Pese a sus más de 40 años de presencia ante los ojos del pú- blico, hay que admitir que la televisión es todavía, en gran medida, un medio opaco. Su funcionamiento sigue siendo, en muchos aspectos, difícil de conocer: todavía es poco lo que sabemos sobre sus efectos con respecto a las posiciones del público, los modos de formación de las audiencias, sobre cómo el público usa la televisión y cómo la televisión usa al público.
Por otra parte, con el paso del tiempo la televisión ha tenido que conformarse a una trama cada vez más compleja de valores, de necesidades, de derechos e intereses que a menudo figuran entre sus incompatibilidades. Todo punto de vista sobre las funciones de la televisión comporta una concepción distinta de las relaciones entre su organización, la programación y su público.
Hay, sin embargo, un hecho preciso que la transformación competitiva de los sistemas televisivos europeos ha puesto de manifiesto: la divergencia entre la función social y cultural de la televisión y la naturaleza económica de la empresa televisiva. Se han planteado, a este respecto, importantes interrogantes a los que aún no se ha encontrado respuestas operativas: ¿cómo hacer una televisión que se dirija al telespectador en tanto que consumidor o ciudadano?
¿Hay que reforzar o superar las barreras que separan la cultura del comercio? ¿Cómo valorar la eficacia televisiva de otro modo que no sea la medición de audiencia? A este tipo de interrogantes hay que añadir la cuestión de la calidad de los programas televisivos.
Se trata de un tema que es objeto de discusión desde hace mucho tiempo y que se ha reavivado cuando las televisiones públicas europeas, bajo la presión de la competencia privada, han tenido que refrescar su propia identidad.
Hoy habrá que abordar la discusión de la calidad sobre la base de un mayor conocimiento del nuevo paisaje audiovisual al que los telespectadores tienen acceso en los ámbitos local, nacional e internacional. Pero falta el valor necesario para abandonar los viejos esquemas y para razonar en otros términos sobre la calidad de la oferta y sobre las opciones del telespectador. ¿Por qué razón los viejos puntos de vista resultan hoy inaceptables para juzgar la calidad de la televisión? ¿Se han visto reemplazados por otros criterios menos parciales?
¿Qué puede hacer el telespectador para encontrar calidad? Los antiguos planteamientos consideraban la calidad de la televisión según sus resultados, su forma y su función. En el debate actual se siguen proponiendo uno u otro de estos criterios, que, no obstante, resultan cada vez menos operativos.
A menudo, en los últimos años, para medir la calidad de un determinado producto o de una programación televisiva completa, se ha propuesto el criterio que afirma la «soberanía del consumidor» como posición de principio también en este campo. No es posible o, en todo caso, no interesa definir la calidad de un producto desde el momento en que se concede importancia sólo a la opinión del consumidor expresada a través de sus elecciones de programación.
Este punto de vista, defendido normalmente más por las emisoras privadas que por los propios telespectadores, es asumido en la actualidad también por algunas redes públicas. Según esto, se tiende a considerar cualquier definición alternativa como fruto de intereses subjetivos de intelectuales, políticos y moralistas, o bien como expresiones de entes iluminados o paternalistas. La condición para tener una televisión de calidad es no poner límites, restricciones ni normas a la programación: «La libertad de programar del emisor es la garantía de calidad de la televisión».
El problema es que no existe ninguna relación entre la audiencia y la calidad de un programa: en la actualidad, muchas investigaciones han puesto de manifiesto que el telespectador no escoge normalmente el programa que considera de mejor calidad sino el más espectacular, el que «entretiene sin aburrir», el que le exige «menor esfuerzo».
LA FORMA. Otro punto de vista, también muy extendido y de mayor antigüedad, es el que suele expresarse en los ambientes profesionales. La calidad de la televisión está ligada a características artísticas, estéticas y técnicas. Se mide, por tanto, en términos de actuación y dirección, escenificación y encuadramiento, iluminación, etc.
Según este punto de vista, existe un conjunto de valores estéticos ampliamente compartidos en la comunidad de profesionales de televisión, que puede aplicarse en general a cualquier tipo de transmisión televisiva. Partiendo de estos parámetros se juzga también en qué medida un programa es repetitivo o innovador. Según una versión más actualizada, no existe una «estética televisiva» desde el momento en que no es posible comparar la calidad de un programa de ficción con la de un programa informativo. Todo género televisivo puede, no obstante, ser valorado según la tradición de su lenguaje particular y de su forma específica.
Este planteamiento reserva a la comunidad artística-profesional la competencia para juzgar la calidad de un producto televisivo, mientras que toda interferencia burocrática o condicionamiento del mercado se considera inaceptable. La condición para obtener productos de calidad es, por consiguiente, garantizar la independencia y la autonomía de quien realiza el producto: «la libertad de expresión del productor es la garantía de calidad para el telespectador». Pero tampoco en este caso se da un paso adelante.
Las calidades formales (artísticas, estéticas, técnicas, etc.), para ser apreciadas, y por lo tanto buscadas, presuponen ante todo una educación y una capacidad específicas, por lo que suelen requerir, como sucede con la música o la literatura, una inversión en tiempo y en atención. Se trata, por tanto, de un criterio, por una parte excesivamente selectivo para un medio de comunicación de masas, y que, por otra parte, no tiene en cuenta las modalidades de uso de la televisión predominantes en el transcurso del tiempo.
El tercer punto de vista valora la calidad de las transmisiones televisivas según su función social y cultural. En este caso, más que la forma, son importantes los contenidos de las transmisiones con respecto a los diversos componentes del público.
Se trata de un criterio «histórico» que antaño legitimaba la exclusiva del Estado sobre la actividad televisiva y que en la actualidad sigue legitimando a la televisión pública, pero que muchos consideran un criterio válido en general para todas las actividades televisivas, tanto públicas como privadas.
La televisión es de calidad cuando ofrece al individuo las informaciones correctas para formarse una idea sobre el mundo que le rodea, para tener conocimiento de sus derechos y de sus deberes, para compartir los intereses y los objetivos de la comunidad. Una segunda versión es el punto de vista «pedagógico», según el cual la televisión es buena cuando educa y eleva el nivel cultural del público. Para otros, incluso, la televisión está bien cuando tiene un papel más dinámico como orientadora de los comportamientos de las personas: cuando solicita la participación de los ciudadanos en la vida de la comunidad, ofrece modelos de comportamiento positivo, sugiere formas de integración, de socialización con otros individuos, etc.
Pertenecen a este grupo también criterios que podemos denominar de tipo ecológico: una televisión de calidad no debe «contaminar», es decir, no debe transmitir programas antisociales como los programas violentos, inmorales, sexistas o racistas, o imágenes «espeluznantes» o «truculentas» que puedan ofender la sensibilidad del ciudadano corriente.
Se trata, en todo caso, de criterios contradictorios: no hay consenso suficiente sobre lo que está bien o mal, sobre lo que es útil o dañino para los individuos, no hay valoraciones unánimes sobre los intereses y las perspectivas de la comunidad, etc. Que la televisión influye sobre la gente es un dato incuestionable (aunque nadie está en condiciones de decir cómo y cuánto), pero lo que ya no es aceptable es que la televisión se proponga influir sobre la gente.
La palabra «calidad» en televisión se usa con significados múltiples, pero sin ningún resultado. En el nuevo contexto televisivo que se está formando, el problema de la calidad no puede ya referirse a un programa concreto o a una red determinada, porque nadie puede definir jerarquías televisivas sobre la base de la calidad. Hoy parece más apropiado referirse al sistema televisivo en su conjunto: su calidad viene dada por el número de canales y de programas diversos que se está en condiciones de ofrecer, disfrutando de la multiplicidad de redes y soportes disponible.
Está llegando a su fin la época en que la oferta televisiva era igual para todos, en que era gratuita y destinada sólo al tiempo libre.
Para obtener el mejor provecho posible del nuevo ambiente audiovisual que se está formando bajo nuestros ojos, habrá que ser conscientes de la oferta ampliada, habrá que ser competentes en la labor de seleccionar la calidad de la «calidad» que se quiere, y se podrá también pagar por acceder a la «calidad» deseada. Sin escándalo, del mismo modo que hay que pagar para acceder a los espectáculos en vivo, a los lugares de entretenimiento, al cine o a los programas distribuidos en vídeo.
Traducción: Antonio Fernández Lera
Artículo extraído del nº 42 de la revista en papel Telos
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