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Los medios construyen la violencia


Por Juan Benavides Delgado

Sobre todas las cosas, el libro de G. Imbert (*) es un gran manojo de ideas. Esta opinión expresa mi interés por la obra, al tiempo que relata la dificultad que, en algunos momentos, encuentra el lector para relacionar y jerarquizar los principales contenidos. En efecto, la lectura de este trabajo resulta amena e incide en un tema social protagonista en nuestros días: la violencia y los medios. Pero también ocurre que la abundancia y complejidad de las cuestiones definidas, apenas si permite esbozar planteamientos, dando por supuesto que el lector conoce -y comparte- el entramado conceptual del modelo de análisis sociosemiótico utilizado. (Debo remitir, a este respecto, a una obra anterior del mismo autor, Los discursos del cambio. Akal, Madrid,1990, donde se esclarecen muchos de los conceptos utilizados en la presente).

¿Qué es la violencia? ¿Hasta qué punto existe correlación, o interdependencia, entre la violencia real y la que los medios representan? ¿Ejercen los medios una influencia decisiva en la conducta violenta de los consumidores?… Para el autor la obra es una reflexión sobre los discursos sociales producidos por la violencia en sus manifestaciones cotidianas (discurso social entendido como una práctica significante de los colectivos sociales -Los discursos del cambio, ibid., pág. 11). El objetivo se concreta, consiguientemente, en analizar discurso sobre la violencia tal y como aparece en los medios de comunicación españoles (especialmente los medios escritos); este análisis abarca el doble proceso de legitimación y/o deslegitimación de la violencia en el discurso social, así como aquellas operaciones que intervienen en la representación de la violencia (págs. 18 y 19).

En este sentido, el título de la obra, Los escenarios de la violencia traduce el contexto de los medios, comprendidos como escenarios donde se transmite y representa la violencia (esp. cap. III); cabe observar una cierta identidad entre la palabra escenario y el concepto discurso (macro-discurso), que se asocia a dicha noción.

La violencia es una manifestación enormemente compleja: una respuesta, un juego con los límites (juego festivo o destructivo), … , en definitiva, la violencia supone una difícil relación con la Ley -con la alteridad- y con el Orden. Sin embargo, este fenómeno no es un hecho nuevo: constituye a la sociedad y tiene un componente de fascinación en la medida en que remite a los orígenes.

Importa subrayar que Imbert no pretende hacer un estudio antropológico de la violencia (págs. 24-31), sino, sobre todo, observar cómo se estructura y representa ésta a través de los instrumentos de mediación social. Ahí está, precisamente, la verdadera dificultad que cuestionaba hace apenas unas líneas. Porque, en efecto, parece que a una violencia real (sociológica) sucede una violencia representada, que se proyecta en el escenario mass mediático. Esto que digo no tendría importancia sino fuera porque el contrato social contemporáneo se realiza a través de la mediación social; por todo lo cual, resulta obligado pensar la naturaleza de la nueva violencia y observar el modo cómo los medios representan, estructuran y construyen -en última instancia-, la realidad violenta de nuestra vida cotidiana (caps. II y III). A mi juicio, estos son los dos contenidos principales del libro que comento. Me detengo brevemente en cada uno de ellos.

1. El presente se define por la crisis y el desorden. Como escribe el autor: «cuando el vivir juntos ya no se apoya en valores comunicativos, cuando se produce una quiebra de la socialidad, una disolución de la solidaridad, se generan dos tipos de respuestas que pueden coexistir: una utópica, basada en valores-refugio (neo-individualismo, retorno a la intimidad, vuelta a los valores privados… ), otra anómica, consistente en recurrir a la violencia; violencia pura, elemental, en ocasiones, autodestructiva (conductas suicidas)» (pág. 145). En efecto: ¿es la anomia el resultado de la crisis de la racionalidad ilustrada? Muchos autores coinciden en afirmar lo mismo: la ausencia de norma ha construido una manifestación anómica del desorden (pág. 33). Nos encontramos ante una violencia genérica, que conduce al suicidio y a la desintegración (págs. 34 y 37). El género humano vive una época de cambio histórico, de crisis de valores, de aparición de nuevas formas de comportamiento con ruptura de los colectivos sociales. Citando a Robert K. Merton: «existe una incongruencia entre los fines culturales reconocidos como válidos y los medios legítimos a disposición del individuo para alcanzarlos» (pág. 35). Contradicción entre la estructura social y la cultura en la que se apoyan los grupos sociales.
Estas circunstancias configuran una violencia difusa, menos visible, no siempre asumida como tal (y cuya evaluación varía en función de la subjetividad de los sujetos). Esta actitud -continúa Imbert-, que podríamos calificar como violencia cotidiana o muestras de agresividad, se manifiesta en los comportamientos, en la manera de relacionarse, en el habla, etc., en fin, en una serie de conductas de tipo individual que se realizan socialmente» (pág. 161).

2. Pero el problema de evaluar este hecho se complica, todavía más, si lo relacionamos con los medios. Porque, en efecto, por un lado, parece que existe una importante desproporción entre la violencia real y la representada. «Al prestar atención a los actos delictivos -escribe Imbert- es probable que los periódicos sean un factor importante en nuestra transformación en una sociedad centrada en el delito» (pág. 49). Pero, por otro lado, también parece cierto que no existe relación directa entre la violencia sociológica y la que se expresa en los medios (pág. 46). Lo que conduce inexorablemente a dar la razón a una mentalidad conductista obsoleta, que, por ejemplo, simplifica y reduce el proceso de ver la televisión al esquema de causa-efecto.

«Qué influye sobre qué» es el aspecto del problema más difícil de perfilar. Se me ocurre pensar que la distinción entre violencia real y representada (pág. 17) no debe asumirse literalmente, en la medida en que los medios son los que constituyen a medio plazo nuestras formas de comprensión de la violencia sociológica. En efecto, lo que verdaderamente importa -y continúo con el ejemplo de la televisión- no son los efectos que pueda tener la imagen sobre los telespectadores, sino lo que éstos hacen con el mensaje televisivo. Desde esta perspectiva los medios se configuran como sujetos activos en el proceso de construcción social de nuestra vida cotidiana; y lo que es, si cabe, más decisivo: los medios contribuyen a organizar una nueva cultura, donde el individuo y los grupos se diluyen en el espectáculo y la anomia (pág. 88 y ss.).

Este es, a mi modo de ver, el planteamiento desde el que Imbert define y sitúa los dos principales escenarios (macro-discursos) desde donde se comprende la realidad de la violencia mediática en la prensa española (la muestra es de 1987: pág. 52 y ss.). En efecto, la prensa no puede asumir el desorden (págs. 55 y 141) como tal y lo hace tolerable a través de la dramatización y de la racionalización. Dicho de otro modo -y utilizando una terminología estructuralista-, el escenario del drama organiza sintagmáticamente las acciones (sucesos) en forma de relatos; por su parte, el escenario de la racionalidad organiza, paradigmáticamente, la comprensión de la Ley y el Orden, en la forma de discurso.

Por todo lo dicho, los medios constituyen escenarios, que pueden coincidir con los problemas reales, pero, sobre todo, exageran, desvirtúan y actúan sobre la realidad, conformando lo que algunos antropólogos denominaron, en su día, el imaginario social. Esas nuevas construcciones tienen que ver con la imagen, con esa «pornografía generalizada» -ya lo dijo Barthes-, donde todo se puede visibilizar y vender (pág. 125). Importa más la estética del éxito que la ética del trabajo y fascina, sobre todo fascina, la muerte injustificada, la violencia anómica y todo aquello que, de alguna manera, hace peligrar el «sentido social» (pág. 204).

Recuerdo, en 1983, cómo los jóvenes estudiantes de COU y FP devoraban los cómics y donde las historias de Horacio Altuna eran asumidas como los oráculos de su vida diaria: aquel escenario era la única forma de dar sentido (?) a lo que vivían todos los días. Probablemente, el problema de la violencia se objetivará mejor si se sabe reconocer, «si se la identifica siempre ahí donde realmente está»; pero, a mi juicio, la cuestión tiene mucho más fondo e incide, también, en la honradez política que no asumen los medios y en recuperar la creatividad -y no continuar con la redundancia marketiniana-, que ayude a la comprensión de los cambios sociales.

(*) Comentario al libro de G. Imbert, Los escenarios de la violencia, Icaria, Barcelona, 1992, 211 páginas.

 

Artículo extraído del nº 33 de la revista en papel Telos

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