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Necesidad de nuevas categorías


Por Miguel de Aguilera

Aunque costase elaborarlos y no todos fuesen acertados, durante décadas el estudio de la comunicación ha dispuesto de conceptos, categorías y otros elementos que han basado una precisa comprensión, sobre todo, de los fenómenos que más la caracterizaron en el siglo XX: las llamadas «comunicaciones de masas». Y es que la sociedad de este siglo pasado instituyó unos modos dominantes de comunicar que incluían ciertos modelos de negocio (basados, en breve, en el copyright), con una cadena de valor que fijaba también unas formas de participación de los actores sociales (creadores-editores-distribuidores-públicos y audiencias que pagasen por la fruición o vinculadas a otros tipos de transacción). E incluían también, entre otras cosas, ciertos modos de narrar, usar y apropiarse de los medios y mensajes (en específicos contextos). Para entender aquellas comunicaciones tan características, esta sociedad fue proporcionando asimismo criterios e ideas para su estudio y comprensión -acordes con los enfoques principales de cada época y, en definitiva, con los fundamentos ideales de cada sociedad-. En suma, formas dominantes de comunicación y maneras principales de entenderlas; y ello, por supuesto, en consonancia con otros elementos de primera importancia en ese contexto (como el sistema económico, las relaciones de poder o la tecnología disponible).

En ese marco, la práctica cultural de «ver la tele» (medio de flujo, con recepción sobre todo sincrónica en el salón familiar…) ha sido la más característica y la más efectuada por la mayoría de la población. De aquí que esa práctica constituyese el principal objeto de estudio de la comunicación durante muchos años (aunque más exactamente lo fuese «la televisión», dado el enfoque mediocentrado dominante tanto tiempo en este campo científico) y que proporcionase bastantes de las principales ideas científicas al respecto. Y provocase igualmente encendidos e interesantes debates, no solo entre académicos o profesionales sino también entre el conjunto de la sociedad.

Confusiones asociadas a los cambios

Pero es bien sabido que las comunicaciones están cambiando en estos años mucho y muy deprisa. Y en casi todas sus dimensiones: tecnológica, modelos económicos, formas de producción, acceso, recepción y uso de los contenidos, etcétera. De ahí que, por ejemplo, ya no resulte hoy tan sencillo como lo era antes definir qué es la televisión o en qué consiste la práctica cultural de «ver la tele». ¿Ver contenidos en YouTube es «ver la tele»? ¿Disfrutar de algún capítulo de Breaking bad en el portátil o en la tableta mientras se viaja en tren o avión es «ver la tele»? ¿O «ver la tele» es recibir ciertos mensajes en el salón de la casa -al mismo tiempo, por cierto, que se tiene el ordenador portátil sobre las rodillas y el teléfono móvil en la mano-? Claro está que disponemos de bastantes datos e ideas como para proponer explicaciones y respuestas a las interrogantes arriba planteadas. Pero no es eso lo que quiero aquí discutir. Lo que busco ahora es subrayar que esos acentuados cambios en las comunicaciones -inscritos en un contexto social de cambio generalizado-comportan, entre otras muchas cuestiones, que algunas de las viejas ideas y categorías que hemos utilizado para entenderlas durante décadas tienen, cada vez, menos vigencia y utilidad. Y es que, en esta época de fuerte disminución de las certidumbres, una parte significativa de los fundamentos que proporcionaba la sociedad industrial para comprender lo que ocurría en nuestro entorno y para desenvolvernos en él pierde validez; y eso por supuesto se extiende también a las comunicaciones.

Así, no es de extrañar que en nuestro campo de estudio hoy se observe cierta confusión a la hora de entender y explicar estos fenómenos. En alguna medida eso se debe a la «convergencia» subrayada por Henry Jenkins y tantos otros. Pues ahora converge lo que antes estaba separado: por ejemplo, la televisión y el teléfono en el mismo aparato, esos «teléfonos inteligentes» en los que en general coinciden las comunicaciones de masas, grupales e interpersonales (durante décadas desplegadas con mediaciones bastante diferentes y hoy, sin embargo, en tantos aspectos semejantes).

Cambian las comunicaciones y con ellas disminuye la facilidad que antes había para entenderlas -pero ¿acaso las entendíamos bien?-. Y entre esos cambios cabe subrayar, por lo importantes y significativos, los que se dan en las formas de participación de los actores -antes nítidamente diferenciadas-. Por ejemplo, los «amos de la información» ya no se circunscriben a quienes controlan los medios tradicionales, pues ahora han de compartir su posición privilegiada con otros «señores de la red» que convergen en este campo de actividad. Pero junto a estos amos y señores también hay otros actores que desempeñan un papel activo en las comunicaciones -si bien lo hagan en grados y formas diferentes-. Entre ellos, los profesionales integrados en las industrias culturales tradicionales o nuevas (que por cierto mantienen a veces actividades creativas fuera de esos cauces industriales). También, otros profesionales que, al no haber encontrado acomodo en esas industrias, han creado otros nichos de mercado o formas de negocio (cuya participación en el nuevo modelo productivo español se resume en la generalizada figura del «trabajador autónomo»). O, por otro lado, quienes modifican productos elaborados por las industrias culturales (remix, mash-up…), o realizan otros trabajos que responden a esos cánones industriales; entre quienes destacan los que se encuentran a mitad de camino entre los profesionales y los amateur (pro-am). O los más activos prosumer y produser. O incluso, y aún en el terreno de las comunicaciones de masas, quienes comentan o comparten contenidos, o quienes establecen su propia dieta mediática («veo lo que quiero, cuándo, dónde y cómo quiero»). Y eso por no hablar del terreno de las comunicaciones interpersonales, donde casi todos somos ya activos y consumados comunicadores.

Ideas y discursos, actores y sus posiciones sociales

Son muchos y muy variados, pues, los actores que participan en una u otra medida en los diversos procesos de comunicación. Pero ¿cómo los definimos y clasificamos? ¿Audiencias, usuarios, interlocutores? ¿Qué atributos les conferimos y qué papel les reconocemos? Puesto que hace ya casi medio siglo que los estudiosos de estos fenómenos convienen en atribuir a los usuarios un papel activo en las comunicaciones, con crecientes competencias mediáticas tanto de carácter interpretativo cuanto expresivo, y en reconocer el importante lugar que otorgamos en nuestras vidas al trabajo cultural (que nos lleva a emplear cierto tiempo, energía y, con frecuencia, dinero, en buscar, seleccionar, a veces manipular o comentar y siempre usar con algunos fines ciertos productos culturales -a los que se atan fragmentos de sentido-). Pero si la mayoría de quienes se ocupan de estas cuestiones destaca el creciente protagonismo de los usuarios en las comunicaciones, no todos las interpretan en el mismo sentido -ni siquiera con los mismos propósitos-. Y esta multiplicidad y variedad de opiniones y pareceres tampoco contribuye siempre a su mejor comprensión.

Y es que de los usuarios y de su papel activo en los procesos de comunicación hablan muchos académicos -inscritos en distintas corrientes científicas-, políticos -tanto los que ostentan posiciones de poder como los que siguen orientaciones alternativas- o miembros de empresas. Y si esto último extraña puede ser ilustrativo citar términos tan asentados como coolhunting, webminding, crowdsourcing u otros como user-driven innovation, que en definitiva reflejan el reconocimiento por las empresas del talento que tienen ciudadanos particulares (muchos, entre la enorme masa de personas cualificadas en nuestra amplia sociedad global), de su capacidad innovadora y de aportar valor añadido a los bienes y servicios, y de su frecuente uso de los medios con fines participativos y de colaboración. A estas capacidades apelan ciertas empresas, singularmente las que en un sentido amplio cabría calificar como creativas. Y, en el fondo, a una lógica semejante responden los dos mantras que hoy repite la industria publicitaria: engagement, esto es, lograr la implicación de algunas personas en ciertos contenidos, quebrando así las barreras que impone su habitual rechazo a los mensajes publicitarios, que además lo difundirían entre sus iguales mediante su viralización. Por su parte, la Generación C, que Google convierte en uno de los targets destacados de YouTube, viene a ser una forma propia del marketing para denominar prácticamente el mismo fenómeno que Axel Bruns ha calificado como produser, aunque en este segundo caso se ponga el acento en el empoderamiento comunicacional de los ciudadanos y en el uso de estas capacidades en el marco de la economía colaborativa y de otras actividades semejantes.

Sirvan entonces esos ejemplos para recordar que los actuales cambios comunicacionales presentan unas características singulares de notable importancia. Y que su estudio y comprensión requiere emplear una serie de conceptos, categorías y otros instrumentos que den cuenta con claridad de sus rasgos esenciales. Aunque esta resulte, de nuevo, una difícil tarea, pues -como siempre, como no podía ser de otro modo- en el desarrollo de estas comunicaciones, de las funciones a las que sirven, de las características que se les atribuyen, intervienen varios factores y participan diversos actores sociales, cuyas interpretaciones de los fenómenos comunicacionales obedecen, a veces, a fines tácticos concretos; pero casi siempre se integran en marcos discursivos más amplios (con una frecuente orientación ciber-utópica, aunque la reciente y creciente net delusion aliente también el enfoque distópico).

Artículo extraído del nº 98 de la revista en papel Telos

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