P
Políticos y periodistas


Por Félix Ortega Gutierrez

La política se desenvuelve actualmente en un espacio público configurado por los medios de comunicación, en virtud del cual se originaron transformaciones sustanciales que afectan a la vida política. Las dos más relevantes: la incorporación del periodista como actor político y la necesidad de que el político se adapte a la lógica de los medios. En consecuencia, la relación político-periodista se erige en un campo privilegiado para conocer los cambios que afectan a la política y aquellos otros que modifican el periodismo mismo.

Introducción

Una de las principales transformaciones de la política en los últimos decenios se ha derivado del lugar que la misma ocupa en el espacio público. Este espacio, que durante largo tiempo era competencia prácticamente exclusiva de la acción política, hoy debe compartirlo, y no siempre en posición ventajosa, con otros actores. El principal de ellos son los medios de comunicación. De hecho, el espacio público es esencialmente un ámbito colonizado y controlado por estos medios. En consecuencia, la política ha tenido que adaptarse a un nuevo escenario en el cual los criterios y las pautas proceden de un entramado institucional y de intereses que no son primariamente políticos, aun cuando acaben por tener una influencia sustancial sobre la política misma. La nueva lógica de la práctica política debe bastante a lo que se podría denominar “política de la visibilidad”, potenciada y administrada por el sistema de la comunicación. Mas debido a ello también se ha producido una mutación no menos sustancial en la profesión periodística, al tener la misma que desempeñar un protagonismo político como nunca tuvo antes. Obligados a compartir un mismo escenario, políticos y periodistas han sufrido un intenso proceso de cambio en el cual sus respectivos esquemas interpretativos y de actuación se han mezclado y confundido en una extraña manifestación de parasitismo. El resultado es doble: una abierta aproximación de la política a las exigencias de la visibilidad mediática y una creciente intervención de los periodistas en las decisiones políticas. El modo más adecuado para comprender estos cambios nos lo proporciona el análisis de las relaciones que políticos y periodistas mantienen en el espacio público. De él podremos colegir algunas de las peculiaridades más clarificadoras de la naturaleza de ambas formas de acción social.

Antagonistas complementarios

Políticos y periodistas, aun cuando tienen sus propias esferas de actuación, comparten inexorablemente el nuevo espacio mediático. La política es hoy inviable sin la visibilidad que proporciona aquél, razón por la que los políticos han de aparecer en él si quieren dotarse de las imágenes y la notoriedad adecuadas con las que hacer frente a la competencia electoral. Pero los periodistas difícilmente pueden aspirar a ser controladores de lo público si no se preocupan de los asuntos políticos, de modo que la visibilidad que su acción hace posible está continuamente dirigida a la práctica política. Ésta, además, les proporciona una doble rentabilidad: abundancia de temas para rellenar unos procesos de información progresivamente más efímeros y voraces; legitimidad para mantener su imagen de institución al servicio del público. Es difícil establecer quién necesita más de quién, pero lo cierto es que los unos sin los otros son hoy un sueño imposible.

Lo que comparten es mucho. En primer lugar, lo hacen con los escenarios físicos: donde hay políticos suele haber periodistas; pero a la inversa sucede otro tanto. Además de las lógicas co-presencias en aquellos actos en los que la política trata de hacerse pública (ruedas de prensa, conferencias, convenciones y reuniones), políticos y periodistas practican nuevas formas de relación social como son el comensalismo, el contertulianismo y los retiros (la huella religiosa aún visible en la política). Esta proximidad espacial es, en segundo lugar, una precondición para otras afinidades más importantes. Unos y otros asimilan esquemas interpretativos comunes, visiones similares del mundo, actitudes vitales no muy diferentes. Hasta el punto de que no siempre es fácil establecer las fronteras entre un oficio y otro. La necesidad profesional acaba por ser una especie de afinidad electiva, en virtud de la cual cada político elige a sus periodistas, y éstos a sus políticos. Esta connivencia produce consecuencias inevitables: la tendencia a influirse recíprocamente. Desde hace tiempo se viene hablando de la manipulación de los periodistas por parte de los políticos. Si por manipulación se entiende que los últimos tratan de hacer valer sus puntos de vista en el trabajo periodístico, no hay ninguna duda. Convertidos en fuentes privilegiadas de la información, no sólo tienen la posibilidad de dar (o de no hacerlo) primicias informativas, sino también de orientar la atención del periodista en una u otra dirección. Los políticos son, además de fuentes, instancias de comprobación de informaciones obtenidas al margen de ellos. Mas cabe la posibilidad de una manipulación de signo inverso: también los políticos son susceptibles de ser manejados por los periodistas, y de múltiples maneras. Haciéndoles patentes corrientes de opinión (supuestas o reales) conocidas por los periodistas; anticipándoles probables reacciones sociales a las medidas que pretenden impulsar; evaluando las consecuencias de sus decisiones en términos electorales; comparando sus acciones con las de los políticos competidores, y siempre aconsejándoles sobre qué imágenes conviene transmitir a la audiencia.

Ahora bien, en esta reciprocidad conviene no perder de vista la posición estructural de unos y otros, porque es ella la que mejor contribuye a explicar el alcance y las limitaciones de sus respectivas acciones. Es verdad, como he dicho, que el periodista (dada la sobreabundancia de información política, así como el interés que la misma despierta en él) necesita del político. Pero no tanto como a la inversa. El periodista tiene bajo su control la llave de este juego de reciprocidades. De él depende precisamente el acceso del político al nuevo espacio público. Por mucho que el político lo pretenda, su aparición en este escenario pasa necesariamente por la mediación del trabajo periodístico. Ha de aceptar, por tanto, ciertas pautas que no son las de su campo de actuación, sino del de la comunicación mediática. El escenario de las representaciones políticas se erige sobre un entramado lógico que no es el de la política sino el de la producción de noticias. Y aunque el político puede influir en la misma, ha de hacerlo jugando en un campo que no es el suyo, con pautas que han sido elaboradas por otros. Lo cual le exige, en primer lugar, familiarizarse con las prácticas propias de los periodistas, y en segundo lugar, no dejar puntos débiles a la vista de unos profesionales que comparten con él un mismo espacio. En relación con el periodista, el político ha de ejercer una constante vigilancia protectora, lo que no resulta ni fácil ni siempre posible. Las indiscreciones del político ante el periodista son susceptibles de hacerse visibles, antes o después, en el espacio público. Y es que es harto improbable que el periodista mantenga continuamente alguna forma de práctica protectora para ocultarlas. El imperativo categórico de su espacio público (la visibilidad de todo) se compadece mal con la ocultación. Lo que no quiere decir que no sea capaz de hacer lo último, ni que todo lo que dice haber desvelado estuviese realmente oculto.

Tres son, a mi juicio, las estrategias que el político puede desplegar para protegerse de visibilidades públicas no deseadas: el secretismo, la circunspección (o por emplear un lenguaje más clásico: la sindéresis o prudencia política) y la mediación profesional.

– Los secretos. La primera de estas estrategias constituye uno de los rasgos típicos del poder: los arcana imperii (como se les comenzó a llamar en tiempos del emperador Claudio) persiguen ocultar ciertas parcelas de la acción política a la mirada de quien no forma parte del círculo restringido de los poderosos. Pero los secretos de Estado tenían muchas probabilidades de permanecer en la oscuridad bajo formas políticas sacralizadas, no desde luego en tiempos democráticos. No hay objetivo de interés informativo más preciado que aquel constituido por secretos. Éstos siempre invocan asuntos turbios, llenos de corruptelas y maldades de todo tipo. Y por ende despiertan la imperiosa necesidad de ser destapados. Son, además, bastante rentables desde el punto de vista profesional: aumentan el estatus de los periodistas que consiguen hacerlo. Lo que no quiere decir que todos los secretos lleguen a conocerse. Una buena parte de acontecimientos políticos de primera magnitud siguen sin esclarecerse, por más que exista el interés (al menos informativo) para hacerlo. Estos secretos que permanecen ocultos suponen ya una primera limitación importante a la acción periodística. Ahora bien, por tal razón, los políticos que practiquen en demasía esta estrategia de la ocultación corren el riesgo de contar con una escasa colaboración de los profesionales de la información, y de padecer un constante asedio que antes o después acabe por poner de relieve uno de esos secretos capaces de destruir al político implicado.

Pero hay otras formas de secretos mucho más útiles desde la perspectiva del político: son los secretos compartidos. Mediante ellos, el político asocia a su mundo a los periodistas: les hace partícipes (quizá cómplices) de sus intrigas y maniobras. Atraídos por los políticos a su propio terreno por la camaradería que desarrolla compartir lo que sólo unos pocos (los elegidos) saben, considerando además que eso que se sabe es importante para la sociedad, los periodistas pueden sentirse tentados a percibirse como integrantes de una especie de “sociedad secreta”, en la que guardar los secretos conviene más que publicarlos. Este pacto de silencio, sin embargo, no suele ser duradero. Y no lo es por varios motivos. El primero de ellos debido a que las relaciones entre políticos y periodistas son bastante pragmáticas, por lo que antes o después pueden deteriorarse y llevar aparejado con ello desvelar los secretos. La competencia profesional es, en segundo lugar, otro mecanismo que pone en riesgo mantener el secreto: si otros periodistas lo publican, el que está ligado al secreto no podrá hacer sino lo mismo. En fin, las luchas políticas, en no pocas ocasiones entrecruzadas con las periodísticas, ponen en serio riesgo los pactos por mantener ocultos los secretos compartidos.

Los secretos desvelados por los periodistas pueden serlo por diversas razones. Una, la más invocada por ellos mismos, se ligaría al denominado “periodismo de investigación”. Por lo que se conoce de los “casos” fruto de esta actividad, hay que ser bastante escéptico sobre la misma. En la mayoría de las ocasiones, lo que recibe tal nombre no es más que el resultado de conflictos dentro de los partidos políticos: un grupo o facción, en su afán por desplazar a sus competidores dentro del mismo partido, revela a los medios de comunicación datos que los desacreditan. El periodismo de investigación es así una peculiar “guerra de dossieres” entre grupos políticos enfrentados. De la cual, obviamente, los periodistas obtienen resultados espectaculares, si bien su acción suele reducirse a “dar por bueno” el contenido del dossier en cuestión, sin mayores verificaciones. Pero este desvelamiento de secretos puede formar parte de otra estrategia de los políticos: el equilibrio entre ocultar y revelar, necesario si desean gozar del apoyo de una parte de la profesión. Puesto que no todo puede ocultarse, ni todo conviene descubrirse, sería preferible administrar qué debe quedar secreto, para lo que deben proporcionar a los periodistas con alguna regularidad otros secretos menos comprometedores. De esta manera consiguen mantener su alianza, acallando la inevitable pasión por fisgonear de sus aliados. El mejor ejemplo de todo esto se comprueba en la frecuente facilidad con que los medios de comunicación próximos a los gobiernos “se enteran” de algunos secretos oficiales, y de las dificultades que esos mismos medios tienen para seguir enterándose una vez que los gobiernos cambian.

Quedan, finalmente, los secretos construidos, que no son en absoluto secretos pero que como tales se publican. Contra ellos es muy poco lo que los políticos pueden hacer, si se exceptúa, cosa improbable, el mantenimiento de unas relaciones cordiales con todos los profesionales de la información. ¿A qué se puede atribuir esta fabricación de secretos? Ante todo, a ese rasgo del espacio público ya mencionado de la visibilidad. Cuanto más recóndito y profundo sea el objeto que se hace visible, más relevancia se le concederá. Cuanto más oculto, mejor expresará los verdaderos (y no muy nobles) designios de quienes son responsables del mismo. Cuanto más difícil (y arriesgado) resulte para la acción periodística este dar a luz, más heroicos serán sus protagonistas. Pero esto no es todo. Hay otros elementos igualmente decisivos. Dos son, a mi juicio, los que merecen ser destacados. El primero se refiere a las relaciones políticos-periodistas. Estos últimos siguen orientaciones informativas en las que apoyar o deslegitimar el liderazgo político cuenta cada vez más en la perspectiva de acrecentar su posición de poder. A partir de aquí conseguir atribuir a ciertos líderes comportamientos que les desacrediten forma parte de los objetivos del trabajo periodístico. Un pequeño indicio, una velada alusión y una ausencia de toda comprobación pueden convertirse en un “caso” destinado a minar al líder en cuestión. Se ha construido así un secreto de manera un tanto pintoresca: empieza por ser primero algo revelado (que aparece como verosímil) y que después se transforma en un secreto para dotarlo así de más fuerza persuasiva (ya que permitiría entrar en los entresijos donde realmente se halla la clave del poder y de sus protagonistas). El segundo de los objetivos responde a los conflictos intraprofesionales (y empresariales): si el mejor periodismo (de “investigación”, por supuesto) es el que saca a flote más casos ocultos, es lógico que todo medio y profesional que se precien necesitan producir una cuota (creciente) de afloramiento de secretos.

Por todo cuanto llevamos dicho acerca de los secretos, no parece ser esta la mejor estrategia a emplear por los políticos en sus relaciones con los periodistas. Ellos son siempre agentes dobles (y a veces, triples). Y lo son porque viven en un mundo de lealtades escindidas: entre los políticos que frecuentan y sus compañeros de profesión; entre los políticos y sus empresas; entre los políticos (pero en mucho menor medida) y sus audiencias. Y esta posición compleja no es la más adecuada para mantener lealtades firmes y duraderas. Las relaciones del periodista con el político son imprevisibles, y en consecuencia están abocadas en cualquier momento a la traición.

– La sindéresis política. Consciente de las dificultades que tiene para controlar su aparición en el espacio público, el político suele cuidar sus representaciones en público. Para ello no le queda más remedio que preparar cuidadosamente y de antemano su papel, anticipándose a las contingencias que puedan surgir. Así, tendrá que prever tanto sus puntos vulnerables para estar presto a defenderlos, cuanto las posibles ventajas que pudieran derivarse de la situación para explotarlas al máximo. Dar la mejor imagen de sí mismo requiere, en suma, concentrarse en lo que le beneficia y soslayar lo que le perjudica. Mas para lograrlo, no le basta con tener bien ensayado su papel; requiere también de un público que se lo permita, es decir, poco exigente y en cierta medida incondicional. Y además de este control escénico, habrá de tener en cuenta los factores externos que pudieran poner en riesgo la representación. Se comprenderá lo difícil que resulta hoy mantener la prudencia política. Veamos cuáles son estas dificultades.

La primera y fundamental, de la que se derivan todas las demás, es que el político no se dirige directamente a su público. El auditorio del político es en la actualidad el formado por los periodistas. Éstos son los que, en una fase ulterior, harán visible al político en el espacio público. De manera que el político, si bien pretende llegar a su electorado, no lo hace bajo condiciones elegidas por él, sino por los informadores. Con ello, ha de construir un tipo de discurso extraño: directamente no se dirige a quienes le votan, sino a los periodistas. Es a éstos a los que debe persuadir, y éstos son los que, caso de hacerlo, seleccionarán los contenidos de su discurso que se distribuyen a ese electorado. Falta, por tanto, el control más básico para que los políticos puedan ejercer la prudencia: el no saber muy bien cuál es su público, y por lo mismo desconocer qué es lo más adecuado para él, ya que lo que puede interesar a los periodistas no es necesariamente lo mismo que puede serlo para sus electores. Lo que se traduce en la creación de una situación ambigua, ya que esta persuasión por delegación es el caldo de cultivo para cometer todo tipo de indiscreciones. En efecto, en el intento de atraer a los periodistas (con los que suele haber una camaradería que no hay con el público anónimo), el político puede caer en deslices y descuidos propios de un clima de connivencia; pero estas indiscreciones pueden convertirse precisamente en la noticia. Cuanto hace en pos de crear confianza con los periodistas puede volverse en su contra y transformarse en una fuente de descrédito.

El modo de hacer frente a estos riesgos es crear un marco de relaciones mucho más formales. En tal caso, si bien el control aumenta, no por ello desaparecen los problemas. Una mayor rigidez puede erigirse en un obstáculo que bloquea la aparición en el espacio público. Un político distante y poco accesible a un trato más espontáneo por parte de los periodistas se convierte en una fuente menos consultada. Y por ende con muchas menos probabilidades de dotarse de una mínima imagen pública. Un político excesivamente autocontrolado puede ser visto como alguien que no promete sorpresas y en consecuencia deja de ser informativamente interesante.

A todo ello hemos de añadir que los contactos, formales e informales, entre políticos y periodistas serán después procesados de acuerdo con una lógica bien diferente: la de la producción de noticias. Y en ella entra en funcionamiento una serie de criterios que escapan del control por parte del político. La producción de noticias se rige por una mezcla de intereses económicos-empresariales, mentalidad profesional y oportunidad que trastocan la más cuidada escenificación política. Está presidida además por la tendencia a la simplificación, que lleva a crear tipificaciones y estereotipos en virtud de los cuales la información resulta cómoda y eficaz. Una simplificación que prontamente sirve para encasillar a los personajes políticos en unos pocos rasgos, a los cuales se adaptarán siempre sus conductas, fueren éstas las que fueren. De este modo el periodista dispondrá de un cuadro de expectativas en sus relaciones con los políticos, que fatalmente acaban por cumplirse, ya que hacia ellos desarrolla una percepción selectiva en virtud de la cual sólo es atendible aquello que se ajusta al modelo configurado previamente.

¿Quiere decir todo esto que el político está inerme frente a los periodistas? No totalmente. Sin duda, tendrá que cuidar y mucho sus primeros pasos en la vida política, antes de quedar fatalmente estereotipado, ya que una vez que tal fenómeno se produzca le resultará muy difícil modificarlo. Lo cual quiere decir que él es quien debe guiar el sentido de estas percepciones todavía abiertas. Después, necesitará lograr un complicado equilibrio entre complicidad y distanciamiento con los periodistas, si quiere no quedar sometido plenamente a sus exigencias. Para ello tendrá que ser en todo momento consciente de que ni la franca espontaneidad ni el puro formalismo son actitudes convenientes. La una se presta a la traición; la otra al desinterés. Quizá no estaría de más que políticos y periodistas se convencieran de que sus vidas no son paralelas, y que por tanto deben mantener una relación más profesional y menos basada en prejuicios.

No parece ser esta la tendencia dominante, sino otra bien diferente: la aproximación de la lógica política a la de la comunicación mediática. Dado que en el espacio público sólo se aparece conforme a las reglas impuestas por sus creadores, al político se le abre la opción más simple de todas, incorporarse a tal racionalidad. Es justamente la tercera estrategia empleada.

– La mediación profesional. Como ya hemos señalado en un apartado anterior, el nuevo espacio público se caracteriza por un conjunto de rasgos típicos del mundo de la comunicación de masas. Es en este espacio en el que tiene lugar hoy gran parte de la competitividad política, de modo que ella ha de hacerse siguiendo pautas que no se han elaborado en el campo político. Las dificultades del político para intervenir en dicho espacio proceden de tener que hacerlo a partir de modalidades que no son las suyas y que en gran medida escapan a su control. La respuesta política ha sido doble: de un lado, disponer de medios de comunicación propios, que les posibilite tener bajo su control la elección de los profesionales y la orientación a seguir por los mismos. De otro lado, establecer alianzas con algunos profesionales de la comunicación no integrados en empresas del sector, de manera que las relaciones del político con el espacio público no lo sean a través de una única mediación, sino de una doble mediación. Esto es, el político no se relaciona siempre de manera directa con los profesionales encargados de producir las noticias, sino que entre ambos sitúan a otros profesionales.

La primera solución es económicamente costosa y de resultados dudosos. Poner en marcha una empresa de comunicación poderosa por su nivel de difusión y relevancia social es una fórmula que muy pocos partidos políticos pueden permitirse. Lo más probable es que traten de hacerlo una vez que se instalan en el gobierno, usando recursos financieros públicos de una doble manera: bien en las empresas de comunicación que dependen directamente del gobierno, bien creando (o apoyando) empresas de comunicación privadas. La primera solución es transitoria, por cuanto al abandonar el gobierno desaparece el control sobre los medios públicos. Lo más frecuente por ello es establecer alianzas (más o menos implícitas) con empresas privadas, con las que el intercambio de prestaciones materiales y favores políticos puede ser más estable. No obstante, este tipo de mediaciones no es todo lo eficaz que podría parecer. Plantea al menos tres grandes problemas: (1) los medios que tienen una adscripción política más o menos evidente corren el riesgo de perder parte de su crédito informativo; (2) los intereses políticos y los empresariales no siempre son coincidentes; (3) los conflictos por el poder se multiplican, ya que tanto políticos como periodistas tratan de influir de manera desmedida en el campo ajeno. Así que, aunque las empresas y los profesionales tengan sus afinidades políticas, la pretensión de las primeras es siempre mantener un margen de autonomía importante, al menos aquel que les legitima para hacer gala de los grandes principios (objetividad, independencia) del oficio.

Sin embargo, existe otra fórmula más viable: la que se materializa en los llamados “gabinetes de prensa” o “gabinetes de comunicación”. La proliferación de los mismos revela que su coste económico es aceptable para los políticos, pero sobre todo manifiesta el principal mecanismo utilizado por los políticos en sus relaciones con los periodistas. Un gabinete de esta naturaleza se caracteriza por la función de mediación que cumple entre los políticos y los periodistas. No son ya los políticos quienes se dirigen a los periodistas encargados de elaborar noticias; entre ellos colocan a otros periodistas cuyo cometido consiste en elaborar las imágenes que de los políticos deben llegar a los periodistas que trabajan en los medios de comunicación. Dado que el trato directo con los informadores está plagado de riesgos, los políticos lo delegan en otros expertos en el manejo de la información. Estos profesionales de los gabinetes de comunicación vienen a desarrollar un amplio abanico de tareas, las más importantes de las cuales son:

(1) Ser los depositarios de las confidencias de los políticos, con lo que éstos evitan el riesgo de las indiscreciones que pudieran cometer con los informadores.

(2) En relación con sus colegas de los medios, ejercer la función de proporcionar una información semielaborada, prácticamente publicable tal cual, ya que está confeccionada con las mismas pautas de la producción de noticias y no despierta los recelos que lógicamente suscitaría de haberse elaborado por los políticos.

(3) Convertirse en agentes de protocolo, tanto en las relaciones del político con sus electores, como en su trato con otros periodistas. Son ellos los encargados de evitar cuanto pueda resultar disruptivo o conflictivo en tales situaciones, manejando las impresiones de unos y otros para que la interacción resulte aceptable. Pueden lograr este objetivo de múltiples maneras, pero en todas ellas han de encargarse de establecer los guiones y las pautas de la situación (aleccionando previamente a unos y a otros acerca de los límites tolerados), y ocultando todo aquello que pueda resultar amenazador para una verosímil puesta en escena.

(4) Ser en todo momento factores personales de movilización en un sentido amplio: captar recursos, favorecer las causas de los políticos, poner en marcha grupos y movimientos sociales y siempre constituirse en nexos de unión con los medios de comunicación.

A pesar de todas estas estrategias, que como hemos visto buscan la adaptación del político a la racionalidad mediática, las relaciones siguen siendo complejas y difíciles. Y lo son así porque a pesar de la convergencia que en no pocos casos se da entre el político y el periodista, sus objetivos continúan siendo diferentes, o el tiempo social de sus objetivos no es siempre el mismo.

Los ámbitos controvertidos

Durante un largo tiempo los medios de comunicación han sido considerados una parte importante pero diferenciada del sistema político democrático. La fórmula con la que se los conocía, “cuarto poder”, expresaba el cometido central que se le asignaba de vigilantes críticos de los otros. Debido a ello, los medios tienden a percibirse como una forma de “contrapoder”, esto es, una instancia que se coloca fuera de cualquier modalidad de poder para ejercer así mejor el control de los poderes que se supone les ha sido encomendado. Para que tal función resultase viable, los medios tendrían que, en efecto, cumplir con al menos dos condiciones: la primera, que como instituciones sociales se situaran claramente fuera de los círculos de poder; la segunda, que no aspirasen a condicionar las decisiones del gobierno, sino tan sólo a poner de relieve las consecuencias de las mismas. Ninguna de ellas en realidad se cumple. Ya hemos analizado anteriormente la clara amalgama que se da entre políticos y periodistas, con lo que difícilmente puede sostenerse que se trata de dos tareas claramente separadas. Y si nos referimos a la segunda condición, comprobaremos que el gran objetivo del periodismo actual es influir en las decisiones políticas, lo que equivale a decir que sus acciones buscan que sus intereses y sus orientaciones ideológicas produzcan efectos determinantes en la acción política. Es necesario por tanto darse cuenta de que referirse al poder periodístico como segregado del político carece de todo sentido de la realidad; y que más bien debemos pensar en ambos como poderes que se superponen. Y esta cualidad de entremezclarse no la cumplen los medios de comunicación solamente en el caso del poder político, también les ocurre con el judicial y el legislativo. En el fondo, todas estas formas de poder se hallan atravesadas por la acción periodística de suerte que convendrá considerarla como un poder transversal a todas y cada una de ellas.

La progresiva penetración del periodismo en las esferas de poder está alterando de manera sustancial la concepción misma de la política. Ésta ya no se rige exclusivamente conforme a su lógica específica, sino que ha de hacerla compatible con la que impera en la comunicación mediática. Esta mixtura de lógicas torna a la política mucho más compleja e inestable. Al no poder hacerse de manera exclusiva a partir de reglas autónomas y controladas por los propios políticos, se ha convertido en una actividad heterodependiente, es decir, sometida a exigencias que no son primariamente políticas o que no se pueden evaluar conforme sólo a los requisitos de la política.

El efecto de esta heterodependencia mediática es que los elementos centrales de la estructura política se han visto sometidos a cambios irreversibles. Unos cambios que afectan a tres ámbitos principales, en cada uno de los cuales la acción moldeadora de la lógica mediática es inexorable: la representatividad, la movilización cognitiva y la gobernabilidad.

– Una representatividad dual. La fuente principal de legitimidad de los sistemas democráticos reside en su naturaleza representativa. Gran parte de los conflictos políticos del siglo XIX y primeras décadas del XX giró en torno a la consecución de derechos políticos negados a amplios estratos de la población. Conseguidos tales derechos, la democracia se convirtió en una fórmula política que permitía la participación de todos los ciudadanos a través de un doble cauce: el de los partidos y el de las elecciones. Pues bien, ambas modalidades se han tenido que enfrentar a otra surgida en las últimas décadas del pasado siglo, que se presenta también como representativa, y cuya naturaleza se vincula con otro tipo de derechos y se articula mediante otros mecanismos bien diferentes de los derechos políticos. Me refiero a la denominada “opinión pública”. Ésta, desde el punto de vista político, forma parte de la primera constelación de derechos, los civiles, organizados en torno a la libertad de pensamiento y expresión. Es sin duda el universo de derechos dentro del cual surgen los medios de comunicación modernos. Ahora bien, la opinión pública tiene una función que no es estrictamente representativa, sino discursiva: sirve para debatir los asuntos públicos y crear un clima que propicia el consenso o el disenso; que posibilita la crítica y la evaluación sociales; mas no es su tarea la de representar políticamente a la sociedad.

En segundo término, en la medida en que han desaparecido o se han debilitado los escenarios dialógicos e interactivos de la discusión pública, ésta no tiene un espacio propio ni autonomía. Es siempre la representación mediada de la misma. Es decir, la sociedad reconoce como su opinión pública aquella que reflejan los medios de comunicación. Y la que éstos transmiten no es sin más la opinión de los públicos, sino una construcción mediática que en muchos casos prescinde de los públicos, ya que su pretensión es precisamente que los mismos se adhieran a lo que aquellos ofrecen como su imagen. La opinión pública mediática, por lo demás, adopta formas muy variadas (desde el sondeo de opinión hasta cualquier conjunto de entrevistas improvisadas pasando por la simple opinión personal de los informadores). Cada una de ellas sirve para un claro cometido: primero, reemplazar a la dinámica de la discusión social; después, a la expresión política de la misma emanada de los procesos electorales. El argumento esgrimido por los medios de comunicación suele ser siempre el mismo: las elecciones son un medio incapaz de dar cuenta de las genuinas aspiraciones de la sociedad. Las mismas sólo llegan a conocerse permitiendo que su “voz” se manifieste continuamente. Que sería precisamente lo que los medios de comunicación harían al dar cabida a la opinión pública en su naturaleza cambiante.

Con esta doble sustitución (la representatividad política por la opinión pública, y ésta por las opiniones mediáticas) se llega a una fácil conclusión: la deficiente representatividad de la política y, por ende, una cierta duda acerca de la legitimidad de los políticos. En sentido contrario, la construcción mediática de la política se erige en el mecanismo de representación más fiable y válido. Válido porque si la política es la gestión de los asuntos relacionados con la opinión pública, ésta encontraría su cauce de expresión más adecuado en los medios de comunicación. Y fiable porque frente al voto, reducido a la mínima expresión política (un candidato, un partido), los medios posibilitarían recoger con precisión los deseos de los ciudadanos así como la evolución de los mismos.

Asistimos en la actualidad al desarrollo de una legitimidad política dual: la derivada de los procesos políticos en sentido estricto, y esta otra de naturaleza mediática (autoatribuida) vinculada a su capacidad de representación de la opinión pública. Para reforzar la misma, los medios llevan tiempo estableciendo alianzas con esa sociedad a la que afirman ligarse directamente: la llamada “sociedad civil” es hoy una construcción en gran medida de los medios, a los que sirve de coartada en su pugna con el poder político. De ella ponen de relieve su distancia de la política y la emergencia en la misma de otras vías de representación diferentes de las convencionales. Los propios medios se convierten en los más firmes abanderados de casi todos los movimientos sociales que en su crítica a la política persiguen hacer política por otros canales. Que no es, como señalábamos más arriba, la búsqueda de otros sistemas políticos, sino la de transformarse en agentes que situándose fuera de la política y erosionándola tratan de condicionar desde fuera las acciones que emprende o pudiera emprender.

– La movilización cognitiva. No es posible encontrar legitimidad política sin un clima de consenso básico, sin compartir un conjunto de valores y actitudes de naturaleza colectiva. Éste era el objetivo de las ideologías, y en virtud de ellas era como se producía la vertebración social llevada a cabo por los partidos políticos de manera más restringida, y por el Estado y sus instituciones de forma más generalizada. La movilización de los ciudadanos en pos de objetivos públicos sólo resulta factible si previamente esos ciudadanos disponen de creencias compartidas que les generen sentimientos de adhesión a proyectos supraindividuales. Quien comprendió con nitidez estas bases de la acción colectiva fue E. Durkheim con su teoría de la “educación moral” racional y laica. Pero estos fundamentos no han dejado de erosionarse desde finales de la década de los sesenta del pasado siglo. En su lugar ha aparecido otro marco cognoscitivo en el que se mezclan contenidos culturales muy heterogéneos, pero de los que es posible destacar dos rasgos esenciales: de un lado los ligados al multiculturalismo, con su énfasis puesto en la diferencia (que viene a hacer en la práctica imposible proyectos colectivos de cierta importancia); de otro, el carácter prioritario que se otorga a cualquier iniciativa de la sociedad civil, entendida casi siempre como ámbito privado. El descrédito de lo público, sin embargo, no quiere decir que hayan desaparecido causas públicas. Por lo general suelen provenir de estos dos ingredientes que acabamos de mencionar, pero siempre y cuando los mismos se adapten a los requisitos de la comunicación mediática como para que ésta les convierta en asuntos con relevancia pública (en el sentido ya indicado de visibilidad).

Es la lógica de los medios la que impone, por lo demás, un marco de referencia cultural inexorable, dentro del cual se mueve la mayoría de las experiencias cognoscitivas de los ciudadanos. Un marco que establece en primer lugar códigos de valores: los de lo cultural y lo políticamente correcto. En segundo lugar, de tales experiencias se derivan igualmente pautas para la acción colectiva: bien por el rechazo hacia algunas de sus manifestaciones, bien por la favorable contribución que prestan a otras. El tratamiento y valoración que dan a las eventuales acciones colectivas es otra modalidad más de contribuir a su éxito o fracaso.

Pero la creación de marcos culturales que otorguen sentido a la acción implica, en el caso de los medios de comunicación, un espectro más amplio de funciones. En primer lugar señalando los temas u objetos a los que debe prestarse atención, así como la perspectiva concreta que hacia los mismos debe adoptarse. En segundo lugar, sólo con la condición de que los medios mantengan la atención un cierto periodo de tiempo es como podrá lograrse la aparición de movimientos sociales de alguna consistencia. En tercer lugar, los propios movimientos encuentran su identidad al reconocerse en las imágenes de ellos proyectados por los medios, que son las que les conceden su naturaleza de “públicos”. Mas de la misma manera que ejercen esta eficaz contribución a su emergencia y consolidación, los medios pueden también bloquearlos o erosionarlos, al ofrecer de ellos sus manifestaciones menos aceptables para la sociedad.

Muchas veces la movilización estimulada por los medios adopta el ropaje de “campañas de moralización”. Éstas persiguen que se conviertan en patrones de conducta privada ciertos valores considerados por los medios como valores públicos esenciales. Para lo cual los medios han de señalar en primer término que existen unos principios valiosos que forman parte de la moralidad pública. A partir de aquí deben persuadir a los ciudadanos de que asumirlos como normas propias de comportamiento es una forma razonable de integración y participación en un proyecto colectivo. Se trata, como puede comprobarse, de un proceso inverso a los que eran específicos del espacio público: ahora no son los ciudadanos quienes discuten sobre sus valores para ponerse de acuerdo sobre los mismos, sino que se los imponen en una comunicación que no admite el intercambio y la reciprocidad.

En resumidas cuentas, en una sociedad deficitaria de espacios públicos la necesaria selección de símbolos colectivos se ha convertido en uno de los cometidos principales de la acción comunicativa de los medios. De la multiplicidad de representaciones y significantes que proliferan en la sociedad, sólo son eficaces unos pocos: aquellos que se destacan por encima de los demás para ser ofrecidos a la atención de amplios grupos sociales. La acción colectiva requiere de una labor de filtrado cultural en virtud de la cual un mapa simple y coherente de interpretaciones de la realidad se convierte en una guía indispensable para la acción. Este mapa es hoy el que construye la comunicación mediática con su selección de acontecimientos y la implícita (a veces explícita) evaluación que los mismos efectúan del acontecer social.

– La gobernabilidad cuestionada. La acción de gobernar exige un mínimo de confianza por parte de la clase gobernante en la autoridad de que dispone y en lo razonable de las medidas que adopta en aras del bien público, y de un consenso suficiente en la sociedad para aceptar a aquélla como legítima y a éstas como válidas. Ambas condiciones parecen haberse erosionado de modo creciente en nuestra época. Hay varias razones que lo explican, y no todas ellas se pueden atribuir directamente a la competencia de los medios. Así, la sociedad del “riesgo” o de la “incertidumbre” con la que algunos describen este tiempo social propicia la desconfianza de los gobernantes acerca de lo acertado de sus decisiones. Pero aquí ya encontramos un indudable efecto mediático, por cuanto que son los medios los encargados de poner de relieve, y en ocasiones antes incluso de que la decisión se haya tomado, las consecuencias no queridas, indeseables o perversas de la medida en cuestión. Lo cual no sólo puede generar dudas entre los políticos, sino que contribuye a ir formando un clima de opinión desfavorable a sus acciones.

Otra de las razones últimamente esgrimidas con profusión por los teóricos de la postmodernidad es que la separación entre poder (oculto) y política hace que las acciones de esta última resulten fútiles. La crisis del Estado nacional estaría en la base de este fenómeno, y sus secuelas serían que los gobiernos toman decisiones que carecen de toda capacidad de cumplimiento, subvertidas continuamente por una realidad que escapa a sus designios. La globalización estaría imponiendo un nuevo tipo de poder, de naturaleza no bien definida, en el cual las políticas nacionales, todas ellas favorecedoras de la desregulación, sólo sirven para debilitar y hacer más cuestionables esas políticas. Una desregulación, todo hay que decirlo, que no devuelve el poder a la sociedad, sino a unas instancias (las del neoliberalismo) que política y socialmente actúan al margen de cualquier control.

Pero hay razones de esta crisis que se ligan estrechamente a la concurrencia competitiva de política y medios de comunicación. Dos de ellas las hemos analizado en los epígrafes precedentes: la doble representatividad y el control de las definiciones simbólicas por parte de los medios colocan a la política en una posición frágil. Si la capacidad de representar a la sociedad queda en gran medida reemplazada por la opinión pública, y si el establecimiento de universos simbólicos que otorgan sentido a la realidad y movilizan socialmente han pasado a ser funciones preferentemente desempeñadas por los medios, ¿sobre qué bases puede construirse la acción política?; ¿a quién puede satisfacer y cuál será su grado de aceptación? Todo el entramado institucional que permitía el fluir de la vida política ha entrado en crisis y son los procesos comunicativos los que se encargan ahora de articular lo mucho o poco que pueda estarlo nuestra sociedad. Así que utilizar los viejos mecanismos de la política no contribuye a dar consistencia a las acciones de gobierno. Pero adaptarse a la racionalidad de la comunicación sólo sirve para sumergirse en un mar de volátiles opiniones, incapaces de sustentar cualquier decisión.

Nada de extraño tiene que el síntoma más elocuente de esta disputada gobernabilidad sea la crisis de liderazgo, tanto político como social. Los líderes políticos, aun cuando siguen necesitando de los partidos, son básicamente un producto mediático, creados con técnicas no muy diferentes a las de cualquier mensaje publicitario. Pero por ello mismo adolecen de las mismas cualidades que las modas: no han de tener perfiles bien definidos, sino tratar de sintonizar con audiencias masivas, lo que requiere una gran capacidad acomodaticia y atención cuidadosa a la veleidosa opinión pública mediática. Y son, claro está, extraordinariamente efímeros. Para mantenerse como (frágiles) líderes, lo mejor es no tomar decisiones, o tomar las menos posibles, o tomar aquellas que agradan a casi todos (para lo cual ha de echarse mano a las sobadas encuestas), o dejarse llevar por los cantos de sirena de los nuevos consejeros de príncipes que suelen ser avezados periodistas. En realidad, el banco de pruebas de toda medida política es el de la reacción que provoca entre los denominados “líderes de opinión”, que no son otros que los que la administran (los periodistas). En tales condiciones nada sorprende que el liderazgo político se haya transformado en un tipo de liderazgo no ajeno a ese espectáculo tan querido por la comunicación. El líder de nuestros días en el fondo sólo debe tener una cualidad: saber en cada momento el papel (escrito por otros) que tiene que representar, pero que carece de cualquier coherencia lógica e ideológica que no sea la del oportunismo. La tarea del político es hoy la de ser actor de papeles atomizados, cada uno independiente de los demás y cuyo sentido se agota en sí mismo.

Este liderazgo está dando lugar a nuevas formas de populismo, que, aunque hunde sus raíces en los prejuicios y actitudes más reaccionarios de la población, tiene de novedad que persigue identificarse siempre con los estados de opinión generados por los medios de comunicación. Un populismo que se despliega en una doble dirección. En primer lugar, seleccionando como líderes a personajes cuyos únicos méritos consisten en proporcionar declaraciones y comportamientos directamente traducibles en noticias espectaculares. No suele haber crítica a tales personajes, sino una cierta complacencia en la “naturalidad” de su modo de ser, perfectamente adaptable a la lógica de producir información nueva y excitante. En segundo lugar, este populismo adopta la forma de sondeos (fundados o no) en los que la sociedad manifiesta actitudes escasamente tolerantes (empieza a suceder con el racismo y la xenofobia), pero que se presentan sin más como un hecho incuestionable, sin aportar explicaciones ni propiciar debates razonables sobre sus causas. El resultado es que de un lado estas imágenes pueden convertirse en proféticas, por el efecto de modelar conductas que producen, y de otro pueden llevar a la toma de decisiones políticas congruentes con las mismas por la legitimidad de que gozarían.

Que el liderazgo sea débil, sin perfiles definidos o populista no quiere decir que no se ejerza. Pero se hace en unas condiciones que contribuyen un poco más a su descrédito. Porque al hacerlo apegado al último porcentaje publicado, o a la recomendación perentoria de los periodistas de turno, habrá entrado en la ley de hierro de la información: nada de cuanto se ha hecho tiene sentido, ya que sólo en lo que queda por hacer, especialmente si es imposible, reside el interés de la novedad informativa. La política así concebida en el fondo no construye nada, ya que vive apegada a la necesaria renovación de imágenes demandada por la información.

Constructores de precarios consensos

La política democrática ha sido siempre una especie de dios Jano: basada en amplios consensos, sólo podía conseguirlos en virtud de la disolución de los establecidos con anterioridad. De modo que el requisito para tener éxito en difundir y asentar las propias creencias era el de generar un conflicto capaz de debilitar la cohesión social. Ahora bien, una vez alcanzado, el nuevo consenso generaba el suficiente grado de cohesión social para garantizarle una duración prolongada. Una de las razones básicas por las que el consenso permanecía estable se derivaba del proceso en virtud del cual se conseguía. En efecto, estas matrices de creencias compartidas sobre las que se erigía el dominio político procedían de una fase discursiva previa que se desarrollaba en el espacio público. Éste posibilitaba que los asuntos privados, mediante la discusión crítica, formasen un núcleo común de valores al que pudieran adherirse amplios estratos sociales. Pero con la transformación del espacio público en la dirección que ya hemos analizado, ha cambiado también la naturaleza misma del consenso. No hay ahora lugar para el desarrollo de sólidos y estables códigos credenciales comunes. Al contrario, más bien lo que hoy aparece como matriz cultural compartida es la convicción de que el consenso es siempre limitado, inestable y efímero, que la política camina sobre el disenso profundo, en el cual sólo son factibles acuerdos frágiles y cambiantes.

Esta transformación cultural del orden político pone de manifiesto una paradoja que se ha vuelto consustancial con aquél, a saber: que no hay más posibilidades de consenso que las que se derivan de una tarea de continua deconstrucción del mismo. Llegar a puntos de encuentro compartidos no es la meta, sino un medio más de seguir avanzando en los desacuerdos. Con ello se ha modificado la naturaleza de la política misma. Si durante el periodo de dominio de los partidos de masas de lo que se trataba era de conseguir la hegemonía cultural mediante una parsimoniosa “guerra de posiciones” (por emplear el lenguaje gramsciano), hoy nos hallamos frente a una política que trata de difuminar cualquier referente cultural e ideológico claro. Es la política convertida en un juego publicitario más, en el que cuenta de modo especial la capacidad de mezclarlo todo sin creer en nada. Esta versatilidad permite jugar a todas las bandas y desplazarse con soltura por todo el espectro político. Es, si prefiere, el tan ensalzado “centrismo político”.

Mas esta nueva manera de concebir la política obedece a la profunda penetración en la misma de la racionalidad de los medios de comunicación. Despojada del espacio público que le permitía una conexión directa con lo privado (y por tanto con la realidad concreta de las personas), la política actual tiene necesariamente que adaptarse a los requisitos del nuevo espacio público. Y para éste es preferible siempre el conflicto. No quiere esto decir que no contribuya a producir acuerdos, pero son por lo general de una enorme precariedad. Y es que en la naturaleza misma de la acción mediática hallamos los fundamentos de la inestabilidad del consenso político. Al menos son cuatro tales fundamentos: la lógica del conflicto, la teoría de la sospecha, la sociedad entendida como conjunto de lobbies y el papel negociador de los periodistas. Analicémoslos por separado:

– La lógica del conflicto. La producción de noticias se rige, como es bien sabido, por el principio de mostrar los aspectos que resultan ser más llamativos o que ofrecen el lado menos noble de la vida social. Aplicado a la política, este principio se traduce en hacer de ella un campo de Agramante, en el que la lucha sin cuartel preside su funcionamiento. Planteada en términos conflictivos, la política se presta, además, a otra de las reglas informativas más utilizadas, la personalización. Así, los conflictos políticos emergen como disputas enconadas entre actores concretos, en una pugna en la que prácticamente todo vale. Esta visibilidad política no suele explicar casi nada, pero sí moralizar mucho. De hecho, más que aportar información sobre los mecanismos que operan en las indudables luchas por el poder, a lo que se da cabida es a continuas evaluaciones acerca de la naturaleza moral de sus contendientes. De la política entendida como proyectos diferentes que pugnan por realizarse, se ha pasado a esta otra concepción en la que suele interesar mucho más las cualidades (o más bien sus carencias) de unos líderes convertidos en unos más del universo de celebridades. El proyecto y el afán por construir han sido reemplazados por un enfrentamiento entre caracteres diversos.

En este contexto, los conflictos dejan de tener el lógico sentido de la dificultad inherente a la necesidad de cohonestar intereses divergentes en que consiste la política, para venir a expresar la profunda imposibilidad de llegar a acuerdos colectivos. Toda política es presentada como esencialmente partidista, y por tanto alejada de los procedimientos deliberativos que permiten precisamente el logro de acuerdos suprapartidistas. De esta manera los medios de comunicación consiguen disponer de un rico filón en el que las luchas personales, las intrigas partidistas, los objetivos inconfesables y los resentimientos sin fin proporcionan materiales adecuados para satisfacer la vorágine de una información que necesita renovarse continuamente.

– La teoría de la sospecha. En lógica conexión con lo anterior, la información plantea una aguda desconfianza hacia los discursos explícitos y las proclamas públicas de los políticos. Busca indagar más allá de su apariencia en un intento por hallar las verdaderas razones que encubren, que necesariamente se sitúan en la senda del mal. El lenguaje político queda descalificado como medio de comunicación directa y entendimiento entre los contendientes. No es basándose en las palabras como puede llegarse a algún tipo de acuerdo. Es al margen de las declaraciones donde se desarrollan, si es que realmente lo hacen, las relaciones que dan lugar a acuerdos. Mas si esto fuere así, resulta claro que casi toda la información política que se nos suministra es una mera cortina de humo que oculta los entresijos del poder. Porque el periodismo político de hoy es preferentemente un periodismo de declaraciones, y si el crédito que se otorga a éstas es escaso, quiere decir que resulta imposible despertar en las audiencias un mínimo de confianza hacia los políticos, sus promesas y sus pactos. Esta ambivalencia de la información (basada en una cascada de declaraciones respecto de las cuales lo mejor es ser escéptico) tiene una doble consecuencia. En los políticos, que a sabiendas del bajo grado de significación de sus palabras pueden permitirse decir cualquier cosa (las promesas electorales, como dijera uno de los políticos españoles de la transición convertido en “estrella”, se hacen para no cumplirlas). En el público, siempre disponible para aceptar que bajo la retórica política se esconden las intenciones más inconfesables, y de las que tendrá noticias antes o después (gracias a los medios, por supuesto). Mas este descrédito de la palabra como instrumento de comunicación política hace inviable el discurso político mismo, así como dificulta extraordinariamente las posibilidades de establecer acuerdos. Si la palabra dada es un mero artificio para mejor engañar, faltan todas las condiciones para la discusión razonada tendente a superar los puntos de vista enfrentados, así como el mínimo de confianza sin el cual los intercambios resultan estériles. Tan sólo queda la convicción de que el mundo está regido por unas fuerzas ocultas cuyos objetivos no son nunca públicos precisamente porque van en contra de los públicos. Ante estas fuerzas sólo cabe o la aceptación conformista de sus designios, o el empleo de sus mismos ardides: esto es, el disimulo y el engaño.

– La sociedad como el reino de los lobbies. El indicador más elocuente del declive del espacio público es la proliferación de lobbies en todos los ámbitos de la vida social. De hecho, lo que denominamos privado-social no es otra cosa que el resurgir de los intereses privados organizados de manera tal que son contrapuestos e incompatibles con los demás intereses, en especial con los de naturaleza pública. De la confrontación entre ellos no surge, desde luego, una esfera común, sino múltiples esferas diferenciadas, apartadas (y en competencia) las unas de las otras. Es la negación misma del consenso entendido como una amplia esfera de convergencia e intereses compartidos. ¿Cuál es el papel de los medios en la creación de este orden de cosas? En primer lugar actuando ellos mismos como un grupo de presión. Sus acciones se despliegan por encima y por debajo de los acuerdos explícitos surgidos en el ámbito político en una dirección bien definida: la defensa de los intereses de naturaleza corporativa (empresarial y profesional) que les son comunes. En segundo lugar, actuando como grupo de presión a favor de causas o intereses espurios (casi siempre económicos o políticos) que nada tienen que ver con el denominado “interés general”. En fin, mostrando un panorama de conflictos en el que lo que realmente cabe es la acción en pro de los intereses particulares y muy poco es lo que puede hacerse en aras de la acción colectiva. Es más, suele ser habitual que acciones de esta naturaleza vengan a ser mostradas por su vertiente más irreductiblemente egoísta (la tan traída y llevada corrupción).

La concepción de la sociedad como un conjunto de grupos organizados en pro de sus exclusivos (y excluyentes) fines tiene el corolario de la destrucción (simbólica, al menos) de toda posibilidad de espacio público. Éste no sería más que una artimaña para justificar los intereses privados. Mas si tal espacio se vacía de contenido, la política misma deja de tener algún sentido entendida como proyecto colectivo. La política y sus instituciones se convertirían en meros órganos de decisión puestos al servicio de los grupos más poderosos. Estaríamos ante un fenómeno que empieza a sernos conocido: el de la privatización de la política. Con él tan sólo sería viable una sociedad corporatista (la de los grandes consorcios, ya sean económicos, culturales o religiosos) y corporativista (la de los grupos profesionales que ocupan posiciones privilegiadas), que emplea el mercado como un mito, ya que lo que él mismo encubre es la protección de los más fuertes. En sus dos manifestaciones, esta sociedad es sin duda la que mejor se adapta a la lógica y necesidades de la comunicación. Ésta es hoy un conglomerado de corporaciones (cada vez más oligopolistas), y sus profesionales actúan a partir de criterios típicamente corporativistas. El resultado es que su mirada sobre el mundo trasluce los intereses de su posición estructural. Por todo ello, son una nueva forma de poder que no se ajusta al de la lógica política, y que ni necesita ni busca otros acuerdos que no sean los que se desarrollan en su propio beneficio. La invocación que los medios hacen de ser un servicio público sólo es una fórmula legitimadora (una coartada moral) que no describe la naturaleza de sus acciones.

– El periodismo como negociación. La preeminencia de los medios de comunicación en el nuevo espacio público les faculta para hacer de intermediarios entre las múltiples esferas que concurren en la sociedad. La desaparición o el debilitamiento de las asociaciones intermedias, que otrora pudieron ejercer ese papel entre el individuo y la política, les ha dejado en una situación de virtual monopolio a la hora de hacer de punto de enlace entre ellos. Pero qué duda cabe que hacer de mediadores tiene sentido si hay antagonismo, grupos enfrentados, controversias inacabables. Una sociedad con un alto grado de consenso convierte la figura del negociador en prácticamente inútil. Todo lo contrario de lo que acaece allí donde florecen los conflictos y las tensiones. En nuestras sociedades estos conflictos tienen a su disposición cauces institucionales de resolución, generalmente ligados al orden político. Pero ni en todos los casos ni siempre resultan eficaces tales recursos. Hay otra vía cada vez más empleada en los conflictos. Su desarrollo tiene lugar en un proceso de dos etapas, pero siempre con el concurso de los medios de comunicación: primero se trata de convertir algún asunto en “problema público” al hacerlo visible, y después pedir su resolución al tiempo que se señalan los cauces más idóneos para lograrlo. Ambas son tareas típicas del periodismo de nuestros días: descubrir problemas (ciertos o supuestos) y apuntar soluciones forman parte de su racionalidad. Lo que caracteriza sus acciones es que están orientadas, usando la terminología weberiana, a fines (aunque lo encubran siempre invocando algún tipo de moralidad), es decir a la consecución de ciertos objetivos pragmáticos. Cuantos más sean los conflictos descubiertos y las mediaciones efectuadas, mayor protagonismo será el concedido a los periodistas y más se incrementará su estatus de negociadores privilegiados. Así que un conflicto que hoy se quede circunscrito a los estrictos cauces de los mecanismos institucionales tiene unas oportunidades limitadas de ser solventado. Mas si se lo traslada al nuevo espacio público, y de él se hace un “escándalo”, se le sitúa en un orden de realidad muy diferente: el del tribunal implacable de la opinión pública, en el que no hay intérpretes más cualificados que cuantos tienen la oportunidad de aparecer en el nuevo espacio público para desde allí emitir sus veredictos. A partir de aquí, los nuevos vigilantes de la moralidad pública ejercerán un irrefrenable control de cuantas instituciones sean responsables y someterán sus dictámenes a una evaluación constante con las expectativas de aquella opinión.

Otra modalidad de negociación periodística corresponde a su papel en los conflictos surgidos en el campo estricto de la política, ya sea dentro de los partidos o entre políticos de partidos diversos. En este caso, los periodistas hacen de mediadores de una triple manera. Bien utilizando la proximidad física a los políticos, lo que les permite tratar de limar asperezas y conciliar actitudes enconadas, precisamente por no formar parte del círculo político en sentido estricto. Esta posición de “tercero” no incluido en el problema, pero buen conocedor del mismo, le confiere al periodista un margen de maniobra que no tienen los políticos. La segunda forma de intervención es ya propiamente informativa: el periodista puede ejercer su labor mediadora publicando noticias que apacigüen los ánimos y que presenten a los contendientes como más afines de lo que son, o con intereses comunes que pueden verse comprometidos si el conflicto va a más. En fin, existe otra modalidad mucho más radical, que consiste no en tratar de resolver un problema, sino justamente en crearlo. Los periodistas pueden, de acuerdo con intereses personales, profesionales o políticos ir minando la confianza entre políticos que comparten una misma esfera de poder. Si logran suscitar recelos entre ellos (a través de la publicación de declaraciones, documentos o insinuaciones), pueden en un segundo momento hacerse indispensables para neutralizar las tensiones, ya que será necesaria su cooperación en orden a publicar noticias que desmientan lo anterior. Mas este conjunto de mediaciones políticas provoca, como ya se habrá colegido, la tentación del conflicto en el periodista. De manera que su papel negociador sólo tendrá sentido, una vez más, provocando enfrentamientos interminables.

La consecuencia inevitable de este papel asumido por los periodistas es que muchos conflictos antes latentes o no visibles adquieren ahora una gran relevancia pública. El ajuste entre las necesidades profesionales (de nuevos casos) y las expectativas de los particulares (de que su problema se convierta en un caso público) producen un doble fenómeno. De una parte, se llega a la convicción de que el grado de desacuerdo social está irremediablemente destinado a seguir aumentando, erosionando así no sólo la posibilidad sino la utilidad de establecer una esfera común. De otra, la implicación periodística va más allá de la mediación que facilita la visibilidad del problema: convierte a los propios periodistas en una parte implicada sin cuyo concurso es difícil tomar decisiones al respecto. Es esa nueva tríada formada por opinión pública, periodistas y jueces la que está llevando a nuestras sociedades a convertirse en un campo de litigios sin fin. La expresión, últimamente tan empleada, “judicialización de la política” no es del todo correcta: casi todos los asuntos políticos que se han convertido en procesos jurídicos han sido precedidos de una campaña informativa. La justicia suele intervenir “reclamada” por esos nuevos “tribunos de la plebe” que son los periodistas. Por tanto, sería más propio hablar de la “mediatización” de la política y la justicia.

Con todo ello la política ha quedado reducida a una acción que se subordina a esta dinámica mediática, y a hacerlo de una doble manera. Primero, despreocupándose bastante del acontecer social hasta tanto una parte del mismo no se ha convertido en un acontecimiento mediático. Segundo, abordándolo casi siempre desde la óptica que interesa a la visibilidad de los medios de comunicación. A partir de ahí, no puede sorprender que las iniciativas políticas provengan cada vez menos de su campo y sean más el resultado de la dinámica de los medios de comunicación. De este modo la política está convirtiéndose en una especie de “feria” en la que lo importante es su capacidad de dar espectáculos. Y el espacio público se ha quedado reducido en una suerte de “circo mediático”, en el que se ha impuesto un nuevo tipo de “tolerancia represiva”: cuanto no se adapta a sus exigencias o a las preferencias de sus controladores queda automáticamente excluido. Ha dejado de ser el lugar del logos para devenir mundo de luces (lo que interesa) y sombras (los excluidos de su lógica). Es hora, por tanto, de empezar a exigir responsabilidades políticas a estos nuevos demiurgos de la realidad.

Bibliografía

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Artículo extraído del nº 54 de la revista en papel Telos

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Félix Ortega Gutierrez