Lo virtual, junto a lo interactivo, satélites del planeta digital en el que se supone que vivimos, son los fetiches del nuevo milenio, los emblemas rotundos que definen el aire del tiempo, como en otros tiempos lo fueron los términos evolución, energía, inconsciente, estructura o código. Y como tales se abusa de ellos y al final no se sabe bien valorar su novedad. Este texto intenta definirlos, analizar el uso que se hace de ellos y moderar las esperanzas y los temores que han suscitado en los teóricos de la comunicación.
No es posible pensar sin metáforas. Pero eso no significa que no existan metáforas de las que es mejor abstenerse o tratar de apartarse.
Susan Sontag
Nuestra representación imperfecta de una inmensa red informática y comunicacional no es, en sí misma, más que una figura distorsionada de algo más profundo: todo el sistema mundial del capitalismo multinacional de nuestros días. Así pues, la tecnología de nuestra sociedad contemporánea no es fascinante e hipnótica por su propio poder, sino a causa de que parece ofrecernos un esquema de representación privilegiado a la hora de captar esa red de poder y control que resulta casi imposible de concebir para nuestro entendimiento y nuestra imaginación: esto es, toda la nueva red global descentralizada de la tercera fase del capitalismo.
Fredric Jameson
En enero de 1991, pocos días antes de la fecha del ultimátum para la retirada de las tropas iraquíes de Kuwait, Jean Baudrillard publicó en el diario Libération un artículo titulado «La Guerra del Golfo no tendrá lugar». La guerra comenzó, y durante las hostilidades el ensayista francés escribió otro texto titulado «¿Está teniendo lugar realmente la Guerra del Golfo?». Para cerrar el ciclo publicó, ya finalizada la guerra en marzo de 1991, «La Guerra del Golfo no ha tenido lugar», nombre que recibió el libro en que se recogían todos esos textos (Baudrillard: 1991). Primero se decía que la guerra no tendría lugar, luego que la guerra que veíamos no era guerra real, sino guerra in vitro, en ese vidrio de meras virtualidades que es la televisión: «La guerra no queda al margen de esta virtualización, que es como una operación quirúrgica: presentar el rostro liftado de la guerra, el espectro maquillado de la muerte, su subterfugio televisivo» (1991: 16). Al final se le escabapa a Baudrillard: «Pero esto no es una guerra […] 10.000 toneladas diarias de bombas no bastan para hacer que esto sea una guerra» (1991: 65). Contumaz guerra virtual ésta, compatible a lo que parece con su ocurrencia actual. La guerra sí tuvo lugar, lo que no impidió que el relato de la guerra por los medios fuera otra cosa. Nada nuevo, salvando las distancias, bajo el sol que alumbró la Guerra de Troya y después a rapsoda de La Iliada.
El periódico El País del 3 de mayo de 2001 trajo el anuncio de una Universidad Virtual. Según se deduce del texto, su virtualidad consiste en que la formación se realiza a distancia, a través de Internet, con los horarios a gusto del estudiante, en que el plan de estudios no está cerrado, sino que lo confecciona un tutor a la medida del estudiante, y en que el material didáctico es multimedia, adaptado al estudiante para optimizar su aprendizaje. En cambio, parece que el título que se obtiene no es virtual, sino «oficial» (y así lo deja claro el anuncio) y suponemos que el trabajo para el que facultará ese título y el sueldo correspondiente tampoco serán virtuales. Confiemos en que esos universitarios virtuales, privados y en privado, una vez titulados, no condenen, por una paradoja grotesca, a los universitarios «actuales» y presenciales y públicos a ser «trabajadores virtuales», es decir, parados, como quizá acuñe con feliz eufemismo algún subsecretario del ramo.
Analicemos el término «virtual», que como se aprecia es el nudo que enlaza los dos apuntes anteriores, por lo demás inconexos. Decimos que algo es virtual cuando es en potencia y no en acto, cuando no actualiza, aunque eventualmente podría, un cúmulo de potencialidades. Etimológicametne virtual se emparenta con virtud. Como dice el Diccionario de la Real Academia Española, virtual es «que tiene virtud para producir un efecto, aunque no lo produce de presente», y en segunda acepción es «implícito, tácito». Sólo la tercera acepción, tomada del léxico de la física, habla de algo «que tiene existencia aparente y no real». Esa «virtud» que está en la raíz del término hay que emparentarla a su vez con la vis, con la fuerza, con la potencia, de manera que virtual y potencial viene a ser casi lo mismo. Ni lo virtual es en sí, a bulto, virtuoso, ni tampoco a partir de un desplazamiento de significado bastante común, puede caer sin más del lado del «vicio». Pero es un hecho que lo virtual ha sufrido en la última década una promoción extraordinaria y su inflación semántica parece haber desvirtuado -perdónenme la broma- el adjetivo. En breve, lo virtual se ha deslizado con rapidez desde lo que no siendo podría ser (y somos conscientes tanto de la ausencia actual como de la potencia latente) a lo que no siendo se presenta como lo que es (y por lo tanto engaña a algunos incautos, pero hace desfrutar y experimentar a quienes están en el secreto: vicio y virtud).
Lo virtual, hasta hace poco, era aquello que venía sugerido por el sufijo -ble. La Armada Invencible es de infausta memoria precisamente por no haber estado a la altura de su adjetivo, que visto ahora parece menos una jactancia propia que una guasa del enemigo; en cambio Robespierre, al que se conocía como el Incorruptible, fue guillotinado precisamente por la inhumana efectividad de su virtud; mientras el Titanic era «virtualmente» insumergible, hasta que se hundió, y el fiasco fue tanto mayor cuanto mayor su proclamada virtualidad. De la misma manera la tinta indeleble se mostraba tan tenaz como su adjetivo y la tapicería lavable salía con bien de la prueba del centrifugado (¿cómo se resolvería la confrotación entre ambas virtualidades?] y el coche descapotable se nos mostraba ora descapotado, ora encapotado, quedando siempre uno de los estados como el actual y el otro como virtual. Es decir, antes todo lo real tenía virtualidades, propiedades a veces no directamente observables ni cuantificables, potencias que, llegado el caso, tendrían ocasión de manifestarse. No era en rigor lo real lo que se oponía a lo virtual, sino lo actual. Ahora, en cambio, lo «virtual» es algo a la vez actual e irreal. Ya no es un prometedor sufijo -ble, se ha decantado hacia los prefijos pseudo- o para- sobre todo cuando concurren en las inmediaciones los prefijos tele- y tecno-. Es decir, designa lo que, siendo, no es lo que parece, o no es todo lo que parece, porque lo real de lo que es fantasma está distante, y ese fantasma no es una imaginación humana, sino un producto de la técnica. Lo virtual ha quedado degradado a un trompe-l´-oeil, a un truco sofisticado, a distancia y además participativo (más auto- e inter- que hetero- por seguir con el baile de prefijos: no es ya televisión heterónoma, sino telemática interactiva, interfacial). La nueva noción de virtualidad y la ambivalencia axiológica que suscita se manifiesta en la aplicación de nuevas tecnologías de la comunicación calificadas como virtuales.
Para algunos éstas y las aplicaciones que permiten son un repertorio de experiencias nuevas que probar. Albricias por la comunidad virtual, la economía virtual, la guerra virtual, pronto alcanzaremos la democracia virtual, la cirugía virtual, el turismo virtual, el sueño virtual, el sexo virtual, ¿o ya son realidad?: La declinación del concepto proporciona listas caóticas y delirantes (Quéau 1995, Rheingold 1994, De Kerckhove 1999). Según sus adoradores, la virtualidad tiene muchas ventajas. La asepsia, la reversebilidad (nada parece definitivo e irremediable si es virtual), la imaginación sin límites, pero también el verismo más realista. Esa confianza a menudo se está demostrando suicida: los ansiosos de virtualidad o bien confunde la irrealidad de aquello que, mediente artificios técnicos, les sirve de estímulo (sea un enemigo armado y peligroso, un cuerpo atractivo, un lugar paradisíaco, una obra de ingeniería bursátil) con la irrealidad de su respuesta, de sus efectos, que son en cambio bien reales (emoción, entusiasmo, frustración, adicción) o bien se creen que sus juegos con lo virtual son sin consecuencias para ellos, debido a la distancia o a anonimato o al enmascaramiento.
Para otros la virtualidad es una máquina de simulaciones que avanza invadiendo la realidad real y suplantándola. Lo virtual crece a expensas de lo real, cada vez más empequeñecido, periférico, residual. Lo virtual ya no negocia su posibilidad con lo actual, sino que progresa metastásicamente usurpando los ámbitos de nuestra vida cotidiana, sobre todo nuestras sesiones televisivas e internáuticas: es la invasión de los simulacros. Lo virtual es viral, contagioso, pandémico (Baudrillard 1996), en la línea de esa delectación morbosa por la metáfora de la enfermedad que tan bien ha sabido refutar Susan Sontag (1996), o bien lo virtual supone una aceleración de la experiencia y augura un accidente cósmico, proporcionado a esa red también planetaria con la que (nos la) jugamos (Virillo 1997, 1999), aunque no se propone ninguna alternativa más que una vaga nostalgia por tiempos más lentos y espacios más localizados. Este tremendismo apocalíptico tampoco trae nada bueno, porque al final ya no sabemos bien si hay que preferir los muertos reales de las guerras convencionales a los muertos virtuales de las nuevas. O incluso si en este mundo de simulacros hiperrealistas nada permite diferenciar a unos de otros, y entonces la muerte, como la miseria, la injusticia, la violencia o la opresión, son realidades virtuales indiferentes al cotejo de una realidad real definitivamente desaparecida, y por lo tanto inabordables desde posiciones fuertes y de principio.
Muchas de las palabras que ahora se asocian al adjetivo virtual no son virtuales en absoluto. Unas son reales o, si se quiere, de verdad, como los muertos de la Guerra del Golfo, otras son simplemente mentira o, si se quiere, ficción, pero la ficción no es virtual, es actual (en su mundo ficcional), como sucede con las experiencias llamadas de Realidad Virtual. Sólo el descrédito de la ficción declarada y orgullosa de serlo y al tiempo el debilitamiento posmoderno de la noción fuerte de realidad han hecho posible esa región cenagosa de lo virtual (Rodríguez Ferrándiz 2001: 228-246). Si decidimos que la palabra virtual se aplique a las ilusiones realistas, en perjuicio de su significación más genuina (una fuerza interior, una disposición, un proyecto de acción), estamos achicando el territorio de la ficción: las ficciones de antaño nos parecen ahora pálidas, torpes, anémicas al compararlas con esa virtualidad neotecnológica, como si la vocación imprescriptible de la ficción hubiera sido siempre la aspiración al más minucioso realismo.
Comencemos por el dominio original de este travestismo desquiciado de lo virtual, el de la imagen, donde sin duda el término tenía una cierta tradición (la óptica ya nos decía que la imagen del espejo era una imagen virtual). La primera aplicación que la revolución tecnológica de última generación hizo de lo virtual fue precisamente en este ámbito de la visión: la llamada realidad virtual (RV). Se trata de un ingenio infográfico (Computer Graphics) que crea entornos visuales tridimensionales y además, en las versiones más avanzadas, envolventes. El usuario-operador se coloca un casco dotado de dos pantallas, una para cada ojo, que le permiten no sólo ver un espacio artificial, sino habitarlo y recorrerlo. Es decir, lo extraordinario con respecto a otras imágenes a lo largo de la historia de la figuración es que el ingenio rompe con el encuadre o marco que separaba (en el teatro, la pintura, la fotografía, el cine, la televisión, la pantalla del ordenador) el mundo representado del mundo ocupado por el contemplador. Ahora el espectador se introduce en el cuadro, como Alicia en el espejo, y se vuelve actor de lo que allí suceda: es su ser y su hacer, su aquí y ahora, sin solución de continuidad, lo que se desenvuelve en ese decorado electrónico. Pero no sólo eso: no es sólo espectador devenido actor, en el sentido escénico (eso ya lo proporcionaban el teatro con la catarsis y el cine a través de la proyección o la identificación psicológicas con los protagonistas), sino también autor, al tiempo guionista instantáneo e intérprete de su peripecia.
Ahora bien, todo eso sin duda multiplica la verosimilitud de la percepción al hacernos participar de su mundo y hasta alterarlo en alguna medida consentida por el programa, pero no deja de ser una ficción, una escenificación (no contemplada sino interpretada en este caso), y por lo tanto algo distinto de la virtualidad propiamente dicha. Pensándolo bien, no hay tanta diferencia entre las experiencias lúdicas de realidad virtual (sea costumbrista o exótica) y los parques temáticos: ambas son ficciones que no simbolizan o evocan, que ni siquiera muestran o representan, sino que directamente nos endilgan o nos inoculan (nos meten por los ojos, en buena etimología) un modelo de mundo ficcional. En cierto modo, la apetencia de realidad virtual como diversión, como videojuego sofisticado, tendría que estudiarse a la luz de la demasiado olvidada categoría del kitsch. Ese ansia de experimentar sensaciones por inducción más que por sugestión tendría que hacernos pensar naturalmente en la mentira del kitsch, que tan agudas reflexiones deparó en los años cincuenta y sesenta (Giesz, Broch, Moles, MacDonald, Greenberg, Dorfles, Eco) y que quizá convenga resucitar.
Por poner un ejemplo no ya de una experiencia de RV genuina, sino de un videojuego infográfico altamente realista, una versión limitada de aquélla: ¿Es Lara Croft virtual? No más que Tintín o que Mortadelo y Filemón, no más que el Conde de Montecristo o que Indiana Jones. Sustituir la pluma, el lápiz y el pincel o bien la cámara y el actor por el ratón del ordenador y el programa de animación supone sin duda un grado de sofisticación mayor en la construcción de la ficción verosímil, pero es superstición de novedad pensar que es otra cosa distinta (incomparablemente mejor o peor). Cuenta Plinio que Zeuxis pintó unas uvas con tal perfección verista que los pájaros se acercaban a picotearlas. Su rival Parrasios pintó un cuadro y lo cubrió con una tela. Cuando Zeuxis fue a retirarla comprobó que estaba pintada. ¿Los Sega contra Nintendo del siglo V a.de C.?
Por otro lado, se habla a menudo de que Internet, red de redes, babel en la que cada usuario encuentra a los interlocutores más acordes con sus intereses y aficiones, crea comunidades virtuales (Rheingold 1996). Los aficionados a la saga de la Guerra de las Galaxias, a la entomología, a las superbikes, a los bonsáis, a la kábala, los fans de Brad Pitt o de Michael Beckham o de Britney Spears tanto como los maniáticos de Wittgenstein, de Maria Callas, de Valentino, de Tarantino o de Kasparov intercambian, compran, venden o glosan interminablemente textos, fotos, música, películas, partidos, partidas de sus ídolos.
Se afirma que esa comunidad de personas alejadas acaso miles de kilómetros entre sí pero próximas por esa afición que comparten es una comunidad virtual. Es decir, la comunidad que permiten los medios electrónicos y digitales no es real, sino virtual, es una comunidad en potencia o implícita o aparente. Ahora bien, ¿es esa virtualidad cualitativamente distinta de otras que nos han proporcionado los medios de comunicación a lo largo de la historia? ¿Acaso llamaríamos ahora virtual a la comunicación a través del teléfono? ¿Y si esa conversación versa sobre un programa de televisión o un film visto por los interlocutores, sería una virtualidad al cuadrado (sub specie técnica una, ficcional la otra)? Los cientos de miles de radioyentes que escucharon por sus receptores el fin de la II Guerra Mundial o los millones de televidentes que vieron la llegada del hombre a la luna o contemplan cada cuatro años los Olimpiadas no son comunidades virtuales, sino bien reales. Una comunidad se define por una puesta en común de experiencias y la técnica sin duda ha ampliado los horizontes de esa experiencia común. El debate sobre si esa experiencia es entre presentes (como en la reunión de una comunidad de vecinos, de socios o cualquier asamblea) o entre distantes (como en una videoconferencia), o, dentro de esta última categoría, si es inducida y pasiva (como con la radio y la televisión, medios verticales y difusivos) o es espontánea y activa (como con Internet, medio horizontal, rizomático, sin jerarquías), no afecta en esencia a su carácter comunitario, aunque podemos legítimamente preferir unas comunidades a otras. Podemos pensar, por ejemplo, y no faltan razones para hacerlo, que esas nuevas comunidades deslocalizadas son formas de agregación y de construcción de la identidad distintas y acaso inhibidoras de otras que conocíamos hasta ahora, y que si bien en principio parece estimulante la posibilidad de formar comunidades no surgidas de los caprichos de la geografía o de la sangre, sino de compartir libremente intereses y gustos, cabe el peligro de que esas nuevas identidades fragmentarias, provisionales, bloqueen los proyectos comunes, las convergencias que articulan una sociedad (Wolf 1995).
En cualquier caso, comunidades a distancia, dependientes de la tecnología, sí, pero no comunidades virtuales. Si en el ámbito de la filología se habla de la comunidad de lectores de la Biblia o de Cervantes o de Goethe, lectores no sólo distantes en el espacio, sino a veces separados por siglos pero partícipes de una experiencia común como es la lectura de esos textos (y de las exégesis de los lectores que nos precedieron), entonces ¿por qué hablar de la comunidad virtual de los que participan en chats sobre la Biblia, Cervantes, Goethe o cualquier otra cosa? Si la publicidad lleva décadas convenciéndonos de que firmar con una Montblanc, oler a Chanel o vestir de Armani es formar parte de una comunidad especial de happy few, ¿por qué comprar esas cosas, o cualquier otra, a través de Internet la haría más virtual? Si aquéllas eran comunidades (a secas) de devotos de un texto o de una marca, más todavía lo son éstas, que consienten el intercambio instantáneo, el diálogo en tiempo real entre lectores y entre consumidores y sus proveedores. Se diría que la atribución de virtualidad a los contactos a través de Internet tiene más que ver con la novedad que con la potencia, más con la eventual ocultación de la propia identidad y la asunción de otras imaginarias que con la reserva o la latencia; más que ver con la telepresencia, con la acción a distancia, que con la acción no hecha; más que ver, en fin, con un virtualidad deseada y ansiosa que real: más que por la realidad virtual, tendríamos que preguntarnos por la virtualidad real. Lo virtual, junto a lo interactivo (otro fetiche finmilenario), satélites del planeta digital, son los emblemas rotundos que definen el aire del tiempo, como en otro tiempo lo fueron los términos evolución, energía, inconsciente, estructura o código. Y como tales se abusa de ellos y al final no se sabe valorar bien su novedad, ahogados en el fárrago de los ecos y los ríos revueltos.
Por ser más explícitos, o asumimos que buena parte de nuestros intercambios comunicativos son mediados por la técnica, y juzgamos regresivamente a mi parecer que esa mediación traiciona de alguna manera una comunicación humana prístina y esencial (que habría que identificar, suponemos, con la comunicación interpersonal oral, la única real), y entonces serían virtuales todos aquellos contactos protésicos (desde el megáfono hasta el teléfono, desde la propia escritura manual la tecnología más radical que el hombre ha fabricado, al decir de algunos, como Walter Ong hasta el correo electrónico, desde la fotografía a la realidad virtual) o reconocemos que esa virtualidad que ahora triunfa es una frontera móvil entre lo que ya, por costumbre, hemos incorporado (como la fotografía, la máquina de escribir o el teléfono) y lo que es tan nuevo que causa espanto en algunos e ilusiones desaforadas en otros (como los videojuegos, Internet o el correo electrónico). Y en este segundo caso, el más razonable, concedemos a la virtualidad una modesta y transitoria importancia y enfriamos tanto la agorera invasión de los ladrones de realidad como el presunto estado superior de conciencia y de sensibilidad de los individuos digigeneracionales, como han sido llamados con horrible neologismo por los profetas del paraíso digital (Negroponte, 1995).
Lo propio de lo virtual es que pueda actualizarse algún día, dejando de serlo, pero la virtualidad de moda siempre frustra esa eventualidad. Las imágenes realistas de los videojuegos, que promueven mi identificación con Lara Croft o con otro superhéroe infográfico de un Mortal Kombat cualquiera, no son virtuales, pues nunca podrían actualizarse sin convertirme yo en asesino o sin morir y resucitar mil veces, tantas como el juego vuelve a comenzar. Las comunidades virtuales, en cambio, no son en absoluto virtuales, sino in actu: la única comunidad virtual que se me ocurre es, para quien cree en la trascendencia del alma, la que forman los vivos y los muertos, de forma que aquéllos pasan con el tiempo a constituir comunidad actual con éstos. Y aun así hay contactos del más allá: los mediums de comunicación. Y qué decir de la presunta virtualidad de la personalidad que asumo en los chats. Enciendo mi ordenador y me comunico con alguien virtualmente mujer separada, sin hijos, estudiante tardía de veterinaria y aficionada al parapente y a la comida tex-mex, y yo a mi vez soy virtualmente un señor de edad mediana, neurólogo y aficionado a la botánica, viudo con un hijo mayor que estudia biotecnología en Houston, Texas. Ella en realidad resulta ser una adolescente un tanto grunge que estudia en el instituto, urbanita impenitente y asidua de los pubs donde se puede hablar, y yo soy joven pasante en un bufete de ciudad de provincias, discotequero de fin de semana. Acaso tengamos más en común de lo que virtualmente parecía, pero nunca lo sabremos, porque con esos embustes tan notorios no nos atreveremos a mostrarnos como lo que somos. Me despido en este punto: virtualmente suyo.
Artículo extraído del nº 51 de la revista en papel Telos