La pintura de Joaquín Pacheco, nacido en Madrid en 1934, ha discurrido en torno a la misma preocupación: la interpretación plástica de los efectos y sensaciones, experiencias y vivencias de la vida urbana.
Depurando signos, formas, expresividades y atmósferas asfixiantes, a lo largo de su carrera artística, sembrada de múltiples exposiciones tanto individuales como colectivas, Pacheco va sentando las bases de una pintura que se caracteriza por su aparente deshumanización, por cuanto ésta es el reflejo de un ambiente, no una definición de personajes; su ausencia de expresividad, por cuanto el trazo reduce su arco de intensidad, su tensión individualizada; sus tonalidades de una fría pureza que anuncian el espectro de la soledad. Y sobre todo la configuración del espacio como un campo de juego cambiante, ampliable, flexible, dinámico.
Los cuadros de Pacheco exhalan en su transparente luminosidad el patetismo de una belleza sometida a la tensa agonía de una codificación colectiva y ambiental. En este sentido, en el del juego de tensiones a que somete a sus miembros la sociedad consumista, puede decirse que la pintura de este artista es una pintura urbana.
La expresión tiene una formalidad simple, lineal. Pero la formulación de esa confrontación de los personajes con su entorno es más complicada. Un cristal, un espejo, un espacio que se proyecta sobre otros espacios y no se sabe cuáles son los límites de la realidad, ni cuál es reflejo o suplantación.
En esta línea, Joaquín Pacheco ha realizado especialmente para Telos la serie de obras que incluimos en este cuaderno de color.
Artículo extraído del nº 34 de la revista en papel Telos
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