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El desarrollo de las telecomunicaciones


Por David Jiménez-Blanco

El análisis de las valoraciones del mercado ilustra la dinámica y las causas de la burbuja financiera en telecomunicaciones. La historia financiera de la electricidad ilumina esta situación actual de las nuevas tecnologías.

Deberíamos imaginar que las cotizaciones de mercado vienen de un socio increíblemente solícito en todas nuestras inversiones llamado Mr. Market. Sin falta, Mr. Market aparece cada día y nos dice un precio al que compraría nuestra parte en un negocio o nos vendería la suya.

Aunque el negocio que tengamos a medias con Mr. Market tenga características económicas estables, las cotizaciones de Mr. Market serán cualquier cosa menos estables. Y es que, triste es decirlo, el pobre padece problemas emocionales incurables. En ocasiones se siente eufórico y sólo ve los factores favorables que afectan al negocio. En otras ocasiones está deprimido y no ve más que problemas para el negocio y para el mundo.

Lo más importante es recordar que Mr. Market está para servirnos, no para guiarnos. Si un día aparece de mal humor, somos libres de ignorarlo o aprovecharnos de él, pero sería desastroso que cayéramos bajo su influencia. De hecho, si no estamos seguros de entender y valorar nuestro negocio mucho mejor que Mr. Market, no deberíamos jugar la partida.

Warren Buffet, 1987 (01)

Introducción: Criterios y modas de valoración

Escribir sobre mercados financieros siempre es arriesgado. Ningún campo de actividad arroja tal flujo continuo de noticias y, por tanto, ninguno tiene la capacidad de desmentir inmediatamente la validez de cualquier teoría o pronóstico con tanta rotundidad. La frecuencia diaria –o incluso continua durante el día– de los veredictos que emiten los mercados conforma un terreno movedizo en el que cualquier comentario puede naufragar tan pronto como es pronunciado. En los momentos actuales, además, la extremada volatilidad de los mercados financieros agudiza aún más esa situación. Afortunadamente, una publicación como Telos se aparta, por su línea editorial y su frecuencia de publicación, de las urgencias cotidianas que azuzan a analistas financieros y periodistas económicos. La modesta pretensión de este artículo es aportar algunas reflexiones a un debate sereno y algunas opiniones, si no permanentes, sí con una esperanza de vida razonablemente larga, sobre la visión que los mercados financieros tienen acerca del sector de las telecomunicaciones.

Los mercados financieros y sus limitaciones

La Sociedad de la Información que está naciendo requiere, por mundano que resulte hablar de dinero, enormes esfuerzos inversores (asignación de recursos escasos de la sociedad que podrían dedicarse a atender otras necesidades asimismo importantes) y esos esfuerzos tienen que ser comparados con los otros usos posibles de esos recursos y resultar vencedores en ese análisis; han de ser, en definitiva, rentables. Es exactamente sobre el valor actual de inversiones ya hechas y sobre la disponibilidad o no de fondos para otras inversiones nuevas, al fin y al cabo, sobre lo que opinan, a diario, los mercados financieros. A menudo, líderes políticos e incluso empresariales critican al mundo de las finanzas por especulativo o improductivo, contraponiéndolo al mundo de la economía “real”. Sin embargo, esa contraposición es demagógica; no cabe enfrentar economía financiera y economía real. Lo financiero no es más que “los números de lo real”. Los mayores o menores niveles de abstracción a que se llevan las discusiones sobre valoraciones, curvas de tipos de interés, tipos de descuento, primas de riesgo, betas, etc., no restan un ápice de “realidad” a lo financiero, aunque a veces lo hagan difícil de entender para el público no iniciado. Con todo, sí merece ser criticado el frecuente endiosamento o su antitético, pero cercano pariente, la demonización –según hablen de él partidarios o detractores– que a veces se hace de ese conjunto de instituciones, actividades y comportamientos que identificamos con los mercados financieros.

A veces se espera demasiado de los mercados financieros. Por una parte, los participantes en los mismos como inversores o asesores profesionales con frecuencia hablamos de ellos como si fueran los proveedores únicos de verdades absolutas y autoevidentes en todo lo relativo a valoración de empresas, asignación de recursos y viabilidad de proyectos. Por otra, muchas compañías de la “economía real” que acuden a los mercados a financiarse, muchos inversores particulares o institucionales que los utilizan o la prensa especializada que los sigue se enfadan con ellos cuando las cosas no van bien, les asignan personalidad y les atribuyen poderes prácticamente de vida o muerte, similares a los de una antigua divinidad pagana, muchas veces cruel e injusta, que no está tratando a sus inversiones o al estado general de la economía “como debería”.

Lo cierto es que la actividad de los mercados financieros es al fin y al cabo una actividad humana más, una manifestación resumida en números de lo que una sociedad (o si se quiere, en estos tiempos de libertad de movimiento de capitales e información instantánea, “la” sociedad globalizada) piensa y siente en conjunto en cada momento sobre cuestiones de asignación de recursos, rentabilidades esperadas, propensión o aversión al riesgo, etc. En realidad, el mercado somos nosotros mismos. No nos gusta lo que vemos en el espejo, pero todos contribuimos a la actividad de los mercados. A todos nos parece mal que la Bolsa baje, pero al mismo tiempo queremos que el gestor de nuestro fondo de pensiones venda sus posiciones si creemos que eso va a ocurrir –contribuyendo así a la propia bajada–.

Con todo, la opinión más común es que los mercados son en general un buen indicador de valor. Sin embargo, y al igual que la sociedad de la que emanan, los mercados no son necesariamente racionales cada minuto del tiempo, ni tienen por qué estar en lo cierto sobre todas y cada una de las situaciones, el cien por cien de las veces. Hay muchos factores que contribuyen a que no sea así. Entre otras cosas, cualquier sociedad, y más aún una sociedad libre y abierta, es proclive a dejarse llevar por modas o fiebres del oro, y se ve convulsionada por estados de ánimo colectivos que varían con frecuencia. Sin embargo, de ello no se desprende que los mercados no sirvan para nada, o que nunca lleven razón, o que a largo plazo no sean un buen indicador de valor (en todo caso, ¿cuándo llega el largo plazo?, preguntaba Keynes).

En momentos determinados, como todos los demás agentes sociales, como las sociedades mismas, los mercados pueden dejarse llevar por la euforia (como los propios gobiernos europeos en 2000, otorgando licencias de UMTS, estimando el número de operadores que podrían sobrevivir en un mercado, o incluso cambiando el nombre de un ministerio para reflejar las nuevas tendencias, etc.) o por el desaliento general que existe ahora mismo.

Frente a ese entorno cambiante, el primer deber de cada participante en los mercados financieros -y más que ningún otro, del gestor profesional de inversiones-, es tener su propia opinión fundamentada sobre las inversiones en las que se mete. Precisamente porque el mercado no es más que el resultado compuesto de todas las opiniones de los participantes en el mismo, no cabe alimentar un círculo vicioso “subcontratando” al mercado nuestro análisis ni nuestra opinión.

Tal vez nadie ha expresado esta idea, desde un punto de vista práctico, como el inversor profesional Warren Buffett lo hizo ya en 1987, en la cita que abre este artículo.

¿Qué tiene que hacer, pues, cada financiero (ojo, no el mercado, no el Mr. Market de Buffett)? La respuesta es bien conocida, y compartida en principio por todo el mundo, pero a menudo olvidada, o al menos no seguida en la práctica. Creo que cualquier inversor profesional se definiría a sí mismo como analítico y basado en los fundamentos; pero en la práctica, ¿cuántos invertimos sólo en valores que hemos estudiado a fondo? Con demasiada frecuencia, sospecho, en mayor o menor medida todos acabamos “subcontratando” el análisis y convirtiéndolo, de valoración de empresas, en ejercicio de proyección del propio mercado (expectativas sobre las expectativas de los demás). Es decir, no acudimos al mercado con una opinión propia fundamentada que contraponer o comparar con la de los demás agentes del mercado. El inversor que hace sus deberes y valora sus potenciales inversiones debe acudir al mercado con una sola decisión que tomar, en realidad muy simple: si el precio que hay en la pantalla es inferior a la valoración que asigna la compañía en cuestión, debería comprar, y si no, no. No deberíamos preocuparnos por predecir qué hará el mercado en tres o seis meses, sino centrarnos –de nuevo en palabras de Buffet– en «adquirir a un precio atractivo negocios cuyo valor fundamental crezca razonablemente a lo largo del tiempo».

Valoración de empresas. Magnitudes y múltiplos. Las modas en la valoración

Profundicemos, pues, en el ejercicio inicial fundamental de un inversor profesional:  valorar compañías.  No trataremos de aburrir al lector repasando cosas archisabidas, pero sí de identificar ahora ciertos conceptos fundamentales para el debate.

Valorar compañías, se dice con frecuencia, es más un arte que una ciencia. Lo que se quiere expresar, sin duda, es que no existe una valoración exacta para cada realidad económica. En la valoración, la materia prima, lo que se “valora”, es el futuro esperado de una empresa o de un negocio. Es obvio que el futuro está abierto a opiniones, a escenarios optimistas, pesimistas y voluntaristas. Cuanto más respaldadas estén nuestras proyecciones de futuro, cuanto más confiemos en ellas, más útil será una valoración. Pero en ningún caso será infalible; desgraciadamente, el futuro cambia todos los días.

Pero, es que además valorar es un ejercicio largo y complicado si se quiere hacer con el máximo rigor posible. Simplificar el análisis mediante el uso de “atajos” es una tentación casi ineludible, prácticamente una necesidad si se tienen que analizar muchas inversiones potenciales en un espacio corto de tiempo, que es la situación en la que se encuentran muchos gestores de inversiones.

El análisis de valoración completo (el que llamaremos enfoque “largo”) es el que llevan a cabo los inversores que analizan inversiones individuales muy importantes y relativamente infrecuentes. Lo utilizan las propias compañías industriales cuando valoran otras compañías con vistas a fusiones o adquisiciones, y todos los analistas bursátiles reconocidos. Pero es complicado y requiere un montón de trabajo. Hay que proyectar año a año el futuro de una empresa para los próximos cinco o diez años, aislar la magnitud relevante (normalmente el cash flow libre) y actualizar esa corriente de flujos mediante el uso del apropiado tipo de descuento.

Por ello existe un atajo utilizado a menudo por todos: el análisis de múltiplos (por contraposición, el enfoque “abreviado”). Consiste, en términos muy crudos, en centrarse en una variable financiera concreta de la empresa para el año en curso o el próximo, y aplicarle el múltiplo adecuado. Pero, como ocurre con todas las simplificaciones, en el proceso se pierde información muy valiosa. Además, y como veremos más adelante, por la rendija de esa simplificación, que fuerza a tomar decisiones, empiezan a colarse las “modas” en las valoraciones; modas sobre qué magnitud utilizar y qué múltiplo aplicarle. Veamos a qué me refiero.

Lo cierto es que la magnitud fundamental para valorar empresas ha cambiado, cambia y cambiará con el tiempo. Sencillamente, ninguna es perfecta para todas las situaciones. Además, a medida que una de ellas se establece como norma desplazando a las anteriores, los jugadores más avezados pueden jugar a aprovecharse de ella (cambiando su comportamiento para que la magnitud en cuestión se vea favorecida, en detrimento de otras) y así desvirtuar la validez del método, hasta que éste es reemplazado por otro.

Hagamos un poco de historia, necesariamente simplificada. Tradicionalmente, y hasta hace relativamente poco (hasta la década de los 70) la principal magnitud en la que los inversores se fijaban al valorar una empresa eran el valor en libros y el dividendo. Fácil de entender, fácil de conocer, declarado y publicado por las propias compañías y razonablemente estable, el dividendo proporcionaba un asidero firme y una medida de comparación fácil entre compañías, y en buena medida no requería de ningún análisis del “interior” de la explotación. Para comparar inversiones, bastaba comparar la rentabilidad por dividendo de las mismas.

En algún momento, los analistas empezaron a considerar que si se lograba proyectar con fiabilidad el beneficio neto de una compañía, éste, siempre depurado del efecto de factores extraordinarios positivos o negativos, proporcionaría una excelente guía para estimar por una parte la fiabilidad (mediante el ratio de cobertura del dividendo por el beneficio neto) y, por otra parte, el crecimiento potencial de la compañía y de sus dividendos en el futuro (expresado por la tasa de retención del beneficio, es decir, la parte de éste que no se destinaba a dividendos). Es indudable que entre dos compañías con parecida rentabilidad por dividendo se puede establecer una diferencia válida entre la que va a crecer más y la que va a hacerlo menos, así que merece la pena esta primera complicación del análisis. El análisis empezó a centrarse en el ratio precio/beneficio o PER.

Pero está claro que el beneficio neto es un producto complicado, derivado de muchas decisiones opinables sobre amortizaciones u otros aspectos contables y afectado por factores como la fiscalidad efectiva de la compañía o su manera de financiarse. Por ello, es muchas veces poco comparable entre compañías de jurisdicciones contables diferentes, estructuras financieras dispares y tasas impositivas diversas.

Pero comparar inversiones es justamente lo que queremos hacer. ¿Cómo superar esas dificultades? Poco a poco, ya en los años 90, los analistas fueron enfocando su lente para encontrar una magnitud menos dependiente de decisiones contables o financieras ajenas a la marcha de la explotación de la empresa en sentido estricto, y que aproximara –aunque fuera de manera simplificada– la generación operativa de fondos: el famoso EBITDA, o beneficio antes de intereses, impuestos y amortizaciones. El EBITDA tiene varias ventajas en un contexto de creciente internacionalización de las inversiones, y es que es más comparable entre empresas de países distintos. El nuevo ratio de moda, por tanto, pasó a ser el EV/EBITDA (EV es el enterprise value o valor de la empresa, es decir, de los recursos propios más la deuda financiera de la sociedad). El enfoque en el EBITDA, por tanto, resolvió algún problema del método anterior, y funcionó bien durante un tiempo, pero tampoco es perfecto. Su principal problema es que, al despreciar lo que ocurre en la empresa por la parte de “abajo” de la cuenta de pérdidas y ganancias, deja escapar muchos matices importantes y tiene tendencia a fomentar entre las empresas actuaciones que redunden en un buen impacto sobre el EBITDA a costa de otras magnitudes importantes no reflejadas en el mismo.

Es lo que ocurre, por ejemplo, con el tratamiento de las adquisiciones, a efectos de la valoración de su impacto en la empresa adquirente. En términos muy brutos, en un mundo centrado en el EBITDA una compañía que lleva a cabo una adquisición tenderá a llamar la atención sobre el EBITDA adicional adquirido, y en general sobre el impacto de la adquisición sobre el EBITDA de la adquirente. Pero lo que ocurre, sin embargo, es que ese impacto será positivo en prácticamente todos los casos, y por tanto, que se harán adquisiciones que pasarían ese test pero no otros igualmente importantes. Al fin y al cabo, todos los efectos negativos sobre el balance y la cuenta de resultados de una compañía derivados de una adquisición (fundamentalmente el fondo de comercio y su amortización y los intereses de la financiación) aparecen por debajo del EBITDA en las cuentas de resultados. Muchas de las adquisiciones de los últimos años 90 que fueron bien recibidas por los mercados financieros lo fueron en buena medida por superar el examen del EBITDA.

Por otra parte, si lo que queremos es aproximarnos al cash flow de la empresa, el EBITDA tampoco lo es. Entre otras cosas, el EBITDA ignora de manera importantísima las inversiones necesarias para hacer crecer o incluso mantener el negocio y conservar la capacidad de generar cash flows en el futuro

Luego, aunque es útil, también hay que mejorarlo. Empecemos por restarle las inversiones (tanto en activo fijo como las que se concretan en un aumento del fondo de maniobra). Restemos asimismo los impuestos, que al fin y al cabo son una obligación cierta frente a terceros. Habremos pasado del EBITDA al cash flow libre de explotación. ¿Acaba aquí el camino? No del todo. Últimamente (desde el año 2001), se detecta una tendencia entre los mejores analistas a dar una vuelta de tuerca adicional en este intento por encontrar la magnitud idónea en la que centrar los análisis. Ahora se menciona cada vez más el cash flow libre de la compañía (free cash flow o FCF), que es igual al cash flow libre de explotación menos los intereses. James Golob, de Goldman Sachs, lo utiliza para calcular la rentabilidad por cash flow libre (o FCF yield).

Si se piensa, prácticamente hemos completado el círculo. Si queremos una medida del cash flow libre de una compañía, es decir, de lo que “le sobra” a la empresa después de pagar todos sus costes pagados en efectivo (los de explotación –salarios, suministros, etc.– más impuestos e intereses) y acometer las inversiones necesarias para mantenerse o crecer adecuadamente, y suponemos por otra parte que la empresa no altera su estructura financiera (es decir, que ni aumenta ni disminuye su deuda financiera neta), ¿no es esa cantidad lo que la empresa puede retornar a sus accionistas? ¿No estamos llegando, por un camino mucho más largo, de nuevo al dividendo?

La conclusión, llegados a este punto, es que el debate sobre métodos de valoración no se cerrará nunca, porque ningún método responde de manera práctica a todos los problemas potenciales que pueden plantearse. En esto, como en tantas otras cosas, cabe esperar que las modas y los ciclos en cuanto a la magnitud sobre la que enfocar el análisis sigan acompañándonos durante mucho tiempo.

Tras la discusión sobre la magnitud a utilizar para valorar una empresa, lo segundo es determinar qué constituye un precio barato o caro, expresado como múltiplo de esa magnitud. Sin entrar en profundidades matemáticas, un múltiplo es siempre expresable como una combinación de un tipo de descuento y de una tasa de crecimiento a perpetuidad. A mayor crecimiento a perpetuidad esperado de una magnitud, mayor es el múltiplo justificable; en cambio, a mayor tipo de descuento, menor múltiplo.

El tipo de descuento, a su vez, es una función del nivel general de tipos de interés (tipo de rendimiento libre de riesgo) y del riesgo específico asignado a una inversión. Ello nos permite centrar esta segunda discusión en la prima de riesgo. ¿Cuál es la prima de riesgo específica que aplicamos cada uno de nosotros? Comparándonos de nuevo con Mr. Market, ¿hay diferencia entre su estimación y la nuestra? ¿Cómo ha evolucionado la prima de riesgo en el tiempo? Si conseguimos medirlo, tendremos una aproximación muy buena a los estados de ánimo de Mr. Market. Pero, recordemos, no deberíamos dejarnos llevar por esos estados de ánimo, sino aprovecharnos de ellos o ignorarlos.

¿Y qué ocurrió durante la burbuja de 1999-2000?

Podemos, así equipados, preguntarnos por lo que ocurrió en 1999 y 2000 en los mercados financieros y por lo que ha ocurrido desde los niveles máximos de abril de 2000. El primer periodo es el que suele conocerse como “la burbuja”, y el segundo como “la crisis”. En primer lugar, supongo que el contraste entre ambas situaciones demuestra por sí solo que el mercado no es consistente consigo mismo a lo largo de tiempo; o, dicho de otro modo, que el estado de humor de Mr. Market varía enormemente y que casi todos nos hemos dejado llevar por él una vez más.

En primer lugar, pongamos la burbuja en perspectiva. Centraremos nuestro análisis en los mercados europeos. La historia es similar, aunque con magnitudes varias veces superiores, al otro lado del Atlántico.

Como muestra el gráfico 1, los índices europeos –tanto el del sector de telecomunicaciones como su complementario, el índice general excluyendo dicho sector– muestran desde 1980 hasta hoy un rendimiento compuesto anual de aproximadamente un 9 por ciento, medido en marcos alemanes hasta diciembre de 1998 y euros desde enero de 1999. Eso quiere decir que una inversión de 100 unidades en compañías de telecomunicaciones realizada en enero de 1980 valía 669 unidades en octubre de 2002. Una inversión en depósitos bancarios (como antes, en marcos alemanes y euros) a 3 meses en ese periodo hoy valdría 361. El índice de precios alemán con base 100 en 1980 alcanzó 164 en junio de 2002.

Gráfico 1 (01) Evolución comparativa de diversas inversiones (1980-2002) (02)

Sin embargo, ese resumen ignora información muy importante. Entre enero de 1998 y marzo de 2000, el índice TMT pasó de 787 a 2.857, multiplicando casi por cuatro en veintiséis meses. Durante esos meses, una inversión en telecomunicaciones hecha al comienzo del periodo creció a un ritmo anual compuesto del 81 por ciento. Desde el máximo de marzo de 2000 antes citado no hemos hecho más que volver a la curva de crecimiento del 9 por ciento desde 1980, pero eso ha supuesto una pérdida desde ese máximo de más de tres cuartas partes del valor entonces alcanzado.

¿Dónde estuvo o está el error del mercado? ¿En la burbuja o ahora? Mucho me temo que las previsiones respecto al negocio que soportaron la escalada de 1999 y 2000 anticiparon los beneficios de las nuevas tecnologías de muchos años en el futuro, y sobre todo, subestimaron los riesgos asociados a los negocios centrados en las mismas (de retrasos tecnológicos, de rigidez en los hábitos de los consumidores, de sobrecapacidad, etc.). Recordemos que, al calor de las cotizaciones, se crearon nuevas teorías y modelos, y se habló de un “nuevo paradigma”, de un “shock asimétrico positivo” sobre la economía que justificaba un cambio de nivel, un salto adelante después del cual la economía volvería a crecer más despacio, tal vez, pero no a retroceder adonde estaba antes.

En mi opinión, todos (inversores, emisores, analistas, asesores, economistas, periodistas, gobiernos) nos dejamos guiar por la melodía dominante como los niños de Hamelín se dejaron guiar por el flautista. Hubo algunas voces que advirtieron del espejismo, como por ejemplo Anthony y Michael Perkins, editores de la revista Red Herring, que publicaron su famoso libro ya en la primavera de 1999, advirtiendo de la sobrevaloración general y de los catastróficos efectos que una burbuja tendría a largo plazo (03) . El propio Warren Buffet se hizo famoso negativamente en 2000, mientras veía languidecer la cotización de su vehículo inversor Berkshire Hathaway, al admitir que el no invertía en las nuevas tecnologías porque no entendía los modelos de negocio y las valoraciones prevalentes. Pero los más fueron arrastrados por la euforia colectiva: el resto, como suele decirse, es historia.

Es interesante cuantificar el “coste” en términos de dinero en efectivo de la burbuja en Europa, haciendo una especie de “Estado de origen y aplicación de fondos” del periodo 1999-2000.

En ese periodo, las emisiones llevadas a cabo en los mercados financieros de acciones y deuda por compañías de los sectores de telecomunicaciones (incumbentes, operadores de móviles y nuevos entrantes) totalizaron alrededor de 360.000 millones de euros. Aproximadamente dos tercios fueron emisiones de acciones (unos 230.000 millones) y el tercio restante emisiones de deuda y préstamos bancarios (tanto deuda de investment grade como emisiones de alto rendimiento). Pero ¿a qué balances fueron a parar esos fondos? ¿Para qué se utilizaron? La respuesta es muy interesante. Veámosla por partes.

– En primer lugar, 300.000 millones fueron en primera instancia a parar a los balances de las propias empresas de telecomunicaciones emisoras (es decir, se trató de emisones primarias).

– El resto, es decir, 60.000 millones, fueron captados por vendedores de acciones distintos de las propias empresas emisoras. En su mayor parte, 40.000 millones, los destinatarios últimos fueron los Estados europeos, que vendieron participaciones importantes en las grandes operadoras incumbentes en cada país. Específicamente, los mayores beneficiarios fueron Alemania y Suecia y, en menor medida, Portugal, Finlandia, Irlanda y Noruega.

Esta última parte se destinó sencillamente a reducir el stock de deuda pública de esos países y, por tanto, a mejorar su situación financiera. ¿Qué hicieron con el resto las empresas de telecomunicaciones? Recordemos que a ellas les llegaron los 300.000 millones captados por emisiones primarias de capital y deuda, y además una pequeña parte de los ingresos por emisiones secundarias de capital que no fueron a parar a manos de los estados.

¿Qué inversiones acometieron con esos fondos las empresas? La respuesta a esta segunda pregunta es también interesante, incluso sorprendente. El mayor uso individual de esos fondos fue la adquisición de licencias de UMTS mediante el pago de enormes cantidades, de nuevo, a ciertos Estados europeos. El Reino Unido, Alemania, Francia, y en menor medida otros estados europeos, se embolsaron nada menos que 100.000 millones de euros, o casi la tercera parte del total recaudado en los mercados financieros. Sumados a los 40.000 recibidos por la venta de acciones en operaciones de privatización, en total 140.000 millones fueron a mejorar la situación financiera de los Estados mencionados. El resto de lo captado, 220.000 millones, se invirtió por las propias compañías en otros menesteres: en gran medida en adquisiciones en efectivo que, de nuevo, supusieron transferencias a accionistas individuales o a otras compañías de telecomunicaciones (la adquisición de Voicestream por Deutsche Telekom o la de Orange por France Telecom vienen a la mente, por un valor conjunto de más de 100.000 millones de euros); pero también en grandes inversiones en el desarrollo de nuevas redes y otras infraestructuras. Por último, algunos de los fondos captados siguen en forma de caja o disponible en el activo de los balances de las compañías emisoras.

La conclusión, pues, es que la burbuja atrajo el interés de los inversores hacia el sector de las telecomunicaciones, pero que los beneficiarios de los flujos de fondos incluyeron, probablemente en mayor medida que a las propias compañías de ese sector, a los estados europeos y a los proveedores de infraestructuras (fabricantes, instaladores, compañías constructoras, etc.).

Precedentes históricos de burbujas tecnológicas. El desarrollo de la electricidad en Estados Unidos a comienzos del siglo XX

Como Sísifo, rey de Corinto, condenado a empujar una gran roca montaña arriba por toda la eternidad, el hombre está condenado a repetir su historia. Los ciclos nunca son idénticos –al fin y al cabo, algo sí se aprende de la experiencia– pero es interesante indagar en el pasado de los mercados financieros en busca de precedentes de la situación actual, para tratar de obtener alguna enseñanza de utilidad. Ciertamente, no hay escasez de ejemplos de avances tecnológicos o nuevas materias primas que provocaron grandes euforias y convulsiones en las bolsas de su tiempo. El ferrocarril, el automóvil, el petróleo o la electricidad vienen a la mente inmediatamente. Nos centraremos ahora en la electricidad, en particular en el periodo que comprende la electrificación de los Estados Unidos, desde 1890 hasta 1925. Sobre este periodo y sobre la evolución en bolsa de las compañías relacionadas con la electricidad existe abundante documentación recogida en un informe del año 2000 realizado por Martin Brookes y Zaki Wahhaj, que arroja interesantes conclusiones (04) .

Si miramos un momento al mundo que nos rodea, es difícil imaginar nuestras vidas sin la presencia constante de la electricidad. La luz, los electrodomésticos, la energía de las fábricas, los sistemas de comunicación, la televisión y la radio, los ordenadores… nada puede funcionar sin electricidad. Basta pensar en la alteración de la vida normal que supone un apagón en una ciudad contemporánea para tener una idea de lo imposible de prescindir de la electricidad hoy en día.

La electricidad, de hecho, ha afectado de manera profunda a toda nuestra organización social. Fábricas más productivas, limpias y seguras mejoraron la situación de los trabajadores y su poder adquisitivo. Las labores del hogar se aligeraron de manera sustancial contribuyendo a la liberación de la mujer y a su incorporación masiva al mercado de trabajo. La revolución que supuso la introducción de la electricidad no tiene nada que envidiar, por su impacto, a la que pueda suponer la Sociedad de la Información.

Hagamos un poco de historia. En 1882 la compañía fundada por Thomas Edison para explotar su invención construyó la primera central eléctrica en Manhattan, destinada a suministrar electricidad a los negocios de la zona. En los cincuenta años siguientes, la electricidad desplazó casi por completo a los motores de vapor e hidráulicos como la fuente de energía industrial de referencia.

En 1890 menos del 1 por ciento de la energía utilizada por las compañías estadounidenses procedía de la generación eléctrica. En 1900 esa proporción alcanzó el 5 por ciento. Desde ese momento, la difusión de la electricidad se aceleró dramáticamente. La electricidad era responsable del 25 por ciento de toda la energía mecánica utilizada en 1910, del 53 por ciento en 1920 y del 76 por ciento en 1930. La proporción de hogares con luz eléctrica evolucionó de manera similar. El motor de ese crecimiento fue la permanente reducción del coste real de la electricidad, que a su vez reflejó la creciente eficiencia en la producción de la misma. Entre 1900 y 1920 la electricidad de uso residencial bajó un 7 por ciento anual en términos reales, o un 80 por ciento acumulado.

¿Cuál fue el efecto de esta revolución sobre la economía y las empresas? En particular, ¿cuál fue la evolución de las empresas productoras o suministradoras de electricidad? Las conclusiones del estudio citado son muy interesantes. En primer lugar, en el largo periodo que estamos considerando la economía estadounidense creció de manera importante y consistente, aunque con variaciones en función de la década que se considere. La mejor década en términos de crecimiento del PIB y de aumento de la productividad fue la de 1920-1929, que correspondió al momento en que la utilización de la electricidad era generalizada; pero el comienzo de ese periodo de super-crecimiento no llegó hasta 38 años después de la primera central de Edison.

Las empresas que fueron adoptando la electrificación se beneficiaron de esa mayor productividad y de los decrecientes precios de la electricidad. También se beneficiaron los trabajadores (que vieron aumentar sus salarios reales de manera importante) y los consumidores (gracias a los menores precios derivados de las mayores series de producción y de las mejoras en eficiencia de los procesos productivos en general).

Sin embargo, lo más interesante es considerar qué ocurrió con las compañías suministradoras de la nueva fuente de energía. ¿En qué medida anticiparon los mercados los beneficios futuros de la nueva tecnología? ¿Qué ocurrió con las cotizaciones bursátiles de las eléctricas, y con sus beneficios? Ver gráfico 2 (02) .

Gráfico 2 (02) – Evolución comparativa del sector eléctrico y el sector industrial (1890-1925)

Pues bien, lo cierto es que las eléctricas se comportaron peor que el mercado durante la mayoría del periodo estudiado. Pero hay que distinguir en el tiempo. Así, en un primer periodo (1890-1900) la inversión en acciones de compañías eléctricas proporcionó unos retornos muy superiores a las compañías industriales (del 11,4 por ciento anual, frente al 6,4 por ciento de las segundas). Sin embargo, en el periodo 1900-1925 los resultados de las eléctricas decepcionaron de manera casi constante. Como consecuencia, la inversión en eléctricas reportó a los inversores unos retornos del 1,8 por ciento anual, muy por debajo del resto de los valores industriales, que reportaron retornos anuales del 9,5 por ciento. La decepción en los resultados puede explicarse en gran medida por el hecho de que la competencia entre ellas y las constantes innovaciones tecnológicas fueron forzando a las compañías a pasar las mejoras obtenidas a sus clientes en forma de menores precios. Así, aunque la demanda de electricidad creció de manera constante, los márgenes de beneficio de las eléctricas fueron permanentemente menores que los proyectados. Podría decirse que el beneficio indudable que para la sociedad supuso la electrificación no se quedó en las manos de las compañías que la llevaron a cabo, sino que se difundió de manera bastante amplia entre todos los agentes económicos, y a lo largo de un periodo de tiempo mucho más prolongado que el que contempla el horizonte inversor de un inversor bursátil típico. En general, invertir en eléctricas no resultó un gran negocio en el periodo 1890-1925. De hecho, la mayoría de las compañías de entonces desapareció. Pero no todas. Los inversores que se decidieron por la compañía que Edison fundó en 1882 acertaron. La compañía continúa existiendo hoy en día, y su capitalización bursátil es en la actualidad una de las mayores del mundo. Su nombre actual es General Electric.

Conclusiones

Parafraseando a Winston Churchill, cabría decir que los mercados son el peor mecanismo de asignación de recursos, exceptuando a todos los demás.  Sin embargo, el que los mercados financieros sean razonablemente eficientes a largo plazo no quiere decir que cada decisión tomada por un participante individual en el seno de los mercados resulte ser una inversión acertada.   Frente a la enorme amplitud del mercado, y al diluvio de datos y opiniones que conforman el terreno en el que se mueve el quehacer diario de los participantes en el mismo, sólo el análisis fundamental profundo puede servir de defensa al inversor individual para decidir entre inversiones y para determinar a qué precio entrar en cada una de ellas.  Los mercados, como institución social, se ven sujetos a estados de ánimo colectivos que con frecuencia dan lugar a aberraciones en las valoraciones de las empresas.  La burbuja de 1999-2000 se ha revelado como uno de esos periodos.  Pero en la situación actual, sin duda, también puede haber aberraciones de signo contrario.  La enseñanza de la historia es que no hay una fórmula mágica para identificar el momento en el que invertir en nuevas tecnologías.  El periodo de maduración puede ser de décadas, y hay una enorme diferencia de retornos entre las compañías que acaban resultando vencedoras y las demás.  Depende de cada uno de nosotros el actuar ante las ineficiencias en las valoraciones, si es que nuestro análisis desentierra situaciones en las que podemos adquirir grandes negocios a precios razonables o incluso de ganga.  Pero no esperemos que el mercado tome por nosotros decisiones que son sólo nuestras.

Bibliografía

BUFFET, W.: The Essays of Warren Buffett, editado por Lawrence A. Cunningham,  John Wiley & Sons, Nueva York, 1997

PERKINS, A. B. y PERKINS, M. C.: The Internet Bubble, Harper Business, Nueva York, 1999.

BROOKES, M. y WAHHAJ, Z.: Is the Internet better than electricity?, Goldman.

Artículo extraído del nº 54 de la revista en papel Telos

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David Jiménez-Blanco