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La comunicación irónica


Por Antonio Fernández Vicente

La imagen digital elucida el desvanecimiento de la separación entre sujeto y objeto que se remonta a la ironía socrática descrita por Sören Kierkegaard. El texto se centra en la necesidad de recuperar la subjetividad irónica como base para adoptar una postura crítica ante la creación y homogeneización mediática de la realidad.

Las tecnologías digitales se presentan como la oportunidad de fusionar el sujeto y el mundo, abolir la distancia cartesiana entre el individuo interpretante y el objeto a recensar. El ideal de transparencia invade el terreno de la comunicación, en tanto todo ha de visibilizarse para proyectar su verdad sobre el espectador devenido al tiempo integrante del escenario mediático. Merced a las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) podemos ser testigos en directo de cualquier acontecimiento sucedido en el mundo, no ya sólo a través de las cámaras de los medios de comunicación, sino mediante la colocación de microcámaras cuyo contenido es accesible directamente a través de la Red, en portales tales como www.earthcam.com o la ingente cantidad de live cams accesibles desde Internet. La comunicación en tiempo real de imágenes audiovisuales nos introduce en un mundo unidimensional (Marcuse, 1972) e inmediato en el que la figura del mediador pierde su categoría como guía de nuestra relación con el mundo. La inmediatez de la comunicación digital a escala planetaria impide la toma de distancia crítica respecto del universo creado por los mass media, así como del creado por las live cams. Lo lejano se torna próximo: el allí, tal y como afirma Paul Virilio, comienza aquí, y todo ocurre simultáneamente. La concepción irónica del mundo, tal y como la planteaba el filósofo danés Sören Kierkegaard en su tesis doctoral, nos ayudará a comprender cómo las nuevas TIC fabrican una nueva realidad artificial basada en la concreción de la imagen, en la que el rechazo a sus principios constituyentes se antoja imposible a menos de adoptar una posición distante respecto de los simulacros traídos ahí delante –la técnica es para Heidegger un traer-ahí-delante (Cfr., 1994)– por los mass media. Observamos así el tránsito desde la abstracción moderna del saber, que diferenciaba sujeto y objeto, a la concreción de las imágenes digitales transmitidas por las TIC.

La ironía como principio de subjetividad

El concepto de ironía nos refiere directamente hacia la aparición de la subjetividad, a la escisión entre el sujeto y el objeto que encuentran en Sócrates una figura paradigmática. En la ironía, el exterior se opone al interior, lo dicho a lo pensado, el fenómeno es lo contrario de la esencia. El ironista dice seriamente lo que es pensado como algo jocoso y, al contrario, trata con jocosidad lo que considera serio; busca el entendimiento pero no literalmente; huye de la comunicación directa en la que lo dicho equivale a lo pensado. La ironía concibe el mundo, lo mistifica para revelarlo en su vanidad y rechazarlo: «Es la medida abstracta según la cual lo nivela todo y domina cualquier estado del ánimo desmesurado» (Kierkegaard, 2000, p.138). La vida personal se halla enraizada en la categoría irónica de la existencia, en la contradicción entre el comportamiento exterior y el estado interior. El ironista aniquila la realidad mediante la realidad misma y descubre a los discernidores la pretensión de decir algo distinto de lo realmente dicho, mientras para los ingenuos, lo pensado corresponde con lo literal.

La ironía dota al ironista de libertad negativa al no quedar atado a las palabras proferidas, en contraposición a la libertad positiva de aquel que permanece a merced del sentido unívoco y concreto de sus palabras. Así, la ironía supone el despertar de la subjetividad, del distanciamiento hacia el mundo, una vez que el ironista, libre de las restricciones de la realidad dada, se halla en disrelación respecto del mundo circundante. Es este distanciamiento respecto de lo dicho, del objeto, el proceso que otorga una cierta superioridad al ironista que, como espectador separado de una representación que en modo alguno le concierne, pasa así a ser intérprete de un mundo objetivo ajeno a la subjetividad. Para concebir el mundo, ponerlo en orden, abstraerlo y rechazarlo como una creación dada, es necesario pues adoptar una posición irónica respecto de la vida misma. La ironía en Sócrates busca, mediante la mayéutica, avergonzar mediante la pregunta, nunca expresar la idea como tal sino dejar al interlocutor que discierna el contenido latente de la ironía. Negatividad infinita y absoluta, la ironía únicamente niega la realidad, nada en concreto, sino lo vano del mundo y alcanzar así la libertad negativa basada en la subjetividad que reflexiona sobre sí misma. La frase socrática “conócete a ti mismo” no significa para Kierkegaard sino un apartarse de todo lo demás, la separación del objeto del conocimiento para poder juzgarlo conforme a su conceptualización: «La ironía es una exigencia enorme, puesto que desdeña la realidad y exige la idealidad» (Kierkegaard, 2000, p. 247).

Comunicación directa y comunicación irónica

Kierkegaard contrapone comunicación irónica y comunicación directa, siendo aquélla la que proporciona una suerte de libertad negativa en tanto el ironista queda absuelto de sus propias palabras: lo dicho no se corresponde con lo pensado, hay una intención latente detrás del contenido manifiesto. Al contrario, el hablar inmediato, directo, aprisiona al hablante respecto de lo dicho, que en su literalidad se agota en sí mismo al hacer coincidir fenómeno y esencia. El ironista desprecia el discurso liso, llano que todos pueden entender en el acto, por lo que la ironía distingue al hablante, tal y como era costumbre en el siglo XIX hablar francés en esferas aristocráticas. Aquí radica la distinción entre ironía y mentira: ésta quiere ser entendida de forma inmediata, literal. El simulacro de la realidad que los medios de comunicación hacen preceder a la realidad misma (Baudrillard, 1993) no es sino una mentira que muestra la disrelación entre esencia y fenómeno como una simulación, esto es, como un acto objetivo con una intención exterior, opuesto al goce subjetivo de la ironía, cuya única intención es liberar al hombre respecto de sus ataduras al mundo manifiesto. El ironista trasluce que detrás de todo fenómeno ha de haber algo escondido, distinto del propio fenómeno: todo es mediato, en contra de la inmediatez de la comunicación directa. Incluso estas palabras podrían esconder un sentido oculto, en el caso de ser escritas por un ironista.

El advenimiento de las TIC y la globalización de las comunicaciones hacen que una imagen digitalizada pueda transmitirse de forma instantánea con un alcance global. De esta forma, la imagen se inscribe como lenguaje universal cuando supera las prestaciones comunicativas del alfabetismo: la compresión digital de imágenes permite su transmisión instantánea y relega así al lenguaje escrito a un papel secundario en la conformación mediática de la realidad. Si la escritura alfabética suponía una escisión entre sujeto y objeto (McLuhan, Ong), la comunicación inmediata de imágenes pretende recrear el universo oral en el que el hombre hacía parte de su entorno. El universo reflejado –y producido– por los medios de comunicación digitales se presenta como inmediato, tanto por la velocidad de transmisión como por la naturaleza de lo transmitido, la imagen audiovisual digitalizada. Estamos ante una comunicación que suprime la posibilidad de reflexión, de separación respecto de lo que vemos en tiempo real. La inmersión del sujeto en la imagen objetiva el subjetivismo socrático e impide que lo literal se escinda de lo pensado. Derrick De Kerckhove (1999), continuador del pensamiento de McLuhan, habla incluso de exteriorización de la conciencia al referirse a las posibilidades de las TIC como productoras de una realidad virtual. El tiempo real es un “dicho y hecho”, una vuelta a la oralidad electrónicamente mediada –si antes era el hombre el codificador y descodificador del lenguaje escrito, en el digitalismo lo será el ordenador– y presentada como inmediata, capaz de transportar nuestra propia presencia a la velocidad de la luz.

La “pobreza esencial” de la imagen

La naturaleza misma de la imagen elucida la transparencia que las TIC prometen como una vuelta a la unificación del sujeto y el objeto. La imagen, según expone Jean-Paul Sartre, adolece de “pobreza esencial”, en tanto no aporta nada nuevo, no enseña nada nuevo, al contrario que la percepción de un objeto, susceptible de cambiar según el punto de vista adoptado: «De una imagen no se puede aprender nada que no se sepa ya» (Sartre, 1976, p. 22), de tal forma que el objeto de una imagen no es sino la conciencia que de ella se tenga. Sartre afirma que ver una imagen es una “casi-observación” en tanto el objeto de la imagen –casi-objeto– da de una vez todo lo que posee, no esconde nada como en el caso del discurso irónico: «Yo percibo siempre más y de manera distinta de lo que veo» (Sartre, 1976, p.181). La conciencia de la imagen trata de producir su objeto como inexistencia: una imagen es la conciencia de un ausente de la percepción. La percepción directa nos revela una evidencia: no es necesario creer que estamos viendo por nuestros propios ojos estas letras, puesto que es evidente. La imagen, sin embargo, remite a una creencia, al igual que los sueños, en tanto su objeto es ausente, imaginado. Si la percepción propone existencias de objetos y los conceptos existencias de esencias universales, la imagen propone una nada, una ausencia: la imagen propuesta por una live cam nos advierte que el referente no está aquí y ahora frente a nosotros. La conciencia que sueña, nos dice Sastre (1976, p. 261), decide no producir nada más que imágenes, imaginario. La comunicación en tiempo real de imágenes digitales no es sino la corroboración de la ausencia de una percepción directa y su presentación mediada. La proliferación de la comunicación por imágenes se inscribe en la lógica del sueño y, como tal, no toma la ficción por realidad sino que constituye un mundo irreal –tomado como evidente–, remitiéndonos así a la “alucinación consensuada” (Gibson) del ciberespacio. Sin embargo, la telepresencia se antoja como una relación inmediata con el mundo distante, de tal forma que lo que vemos y oímos en tiempo real toma la consideración de realidad objetiva, en la cual el sujeto se sumerge como un elemento más del mundo unificado.

La transmisión en tiempo real de imágenes

La imagen digital se arroga la potestad de telepresentar la ausencia del objeto percibido no ya como copia exacta de la realidad, sino como una realidad sustitutiva. No se trata aquí de concebir la realidad, de abstraer, sino de concretizar el mundo, de actuar objetivamente el mundo con la intención de producir una segunda realidad que sustituya a la realidad objetiva. La imagen sustituye a la palabra (hablada o escrita) como conductor de comunicación y, por ello, la posibilidad irónica de abstraerse del mundo objetivo se desvanece en el seno del mundo de inexistencias de la imagen. El habla, conforme a Talleyrand (en Kierkegaard, 2000, p. 281), se le concedió al hombre no tanto para revelar sino para ocultar sus pensamientos. La imagen no esconde nada salvo la ausencia de su referente, se muestra tal y como debe ser interpretada, de forma literal.

Sin embargo, el tiempo real nos hace creer que la imagen no es la confirmación de una inexistencia sino, al contrario, la imagen visualizada otorga realidad perceptiva directa a lo ausente. La percepción mecanizada, la máquina de visión (Virilio, 1998) sustituye a la percepción directa para conformar una realidad objetiva visualizable sólo a través de las TIC. Ver una imagen pictórica representativa es conocer que el objeto referente está ausente, no ya al alcance de nuestra mirada directa. Ver una imagen mediática en tiempo real es tomar conciencia de la realidad de ese objeto, cuyo estatuto se basa no ya en el referente directo, desaparecido por la emergencia del simulacro, sino en el referente mediático. La visualización de la imagen suple a la percepción del objeto como constructor del mundo, no ya real, sino telerreal, hiperreal. El casi-objeto se torna objeto. La imagen propone ahora inexistencias como existencias de objetos: la telerrealidad, la telepresencia son ahora los referentes de nuestra percepción.

La hipervisualización y la hipersincronización como agentes de homogeneización

La imagen, tal y como afirma Giovanni Sartori (1998), miente, descontextualiza y nos obliga a visualizar conceptos. Dar imagen a un concepto no es sino naturalizarlo, en el sentido que Roland Barthes (1980) otorgaba al mito como sistema semiológico segundo. La heterodirección del sujeto se basa en las imágenes expuestas por los medios de comunicación que “hipersincronizan” (Stiegler, 2004) las conciencias a escala global. Los recuerdos objetivados (terciarios), como lo es la imagen digital, nos proporcionan un pasado común que altera nuestro propio tiempo vital. Ver una live cam a través de Internet es sincronizar nuestra conciencia con la de todos aquellos que están siendo testigos de la misma secuencia de imágenes, del mismo “objeto temporal” (Cfr. Husserl, 2002), y conformar un pasado común para un colectivo alrededor de la imagen inmediata y concreta de la pantalla de ordenador. De acuerdo con la generalización de la imagen digital como producto y productor de la realidad, la eliminación de la subjetividad se apresta a realizarse mediante la función gregarizadora de los mass media apoyados en las TIC. La imagen digital no representa, sino que presenta la realidad: la imagen digital «no es una tecnología de la reproducción, sino de la producción, y mientras la imagen fotoquímica postulaba ‘esto fue así’, la imagen anóptica de la infografía afirma ‘esto es as풻 (Gubern, 1996, p. 147).

El rechazo irónico del mundo no es posible cuando el sujeto se integra en el objeto como un elemento más del conglomerado mediático. Es el deseo primordial mismo lo configurado por nuestra exposición hipertrofiada al universo mediático, tal y como podemos comprobar en la manipulación de las necesidades a cargo de la industria cultural. La libertad negativa del sujeto se torna libertad positiva, en tanto la imagen, como figura preeminente en la iconocracia, es literal, concreta y de presente, impide la abstracción conceptual del mundo, la interpretación personalizada del mundo que se muestra inmediatamente ante nuestros ojos, en forma de “pobreza esencial” que aniquila nuestra reflexión acerca del entorno mediáticamente configurado. Así, cuanto más exacta pretenda ser la imagen digital, mayor será la “pobreza esencial” y menor la actividad reservada para el espectador de tal imagen. Internet, pese a su carácter bidireccional, interactivo, ha de entenderse como un flujo de imágenes finito dispuesto por los grandes conglomerados mediáticos. De esta forma, la comunicación vía Internet, basada en imágenes digitales, convierte al internauta no ya en interactivo, sino en “interpasivo”, y su actividad queda alienada y enajenada en tanto «otros ponen el orden del día, fijan los contenidos temáticos» (Pérez Tapias, 2003, p. 153) enmarcados en un contexto de mercantilización total extendida al ámbito de Internet.

La concreción de la experiencia a partir de la visualización de imágenes

La imagen en tiempo real se apresta a confirmar la hiperrealidad, no muestra la vanidad de lo vano, sino la irrealidad del simulacro, quiere que se la entienda literalmente y es, por tanto, el ocaso de la vida personal que nos liga al mundo e impide concebir el mundo como una realidad externa al individuo. La imagen no niega, sino que afirma, positiva, consolida la realidad que vivimos, experimentada en gran medida a través de los mass media y su extensión natural en la Red. La mediación tecnológica de la experiencia (Giddens, Thompson) nos enseña a identificar lo que vemos en las pantallas con la realidad misma, el fenómeno mediático con la realidad. Si los medios se avienen a desconfiscar (Thompson) las experiencias secuestradas para adquirir una suerte de seguridad ontológica que aleje las esferas de incertidumbre de la vida cotidiana, este tipo de experiencias suministradas por los medios son una distribución generalizada del imaginario mediático, que cumple con la función mitológica de concretizar y naturalizar un concepto, generar modelos de comportamientos estandarizados y relativizar la existencia individual respecto de un mundo maravilloso incondicionado y eterno, el universo ficcional de lo mediático.

En la comunicación directa, la concepción misma de muerte nos remite a la imagen de las múltiples muertes presenciadas en directo gracias al live coverage mundial, tal y como podemos observar cada vez que visionamos cualquier noticiario audiovisual. Se rompe así con la concepción socrática de un rechazo de la realidad dada, de la muerte, en este caso, como un constructo equívoco del que nada podemos saber. Las imágenes de la muerte proporcionadas por los medios evitan la reflexión irónica, el distanciamiento del sujeto respecto de la muerte concreta para pensar en la idea abstracta de mortalidad. Vale decir que el caso de la muerte es sólo un ejemplo extrapolable a cualquier otra concepción naturalizada en la concreción de la imagen. La experiencia del mundo mediada tecnológicamente concretiza nuestro pensamiento al basar nuestra relación con el mundo en las imágenes visualizadas a través de las pantallas, y llegar a creer que lo que vemos sobre éstas no son creencias en un ausente, sino la presencia misma de la realidad. La emancipación ilustrada del sujeto (Kant, 1999) declina ante el reinado de la imagen mediática, como herramienta de la nueva mitología digital vertebradora de la aldea global postulada por McLuhan.

La profusión de imágenes-vídeo y el ahogo del imaginario

Gilbert Durand nos explica que el pensamiento humano ha de estar mediado por una representación, por articulaciones simbólicas, de tal forma que lo imaginario se erige como un conector obligado para la constitución de la representación humana y, por tanto, de todo pensamiento. Sin embargo, la imagen digital, que profundiza el simulacro, presenta una realidad de tal forma que nuestras representaciones no se basan ya en un imaginario colectivo tradicional, sino en una segunda realidad mediáticamente constituida por la profusión de imágenes; «Desde la cuna hasta la tumba, la imagen está aquí, dictando las intenciones de productores anónimos u ocultos: desde el despertar pedagógico del niño, desde las elecciones económicas, profesionales del adolescente, desde las elecciones tipológicas (el look) de cada uno, en las costumbres públicas o privadas, la imagen mediática está presente, unas veces presentándose como ‘información’, otras veces escondiendo la ideología de una ‘propaganda’, y otras convirtiéndose en publicidad seductora» (Durand, 2000, p. 49).

La imagen digital profundiza los “efectos perversos” de la imagen analógica puesta “en conserva”, es decir, objetivada fuera del sujeto. La imagen mediática anestesia la creatividad individual de la imaginación, de tal forma que la hipersincronización dicta el sentido al espectador pasivo. La imagen no nos puede enseñar nada más que su apariencia, por lo que la exposición a imágenes exógenas al individuo constriñe la identidad subjetiva y lo sumerge en el mundo objetivo configurado por los medios, como un elemento más del Gran Teatro del Mundo calderoniano, cuya autoría corresponde en este particular a las instituciones mediáticas. Durand explica que la imagen ahoga lo imaginario, nivela los valores del grupo y erosiona los poderes constitutivos: en suma, indiferencia al sujeto y lo homogeneiza respecto del entorno por inmersión en el entorno de la realidad mediática.

La necesidad de la “conciencia reflexiva” y de la categorización irónica de la vida

Sartre nos conmina a la utilización de la “conciencia reflexiva” para salir del reino onírico de las imágenes. Reflexionar en el sueño es saber que estamos soñando, que producimos constantemente imágenes que no son sino ausencias que encantan la conciencia hasta el punto de producir nuestros recuerdos como ficción. El despertar de la conciencia respecto de la “alucinación consensuada” de las imágenes digitales ha de tomar forma sobre la base de la reflexión, del distanciamiento respecto, no ya de la realidad objetiva, sino de su simulacro mediático. Sartre (1976, p. 262-263) explica dos desarrollos posibles para evitar la vida onírica, la “ficción embrujadora” que provoca la transformación en imagen de todo cuanto la conciencia aprehende:

– Interrumpir el sueño por la irrupción de un real impuesto que motiva la reflexión, como en el supuesto de la pesadilla que nos hace despertar por el miedo real.

– La interrupción onírica por el sueño mismo, por la imposibilidad de imaginar un después del sueño.

Sin embargo, la multiplicación ad infinitum de las imágenes mediáticas hace del mundo un inmenso imaginario cerrado, conformado por las grandes empresas de comunicación: una realización perfecta, acabada del sueño, del cual no podemos salir ni adoptar un punto de vista exterior a menos de despertar. El sueño digital del simulacro fascina por la telepresentación de los ausentes, por la simultaneidad de lo no simultáneo, al modo del Aleph descrito por Borges, donde todo confluye en un mismo punto, pasado, presente, futuro; lo cercano y lo lejano espacial. La implosión de tiempo y espacio (Baudrillard, Ritzer) no hace sino encantar de nuevo el mundo, fundir el sujeto y el objeto de tal forma que la concepción del mundo se antoja peregrina cuando todo el mundo se nos da en tiempo real, perfecto, imaginado por una instancia tecnológica exógena a nuestra conciencia misma.

Es necesario concebir la contracción de las distancias propiciada por las TIC como una vana ilusión, una figura irónica que no es lo que dice ser. Así, el fenómeno nos muestra una imagen digital de un ausente, no es telepresencia: cuando mantenemos una videoconferencia, no tenemos delante de nosotros a nuestro interlocutor, sino a su imagen, concreta, perfecta, pobre en esencia. La imagen selecciona la realidad y no hemos de tomarla por una sustituta de ella. Si la realidad es vana, y todo es apariencia, como ya dejó sentado Kant al hablar del nóumeno, al distinguirlo de la apariencia sensible, la imagen digital se pretende sustituta a su vez de esta apariencia sensible, susceptible de transmitirse a la velocidad de la luz por medio de las TIC.

La reivindicación del saber abstracto para concebir el universo mediático

Si en el Aleph todo lo vemos simultáneo, es preciso recuperar el orden de lo abstracto, distinguir el sujeto del objeto para interpretar no ya el Libro de la naturaleza, como proponía Francis Bacón, sino el Libro del simulacro mediático. «El sujeto libre –nos aclara Marcuse (1993, p. 240)– sólo surge cuando el individuo ya no acepta el estado de cosas existentes y se enfrenta a él porque ha aprendido la noción de las cosas y también que la verdad no reside en las normas y opiniones corrientes». El modo de existir irónico remite a la dialéctica, al conflicto entre el sujeto y el objeto, entre la naturaleza y el hombre, entre el fenómeno y la esencia. Identificar inmediatamente el pensamiento con la realidad impide a aquél oponerse a ésta, deriva en fascismo (Marcuse, 1993, p. 397). Pensar partiendo de las imágenes concretas proporcionadas por los medios de comunicación es comenzar el trayecto de la subjetividad por su misma abolición. Pensar que lo percibido “transaparente”, según la expresión de Virilio (1999), es la realidad misma es identificar nuestro pensamiento con una realidad configurada por las TIC, comunicada directamente en la que quedamos atados a la literalidad de las imágenes.

Concebir el mundo creado por los medios exige una postura irónica ante la vida misma, insertar nuestro comportamiento exterior en el interior del universo onírico de las tecnologías de la instantaneidad, sumergirnos en el ciberespacio sin participar de él. Distanciarnos de la realidad creada al modo socrático, aun a riesgo de sufrir la condena de las instituciones sociales. Negar la realidad es el primer paso para crear un mundo auténtico donde la subjetividad vuelva a tener cabida.

Conclusiones

La contracción de las distancias operada por los avances en las Tecnologías de la Información y la Comunicación no abole sólo las distancias espacio-temporales, sino del mismo modo la distancia crítica entre el sujeto observador y el mundo. Para comprender la realidad configurada por las TIC es necesario adoptar una postura irónica que, en primer lugar, niegue la realidad propuesta por los media y abstraiga los fenómenos mediáticos respecto de su esencia. Es preciso una suerte de saber ensayístico –ensayo nos remite a error– que piense el objeto como algo incierto, incompleto, alejado de la perfección ortotética de la imagen digital; un saber donde «ni su discurso ni su visión deben tomarse como la lectura verdadera» (Jarauta, 1991). Al contrario que las corrientes interpretativas que otorgan a la llamada postmodernidad una categorización como época del narcisismo (Lipovetsky, 1993), la homogeneización a cargo del consumo de imágenes digitales plantea la urgencia de recuperar el subjetivismo como mecanismo de crítica social. La integración entre el sujeto y el entorno celebrada por autores como De Kerckhove no es sino la aniquilación del pensamiento reflexivo, la coincidencia de la esencia con el fenómeno, la utopía realizada de convertirnos en imagen, en “pobreza esencial”: «El sujeto de la era electrónica ya no puede autofundarse en el ‘pienso, luego existo’ cartesiano, sino asumir su fragilidad en una suerte de lacaniano ‘me piensan, luego ‘yo’ no existe» (Talens, 1994, p. 13).

Bibliografía

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– (2004). Ville panique: ailleurs commence ici. Paris : Galilée.

Artículo extraído del nº 75 de la revista en papel Telos

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Antonio Fernández Vicente

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