo excéntrico, lo estrambótico; exactamente lo monstruoso social e individual», escribe Juan Cueto (El País Semanal), enlazando la película de Tod Browning: La parada de los monstruos (1932) con la televisión (“Crónicas Marcianas”, “Hotel glam”) y el cine actual (Torrente, Álex de la Iglesia, Mortadelo y Filemón).

El análisis de las figuras de nuevos monstruos cinematográficos por Calabrese es representativo a este respecto de la hibridación de rasgos y categorías, con el surgimiento de nuevas figuras que reúnen rasgos contradictorios: monstruos amables, caracterizados precisamente por su humanidad como E.T. La película de David Lynch El hombre elefante se inscribe en este cambio estético-sensible.

La deformación no es forzosamente un signo revulsivo sino que puede ser incluso atractiva; los pequeños vicios y las grandes barbaridades de los famosos son objeto de constante delectación, de comentarios, exégesis, análisis de expertos (¡recúerdese la pérdida del bolso de Pocholo en “Hotel glam”!). Lo nimio –el detalle, lo insignificante– se ha vuelto trascendente; lo minúsculo –las intimidades, los pequeños secretos– es mayúsculo, de dominio público, objeto de atención y debate colectivo; lo repelente, motivo de adicción.

Conclusión: la desfiguración de la realidad o la «telebarbaridad»

¿Cómo explicar estas transformaciones de la realidad? Más allá de la pérdida de protagonismo del sujeto social en la vida pública, de la mecanización de la gran urbe, de la dilución de las identidades colectivas, de la falta de referentes ideológicos, del desgaste del discurso público, está la crisis de lo informativo, de lo que, en los años sesenta, los investigadores de la escuela de Morin, Barthes, de Certeau, llamaban l’évènementiel como modo de hacer historia que se limita a la simple enunciación de acontecimientos: el acontecer –en el sentido histórico de la palabra– frente al suceso, al suceder en el sentido periodístico (el discurso de la actualidad). Esta crisis es la crisis de la representación misma, de lo basado en “hechos” (acontecimientos objetivos, comprobables, susceptibles de verificación), de lo que está ligado a la función reproductiva de los medios, a su capacidad referencial: lo mimético, podríamos decir, lo que es fiel a la realidad, se identifica con ella.

Hoy, ¡nada más infiel a la realidad como la “telerrealidad”! Nada más alejado de la mimesis como los programas de superación o los concursos de supervivencia: la televisión no promociona artistas consumados, ya realizados, sino que los engendra, produce talento, fama, look. Lo mismo que hay una reapropiación de la recepción del mensaje en el zapping, existe una reapropiación de la realidad en estos programas. ¿Será que la realidad en sí –la realidad intrínseca: la de la actualidad “dura”– es tan insoportable que se crea otra? Un doble de la realidad en el que se recrea el sujeto, hasta producir una realidad “otra”, hasta hacerla irreconocible gracias a su transformación, nada realista en el sentido decimonónico de la palabra.

Tal vez sea la reelaboración una manera de tolerar lo real, el pastiche una forma de aceptar las formas impuestas y la desfiguración el último modo de mirar cara a cara al rostro de la muerte, aunque sólo sea la muerte del referente…

Bibliografía

BAGLIN, M.: La perte du réel. Des écrans entre le monde et nous, N&B Éditions, Les Souilhes (Francia), 1998.

CALABRESE, O.: La era neo-barroca, Cátedra, Madrid, 1987.

GONZÁLEZ REQUENA, J.: El discurso televisivo, espectáculo de la posmodernidad, Cátedra, Madrid, 1988.

IMBERT, G.: «El hiperrealismo televisivo. Gran hermano, el Gran Relato», Actas del Congreso Internacional de la Asociación Española de Semiótica, Valencia, 2001.

–: El Zoo visual. De la televisión espectacular a la televisión especular, Gedisa, Barcelona, 2003.

MAFFESOLI, M.: La part du diable. Précis de subversion postmoderne, Flammarion, París, 2002.

MARAVALL, J. M.: La cultura del barroco, Ariel, Barcelona, 1975.

PAVIS, P.: Diccionario del teatro. Dramaturgia, estética, semiología, Paidós. Barcelona, 1998.

ROSSET, C.: Le réel et son double, Gallimard Folio, París, 1976.

VERDÚ, V.: El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción, Anagrama, Barcelona, 2003.

Artículo extraído del nº 62 de la revista en papel Telos

Ir al número Ir al número