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Nuevo espejo televisivo


Por María Dolores Cáceres

La evolución de los concursos en televisión ha dado lugar a formatos de distinta factura que combinan elementos diversos –algunos provenientes de los reality shows como la espectacularización y la participación de la gente común– que permiten superar la dicotomía clásica entre los quiz y los game.

Introducción

El programa «Operación triunfo», del que se han emitido dos ediciones y la tercera está en el aire, ha supuesto una vuelta de tuerca más a los concursos de televisión, si es que todavía es pertinente hablar de concursos en su acepción clásica. Tradicionalmente se han distinguido dos tipos: los concursos de preguntas y respuestas –quiz– en los que se trata de demostrar conocimientos y saberes sobre temas diversos, y los juegos –games– en donde se plantea el desafío de mostrar ante el público determinadas destrezas. Como evolución de estos últimos y producto de la hibridación de géneros característica de la neotelevisión, se han abierto camino en la programación espacios que inciden en lo que se ha dado en llamar recientemente realities de superación, también denominados docu-games o docu-shows, es decir, mostrar en directo el esfuerzo por conseguir que una ilusión llegue a ser realidad.

Los concursos en televisión

Los concursos han sido una constante en televisión, uno de los géneros más populares e incluso, a veces, un buen recurso para rellenar, con desigual fortuna, las parrillas de la estación veraniega cuando descansan otros programas considerados de más enjundia. La década de los años noventa, marcada por el éxito de los realities y las series de ficción de producción española, supuso el declive de los concursos; sin embargo, en los últimos años, han recobrado poco a poco un sitio notable en las parrillas de televisión, a partir de algunos alicientes añadidos al talante lúdico que los caracteriza. En ocasiones se ha incorporado algún elemento que no es propio de los concursos como el humor («La parodia nacional»), otras veces se han acercado a los sorteos (no olvidemos que España es uno de los países que más dinero gasta en juegos de azar), y otras se han fusionado en simbiosis con la música («Menudas estrellas», «El semáforo», «Lluvia de estrellas» u «Operación triunfo», del que nos ocuparemos más adelante).

En la temporada 1997/98 comienzan a cobrar nuevo auge los concursos de preguntas y respuestas de carácter cultural, que se consolidan en las siguientes temporadas, como secciones dentro de magazines y como programas independientes con entidad propia dentro de la programación de las cadenas.

El mejor ejemplo del éxito alcanzado por este tipo de concurso lo constituye «¿Quiere ser millonario?», un formato importado y renovado que se convierte en la revelación de la temporada 2000/01 y catapulta a la fama a su presentador, que luego daría el salto al ámbito de la interpretación. A partir de la adaptación del concurso británico «Who wants to be a millonaire?», el programa alcanza una media de 2.175.000 espectadores –24 por ciento de share– a lo largo de 204 emisiones (Cáceres, 2002). Se trata de un programa que llegó precedido del enorme éxito alcanzado en Reino Unido y Estados Unidos, en el que se pone a prueba la cultura de los telespectadores que pueden ir a concursar, e intentarlo desde sus casas, después de superar un pequeño casting en el que se verifican sus conocimientos de cultura general. La puesta en escena era bastante sencilla: un concursante y un presentador enfrentados ante un atril en un plató de ambiente futurista. El nombre «50 x 15» que ostentaba en sus comienzos y que luego evoluciona a la traducción del original inglés, alude al número de preguntas que deben responderse y al premio de 50 millones de las antiguas pesetas que es posible ganar.

Otro elemento añadido al interés de los concursos ha sido precisamente un notable aumento de la cuantía de los premios. Por ejemplo, el 22 de septiembre de 2000 «¿Quiere ser millonario?» concedió el premio de 50 millones por primera y única vez a un ingeniero barcelonés (01) . Meses después, el 1 de marzo de 2001, «El juego del euromillón» entregó un millón de euros a una mallorquina de 61 años, con lo que se convierte en el programa que concede el premio más elevado de la televisión española. El anterior récord estaba en manos de «El concurso del siglo» que el 19 de diciembre de 1999 había entregado un premio de 100 millones de pesetas.

El juego de la humillación

Las pasadas temporadas hemos asistido a un elemento de innovación en los concursos: la aplicación a los quiz de elementos que provienen de los realities y que antes se habían ensayado en los games, dando lugar a un nuevo formato que algunos autores han denominado de gama psicotensa. Es decir, se trata de programas en los que el presentador añade a su función tradicional comentarios agresivos, impertinentes o poco amables sobre las respuestas de los concursantes. Aquí los concursos pierden el cariz lúdico, su tradicional cara amable y condescendiente para poner el énfasis en una dimensión degradante.

Es el caso del concurso «El rival más débil», adaptación del formato británico «Weakest Link», que Televisión Española (TVE) emite en la banda de tarde con una audiencia media de 17,2 por ciento de share (02) . Este concurso de carácter cultural, híbrido entre quiz y game-show, cuenta con dos alicientes principales: la rivalidad entre los nueve participantes que pugnan por un premio en metálico de 7.200 euros como máximo –introduciendo la nominación como mecanismo de confrontación gratuita que lleva a la eliminación no por el nivel de conocimientos, sino por la decisión arbitraria de sus contrincantes– y la condición de la presentadora que sanciona a los perdedores con comentarios sarcásticos y humillantes. Siguiendo el modelo de su homóloga británica Anne Robinson, la presentadora Karmele Aramburu (antes Nuria González), vestida de riguroso negro, radical y sin concesiones, hace alarde de animadversión hacia los concursantes, criticando sus fallos en las respuestas e ironizando sobre su expulsión del plató. Todo ello ambientado en una escenografía y música acordes con el tono agrio del concurso.

En esta misma línea, el concurso «La silla», emitido por diversas cadenas autonómicas, presentaba como valor añadido la tensión que deben soportar los participantes inducida a partir de distintos elementos-sorpresa del programa. Así resultaba tener mayores posibilidades de ganar no el concursante más culto, sino el que era capaz de controlar mejor los nervios medidos por los latidos de su corazón. En sucesivas rondas se complicaba la dificultad de las preguntas, descendiendo el número de pulsaciones que no pueden ser rebasadas y aumentando la consiguiente tensión. Finalmente, la templanza de los nervios resulta ser la clave para alzarse con el premio de 100.000 euros.

No hace mucho leíamos en un diario de tirada nacional (03) lo que parece ser una nueva vuelta de tuerca a los concursos agresivos, cuyos perjuicios para los participantes denigrados se defienden en ocasiones ante los tribunales. Es el caso del concurso norteamericano «Culture Shock», un programa piloto de la cadena CBS en el que la fase final consistía en someter a los concursantes a lo que denominaban «sogas del dolor»: cuatro cuerdas atadas a los pies y a las manos que los suspendían en el aire boca abajo. El concursante que más aguantara en tan doloroso y humillante estado era el que más dinero ganaba. Una de tales concursantes, cuenta la noticia, tuvo que recibir inyecciones de morfina y tratamiento médico por las lesiones sufridas en la espalda. Ahora ha demandado a los productores por daños físicos y emocionales a pesar de que había firmado una cláusula en la que renunciaba a cualquier acción legal como consecuencia de su paso por el programa. Según sus abogados, el contrato no contemplaba este tipo de vejaciones. Posiblemente los creadores del concurso y los participantes, o sus abogados, no comparten la misma idea en torno a la dignidad y al respeto cuyos límites no deben ser traspasados. Afortunadamente, parece ser que el programa nunca se emitió.

La cuestión que se suscita ante tan macabra exhibición es cuál puede ser la compensación psicológica que el receptor obtiene de la contemplación del daño ajeno. Según dicen los expertos, la gratificación del televidente proviene no ya de la humillación del prójimo, sino del hecho de que opera como contra-ejemplo, que permite diferenciarse de esa situación indeseable y sentirse seguro y a salvo en el sofá de su hogar sin ser él el ofendido.

La casuística de humillaciones mostradas por la televisión norteamericana en la última temporada es amplia: comer ojos de ovejas o sopa de rata en «Fear Factor» de la NBC, o competir para ver quién ingiere más cantidad de comida en «Glutton Bowl». El estilo agresivo ha contagiado también a los programas de cámara oculta que, lejos de los montajes blandos que caracterizaban a esos formatos, se han deslizado hacia bromas o contenidos ofensivos. Por ejemplo, en uno de dichos programas (04) emitido en la MTV, colocaron un falso cadáver en la bañera de la habitación del hotel a unos turistas, mientras supuestos policías les amenazaban con detenerles por el crimen. En este caso, los protagonistas de la «broma» de cámara oculta también han demandado a la cadena y al hotel.

En realidad, no es necesario remontarse al contexto de la televisión norteamericana, ya que en esta misma línea hemos visto y seguimos teniendo en España ejemplos cercanos: concursos en que las pruebas rayan la degradación o lo repugnante (ingestión de «elementos extraños», palpación de truculencias), espacios en los que los invitados se someten voluntariamente al escarnio público o programas de cámara oculta que bordean la legalidad al inmiscuirse mediante engaño en la intimidad de las personas (como el reciente y efímero «A corazón abierto»).

Del concurso al docu-show

En otra línea de evolución, el programa «Gran hermano» ha iniciado una vía de renovación en los concursos y ha favorecido, como ningún otro, la mezcla de géneros y fórmulas. Desde la cadena que lo emitió se habló en términos de concurso, aunque ciertamente no ha sido un típico concurso al uso. Algunos especialistas empezaron a hablar de docu-show y quizá este término se encuentre más próximo a la realidad toda vez que sus contenidos tienen mucho de realidad filmada –de realidad documental–. Precisamente por eso, el nuevo concurso se presentó en reiteradas ocasiones ante la opinión pública como un experimento de carácter sociológico. La fórmula que dio éxito a «Gran hermano» –al menos en sus primeras ediciones en que fue más notorio– no fue otra que una hábil combinación de distintos ingredientes, unos propios de los concursos y juegos (incertidumbre y expectación por conocer quién será el ganador final, el elemento azar que abre el programa a diferentes posibilidades en el decurso de la acción), otros novedosos y originales: proporcionar al espectador la fruición de contemplar, en directo, lo que los concursantes, personas hasta entonces anónimas, hacían en su encierro voluntario las veinticuatro horas del día.

Los docu-shows o docu-games («Supervivientes», «El bus», «La isla de los famosos», «Hotel glam«) han abierto el camino hacia lo que ha dado en llamarse actualmente realities de superación. A pesar de que no todos los intentos en esta línea han salido adelante –es el caso del malogrado «Estudio de actores»–, «Operación triunfo» es el mejor ejemplo del atractivo que tiene para la audiencia mostrar en directo el esfuerzo por merecer que un sueño se haga realidad.

«Operación triunfo» se presentó ante la audiencia como un concurso de nuevo formato en el que un grupo de chicos que aspira a la carrera musical tiene que formarse y competir entre sí para conseguir el favor del público y de los expertos que se pronuncian sobre sus progresos. El ganador, además de labrarse un futuro profesional en el panorama musical, obtiene el premio de representar a España en el, hasta entonces olvidado, Festival de la Canción de Eurovisión. Pero «Operación triunfo» no ha sido ciertamente un concurso de habilidades musicales en sentido clásico, como ya ha habido otros en nuestras pantallas (por ejemplo, «Menudas estrellas»), sino que ha introducido otros ingredientes: mostrar el esfuerzo diario, la cotidianidad del trabajo y lo que cuesta alcanzar un sueño. Éste es el elemento de novedad que le ha proporcionado el éxito.

Eric Macé (1997) ha clasificado los concursos, en función de la relación que existe entre los concursantes y la audiencia, en dos clases: los concursos escaparate, por ejemplo «¿Quiere ser millonario?», y los concursos espejo, como «Gran hermano». Los pertenecientes al primer tipo se caracterizan porque los concursantes no se parecen al público del programa, sino que poseen conocimientos que les permiten superar con acierto las preguntas como si se tratase de un examen. Es decir, el espectador no se identifica con el concursante, ni éste representa al televidente medio. Por el contrario, en los concursos espejo existen semejanzas notables entre el concursante y el receptor que se ve reflejado en el espejo de la televisión. En el concurso escaparate, dice Macé, se ponen en juego mecanismos de proyección; el receptor proyecta sus deseos, aspiraciones, actitudes y prejuicios, y vive con el concursante su experiencia: se excita cuando responde bien, se desespera cuando falla, se emociona cuando obtiene el premio. Sin embargo, en el concurso espejo se llevan a cabo procesos de identificación: el receptor mezcla algún aspecto de su personalidad con la del concursante, asume sus rasgos, se ve reflejado en su imagen mediática, convirtiéndose así en una vía de integración para el espectador.

«Operación triunfo» no se ajusta con precisión a ninguno de estos dos modelos o, mejor dicho, comparte elementos que pertenecen a ambos (Cáceres, 2002) (05) , quizá a ello quepa atribuir su enorme éxito: ha sabido canalizar tanto el anhelo de mejora y superación presente en muchos seres humanos, como reconducir procesos de identificación con los jóvenes de la Academia, chicos y chicas normales, jóvenes que podrían ser nuestros hijos o nuestros alumnos. Así, la audiencia ha tomado partido activamente por uno u otro concursante –votándole, enviándole mensajes electrónicos–, criticando a unos o ensalzando a otros, casi adoptando a algunos de ellos –»nuestra Rosa» o «nuestros chicos» han sido expresiones frecuentes en el programa–, todo ello favorecido desde la dirección del concurso, que ha sabido ver en este tipo de mecanismos psicológicos una vía para fidelizar a la audiencia.

Ahondando en esta doble tipología establecida por Macé, cabe añadir otra consideración desde el punto de vista de la relación que existe entre el programa y el referente, la cual podría hacerse extensiva a otros programas que también se puede contemplar desde esta doble categorización. En los programas escaparate, es la televisión la que «sale» para mostrar la realidad; podría decirse que es un recorrido en el que el sentido va desde el medio hacia el mundo real que se exhibe en el escaparate de la televisión. Por eso Macé habla de paleo-juegos, es decir el escaparate se corresponde con la forma tradicional de hacer televisión: el medio sería la gran ventana a través de la cual el espectador contempla el mundo cuya presencia es independiente de la televisión. Así, por ejemplo, el concurso permite al televidente conocer las facultades artísticas poco comunes de que gozan algunos jóvenes, como en los informativos en el formato tradicional muestran en el escaparate de sus imágenes los acontecimientos relevantes por su importancia política, social o económica; hechos todos ellos que tienen existencia al margen de la televisión. Sin embargo, los programas espejo se mueven en sentido contrario: es la realidad la que se traslada al plató, o se crea en él. La cotidianidad del aprendizaje de los chicos en la Academia y las dificultades que entraña es lo que constituye el referente creado ex profeso para ser mostrado y que carecería de existencia real si las cámaras no estuviesen presentes para dar cuenta de él. Por eso Macé afirma que los programas espejo son paradigmáticos de la neotelevisión. «Operación triunfo» se sitúa simultáneamente en ambos sentidos de esta relación medio/referente.

Coincidimos con la reflexión que hace Charo Lacalle (2001) sobre el planteamiento de Fiske a propósito de la idea de que el concurso televisivo es la síntesis de las nociones de juego y ritual definidas por Lévi-Strauss. En el juego, y «Operación triunfo» es desde luego un game-show, los concursantes parten de la misma situación y están sometidos a idénticas reglas de juego. En este caso, todos los chicos poseen cierto talento musical, aspiran a una carrera profesional en ese campo y están en posición de recibir una formación similar que les permita aprender y mejorar sus aptitudes musicales, pero van diferenciándose a través de las distintas etapas –en otros casos jugadas– del concurso producto de sus avances en la Academia y del favor del público, de los expertos y de sus compañeros –en otros juegos, es el azar o la suerte–, para concluir con una situación desigual que conduce a que haya ganadores y perdedores. Sin embargo, el ritual iguala las peculiaridades propias de cada uno haciéndoles participes de un protocolo común: los chicos dejan de ser diferentes en función de su experiencia, procedencia social, lugar de origen, ocupación actual, rasgos de personalidad, etc., para participar con armas iguales –su talento y su capacidad de aprender– en la misma confrontación compartida. «Operación triunfo» aúna ambos principios: todos concursan en las mismas condiciones y comparten la oportunidad de llegar a la final, pero sus habilidades son diferentes. Y en este caso, la principal habilidad es la capacidad de autosuperación, que tan rentable se ha mostrado. El concurso ha minimizado los aspectos que tienen que ver con el azar o la suerte, para poner énfasis en las destrezas primordiales mostradas por los concursantes: esfuerzo en el trabajo y autosuperación, haciendo de ello algo objetivable por incuestionable socialmente.

Realities de superación o superación del reality

Los realities de superación se presentan como resultado de la evolución vertiginosa de lo que ha dado en llamarse en los últimos tiempos telerrealidad. La re-presentación de la realidad se ha convertido en un formato o macrogénero –género de géneros gustan de llamarlo algunos autores– que tiene múltiples derivaciones y constituye actualmente el paradigma de la neo-televisión.

Si algo caracteriza esta forma de producción y consumo televisivo es la definitiva abolición de las lindes que tradicionalmente han separado el ámbito de la realidad y el mundo de la ficción. La mezcla indisoluble de ambas esferas hace que en nuestra televisión, y en la de nuestro entorno cultural más próximo, asistamos cotidianamente a programas híbridos que presentan acontecimientos en ocasiones difíciles de precisar. Es decir, hechos que no tendrían existencia al margen de la televisión o cuya existencia sería diferente sin la presencia de las cámaras y que pueden ser calificados de acontecimientos mediáticos (Cáceres, 2001). Se trata de acontecimientos que no pueden ser definidos como acontecimientos reales, ni como acontecimientos ficticios. Son simplemente productos de la comunicación de masas. Es el caso de los programas de cámara oculta en donde la situación que se presenta como hilarante o de denuncia es real, pero provocada para ser mostrada, o los programas de vídeos domésticos en los que es difícil concebir muchas de las situaciones si no es porque van a ser grabadas. Incluso parte de las retransmisiones deportivas, culturales, galas, entrega de premios, actos políticos, están pensados expresamente para la televisión, perdiendo en parte su esencia, si es que algún día la tuvieron, y pasando a engrosar las filas del realismo televisivo.

Quizá el ejemplo más palmario es el ámbito de la «crónica rosa» donde proliferan los programas, de formato diverso, basados supuestamente en acontecimientos de la actualidad de los famosos. Muchos de ellos parten simplemente de un bulo lanzado desde instancias próximas al personaje famoso, que enseguida cobra tintes de escándalo y del que se hacen eco los medios especializados y no especializados, convirtiéndose así en acontecimiento reseñable por su actualidad periodística. Comienza la ronda de sus protagonistas por todas las televisiones y su consiguiente negocio a partir de un hecho construido por la televisión y los medios en general.

Los concursos, igual que los debates o incluso los informativos, no han escapado de esta tendencia. «Gran hermano» y también «Operación triunfo», bajo la apariencia de concursos, han creado una realidad –la situación de confrontación– de forma programada y luego la estrategia mediática ha consistido en seguirla exhaustivamente, permitiendo que los espectadores intervengan activamente en el desarrollo de la misma.

A menudo se ha hablado desde las cadenas de «realidad sin guión», aunque en la mayoría de los casos se trata de un eufemismo cuando no de una falacia. Son programas híbridos que, aun conservando recursos propios de los concursos como el premio para el ganador, también han introducido elementos ajenos no menos relevantes: la serialización propia de la ficción, los resúmenes diarios con selección de imágenes como iniciara «Gran hermano», componentes del talk-show como la intromisión en la intimidad y la existencia de familiares en el plató; incluso la presencia oculta de las cámaras, a pesar de que los concursantes sean conscientes de ella, los aproxima a los programas de vídeos domésticos o cámara oculta. Todo ello en aras de que la realidad constituya un espectáculo televisivo susceptible de interesar a la audiencia y de mantener vigente su implicación en la experiencia vital de los concursantes.

Conclusiones

«Operación triunfo» remite a un tema de fondo que afecta a todos: la capacidad de autosuperación, un valor deseable para cualquier ser humano socialmente integrado. La superación personal es un tema profundo que conecta con el espectador porque se relaciona con sus aspiraciones, inquietudes, ambiciones, desilusiones y frustraciones. El programa ha mostrado a partir de la vida cotidiana, el esfuerzo y el valor del trabajo, es decir, elementos que forman parte de la experiencia de cualquier sujeto corriente. Contemplar la realidad, las vivencias reales de personas reales, es siempre instructivo y socializador ya sea como ejemplo o contra-ejemplo de conducta. El receptor siempre obtiene alguna gratificación psicológica de las vivencias ajenas: conocer la forma en que el prójimo, individuos normales como nosotros, afronta y resuelve sus complicaciones favorece, en unos casos, la identificación con el problema y quienes lo padecen y, por esa vía, permite relativizar la propia desgracia. En otros casos, sirve para tomar distancia del mal ajeno, diferenciarse de él y sentirse a salvo por no padecer tal conflicto. La superación ha conectado claramente con el público que se ha implicado como nunca: se ha volcado en enviar mensajes, en llamar al programa para votar a su concursante favorito y en comprar sus discos. Además de garantizar una audiencia fiel y, por ende, un beneficio económico para la televisión, toda vez que los medios se financian básicamente vendiendo audiencias a los anunciantes.

La televisión tiene la capacidad de elevar lo particular a ejemplar –no olvidemos que lo público se convierte en instancia de referencia–; en este sentido, la superación es un valor funcional para el sistema porque propone un orden de valores tranquilizador (Cáceres, 2002) en el que la norma y la normalidad y lo deseable resultan reforzados.

La participación interactiva del público a través de vías diversas supone la incorporación definitiva al medio de la gente común que se ha convertido en sujeto y objeto de la relación comunicativa, pero también ha reportado grandes ingresos a la televisión.

Por una parte, al presentar estos programas como concursos, se reduce el presupuesto ya que no es necesario contratar actores profesionales, ni guionistas, ni rodar en exteriores, etc. Por otra, la televisión gestiona las estrellas o personajes que ella misma crea: ya sea reservándose el derecho de imagen de los concursantes durante un periodo determinado, arrogándose la dirección de su carrera artística o acaparando royalties por la venta de sus discos (Sampedro, 2002). La televisión los retribuye a partir precisamente de lo que obtiene de ellos: imágenes y presencia en el medio, en la propia cadena y en otras de la competencia que potencian conjuntamente la fama. La popularidad de los concursantes –hasta entonces personas anónimas– interesa a todos: a la propia cadena que con un coste mínimo ocupa numerosas horas de programación, a las demás cadenas que se hacen eco de su éxito y les conceden un sitio en sus contenidos, a la industria discográfica que encuentra nuevos valores y una vía de promoción para la venta de discos, y también a los jóvenes concursantes que resultan catapultados a la fama y a la carrera profesional que buscan.

Por otra parte, se trata de fomentar la participación activa de la audiencia en sus casas decidiendo, en todo momento, el rumbo del concurso a fin de conseguir la adhesión del público, lo que se traduce en cuota de pantalla.

A veces se ha querido ver un afán democratizador en el hecho de que la televisión haya sido ocupada por la gente corriente que ha cobrado un protagonismo inusitado delante y detrás de la pantalla. Pero no se puede olvidar que la re-presentación de la realidad escapa de las manos de sus autores y se lleva a cabo desde el punto de vista de sus productores, quienes controlan las directrices esenciales del programa. Si bien es cierto que en el caso de «Operación triunfo», la audiencia se ha incorporado de una forma activa en la marcha del concurso, no es menos cierto que lo ha hecho en la medida en que sus prácticas de consumo (compra de discos, llamadas telefónicas, mensajes, etc.) sirven a los intereses económicos del programa, de la cadena y de la industria discográfica. La estrategia comunicativa del programa es básicamente una estrategia comercial. Pocas semanas antes de conocer al ganador del concurso, el presentador se dirigía al público fiel programa en estos términos: «Nández ha grabado un single y puede grabar un elepé si vende 200.000 copias. En sus manos está. Usted puede hacer que así sea». Es decir, la estrategia consiste primero en vincular al receptor con el programa a través de procesos de proyección e identificación con sujetos comunes que son reales y, después, en reconducir sutilmente su empatía con el concursante y sus expectativas frente al medio, a través de prácticas activas de consumo al servicio de los intereses económicos de la cadena; eso sí, proporcionando a cambio la gratificación de ayudar al joven a conseguir su sueño, a auparle al sitio que le corresponde y por el que tanto se ha esforzado en directo.

Bibliografía

BAGET, J. M.: «Del docudrama a Operación Triunfo», en GECA: Anuario de la televisión, Madrid, 2002.

CÁCERES, M. D.: «La mediación comunicativa: el programa Gran Hermano», ZER, núm. 11, Bilbao, noviembre de 2001.

CÁCERES, M. D.: «Operación Triunfo o el restablecimiento del orden social», ZER, núm. 13, Bilbao, noviembre de 2002.

LACALLE, Ch.: El espectador televisivo, Gedisa, Barcelona, 2001.

MACÉ, E.: «La televisión del pobre», en Dayan, D. (comp.): En busca del público, Gedisa, Barcelona, 1997.

SAMPEDRO, V.: «Telebasura: McTele y ETT», ZER, núm. 11, Bilbao, noviembre de 2001.

Artículo extraído del nº 58 de la revista en papel Telos

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María Dolores Cáceres