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El idioma español y las agencias de prensa


Por Carlos G. Reigosa

Hay verdades que, quizá por su vocación humilde o quién sabe si por motivos menos confesables, acaban por acomodarse en el desconocimiento común.

Una de estas verdades es la gran importancia que tienen las agencias de prensa en el mundo de la comunicación actual: es como si su anonimato relativo hubiera acabado por contagiar los espacios aledaños de la investigación y del saber. Cumple, pues, que, antes de nada, se restablezca, también conceptualmente, su radical importancia en el ámbito informativo, para que así podamos determinar y hacer creíble su gran responsabilidad en lo que atañe al buen o mal uso del idioma español. Porque su influencia existe y es muchas veces determinante.

Es innegable, a estas alturas, que las agencias internacionales de prensa son las grandes desconocidas, y también las grandes silenciadas, del proceso informativo mundial. El ciudadano del siglo XX vive en directo la actualidad del mundo y conoce de inmediato por medio de la prensa, de la radio o de la televisión- las consecuencias de un terremoto, la caída de un récord o la revuelta social que cambia el destino de un país. Pero este ciudadano, que tanto sabe, ignora que ello no sería posible -al menos, no lo sería siempre- sin las grandes agencias de prensa, que montan guardia permanente en todos los puntos del mundo y que facilitan noticias a los medios de comunicación que las ofrecen directamente al público.

Hoy como ayer, ningún diario, ninguna radio, ninguna televisión dispone de los medios necesarios para estar presente en el mundo con los centenares,y aún miles, de periodistas y corresponsales que para ello son necesarios. Sólo las grandes agencias como digo, tan mal conocidas y tan desigualmente citadas por los medios que reproducen sus despachos- garantizan esta cobertura. Sólo ellas aseguran la recogida puntual, el tratamiento objetivo (conforme a criterios que evitan la opinión o el comentario propios) y la distribución de las noticias en tiempos mínimos.

Estos son sus poderes. Esta es aún hoy la importancia de una agencia internacional de prensa. Y en esta importancia radican, además de unas claves incuestionables de autonomía informativa y de irradiación cultural, otras muy directamente vinculadas con el uso del idioma. Porque son muchos los aciertos, pero también muchas las perversiones, que anidan en sus despachos. Y aunque a la postre acabe por culparse a este diario o a aquella emisora de un fallo, los agencieros sabemos que el verdadero culpable lleva muchas veces el nombre de alguna agencia. Son ventajas e inconvenientes de su anonimato.

Y es que las agencias constituyen cañones de gran potencia, armas de muy largo alcance: esta es su verdad oculta, la otra cara de la moneda de su anonimato. Los especialistas saben que no es impensable que una de sus noticias obtenga una audiencia superior a los cien millones de personas en el mundo hispano. ¿Hay quién dé más? …

Hay datos que son contundentes y clarificadores y que vale la pena recordar aquí. Según un estudio de la CIESPAL de 1962, el 94,3 por ciento de la información internacional que se publicaba en América Latina tenía su origen en las grandes agencias de prensa, todas ellas radicadas fuera de la Comunidad Iberoamericana (anglosajonas la mayor parte, especialmente las estadounidenses AP y UPI que, ellas solitas, sumaban el 79,3 por ciento del total). Con el paso de los años, la situación ha ido cambiando, como han revelado los estudios de Díaz Rangel en 1966 y de la Universidad Central de Venezuela en 1983, en los que la información internacional atribuida a las agencias queda, no obstante, por encima del 70 por ciento, con un reparto ya distinto y más plural entre las siete agencias que comparecen con una presencia real significativa. Los recientes estudios de Fernando Reyes Matta en los años 1989, 1990 y 1991 han ofrecido resultados también elocuentes en este sentido, al acreditar fehacientemente que la presencia de las agencias internacionales de prensa no va precisamente en descenso, con un reparto sin embargo mudable y mudado, que, en el caso de la agencia española EFE, resulta cada vez más favorable.

Creo que todo esto da una idea del tamaño de la cuestión y de las proporciones de los elementos en juego. Lo que quiere decir… justamente lo que ya hemos dicho: que la mano de las agencias es larga y quizá demasiado invisible, para bien y para mal.

Llegados a este punto, y admitida la radical importancia de las agencias en el juego informativo mundial, cumple que nos metamos en harina por el lado en que ésta es más espesa e inevitable: aquel en el que el periodismo de la agencia y el lenguaje se ligan indisolublemente para volverse información y comunicación de masas, es decir, para convertirse en noticias: los miles de noticias que cada día cruzan el espacio en un intercambio permanente que convierte al idioma español en el segundo al que son traducidos más servicios de agencias de prensa, inmediatamente después del inglés. Porque conviene recordar que: en español, como en inglés, compiten todas las grandes agencias; algo que, como es natural, no ocurre en griego o en polaco, por poner dos respetables ejemplos.

Ello quiere decir que el mundo hispano es territorio común y campo de batalla -o, digámoslo más suavemente: de libre competencia- en el que concurren las grandes en una cotidiana e interminable pugna. Advertida esta peculiaridad, cabe ya que nos ciñamos al lenguaje que nos es propio, el español. Las preguntas son elementales: ¿Cuál es su situación? ¿Cómo lo tratamos nosotros? ¿En qué fallamos más?…

No hace mucho, nos recordaba a los periodistas el prestigioso académico Rafael Lapesa que el peor enemigo del idioma -de nuestro idioma, y quizá de todos los idiomas- es la prisa. Es algo que denunció también en su día, y sin demasiado éxito, el ilustre redactor Mariano José de Larra. Pero resulta que la prisa es la esencia misma y la condición natural del periodismo y también del mundo actual. La cuestión no es fácil, pues, y el equilibrio parece alejarse más que rondarnos. La prisa, enseñoreada de nuestro tiempo, se alza como la verdadera campeona de nuestras vidas y de nuestro mundo. Pero en su marcha victoriosa arrastra también algunas partículas de culpabilidad que quizá no son suyas, o que no son sólo suyas. Quizá son sólo escusas nuestras, de los periodistas, quiero decir. Permítaseme que recuerde una anécdota al respecto.

Entre los días 2 y 6 de octubre de 1989 se celebró en Madrid el I Seminario Internacional sobre El idioma español en las agencias de prensa, organizado por la Agencia EFE y la Fundación Germán Sánchez Ruipérez. Cumplía entonces EFE sus primeros cincuenta años de vida. Pues bien, en aquel Seminario se produjo un debate que, a mi parecer, tocó la vena cordial de este asunto.

Todo empezó cuando el actual director de la Real Academia Española, Fernando Lázaro Carreter, se preguntó, en una brillante y divertida conferencia,si el idioma del periodismo es ya una lengua especial, y aprovechó la ocasión, con finura y buen humor, para darnos un buen rapapolvo, apoyado en una larga referencia de usos equivocados del lenguaje en nuestro trabajo cotidiano.

El periodista Manu Leguineche, jefe de la tribu de los corresponsales de guerra españoles, le respondió con las siguientes palabras: «¿Saben los académicos en qué condiciones se trabaja en las agencias? Daría lo que pudiera por ver al querido y admirado Lázaro Carreter sentado en el télex del hotel Cleopatra de Nicosia en el momento en que caen las bombas turcas y sabes que tienes por delante tres minutos de télex antes de que corten las comunicaciones. Pues terminas diciendo dantesco y posicionamiento, aunque te hayas jurado a ti mismo no usar nunca estas palabras». Esto dijo Manu Leguineche.

Y la cosa podía haber quedado así. Pero no quedó. Porque Fernando Lázaro Carreter tomó la palabra, en turno de réplica, tan pronto como fue posible y dijo, esta vez con cierta acritud: «Por alusiones, señor Leguineche: ¿cuándo van a dejar los periodistas de ampararse en la prisa para disimular sus errores?» Y, después de una breve argumentación, en la que recordó que si se sabe bien el propio idioma no se puede decir mal, sentenció: «Creo que es una permanente excusa del periodismo que no debe admitirse: la prisa no justifica el error». Hubo más, pero con lo dicho vale para ilustrar sobre la pasión y la viveza del debate, en el ojo mismo del huracán: la prisa como realidad y la prisa como excusa.

El debate resucitó a principios de octubre pasado en el Congreso de la Lengua de Sevilla, esta vez con el cineasta Manuel Gutiérrez Aragón enfrentado al académico Víctor García de la Concha. Dijo García de la Concha que los académicos oficiaban como notarios del idioma. Le respondió Gutiérrez Aragón: «Los académicos no juegan limpio, no contribuyen a la limpieza y al esplendor del idioma y mienten cuando dicen que actúan como notarios porque critican desde la autoridad y no desde el amor al idioma». Rescoldos de una hoguera interminable.

Porque, si no es la prisa, ¿qué es lo que nos lleva por el mal camino? Varios académicos españoles han dado una respuesta común al respecto, entre ellos los citados Rafael Lapesa y Fernando Lázaro Carreter. El mal está antes: lo que falla es la pedagogía del idioma, tanto en las escuelas como en las facultades de Ciencias de la Información. Con lo cual, casi descubrimos los periodistas otro empedrado al que echar la culpa…

La realidad sea cual sea su origen- es que pecamos contra el buen uso lingüístico, con improvisaciones de todo pelaje y condición: pecamos con la efímera e innecesaria aceptación de un extranjerismo, pecamos con concesiones gratuitas y pedantes ante modas ni siquiera enunciadas, pecamos contra la debida sintaxis que son quizá los fallos más graves, nuestros verdaderos pecados mortales-, pecamos al incorporar localismos de campanario ininteligibles fuera de la parroquia de origen, pecamos… pecamos mucho, esta es la verdad. Y lo peor de todo es que lo hacemos con una generosidad y una inocencia dignas de mejor causa. Porque lo cierto es que todos estamos de acuerdo en que debe existir y debe exigirse un mayor decoro lingüístico en los grandes medios de comunicación.

De momento, nos contentaremos con enumerar algunos de los fallos más comunes, o de los mayores riesgos, que son los tres siguientes:

a) El abuso de extranjerismos innecesarios (los hay necesarios y bienvenidos, ciertamente, y es menester aprender a reconocerlos).
b) La pluralidad de versiones de un extranjerismo en castellano, que, al ser distinta en cada país, acaba por hacerse ininteligible y daña más la unidad de nuestro idioma que la incorporación común del propio extranjerismo. (En este punto, urge una unificación de nomenclaturas específicas en el ámbito científico, para evitar el galimatías de una pluralidad mal entendida, que sólo favorece la implantación de la palabra en su idioma originario).
c) Y, por último, lo que antes llamábamos los atentados sintácticos, que afectan a la propia estructura del idioma y que deben ser combatidos con denuedo y con energía.

LA AGENCIA EFE Y EL IDIOMA ESPAÑOL

La Agencia EFE, como primera gran agencia de origen y expresión hispanos, está comprometida con la noble tarea de preservar el idioma y de defender su unidad a ambos lados del Atlántico. En esta labor está desde su origen como agencia internacional desde 1966, y con este fin creó en diciembre de 1980 -va a hacer ahora doce años-, un instrumento permanente y específico de vigilancia idiomática: el Departamento de Español Urgente, que está al servicio de la propia agencia, al servicio de sus abonados y al servicio del público en general, que no tiene más que marcar un número telefónico para hacer uso del mismo. El objetivo de este Departamento es proporcionar criterios uniformes del uso de nuestra lengua, a fin de evitar la dispersión lingüística y hacer frente a la invasión indiscriminada de neologismos.

Este servicio está atendido por filólogos expertos, los cuales dan respuesta a las cuestiones planteadas y elevan sus consultas o dudas al Consejo Asesor de Estilo, máximo órgano de respuesta. Este Consejo se reúne cada quince días en la sede de la Agencia y está formado por los académicos españoles Fernando Lázaro Carreter, director de la RAE; Manuel Alvar; Valentín García Yebra, y Luis Rosales (fallecido recientemente); el académico colombiano y representante de la Asociación de Academias de la Lengua, José Antonio León Rey, y el catedrático de Ciencias de la Información José Luis Martínez Albertos. Ellos dan el veredicto final cuando es necesario y mantienen vivo y al día el Manual de Español Urgente, que está ahora en su octava edición y que muy en breve verá la luz la novena, revisada, actualizada y aumentada.

¿Para qué ha valido todo este esfuerzo? Para mucho, creo. En la Agencia EFE hemos desterrado los «a nivel de» y «en orden a», puros anglicismos innecesarios; los hemos desterrado hasta límites insospechados, hasta el extremo de poder apostar alguna cena sobre su ausencia de nuestros servicios, más allá de la excepción o del entrecomillado al reproducir una declaración. Y, por supuesto, en EFE ya no cesamos a nadie, porque es imposible -el verbo cesar es intransitivo-, sino que lo destituimos o informamos de que otros lo han destituido. Tampoco decimos «en breves minutos», ya que todos los minutos tienen la misma duración, sino «unos pocos minutos». No abordamos los buques, y, cuando no tenemos qué hacer, no nos aburrimos a muerte, que es construcción galicada, sino mortalmente, que es como siempre se aburrió el hispanohablante.

Hemos aprendido a ir a campo traviesa,excepto en los campeonatos de campo través, y diferenciamos accesible de asequible, ya que nos tenemos por accesibles pero no somos de ordinario asequibles, aunque nuestro trato sea cortés y afable. Tenemos antepasados y preferimos reconocerlos por este nombre antes que por el anglicismo o galicismo de «ancestros», y no nos concienciamos de nuestras limitaciones, sino que somos conscientes de ellas y, aunque las contemplamos lo menos posible, a veces es inevitable, pero siempre sin contingentar nada. Tampoco nos depauperizamos, que ya tenemos bastante con depauperarnos, y, desde luego, no desarrollamos conferencias, sino que sencillamente las damos. Para esto -y son sólo unos pocos ejemplos- nos ha servido y nos sirve el Manual de Español Urgente, cuyo acatamiento vigilamos tanto como podemos.

Y al hablar de este Departamento quiero subrayar la que es, a mi juicio, su más valiosa función. Me refiero a su capacidad para actuar como una Unidad de Intervención Rápida ante cualquier agresión. Y ya se sabe que las agresiones en el mundo de la información viajan cuando menos a 1.200 bit/s. Me explico con un ejemplo: cuando a finales de noviembre de 1988 el mundo empezó a familiarizarse con la existencia de una república soviética que se llamaba Azerbaiyán, de repente se nos coló en las redes de noticias la palabra azerí, que comparecía como un gentilicio hasta entonces ignorado y que desplazaba al conocido por los hispanohablantes azerbayano.

El DEU intervino y en seguida quedó aclarado el equívoco: resultaba que azerí era el nombre de la lengua hablada en Azerbaiyán, pero no el gentilicio, de modo que podía hablarse de lengua y literatura azeríes, pero siempre como propias de los azerbayanos. Una cuestión que, al responderla a tiempo, tuvo remedio en nuestra casa y en las páginas de muchos abonados.

Pero no siempre llegamos a tiempo ni siempre tenemos éxito. Y lo voy a ilustrar con otro ejemplo. Cuando estallaron los conflictos en un lugar que los periodistas hispanos identificamos como Kirguizia, nadie recordó entonces que hablábamos de la vieja Kirguizistán de la tradición lingüística española. Nos lo recordaron en seguida los filólogos del DEU, pero la batalla estaba perdida: los periódicos habían empezado con Kirguizia y la mayor parte no estaba por la labor de cambiar. El desastre fue tal, incluso en la propia Agencia EFE, que al pedir una cuantificación de uso de las dos palabras a nuestro banco de datos, el saldo no pudo ser más sorprendente: estábamos usando indistintamente Kirguizia y Kirguizistán y el resultado era muy reñido: Kirguizia, 235-Kirguizistán, 204 (la cifra acredita el número de noticias en que aparecía una y otra denominación). Menos mal que el filólogo Alberto Gómez Font nos dijo, al cabo, que las dos denominaciones eran correctas. Pero, en cualquier caso, no deberíamos utilizarlas indistintamente. ¿O quizá sí?

Tuvimos éxito al mantener Birmania frente a la nueva denominación de Myanmar y, desde luego, al recuperar el tradicional nombre de Tartaria, la sagrada tierra de los tártaros, frente al novedosísimo Tatarstán, que casi se queda entre nosotros y nos deja sin patria identificada para estos admirados pobladores de viejos relatos.
Son historietas de una batalla cotidiana en defensa del idioma. Algo que hacemos con el convencimiento de que sirve para mucho. Pero no quiero extenderme en este punto. Sólo hacer constar nuestra propia sorpresa por el hecho de que en el mundo hispanohablante sea el DEU la única institución de consulta permanente dedicada a la tarea de defender el español, y que, dejando a un lado la Real Academia Española y la Asociación de Academias Americanas, no exista ningún otro organismo de plena dedicación de estas características. Y lo digo con pena, porque el DEU, que es pionero y extraordinariamente útil, tampoco tiene los recursos necesarios para vencer ciertas limitaciones que le son propias en el ámbito de la agencia y que se superan sólo con entusiasmo y buen hacer.

En 1989, durante el I Seminario Internacional sobre El idioma español en las agencias de prensa, Fernando Lázaro Carreter dijo que «a nuestra comunidad -la comunidad hispanohablante- la funda esencialmente el idioma; sin él, cada nación sólo contaría por su valor aislado; gracias a la lengua española, el valor de cada una se multiplica por el de las demás». Dos años después, en 1991, se celebró la I Cumbre Iberoamericana en Guadalajara (México), y en 1992, la II en Madrid. Ambas fueron un éxito. Parece claro que el viejo carromato de nuestros buenos y tantas veces retóricos deseos, que parecía atrancado -haciendo peligrar nuestras querencias-, se ha puesto en movimiento, y las palabras empiezan ya a tener un cierto grado de concreción (y no de concretización, por cierto) en torno a proyectos de interés común.

Naturalmente, algunos de estos proyectos iberoamericanos tienen que ceñirse a la lengua. Entiendo que cuanto se haga -cuanto hagamos- en esta línea hallará terreno abonado, germinará con facilidad y, al cabo, ofrecerá una buena cosecha. La Agencia EFE se ha manifestado abierta a cualquier iniciativa de signo positivo y desde luego a la del director de la RAE en el empeño de hacer un Manual de uso del idioma válido para todos los medios de comunicación. En la citada reunión de 1989 en Madrid algunos representantes de agencias americanas de habla hispana propusieron tomar como base el Manual de Español Urgente de EFE, que goza de gran crédito y prestigio. Es una posibilidad. En cualquier caso, una posibilidad que no sería patrimonio de nadie. Porque lo importante es lo otro: lo importante es evitar la dispersión lingüística y arbitraria del español, lo importante es utilizar un lenguaje preciso y eficaz, lo importante es tener unas normas comunes que aseguren la inteligibilidad de nuestros mensajes periodísticos, que se dirigen a una comunidad de bastante más de trescientos millones de habitantes. Esto es lo definitivamente importante.

Decía don José Ortega y Gasset, que es nombre conocido para esto de terminar, que «importa, pues, mucho, en materias graves como esta, que cuidemos el uso de las palabras, porque son los déspotas más duros que la humanidad padece. El vocablo que se ha apoderado de nosotros, que en nosotros prende, nos lleva ya luego al estricote hasta sus últimas consecuencias, que son las suyas, pero no las nuestras». Y es cosa de hacerle caso. Al fin y al cabo, sólo pide que no cedamos la iniciativa ni abdiquemos de la responsabilidad. Por otra parte, yo creo que se dirigía a nosotros, a los periodistas; si no, ¿a quién con más razón?.

Artículo extraído del nº 33 de la revista en papel Telos

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