Este informe (1) fue encargado por el Ministerio de Cultura, y elaborado por un equipo de investigadores, al frente de los cuales se encuentra el profesor de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense, José María Alvarez Monzoncillo. Como dice el propio ministro del ramo en el prólogo «en los últimos años tenemos una situación aparentemente contradictoria: el reconocimiento internacional de la creatividad de nuestro cine, puesto de manifiesto en numerosos premios y festivales, y la creciente debilidad industrial y abandono del público de las salas de exhibición». Estas palabras de Solé Tura son especialmente certeras y nos llevan de lleno a los motivos por los cuales ha sido encargado este estudio: averiguar dónde están los problemas centrales, de tipo comercial e industrial, que aquejan a esta industria audiovisual, eternamente dolorida y llena de lamentos.
Durante muchos años, se han intentado aplicar innumerables remedios sin que, al parecer, se haya llegado a un estadio razonable, en el que todos los interesados -la mayoría, al menos- estén de acuerdo con los males principales y, asimismo, con el tratamiento principal que intentará curarlos. De acuerdo con tales presupuestos, es preciso reconocer que este informe viene muy a tiempo y pue- de ser enormemente beneficioso. En primer lugar, para las autoridades que lo usen como chaleco protector contra los lamentos y reclamaciones, o como instrumento sereno para mejorar su acción, sin olvidar a los profesionales que lo empleen para protestar con mayor fuerza o para conseguir ayudas más sustanciosas y certeras para los proyectos más frágiles desde el punto de vista económico, aunque su solidez artística sea indestructible.
Se trata de un texto coherente y casi exhaustivo, que cumple con exactitud sus presupuestos iniciales y cuya utilidad es innegable para la mayoría de los estudiosos, aficionados y profesionales. No sólo ofrece datos nuevos, sino que recopila otros que estaban dispersos, en fuentes difíciles de recobrar. Desde el punto de vista meramente cuantitativo, puro, nada tengo que objetar y reconozco que a mí, lector interesado y algo receloso ante estas propuestas aparentemente globales, me ha convencido con su rotundidad y abundancia de cifras, que conducen a una información detallada y elaborada con evidente rigor.
Los responsables de la tarea se han planteado, sin duda, un punto de partida razonable que responde a algunos de los interrogantes centrales en torno a ese quehacer tan complejo que es el cine, pero no han intentado proponer una panacea o ungüento amarillo que dé respuesta a todas nuestras dudas. Lo que el informe quiere ser es «un mapa de la situación actual de nuestro cine», empleando las palabras del mismo texto, y nunca una enciclopedia sobre lo que vd. quisiera saber sobre el cine español y nunca se atrevió a preguntar.
Quizás aquí esté la raíz de las posibles discrepancias con el valioso texto que acaba de publicarse, porque no es malo considerar que el cine es una industria cultural, pero se trata, evidentemente, de una industria peculiar, que no cumple todas las connotaciones y rasgos de cualquier medio preciso, caracterizado por la máxima rentabilidad, como la fabricación de automóviles o la de zapatos. Estoy convencido de que forzar las denominaciones no lleva a ninguna parte y que la consideración industrial aplicada al arte cinematográfico tiene sólo un valor metafórico y circunstancial. Vale, si acaso, en la medida en que nos ayude a entender mejor algunas de sus características centrales, pero deja de tener interés -e, incluso, puede convertirse en un planteamiento absolutamente inadecuado y hasta contraproducente- cuando se intenta forzar la situación y convertir el arte de hacer películas en una cadena de montaje fortalecida sólo por el sano ideal del máximo beneficio.
Tengo mis dudas, sin embargo, de que sólo un acercamiento económico nos dé respuestas económicas precisas, valga la paradoja, porque el cine usa -o abusa, si se quiere- de los factores económicos para conseguir rendimientos de este tipo, pero, además, otros objetivos. Si un determinado filme consigue una respuesta crítica unánime, pero los resultados de la taquilla son muy pobres, no podemos hablar de fracaso, sino de un resultado comercial decepcionante. Lo ideal sería aunar ambos objetivos -y eso es lo que pretenden, lo confiesen o no, la mayoría de los cineastas-, aunque no siempre se logre.
En todo caso, lo que nadie negará es la seriedad y rigor del trabajo que comento, basado en un riguroso estudio de campo, aplicado -desde mediados de 1992- a cerca de trescientas empresas productoras que han tenido alguna actividad en los últimos años, más cincuenta distribuidoras cinematográficas y videográficas y una docena de grandes cadenas de distribución. Se cubrieron, pues, los tres grandes sectores clásicos y, aunque no estén todos los que son, la muestra elegida, a mi modo de ver, fue suficientemente representativa para que el retrato general pueda ser aplicado con seriedad al mercado. El marco institucional no fue olvidado y, para ello, el equipo de investigación se puso en contacto -contactó, en la peculiar terminología del informe, que hubiera ganado con algunas correcciones lingüísticas aquí y allá- con las Consejerías de Cultura de las Comunidades Autónomas, sin olvidar las asociaciones profesionales más importantes, y todos los canales de televisión. Este ánimo de no dejar de lado los principales sectores modernos de la industria audiovisual es digno de aplauso y demuestra que los responsables del informe no se han dejado guiar por planteamientos trasnochados o nostálgicos y que han estudiado al cine en el contexto adecuado y no en otro.
Haber conseguido la colaboración de estas personas físicas y morales es algo nuevo y digno de alabanza, y, aun a riesgo de admitir que algunos -no todos, por supuesto- no contarán su verdad o la maquillarán, en uno u otro sentido, es justo reconocer que la relación de datos procedentes de campos tradicionalmente antagónicos basta para corregir los desenfoques y exageraciones interesadas de unos y otros. El exceso de algunos se corrige, desde luego, con cortedad de los restantes.
Las entrevistas minuciosas -en profundidad, asegura el libro- con más de cuarenta expertos, profesionales y empresarios permiten, además, confirmar los resultados puramente cuantitativos y ajustarlos más a un planteamiento razonable. La aportación bibliográfica, por último, no es la menor de las virtudes de este importante trabajo y a ella habrá que recurrir muchas veces en el futuro próximo.
A mí no me cabe la menor duda, pues, de que este informe va a ser usado, profusamente, durante los próximos años, y por ello, me atrevería a recomendar a los promotores, el ICAA -Instituto de Cine y Artes Audiovisuales del Ministerio de Cultura- que lo mantengan vivo mediante addendas anuales que servirán para enriquecer nuestra comprensión de este fenómeno cinematográfico absolutamente dinámico y en plena transformación.
Con todo, el aspecto que me parece más preocupante del informe no le pertenece a él, sino a las lecturas interesadas que pueda provocar. Si un informe exclusivamente económico se usa como pretexto para una política reductora, es decir, que pretenda someter la actividad industrial a una serie añadida de cautelas y restricciones sin cuento, asistiríamos a una de las maniobras más retorcidas que puede vivir nuestra maltrecha industria. Si el informe se utiliza, en cambio, para ayudar mejor a nuestros cineastas de primera fila y a las empresas más solventes, reduciendo o eliminando obstáculos fiscales y burocráticos y repartiendo mejor, y con mayores garantías, los fondos que se manejen, entonces no habrá nada que temer. Los fundamentos de una política cultural certera y razonable (ya lo debe saber este ministro y los que vengan, del color político que tengan, además) no están sólo en los datos del mercado, con ser muy importantes, sino en una política audaz que no sólo se esfuerza en conseguir el máximo beneficio económico, sino que se apoya en el convencimiento sensato de que el cine es una de las mejores y más necesarias formas de expresar nuestra forma de ser en España y fuera de ella, por lo que debe ser protegido, como un bien cultural a toda costa. A los datos de este informe -y a los que procedan de otras fuentes, tan necesarias y justas como la que comento- deben añadirse unas convicciones culturales hondas y razonables, fundadas en la conciencia de nuestros políticos y ciudadanos, que deben hacer un esfuerzo para conocer mejor la obra de los creadores, técnicos y artistas cinematográficos, única manera de llegar a un convencimiento firme de que su voz y sus imágenes son necesarias para comprender lo que somos y seremos.
El informe se presenta con humildad y rigor. Sus virtudes son muchas y variadas y los que crean que puede ser mejorado harán bien en hacerlo, pero no es fácil la tarea, y, además, resultaría enormemente cara. La grandeza de las cifras -y sus limitaciones- están en ellas mismas y en la dificultad para elaborarlas con unas mínimas garantías. El equipo dirigido por José María Alvarez Monzoncillo ha trabajado bien y merece un aplauso. Los que vengan detrás tendrán que esforzarse para completar y enriquecer su trabajo y, si los políticos pretenden usarlo para castigar a los cineastas, se encontrarán con serios obstáculos, mientras que las cosas funcionarán mucho mejor, a mi modo de ver, si buscan en sus páginas información y ayuda para mejorar y hacer más agradable la tarea de los profesionales y creadores de nuestro cine.
Artículo extraído del nº 34 de la revista en papel Telos
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