Hace cuarenta y un años vine por primera vez a Europa. Si bien por entonces España comenzaba a dar los primeros pasos por la ruta del desarrollo, continuaba siendo un país pobre y atrasado. Por no estar la economía en posibilidad de ofrecer empleo a quienes lo necesitaban, los españoles emigraban a otros países de Europa, como antes lo habían hecho a América, en búsqueda de oportunidades que no encontraban en su patria para mejorar sus condiciones de vida.
En la primera mitad del siglo XX centenares de miles se habían mudado a Argentina, Venezuela y otros estados del promisorio nuevo mundo; en la segunda mitad otros tantos emigraron a Alemania, Francia y a otros ricos países europeos que luego de recuperarse de la destrucción y de las pérdidas ocasionadas por la II Guerra Mundial comenzaban a construir la prospera sociedad del bienestar.
Hacia los años 60, España también era un país políticamente atrasado, gobernado por una anacrónica dictadura que mantenía férreamente cerradas las puertas de la democracia, de la ciudadanía y de la libertad, impidiendo que por ellas pudiera transitar el pueblo español como lo hacían diariamente y a plenitud los habitantes de los otros países del viejo continente.
Este rezago económico, social y político hacía que los europeos miraran a España por sobre el hombro y que algunos presuntuosamente dijeran que Europa terminaba en los Pirineos, montañas detrás de las cuales, según ellos, no había otra cosa que playas para el descanso veraniego, un lugar para disfrutar de buena comida, inmejorables vinos, una bulliciosa vida urbana y la colorida fiesta de los toros.
Por cierto que las personas bien informadas sabían lo que España fue en sus siglos de gloria, cuando dominaba Europa, conformaba un imperio en el que no se ponía el sol y en su seno florecían las artes y la literatura, en forma tan notable que dejaron en el mundo una impronta rubricada con caracteres indelebles por Cervantes y Velázquez. Pero aun aquéllos no podían menos que constatar que la gran nación española de antaño paulatinamente dejó de serlo en el siglo XIX y más todavía en la primera mitad del siglo XX, ahogada por luchas intestinas insalvables.
En los años que siguieron a 1965 muchas veces volví a Europa y otras tantas pasé por España, décadas durante las cuales fui testigo de su raudo progreso económico, del creciente bienestar de sus habitantes, de su incontenible salto a la modernidad y de la sorprendente implantación de la democracia en un suelo en el que muchos creían que nunca florecería, inusitados logros alcanzados gracias a visionarios líderes que desde la monarquía y los partidos políticos asumieron, con sabiduría y entereza, la responsabilidad de transformar España y hacerla avanzar en todos los campos a fin de ponerla a tono con los tiempos.
El sorprendente proceso de modernización vivido por España en el último cuarto de siglo fue refrendado por la comunidad internacional al producirse su aceptación en la Unión Europea. Fui observador distante de tan significativo hecho histórico mientras miraba en Quito un programa de noticias en la televisión. El reportaje periodístico que vino a continuación recogió en ciudades y plazas las reacciones del pueblo español. Todos los entrevistados orgullosos y alborozados exclamaban: ¡Somos europeos!, expresión que resumía la satisfacción que sentían por finalmente haber sido reconocidos como tales y, de este modo, pasar a ser parte de un continente cuya geografía desde siempre compartieron, pero del que se habían mantenido distantes por centurias, económica, social, política y culturalmente.
Me parece conveniente recapitular brevemente la vasta transformación sufrida por España, para poner en perspectiva las singulares oportunidades que el mundo de hoy ofrece al idioma castellano, asunto central que ocupa nuestra reflexión. A mi manera de ver, la cultura de las naciones y la lengua en la que se expresa, como ha sucedido en la historia de la humanidad desde la más remota antigüedad, caminan de la mano del progreso económico. Gracias a la riqueza que acumularon los estados que se sucedieron en el dominio del mundo, pudieron proyectar su cultura y su idioma más allá de sus fronteras, en épocas preteridas a través de los ejércitos, de las armadas y de las guerras de conquista, ahora por la fuerza que su poder económico les da para imponer pacíficamente sus conocimientos, sus artes, sus costumbres, sus gustos, sus habilidades, sus tecnologías y con ellos sus lenguas.
El latín se extendió por Europa, Medio Oriente y el norte de África gracias a la prosperidad económica de Roma, en la que se sustentó el enorme imperio que conformaron sus ejércitos. Lo mismo sucedió antes con la lengua griega, más tarde con la árabe y recientemente con el francés y el inglés, idiomas que se extendieron transportados por el poder económico y militar de sus imperios, que paulatinamente fueron agregando tierras y poblaciones al núcleo originario del que partieron.
En los países que conforman América Latina, se habla la lengua castellana porque sus territorios fueron colonizados por España en una época en la que su armada era dueña de los mares. Fue la dominación económica y marítima de Inglaterra en el siglo XIX y el predominio económico, tecnológico y militar de Estados Unidos en el siglo XX los que convirtieron el inglés en la lengua franca de fines del segundo milenio. No sólo porque es hablado por la población que habita los progresistas países angloparlantes de los cinco continentes, sino porque el inglés ha pasado a ser el segundo idioma en los países con lengua materna distinta, por ser el portador de los conocimientos contemporáneos y el medio de comunicación a través del cual se hacen las relaciones y los negocios internacionales.
Hasta hace apenas pocos años en Europa y en América a nadie se le ocurría aprender chino mandarín, a pesar de que era hablado por la población más numerosa del planeta. A pocos les interesaba la cultura y la lengua de un país que si bien por milenios había sido el centro del mundo, desde los albores del siglo XIX vivía sumido en el atraso, sin nada que ofrecer al resto de naciones en el campo de la ciencia en el que desde siempre había sido pionero.
Los europeos y los americanos y otros pueblos han comenzado a interesarse en la milenaria lengua asiática desde que China comenzó a despegar económicamente a fines del siglo XX, como en tantos otros casos, gracias a un esclarecido liderazgo político, tan visionario que incurrió en la audacia de abandonar dogmas que se consideraban inmutables. Si la economía China con sólo ser la cuarta del mundo inunda con sus mercaderías los más alejados rincones de le Tierra, ya puede imaginarse lo que ocurrirá cuando se convierta en la primera, cosa que va a suceder en pocos años más.
Al predominio económico de China seguirá una creciente presencia de su lengua y de su cultura, ya porque allende sus fronteras muchos se interesarán por conocerlas, ya también porque se convertirá en el primer destino de los viajeros del mundo, cuando millones de curiosos turistas arriben a un país en el que tanta historia y tan variada naturaleza puede verse, además de ciudades que se modernizan con una bella arquitectura diariamente.
Algo parecido esta sucediendo con la lengua castellana gracias al extraordinario progreso económico de España, conducido por una democracia que, a pesar de su juventud, se desempeña mejor que otras democracias europeas de vieja data. En apenas medio siglo España se ha desprendido de la pobreza, ha superado el atraso y se ha convertido en la octava economía del mundo, en el sexto inversor internacional, en el primero en América Latina, en el segundo destino turístico internacional y, entre 1980 y 2005, en el país de más alto crecimiento económico de Europa.
Las compañías multinacionales que España ha conformado, inimaginables hace apenas pocos años, compiten con ventaja frente a acreditadas empresas de Europa y América que antes dominaban los mercados del vestuario y de las finanzas. Creo que sólo a un adivino pudo ocurrírsele la posibilidad de que la marca de confecciones Zara pudiera algún día desafiar a la italiana Benetton y a la estadounidense Gap, o que el Banco Santander se convertiría en el sexto del mundo y en el primero de América Latina, por sobre importantes instituciones financieras de Alemania, Francia e Inglaterra. Menos aún que Prisa acudiría en auxilio de Le Monde para solventar sus dificultades financieras y que el periódico El País asesoraría al emblemático diario francés para ponerlo al día.
Como lo he sugerido, el progreso económico de los países suele desencadenar un círculo virtuoso que progresivamente se va extendiendo a todos los ámbitos en que se expresan culturalmente las sociedades, proceso que en algunos casos termina desbordando las fronteras de las naciones y extendiéndose por los países vecinos y luego por todas partes. Es lo que ha sucedido en España en los variados campos del deporte y del cine, las dos mayores manifestaciones culturales de la sociedad contemporánea, si se tiene en cuenta, no su valor intrínseco, sino el número de personas que se interesan en ellas.
Gracias a la riqueza que ha acumulado España, tanto los particulares como las instituciones públicas han podido destinar recursos al cultivo del deporte en cuyas disciplinas ha alcanzado sonados éxitos, particularmente en automovilismo, ciclismo, tenis y fútbol. No hay en el mundo de hoy un acontecimiento que despierte mayor interés, por sobre todos los otros que concitan la atención de la radio, la prensa y la televisión, que los resultados de las competencias nacionales, regionales y mundiales de balompié. Y España cuenta con una de sus más cotizadas ligas cuyos partidos de fines de semana jóvenes de todas las latitudes miran a través de la televisión, para disfrutar de las proezas que realizan en las canchas los galácticos jugadores de los clubes Barcelona y Real Madrid, onerosamente reclutados en las más valiosas canteras futbolísticas del mundo.
Algo parecido sucede con la música y el cine, dos medios de comunicación contemporáneos que por concitar el interés de multitudes contribuyen a la difusión de los idiomas más de lo que pueden hacer la literatura, el arte, el pensamiento y la ciencia, todavía relegados a ámbitos restringidos a pesar de su importancia y del creciente interés que suscitan. La música popular española no sólo se escucha en países de habla castellana, divulgación mundial que con ventaja comparte el cine de sus creativos directores que sin dificultad le sacan provecho a cualquier tema. Aplaudido por los espectadores, alabado por los críticos y premiado por las academias, merecidamente ocupa el destacado lugar que antes alcanzó en Europa el vanguardista cine italiano de los grandes directores de posguerra, lo que no es poco decir.
La creciente influencia económica, cultural e internacional de España contrasta con la disminuida presencia que hoy tiene América Latina, cuyo peso viene reduciéndose persistentemente en beneficio de otras regiones del mundo en las que los países han sido capaces de hacer mejor sus tareas.
Como en la región la estabilidad política, el crecimiento económico y la continuidad, salvo alguna excepción, no han sido parte cotidiana de la vida pública y el viejo populismo junto al arcaico caudillismo vuelven a ganar elecciones y a constituir gobiernos, el desarrollo latinoamericano ha sido inferior al alcanzado por otros continentes, de manera que países que a mediados del siglo XX aventajaban a algunos de Europa y de Asia hoy ocupan lugares secundarios. Lo que ha llevado a que estados europeos, como España, Alemania e Italia, para los que América Latina era un interlocutor importante, hoy se vuelquen hacia Europa Central y Asia, desinterés que también se advierte en Estados Unidos, excepto en los casos de México, Centroamérica y el Caribe.
A través de otro fenómeno económico y social, y no del desarrollo, es como América Latina está contribuyendo a que se extienda la lengua española. Me refiero a las emigraciones masivas que han generado los países de la región en los últimos años, las más antiguas a Estados Unidos y Australia y las recientes a Italia y otros países de Europa, además de España, diáspora que no podrán detener los países desarrollados con las barreras legales que han interpuesto al libre movimiento de las personas o con barreras físicas al estilo de la que Estados Unidos construye en la frontera con México.
Ni siquiera la actual recuperación económica de América Latina será suficiente para frenar el éxodo de millones de emigrantes, dispuestos a correr todos los riesgos para alcanzar la tierra prometida, mientras la excluyente sociedad latinoamericana no ofrezca las oportunidades que otorga el mundo desarrollado. Esta es la explicación de que, al menos en el caso de América Latina, los emigrantes que antes de partir en sus países tenían un trabajo y recibían un ingreso superen en número a los que carecían de medios de sustento.
El éxodo latinoamericano ha llevado a que en las ciudades de Estados Unidos que colindan con México, hasta la mitad de su población hable castellano, idioma que en Miami, Los Ángeles, Nueva York, Washington y otras grandes urbes se escucha pronunciar por todas partes. Quisiera referir una anécdota ilustrativa. Hace un par de años concurrí en Nueva York a cenar en un restaurante italiano acompañado de mi hija. Al advertir el aire andino del camarero le pregunté por su país de origen. Me contestó que era ecuatoriano. Cuando le inquirí si había otros paisanos trabajando en el lugar me respondió que todos eran ecuatorianos, incluidos los cocineros. No exageran quienes creen que no hay restaurante de la gran manzana que no tenga empleados provenientes de mi país.
Es tan numerosa la población de ascendencia latina, también llamada hispana, que ha pasado a convertirse en la primera minoría, por sobre todas las inmigraciones que llegaron antes, sólo superada por la anglosajona. No debe extrañar entonces que los latinoamericanos realicen buena parte de sus actividades comunicándose en idioma español, en el que también leen periódicos y revistas, escuchan la radio y ven la televisión. Incluso pueden acceder diariamente a canales y a diarios de sus países a través de los servicios de cable e Internet, todo lo cual contribuye a que su lengua se mantenga viva.
Una población tan numerosa, que mejora económicamente más rápido que otras y mantiene vivos importantes elementos de su cultura, está logrando preservar su idioma originario, el español, como no consiguieron hacerlo otras inmigraciones que llegaron a Estados Unidos con anterioridad, fenómeno que ha sido analizado con preocupación por Samuel P. Huntington en su libro ¿Quiénes somos?, en el que advierte el riesgo de que los tradicionales valores de la cultura estadounidense pudieran alterarse por la numerosa y creciente presencia latinoamericana.
Algunos ejemplos ilustran la extensión que va alcanzado en Estados Unidos el idioma español. En ciudades con altos porcentajes de población de origen latinoamericano, quienes son bilingües tienen mayores posibilidades de conseguir un trabajo y recibir una mejor remuneración que los que hablan únicamente inglés. En tales lugares los candidatos a dignidades nacionales, estatales y locales que hablan las dos lenguas tienden a aventajar electoralmente a los angloparlantes.
Cada día es mayor el número de bienes y productos cuyas etiquetas, embalajes y especificaciones están escritas en inglés y español, dándose el caso de barrios en los que todos los anuncios constan en lengua castellana. La enseñanza bilingüe se ha extendido por todos Estados Unidos, incluso en estados en los que legalmente estaba prohibido que se usara un idioma distinto al inglés.
En menor magnitud y por distinto motivo el conocimiento de la lengua española también se extiende por el inmenso Brasil, el país más poblado de la región. Los brasileños, desde antes, ya habían inventado una nueva lengua, el portuñol, para comunicarse con los otros latinoamericanos a través de una mixtura de portugués y español. A lo que recientemente su gobierno ha sumado la disposición de que la lengua castellana sea estudiada en los colegios.
En esta decisión también han jugado motivaciones económicas, expresadas en el deseo del Brasil de ampliar sus relaciones comerciales y afianzar la creciente presencia de sus empresas en la región. A lo que se ha sumado el interés político en constituir y liderar una comunidad sudamericana de naciones, concebida con el fin de balancear las asimétricas relaciones que actualmente tienen nuestros países con el gigante estadounidense.
Esta suma de razones, que he expuesto sucintamente, me hace creer que al iniciarse el tercer milenio de la era cristiana nuestra lengua vive una circunstancia excepcional, que no se había repetido desde que España descubrió, conquistó y colonizó América.
Artículo extraído del nº 71 de la revista en papel Telos
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