En España el Derecho de los periodistas protege sobre todo frente a los atentados más graves al honor e intimidad de las personas, dejando la actividad diaria en manos de la empresa. Así, el proyecto constitucional resulta frustrado: ni los derechos de los profesionales ni los intereses del público se encuentran adecuadamente garantizados. Urge un replanteamiento del modelo vigente, que compete sobre todo al legislador.
Una síntesis del problema de las relaciones entre el Derecho y los periodistas (01) , dirigida a un público no necesariamente versado en materias jurídicas, exige una serie de aclaraciones previas elementales, a saber:
1) El Derecho comprende todas aquellas normas (mandatos de hacer o de no hacer algo seguidos de sanción en caso de incumplimiento) respaldadas en última instancia, al menos sobre el papel, por el aparato coactivo del Estado. Esto incluye tanto los textos aprobados directamente por el Estado, bien de forma autónoma (Constitución, leyes, reglamentos), bien en colaboración (tratados internacionales, Derecho comunitario), como las normas que derivan de la llamada autonomía de la voluntad (convenios colectivos, contratos civiles y laborales). Quedan fuera las normas por cuyo cumplimiento no vela el Estado, tales como las derivadas de la autorregulación o del autocontrol, pues ellas mismas prevén (si es que prevén alguno), por definición, mecanismos diferentes para asegurar su eficacia. Así por ejemplo, los códigos deontológicos del periodismo formarían parte del Estatuto de los Periodistas, pero no del Derecho de los Periodistas.
En el Derecho español vigente sólo existen dos textos aplicables de forma específica a cuantos ejercen esta profesión en nuestro país: el Decreto 744/1967, sobre el Estatuto de la Profesión Periodística, aprobado el 13 de abril de 1967 (en adelante, Estatuto de 1967), y la Ley Orgánica 2/1997, de Cláusula de Conciencia de los Profesionales de la Información, aprobada el 19 de junio de 1997 (en adelante, Ley de Cláusula de Conciencia).
2) Una cosa es lo que el texto dice y otra su aplicación efectiva. En primer lugar, las normas se recogen en textos y cada texto generalmente es susceptible de distintas interpretaciones. Entre ellas, casi siempre una se impondrá sobre las demás (por lo general, la asumida, expresa o tácitamente, por el Tribunal Constitucional o, en su defecto, por el Tribunal Supremo), pero ello no impide otras interpretaciones alternativas. En segundo lugar, es frecuente que el Estado, por motivos de índole variada, renuncie de hecho a exigir el cumplimiento de las normas, supuesto en el que hablamos de distorsión entre validez y eficacia del Derecho. En este trabajo distinguiremos tres planos: el Derecho que es (la interpretación dominante, las normas que se imponen en la práctica), el Derecho que debería ser, bien desde interpretaciones alternativas, bien desde la exigencia del cumplimiento de las normas (crítica interna) y el Derecho que no existe todavía pero que, a nuestro entender, sería deseable que existiera (crítica externa y política jurídica). Para mayor claridad separaremos estas tres perspectivas en apartados distintos: respectivamente, I, II y III.
3) En cierto modo, el Derecho regula también con sus silencios: si nada dice sobre una relación socialmente relevante, en ella se impondrá otra forma de poder. Hay dos formas fundamentales de ejercer el poder, además de la jurídica: utilizando el control sobre los medios económicos (poder económico) y ejerciendo la influencia o el poder de convicción sobre las personas (poder ideológico). Cuando estos poderes se imponen es porque el Derecho se desentiende, dejando al libre juego de las fuerzas sociales (laissez faire, laissez passer) la solución de los conflictos. Como después veremos, en nuestro ámbito de análisis esto significa que el empresario impone su voluntad sobre el periodista individual y decide a su antojo sobre el contenido de los mensajes informativos. En términos jurídicos podríamos decir que la libertad de empresa se ejerce sin limitación.
I. Acceso a la profesión y marco general
Durante la dictadura de Franco el acceso a la profesión periodística estuvo condicionado al cumplimiento de una serie de requisitos. En su última formulación se encontraban contenidos en el Estatuto de 1967, que en este punto no ha sido expresamente derogado. El Decreto exige todavía para ejercer el periodismo lo siguiente:
1) La inscripción en un Registro Oficial de Periodistas.
2) La posesión de un carné expedido por la Federación Nacional de las Asociaciones de la Prensa de España.
3) La posesión del título de Licenciado en Periodismo.
Esto es lo que el texto dice. En la práctica la norma no se cumple, pues no existen ni un registro oficial ni un carné de carácter obligatorio(02) y quien ejerce el periodismo careciendo de la licenciatura exigida no es castigado por ello. En consecuencia, en la práctica el acceso a la profesión es totalmente libre, cualquiera puede ser periodista y el delito de intrusismo profesional es un delito imposible (03) .
Por otra parte, no existe en España un estatuto marco de toda la profesión periodística que regule de forma más o menos completa sus derechos y deberes. Las modalidades más importantes de ejercicio de la profesión son las siguientes:
1) Director. Es la única modalidad de ejercicio del periodismo que cuenta con normativa propia, pues siguen aquí formalmente vigentes las previsiones contenidas en el Estatuto de 1967; más adelante haremos referencia a alguna de ellas. Elemento esencial del régimen jurídico del director del medio es la definición de sus relaciones con la empresa. Aunque, contrariando la letra del Estatuto, la jurisprudencia ha considerado que entre el director y la empresa existe un vínculo laboral, aplica a esta relación el Real Decreto 1382/1985, sobre el contrato de trabajo del personal de alta dirección (04) , lo que entre otras cosas implica una gran discrecionalidad en el despido. Tenemos así, en la práctica, a un periodista que necesariamente va a estar unido a la empresa por una fuerte relación de confianza y que, por tanto, va a tener escasa autonomía para desarrollar una línea editorial propia, distinta a la marcada por quien posee el control económico del medio.
2) Periodista-trabajador. Es el periodista típico, unido a la empresa por un contrato de trabajo mediante el cual se compromete a prestar sus servicios dentro de una concreta estructura empresarial, a cambio de una remuneración. No existe normativa específica sobre este tipo de trabajadores, por lo que se aplica sin matizaciones el Derecho laboral común, contenido en el Estatuto de los Trabajadores. Esto implica la entrada en juego del llamado deber de obediencia del trabajador a las órdenes e instrucciones del empresario (art. 5). Atendiendo únicamente a estas coordenadas se entiende que el control empresarial de la información difundida por el medio se presente como algo natural.
3) Periodista en los medios públicos. Tampoco existe normativa específica sobre los periodistas de los medios públicos. Aunque aquí la normativa es dispersa y contradictoria, cabe señalar que, por lo general, estos profesionales se consideran fuera del régimen propio de la función pública, integrándose en consecuencia en el régimen laboral común. No entra entonces en juego un específico deber de los funcionarios, el deber de imparcialidad, deducible de la propia Constitución (art. 103.3) y recogido en la Ley 30/1984, de medidas para la reforma de la función pública, que sanciona como falta muy grave «la violación de la neutralidad o independencia políticas, utilizando las facultades atribuidas para influir en procesos electorales de cualquier naturaleza y ámbito» (art. 31.1 g). De esta forma, en la práctica, el periodista de los medios públicos se encuentra en situación no muy distinta a la propia de los medios privados: sometido a las órdenes e instrucciones de sus superiores (en última instancia de quien, por designación gubernamental, ocupa el puesto de Director General del ente público) en su diaria labor de informar (05) .
Como hemos visto, el trabajo del periodista típico, inserto en una relación laboral, se ve condicionado por órdenes e instrucciones procedentes de la estructura empresarial que limitan su autonomía. Para analizar las relaciones de poder en el interior de la empresa informativa, en lo sucesivo me referiré, para simplificar, al director y al periodista. En el esquema básico del Derecho del Trabajo, el primero manda (según el Estatuto de 1967, ejerce «la jefatura de todo el personal de redacción, cuyo trabajo distribuirá y ordenará con plena autoridad», art. 27 a) y el segundo obedece.
Para analizar el problema de las relaciones entre el periodista y el director me centraré en las órdenes (o, si se quiere, limitaciones a la autonomía del periodista) más típicas que el segundo dirige al primero, a saber:
1) La obligación de tratar un tema en un determinado sentido. Esta orden deriva del ejercicio de una de las facultades del director, formulada expresamente en el Estatuto de 1967 (vid., además del citado art. 27 a), el art. 26, que menciona la «orientación y determinación del contenido de la publicación»). En principio, la orden de tratar un tema es considerada por la jurisprudencia como plenamente legítima, pues los tribunales utilizan precisamente este elemento para distinguir entre contrato de trabajo y contrato civil: si el director elige el tema, hay relación laboral (06) .
El problema se plantea cuando la orden de tratar un tema se acompaña de la orden de tratarlo con una finalidad determinada: por ejemplo, destacando A, criticando B o silenciando C. Aquí podría entrar en juego la Ley de Cláusula de Conciencia, según la cual, si la orden es contraria a uno de los principios éticos de la comunicación, el periodista podría negarse a acatarla, sin sufrir por ello sanción o perjuicio alguno (art. 3).
Imaginemos que el periodista se niega a informar contra uno de los principios éticos de la comunicación y sufre por ello sanción o perjuicio. En el supuesto de que pudiera probarse que la sanción es consecuencia de la desobediencia, el periodista debería acudir al juzgado de lo social para defender su derecho. Parece evidente que, en estos tiempos de precariedad laboral, el periodista que optara por esta vía tendría muchas dificultades en el futuro. De hecho, únicamente conocemos tres sentencias sobre la materia, y sólo en una de ellas se dictaminó la nulidad del despido (07) .
2) La prohibición de difusión de la noticia: el llamado derecho de veto. Según el Estatuto de 1967 «el Director tiene el derecho de veto sobre el contenido de todos los originales del periódico» (art. 27 b). Nuestro ordenamiento jurídico nada dice, al menos de forma expresa, sobre los límites a este peculiar derecho del director. El veto se presenta así como una facultad omnímoda del director, de forma tal que el periodista cuyo trabajo es vetado carece de recurso jurídico alguno.
3) La alteración de la llamada obra periodística. El director puede aceptar la noticia, tal y como es entregada por el periodista, pero introduciendo modificaciones en su contenido, sin consentimiento de su autor. Aquí resultaría aplicable la Ley de Propiedad Intelectual, que en general (no hay referencias específicas a la obra periodística) protege a todo autor frente a «cualquier deformación, modificación, alteración o atentado [contra la obra] que suponga perjuicio a sus legítimos intereses o menoscabo de su reputación» (art. 14.4º). Como vemos, no todas las alteraciones de la obra estarían así prohibidas, sino tan sólo las de una cierta trascendencia.
¿Qué sucede con el periodista cuya obra resulta sustancialmente alterada? Aquí la Ley de Propiedad Intelectual (pensada más bien para otros supuestos), prevé dos soluciones: la penal y la civil. Esta segunda (la más habitual) busca conseguir, bien el cese de la actuación ilícita (algo inútil en los medios tradicionales), bien el cobro de una indemnización por daños y perjuicios. Todo ello después de un proceso civil que se presume largo y, desde luego, excesivo para la importancia de los intereses en juego. Sería muy extraño que un periodista pretendiera la defensa jurídica de sus derechos de autor en estas condiciones.
De cara a su público, el periodista tiene, sobre todo, deberes. Centrándonos en los más importantes, los que atañen al contenido final de los mensajes difundidos, podemos hablar de dos grandes categorías:
1) Veracidad. En España no se reconoce un derecho (como derecho en sentido estricto, esto es, exigible jurídicamente) del público a recibir información veraz, y ello pese a que el artículo 20.1 d) «reconoce y protege el derecho […] a recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión». En la práctica, la mención constitucional es utilizada únicamente para delimitar el alcance de la libertad de información del periodista. En otras palabras, si la información transmitida no es veraz, carecerá de protección constitucional, pero esto no equivale a la imposición de sanciones (y, por tanto, a la existencia de deberes): una cosa es no proteger y otra castigar.
¿Cómo se entiende la veracidad necesaria para poder hablar de ejercicio legítimo de la libertad de información? En la interpretación del Tribunal Constitucional se entiende como diligencia del informador (08) . No importa que la noticia sea objetivamente falsa: si el periodista se comportó como un buen profesional, estará protegido por la Constitución.
En todo caso, aun en los supuestos de noticias inveraces (esto es, obtenidas sin diligencia), la entrada en juego del Derecho (puede haber consecuencias jurídicas aunque no existan deberes ni sanciones en sentido estricto) exigirá el atentado a los intereses de una persona concretamente aludida. Por ejemplo, una noticia no contrastada que no afecte a derechos individuales podrá ser contraria a los códigos deontológicos del periodismo pero aceptada, de hecho, por el ordenamiento jurídico.
2) Respeto. El deber de respeto se traduce jurídicamente en la prohibición de afectar a determinados derechos de las personas directamente aludidas por el mensaje, y en concreto a su honor, intimidad o propia imagen. Cuando están en juego estos derechos se acude, formalmente al menos, a la técnica de la ponderación, que en teoría opera como sigue: hay que intentar un equilibrio entre la libertad de información y estos derechos de los aludidos. Ahora bien, al final hay que dar la razón a uno o a otro, al periodista o al aludido, por lo que la ponderación, estrictamente entendida, fracasa. Hay que decidir necesariamente, pero ¿con qué criterios? El Tribunal Constitucional ofrece algunos, tales como la prohibición del llamado insulto innecesario o la relevancia pública de la información, pero aun así hay un amplio margen de indeterminación (Bastida y Villaverde Menéndez, 1998).
Constatada, tras la aplicación de los criterios jurisprudenciales, la vulneración de los derechos de los aludidos, seguiría la aplicación de una sanción. La ley vigente (Ley Orgánica 1/1982, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen) establece diversos mecanismos, en fórmula que interesa transcribir: «La tutela judicial comprenderá la adopción de todas las medidas necesarias para poner fin a la intromisión ilegítima de que se trate y restablecer al perjudicado en el pleno disfrute de sus derechos, así como para prevenir o impedir intromisiones ulteriores. Entre dichas medidas podrán incluirse las cautelares encaminadas al cese inmediato de la intromisión ilegítima, así como el reconocimiento del derecho a replicar, la difusión de la sentencia y la condena a indemnizar los perjuicios causados» (art. 9.2).
En la práctica, la jurisprudencia ha hecho uso tan sólo, con notables excepciones, del último de los mecanismos citados: la indemnización. Predomina así en España una visión crematística de la protección, limitada a la obtención por el perjudicado de una satisfacción económica. Esto plantea un nuevo problema de indeterminación, pues la concreción de la cuantía se deja también a la discrecionalidad del juez.
En última instancia, en caso de condena al periodista, se tiene en cuenta tan sólo los intereses del afectado, no los del público. Además, si el periodista fue diligente y la información tenía relevancia pública el afectado carecerá normalmente de toda protección.
II. Hasta aquí la exposición del Derecho efectivamente existente. Podemos ahora preguntarnos, pasando ya de lo descriptivo a lo crítico, adónde nos lleva todo esto y si es la situación actual la pretendida por el texto constitucional. Dejando de lado el problema, para nosotros menor, del acceso a la profesión, no es difícil concluir que el orden jurídico vigente conduce inexorablemente, en primer lugar, a unos periodistas escasamente autónomos en su quehacer diario frente a su empresa y, en segundo lugar, a una información descontrolada, sobre la cual el público carece de toda posibilidad de reacción. Veámoslo separadamente.
La sociología empírica nos aporta un dato que juzgamos relevante: hoy el periodista no se siente limitado en su actuación cotidiana por los poderes políticos o económicos sino, sobre todo, por las órdenes recibidas de la propia estructura empresarial (Canel y otros, 2000). Aunque esta limitación resulta difícil de medir y, desde luego, es enormemente variable en cada caso (Ortega y Humanes, 2000), creemos no equivocarnos al afirmar que es sentida por una amplia mayoría de la profesión como excesiva.
Como botón de muestra sirvan estas lúcidas y descarnadas palabras de quien lleva muchos años en la práctica y reflexión sobre el periodismo: «El periodista que habla enfáticamente de mi periódico, a sabiendas de que otro es su propietario, no pasa de ser un empleado de una empresa que, como herramienta, le emplea mientras que es útil»; «El periodista no comunica información, sino que se limita a elaborarla para que otro la comunique»; «El periodista, para no trabajar en balde, tendrá el cuidado elemental de enterarse, lo antes posible, de los temas o personas que no son gratos al periódico que le emplea»; «El periodista, empleado de una empresa, trabajador por cuenta ajena, sabe que el que paga manda»; «El periodista, en su doble dimensión de mandatario de la sociedad y, a la vez, empleado de una empresa, sabe que la realidad dominante le reduce a la condición unidimensional de asalariado» (De Aguinaga, 2000).
Pues bien, esta situación choca, a nuestro entender, con los parámetros constitucionales de la comunicación pública. Frente a la realidad existente, la Constitución considera al periodista como sujeto de derechos fundamentales, a saber:
1) La objeción de conciencia, entendida como el derecho del periodista a negarse a informar en contra de sus convicciones morales. Prueba de la importancia de este derecho es que a su consagración implícita en el artículo 16.1 de la Constitución (libertad ideológica) se suma su consagración expresa en el artículo 20.1 d), que obliga al legislador a regular la cláusula de conciencia. Se trata, como hemos visto, del único derecho fundamental de los periodistas legalmente regulado. Como también hemos comprobado, esta regulación, debido a su laconismo, resulta insuficiente para la protección eficaz del derecho.
2) La libertad de expresión. Si todos los ciudadanos son titulares de la libertad de expresión, el periodista también lo es. La libertad de expresión incluye, como el texto constitucional ya nos indica, la difusión de los mensajes (expresar y difundir, art. 20.1 a). Desde luego, de poco serviría la libertad de expresión del periodista si éste hubiera de restringir el conocimiento de la información que elabora al ámbito privado. En términos constitucionales no parece lícito sostener que en los medios de comunicación la libertad de expresión pertenece al empresario y no al periodista, pues no es el primero quien se expresa, situándose su función en otro plano (09) . Además, entender que este derecho fundamental no es del periodista sino del empresario convertiría al primero en un mercenario o vocero del segundo, interpretación que resultaría difícilmente compatible con la dignidad de la persona, consagrada en el artículo 10.1 de la Constitución. Siendo esto así, el derecho de veto implica por definición una intromisión sobre la libertad de expresión del periodista. Ahora bien, en la práctica esta libertad se convierte en papel mojado, pues no hay reconocimiento legal alguno de los límites al derecho de veto y éste actúa en la práctica como derecho absoluto.
3) El derecho moral de autor. El derecho a la producción y creación literaria, reconocido en el artículo 20.1 b) de la Constitución consagra, al menos, los derechos morales de los autores. Si los periodistas son autores (y parece aceptarse que lo son), entonces su obra no podría ser discrecionalmente modificada en lo sustancial. En la práctica también este derecho es papel mojado, pues la ausencia de desarrollo legislativo convierte a la manipulación empresarial de los mensajes en una práctica aceptada.
A esta rápida enumeración de los derechos fundamentales de los periodistas habría que añadir un dato, común a los tres, que nos parece trascendental: su efectividad no interesa sólo a sus titulares individuales y concretos, sino que incumbe a toda la sociedad (vid., Con relación a la cláusula de conciencia, la STC 199/1999 y Segalés, passim). Valores colectivos, también reconocidos constitucionalmente, como el pluralismo (arts. 1.1 y 20.3) y la veracidad (art. 20.1 d), sólo podrán ser adecuadamente implementados (10) si los derechos de los periodistas son garantizados de forma efectiva. Una comunicación marcada por intereses exclusivamente empresariales será, sin duda, una comunicación menos plural y menos veraz.
Ahora bien, siendo cierto que, constitucionalmente (con o sin desarrollo legislativo), el periodista tiene derechos fundamentales, justo es reconocer que la empresa también los tiene, a saber (11) :
1) En principio, la actividad de la empresa informativa se encuentra cubierta por la libertad de empresa, reconocida en el artículo 38 de la Constitución. En aras de la obtención de beneficios económicos, finalidad última de toda empresa, su titular puede organizarla internamente de la forma que crea más conveniente y, sobre todo, orientar su funcionamiento de acuerdo con esa finalidad.
2) La libertad ideológica pertenece también a los titulares de la empresa informativa, quienes la ejercen en el funcionamiento ordinario de la misma, complementando así la dirección puramente empresarial con una dirección marcada por objetivos distintos, coincidentes con los propios de su ideología (12) .
3) La libertad de programación, que consiste en la elección de los temas y la distribución de los espacios informativos en prensa, radio y televisión, actividad que podríamos entender como forma de ejercicio de la libertad de expresión.
En consecuencia, entendemos que la situación de la empresa informativa, jurídicamente hablando, puede describirse como la propia de un conflicto de derechos, lo que significa, al menos, dos cosas:
1) El conflicto ha de ser real; esto es, ha de partir de la correcta invocación de cada derecho por cada una de las partes implicadas. Por ejemplo, ni la empresa puede invocar la libertad ideológica para defender los intereses económicos de una tercera empresa ni el periodista apelar a la cláusula de conciencia cuando la información objetada carezca de toda connotación moral.
2) El conflicto debe necesariamente solucionarse a partir de la búsqueda de un equilibrio o ponderación entre los intereses en juego, atendiendo a las circunstancias concretas de cada caso.
Como hemos visto, las personas aludidas por el mensaje cuentan con mecanismos jurídicos de protección. Éstos pueden ser objeto de crítica (Yzquierdo Tolsada, 2002), pero ofrecen una garantía mínima, que no creemos pueda calificarse de inconstitucional. Al menos, los excesos más graves de los medios (insultos innecesarios, divulgación de hechos íntimos sin relevancia pública, etc.) son sancionados, lo que marca un cierto límite a la actuación periodística.
Con estos parámetros, la inmensa mayoría de la información difundida por los medios queda fuera de control. Desde luego, no puede pretenderse que todo lo moralmente reprochable sea jurídicamente castigado, pues ello implicaría una intervención excesiva del Derecho, a la larga contraproducente. Ahora bien, entendemos que en la situación actual el descontrol de la información resulta excesivo, y ello hasta el punto de atentar, a nuestro juicio, contra principios y derechos constitucionales (13) . Aquí la legislación no dota tan siquiera de una protección mínima a estos intereses, y particularmente a dos: el pluralismo y la veracidad.
El pluralismo puede conseguirse por diversas vías, y sobre todo por dos: la pluralidad de empresas informativas y el derecho de acceso a los medios. Ambas quedan fuera del Derecho de los periodistas estrictamente considerado, por lo que evitaremos entrar aquí en esta problemática. En cuanto a la veracidad, se trata de un deber exigido en todos los códigos deontológicos del periodismo. En contraste, la protección que el Derecho otorga a este valor es claramente insuficiente (Escobar Roca, 2002).
A nuestro entender, la Constitución propugna una concepción de la veracidad más exigente: los principios democráticos y de dignidad de la persona exigen la protección de los ciudadanos frente a la mentira y a la manipulación informativa. Hemos dicho que la práctica de nuestro ordenamiento jurídico no reconoce un derecho (como derecho subjetivo, exigible) del público a recibir información veraz. El público no aludido nada puede hacer frente a informaciones no veraces. Podríamos quizás justificar esta ausencia de garantías jurídicas ante informaciones unilaterales (la veracidad puede ser definida como visión completa de los hechos), pues aquí es muy difícil afirmar con claridad que una noticia es inveraz; además, en los medios tradicionales se presenta el problema de la escasez de tiempo o de espacio. Ahora bien, también hay noticias objetivamente falsas, algo que debería proteger cualquier concepto de veracidad, por mínimo que éste fuera. Frente a estas noticias el Derecho español no establece remedio alguno.
Debe reconocerse que las dificultades de articular un deber jurídico de veracidad objetiva no son pocas. Ya en su concreción en los códigos deontológicos advertimos la presencia de un deber de contornos difusos, por lo que en muchas ocasiones será difícil afirmar con seguridad si una noticia es o no veraz. En estas circunstancias, una exigibilidad rigurosa de este deber podría resultar, insistimos, contraproducente. De hecho, esta cuestión suele dejarse en manos de la autorregulación, modelo que cuenta con buenos argumentos en su favor (Aznar, 1999) y con alguna experiencia interesante en nuestro país (14) . Ahora bien, si la autorregulación no se pone en marcha el legislador debería suplir de algún modo esta omisión, bien alentando su implantación, bien supliéndola mediante la creación de un órgano administrativo independiente, algo no extraño en el Derecho comparado, especialmente en materia audiovisual (15) , y que de hecho ha sido ya propuesto por los partidos políticos españoles (Escobar Roca, 2002) (16) .
III. Conclusión: la hora del Parlamento
Llegados a este punto debemos preguntarnos si el actual estado de cosas, caracterizado por una notable distorsión entre Constitución y realidad, deriva de los textos legales vigentes o es más bien producto de una interesada interpretación de éstos o de un injustificado olvido en su aplicación.
Ante todo, hay que destacar el dato obvio de que ni los fuertes condicionantes empresariales de la autonomía de los profesionales ni el descontrol de la información son producto de la acción del legislador o algo conscientemente perseguido por éste. Aunque en sociedades complejas como la nuestra casi nunca cabe hablar de un único responsable, resulta claro que la cuota principal de culpa ha de recaer sobre las empresas. El argumento de la soberanía del espectador se demuestra falaz (Ortega y Humanes, 2000).
Hemos visto que la Constitución impone un modelo de la comunicación pública caracterizado, entre otras notas, por una mínima autonomía de los profesionales (compatible con los derechos de la empresa) y por una información (al menos, en tendencia) veraz. El elemento definitorio de la Constitución normativa es su aplicabilidad directa, sin necesidad de intermediación legislativa. Está claro, sin embargo, que sin dicha intermediación la eficacia de los derechos queda muy disminuida, afirmación aplicable, sobre todo, en sistemas jurídicos que, como el nuestro, son de tradición legislativa y no judicial.
No sólo deben precisarse las facultades integrantes del contenido de cada derecho sino también, y sobre todo, crearse los mecanismos de garantía más adecuados para lograr su concreta efectividad, atendiendo a las circunstancias (17) . En definitiva, existe un deber estatal de protección de los derechos fundamentales cuyo incumplimiento debería acarrear la sanción de inconstitucionalidad por omisión.
Lo antedicho vale únicamente, en todo caso, en relación con los derechos. Cuando lo que se pretende es lograr el cumplimiento de un deber, la Constitución no puede aplicarse directamente, pues ella misma (art. 25.1) exige una ley que tipifique infracciones y sanciones. Evidentemente, no hay deber sin sanción y con dificultad admitiríamos la existencia de un derecho en sentido estricto si nadie tiene el deber jurídico de respetarlo.
Con las leyes actuales el conflicto de derechos latente en la empresa informativa se convierte en un conflicto inexistente, pues casi siempre triunfa uno de los intereses, el interés empresarial: el desequilibrio es patente. Sólo un periodista heroico se atreverá a invocar la Constitución (o, si procede, el único derecho legalmente regulado: la negativa a informar contra los principios éticos de la comunicación) enfrentándose a la estructura empresarial.
En cuanto al público, sólo una minoría de ciudadanos comprometidos participa tímidamente en un incipiente movimiento asociativo: desde una inteligente posición realista renuncian a acudir a los tribunales, sabedores de la inutilidad de este recurso (18) . Se entenderá entonces que, en estas circunstancias, la aprobación de una nueva ley de la comunicación se presente como algo apremiante.
Por fortuna, el viejo temor a la regulación estatal («la mejor ley de prensa es la que no existe») pierde progresivamente adeptos entre los profesionales de la información y éstos, organizados en el Foro de Organizaciones de Periodistas, han elaborado ya un texto dirigido a los partidos políticos destinado a ser tramitado como proposición de ley en el Parlamento(19) . Pese a los reparos técnicos que a él podrían señalarse, creemos que bien puede tomarse como punto de partida para iniciar el necesario debate político sobre esta materia. En el momento de cierre de estas líneas este debate no ha dado todavía comienzo.
AZNAR, H.: Ética y periodismo, Paidós, Barcelona, 1999.
BASTIDA, F. J. y VILLAVERDE MENÉNDEZ, I.: Libertades de expresión y medios de comunicación. Prontuario de jurisprudencia constitucional 1981-1998, Aranzadi, Pamplona, 1998.
CANEL, M. J.; RODRÍGUEZ ANDRÉS, R. y SÁNCHEZ ARANDA, J. J.: Periodistas al descubierto. Retrato de los profesionales de la información, CIS, Madrid, 2000.
DE AGUINAGA, E.: «El periodista en el umbral del siglo XXI»; en Sala de Prensa, núm. 24 (www.saladeprensa.org/art157.htm), 2000.
ESCOBAR ROCA, G.: El estatuto de los periodistas, Tecnos, Madrid, 2002.
ORTEGA, F. y HUMANES, M. L.: Algo más que periodistas. Sociología de una profesión, Ariel, Barcelona, 2000.
SEGALÉS, J.: La cláusula de conciencia del profesional de la información como sujeto de una relación laboral, Tirant lo Blanch, Valencia, 2000.
YZQUIERDO TOLSADA, M.: «La Ley del honor, veinte años después»; La Ley, núm. 5.591, 2002.
Artículo extraído del nº 54 de la revista en papel Telos