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La mentalidad sumisa


Por Juan Torres López

Este último libro de Vicente Romano (1) es un análisis demoledor del discurso social que sirve de soporte legitimador, en la teoría, en la política y en la práctica al orden desigual del mundo de nuestros días. En un mundo con recursos sobrantes pero que condena al padecimiento a la mayoría de los seres humanos, la sabiduría más al uso, lejos de mostrarse rebelde frente a la sinrazón, descubre las ventajas de enarbolar ante los oídos complacientes de los poderosos un discurso huero y aséptico que no moleste. Formando parte entonces de la gran ceremonia de la manipulación, no hace sino consentir la generación de las categorías intelectuales necesarias para facilitar la asunción colectiva de la injusticia como estado social, la percepción de la desigualdad como quimérica conquista de lo individual y la propia infelicidad como contingencia carente de designio social.

El libro de Romano, por el contrario, se sitúa en la posición del rebelde que desentraña con fortuna los laberintos de la manipulación y los secretos a voces de una sumisión impuesta a fuerza de violentar las expresiones más libres de la personalidad humana. Una rebeldía que en nuestro fin de siglo está tan poco de moda en el mundo intelectual como lo están en otros ámbitos el más elemental sentido de la vergüenza frente a la injusticia o la simple solidaridad con el sufrimiento que uno mismo provoca en lo ajeno.

Y es que nunca como ahora la sociedad había dispuesto de tanto y tantos habían disfrutado de tan poco. En ninguna otra ocasión histórica la abundancia material ha sido tan grande y al mismo tiempo fuente de miseria tan generalizada, como nunca hubo tantos medios de información para que el ser humano estuviera, como ahora, tan realmente incomunicado.

Ni el mayor disimulo permite obviar la presencia de contrastes perversos en nuestras sociedades. Los datos que proporcionan los organismos económicos internacionales, los foros de discusión más plurales y las investigaciones más rigurosas ponen de evidencia que la insatisfacción corre paralela con un enorme despilfarro.

Honestamente, ya nadie puede afirmar que la carencia sea el fruto tan sólo de la escasez. La realidad muestra de manera palpable que existen recursos sobrados para cubrir las necesidades de toda la población del planeta.

Sucede que se han divorciado tan profundamente los intereses sociales de quienes todo lo tienen y de quienes todo lo padecen que la solución de distribución predominante ha llegado a ser completamente ajena a cualquier tipo de criterio solidario. La búsqueda del beneficio se ha convertido en la única razón de la vida económica, pero resulta que esa es una meta sólo alcanzable para los que parten de una situación ventajosa en el reparto, para los que disponen de recursos, de poder y de dinero para influir en las decisiones sociales y en el diseño de las preferencias colectivas dominantes.

Miles de millones de personas hambrientas, sin vivienda, sin salud, sin futuro, sin mundo que no sea el de la miseria y la muerte innecesaria conforman el espectro que evita mirar a la cara una minoría tan satisfecha como ciega, ilusa en la quimera de la infinitud de su privilegio.

Sin embargo, nunca como hasta ahora un sistema social y económico había gozado de mayor legitimación.

Una bien tupida red de mecanismos sociales hacen posible la sumisión y la aceptación del orden establecido. Gracias a la generalización de medios de comunicación concebidos para la unidireccionalidad y para la banalización, se genera un discurso huero que regatea los fenómenos reales y distrae con el velo de la ilusión individualista incluso a los más insatisfechos. Un discurso que es capaz de convertir a los saciados de arriba en referencia anhelada y a los excluidos de más abajo en la imagen vicaria de un peor que consuela más que se rechaza.

El libro redescubre el sesgo esencial de nuestras sociedades, la dinámica del despilfarro y la cadencia de infelicidad que le es complementaria, pero además se introduce en el discurso convencional rasgando sus apariencias y mostrando desnuda la extraordinaria insensatez de un mundo tan socavado como sumiso.

V. Romano muestra cómo la realidad del reparto desigual implica también la producción de un auténtico simulacro que no sólo permita justificar el drama de una sociedad escindida de tal forma, sino que lo convierta en un estatus aceptable y en una condición ansiada.

Un simulacro que se proyecta en todos los órdenes de la vida social, desde la propia actividad productiva sujeta a una auténtica subversión de los usos al reconvertirse los valores en objetos caducos e innecesarios, hasta la configuración más íntima de los lugares humanos, donde el encuentro queda limitado a la imposición de formas y huérfano de espacios de comunicación, que trastorna el sentido de la necesidad social a través del hedonismo más individualista, y que reduce la existencia a una pura expresión de intercambio mercantil para dejar que la razón navegue a la deriva en el universo dictado exclusivamente por la ganancia.

Con un desarrollo aparentemente simple, por su pulcritud, pero extraordinariamente maduro por su radicalidad, el libro de V. Romano se convierte en un inapelable bisturí que separa la realidad de la miseria humana de su envoltura de legitimación; que muestra, como efectivamente anuncia su título, la naturaleza y la inconsistencia de las categorías de acción y pensamiento que propician una mentalidad sumisa y que permiten señalar claramente sus propios límites sociales. Mientras que se multiplican los mecanismos socioeconómicos de exclusión, a través de las nuevas tecnologías y de los nuevos espacios donde las muchedumbres se hacen solitarias se prodiga un abanico embriagador de valores que permite transmutar la insatisfacción en quimera individualista y confundir la igualdad con el simple parecido.

Pero aunque la manipulación del intelecto colectivo puede postergar el posicionamiento social frente a la pauta dominante de la ganancia, no puede evitar que desaparezca, sin embargo, la contradicción soterrada entre carencia y despilfarro. Siempre queda, por tanto, un lugar para la esperanza, para que los seres humanos liberándose de la esclavitud sumisa hagan posible que lo que ahora se antoja como utopía se convierta, como decía Lamartine, en una verdad prematura. Para ello es preciso que la utopía no sea una simple renuncia al topos, sino la anticipación de categorías útiles para construir lugares sociales más libres. Justamente a esa labor se ha sumado el libro de Vicente Romano y por ello gusta leerlo en épocas de descreímiento y de confusión.

 

Artículo extraído del nº 38 de la revista en papel Telos

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