Yo soy un autor de ficciones, así que, en un foro de reflexión sobre el valor económico del español, puedo sentirme como el inútil de la familia, usando palabras del presidente Sanguinetti. Ni siquiera soy filólogo; en cierto modo soy un escritor en estado puro, y el estado puro del escritor es un estado de inocencia y de marginalidad. Pero yo creo que la inutilidad de la persona que usa el lenguaje en función, no de la producción y del comercio, sino en una función puramente estética, que se podría llamar gratuita, tiene, a lo mejor, si uno es optimista y mira las cosas a largo plazo, su forma de utilidad.
Mi tesis es que el español en su unidad y extensión, en su dominio en muchos sectores del mundo, es un enorme hecho cultural, que ya tiene algunos siglos, pero que hoy está en un momento de gran esplendor. Yo creo que este hecho no lo podemos considerar como una parte del paisaje, como una naturaleza. Es un hecho cultural, por lo tanto un hecho que hay que cultivar, que hay que mantener, que hay que cuidar. En este sentido quiero referirme a un encuentro dentro del gran mundo del español, del español de América con el español de España. Es un momento menor, pero muy simbólico y muy interesante.
Se trata de un encuentro de la primera mitad del siglo XIX que se produce a partir del viaje de un joven chileno que se llamaba Vicente Pérez Rosales; que es un joven que se desarrolló a través de una larguísima vida, llegó a tener cerca de cien años. Terminó su vida como un distinguido senador liberal de la república chilena, pero comenzó siendo un joven tremendamente revoltoso y aventurero y escribió al final de su vida unas memorias que, a mi juicio, son de un gran clásico latinoamericano, y que, de paso, demuestran que nos conocemos bastante mal entre americanos y entre españoles. Las memorias se llaman Recuerdos del pasado.
En esas memorias, por ejemplo, el niño Pérez Rosales cuenta que estaba en la casa de su abuelo, don Juan Enrique Rosales, uno de los miembros del Cabildo Abierto de 1810 y uno de los fundadores de la república de Chile, el día de comienzos de abril de 1818 cuando se triunfa en contra de las fuerzas españolas, en un ejercito que estaba al mando de José San Martín. Cuenta él, cómo de niño, alcanzando apenas la altura de la mesa del comedor, ve entrar a Bernardo O´Higgins con un brazo vendado, y ve entrar también a José San Martín que bebe varias copas de champagne, porque parece que no era indiferente a estas cosas, y después de beber, canta un aria de ópera italiana.
Todo esto lo cuenta Pérez Rosales desde esa mirada de niño, pero, Pérez Rosales, que era un chico terriblemente revoltoso, y que fue toda su vida un hombre de acción y escritor, este chico revoltoso era tan difícil que sus padres (¡qué costumbres tan extrañas las de esa época!) se lo entregaron a un capitán de barco inglés, para que se lo llevara de viaje y lo ausentara durante un tiempo de la casa.
Este capitán de barco inglés también sufrió de las travesuras de Pérez Rosales y lo depositó en una playa de Río de Janeiro, donde lo abandonó Pero, en fin, finalmente, el joven Pérez Rosales llegó a París, donde tuvo la siguiente experiencia, que a mí me parece que como experiencia de descubrimiento verbal es maravillosa. Llegó a estudiar en el Liceo Español de París, regentado por españoles exiliados, expulsados de España por el régimen de Fernando VII; liberales que eran los grandes profesores de ese liceo. Entre ellos estaba Gorbea (Andrés Antonio de Gorbea), que es el hombre que después es contratado por el estado de Chile, donde organiza los estudios de Matemáticas.
Gorbea es el profesor de matemáticas de este chico. El profesor de castellano y de literatura española es Leandro Fernández de Moratín, quien le toma una enorme simpatía al chico Pérez Rosales, una simpatía compartida. Se hacen muy amigos y es Moratín el que le explica el Quijote, le habla de un poema que está escribiendo, un poema humorístico llamado Gatomaquia, un poema sobre gatos, un largo poema sobre gatos del que le lee varios párrafos. Pero de repente le dice lo siguiente: «Mira muchacho, a pesar de que tus palabras tienen olor a piña, no siempre dices disparates».
Fíjense ustedes. Nuestro idioma en el Madrid o en el París de estos españoles tiene un olor exótico. Tiene olor a piña, podría tener olor a guayaba, olor a otras cosas tropicales, pero no dice disparates. Es un primer reconocimiento de un gran ilustrado, de un gran intelectual español de la nuestra manera de hablar, de pronunciar , olor a piña, me parece que ese olor a piña es muy definidor, pero voy a referirme brevemente también a otros encuentros.
Yo creo que otro gran encuentro del español de Latinoamérica con el español de España es el que representa el modernismo de Rubén Darío. Rubén Darío llega a Valparaíso, publica su libro Azul, en 1888. Lo publica después de ganar un certamen convocado por una persona rica de Valparaíso que era un mecenas de la literatura. Se llamaba Federico Varela. Gana Rubén Darío el certamen de Varela y publica Azul.
Algún tiempo después, Rubén Darío se refiere a esa experiencia de iniciación de un movimiento de la lengua española desde América, seguramente con olor a piña, con olor a guayaba, con olor a trópico americano y dice en un verso: «Yo soy aquel, que ayer no más decía que el verso azul y la canción profana». Este verso me parece un poco arbitrario. Resulta que él habla de verso azul, poco después de que Arthur Rimbaud hiciera en París un soneto sobre el color de las vocales.
Se trata de la introducción de una especie de irracionalidad nueva en la lengua que hace coincidir a Rubén Darío con la cultura más avanzada que se vive en el continente europeo, primero en Santiago, después en Buenos Aires, después en Madrid. Se trata de un descubrimiento, de una entrada de un aire nuevo en la literatura española. Verso azul y canción profana. El hecho de que el canto sea profano, de que no sea un canto reprimido, de que sea un canto de la sensualidad del mundo es también un elemento de modernidad que introduce Darío, y es una modernidad liberadora en ese momento en que en el ámbito académico el español es un lenguaje, más bien acartonado.
He leído una tesis de Octavio Paz, uno de sus ensayos más conocidos sobre poesía latinoamericana que dice lo siguiente: «En España no hubo un verdadero romanticismo, hubo un romanticismo más bien lacrimoso, pero que no tuvo la fuerza revolucionaria del romanticismo francés, alemán o inglés; el verdadero romanticismo que se produce en España se produce tarde, y el romanticismo en España es el modernismo». Esto quiere decir que la revolución de Rubén Darío es la gran revolución romántica, frente a la racionalidad ilustrada anterior.
Resulta una tesis muy atractiva. Todas las tesis de Octavio Paz lo son, pero no me termina de convencer. Esta tesis habría que estudiarla. Creo que hay una base en ella, hay algo interesante. El encuentro de Rubén Darío con el mundo español es extraordinario, pues Rubén Darío es celebrado por Ramón del Valle-Inclán y por Antonio Machado. Es inmediatamente reconocido por los grandes poetas y escritores españoles de ese momento.
Éste es otro encuentro de la lengua que realmente ayuda a formar un tejido cultural y verbal, en el que nos estamos moviendo y en el que queremos movernos más todavía, llegando al mundo de la economía, del comercio y de la política. Creo con razón que no hay incompatibilidad del artista del lenguaje y la posición del hombre que usa el lenguaje de una manera más instrumental, menos gratuita. Vamos viendo que aquí, en el fondo, hay una compatibilidad muy interesante para el futuro nuestro.
Quiero referirme todavía a un nuevo encuentro que conocí por testimonios personales de varios de los actores. Es el de Neruda con España en 1935. Neruda era un chico de Temuco que había estudiado en Santiago con gran dificultad. Él contaba que, literalmente, había pasado mucha hambre. Estudio inglés y francés y un ministro de relaciones exteriores, otro de esos mecenas que, de repente, aparecen por ahí, le dio un puesto de Cónsul en Rangún, en el Extremo Oriente, cuando tenía 24 años. Cuando le dieron ese puesto corrió a un globo terráqueo que existía en una sala del Ministerio de Relaciones Exteriores chileno y vio que en el lugar de Rangún había un hoyo en el globo terráqueo. Después corrió donde sus amigos y les dijo: «Me han nombrado cónsul en un hoyo del globo terráqueo».
En Rangún, vivió en una situación que, con respecto al idioma, es muy importante y en cierto modo dramática. Rangún es una colonia inglesa donde hablan en inglés o en lenguas nativas. Él era el único personaje que hablaba español en toda la ciudad. Creo que su Residencia en la Tierra, título de la poesía que escribió en ese tiempo, equivale también a Residencia en la Lengua. Residencia en el lenguaje, esta residencia es su único asidero.
No está condenado, pero reside en la lengua, se defiende en la lengua y escribe mucha correspondencia. Entre otros, escribe a un argentino que se llama Héctor Eandi, y le escribe muchas cartas a Rafael Alberti, que empieza a publicar la poesía de este joven Neruda en revistas españolas. Esta poesía de Neruda es una poesía bastante extraña desde el punto de vista verbal, es una poesía donde, por ejemplo, hay un abuso extraordinario de los gerundios, lo que podría parecer poco hispánico, y hay algunos momentos en los que podría parecer casi violento, y son interesantes por eso mismo, pero son extraños.
Creo que se ha estudiado poco esa rareza verbal de ese Neruda porque ocurre lo siguiente: Neruda sale del Extremo Oriente y es nombrado Cónsul en Barcelona en el año 1934. El Cónsul general, que era una persona encantadora, le dice: «Mire joven, he notado que usted no tiene mucha relación con los números, así que haga lo siguiente, deje su ocupación y yo le mando el cheque todos los meses». Se trata de Tulio Maquei, otro de los mecenas que de vez en cuando aparecen.
Neruda se aburre mucho en Barcelona, y es don Tulio el que de nuevo le dice: «Los poetas de la lengua están todos en Madrid, váyase a Madrid y yo le mandaré el cheque donde usted me diga». Y así hace Neruda. Llega a Madrid en el año 1935, donde se produce, en ese momento, otro gran encuentro de la literatura española. Neruda en Madrid descubre sobre todo a Góngora. Ya había descubierto, hasta cierto punto, a Quevedo, y ahora descubre a Góngora, y su poesía se llena de esa especie de riqueza verbal gongorina que es muy notoria, por ejemplo, en Alturas de Machu Pichu. Pero al mismo tiempo los poetas españoles se sienten profundamente tocados por esta extraña poesía con que llega este joven latino pasado por el extremo oriente, que era Pablo Neruda.
Yo conversé una mañana con Rafael Alberti sobre la llegada de Neruda a Madrid. Lo llamé para decirle que quería conversar de este tema y Alberti me preguntó si yo era madrugador. Dijo él: «Yo soy un poeta madrugón». Le dije que sí, que podía madrugar, pero no calculé bien y la noche anterior hubo una juerga interminable hasta las seis de la mañana. Me fui al hotel, me duché y a las nueve estaba esperando a Rafael Alberti. Cuando llegó me dijo: «Mira, yo estoy viendo el momento en que llegó Neruda a Madrid, yo no le había visto en la vida, pese a haber tenido correspondencia. Tocan al timbre de mi casa, abro y veo a un joven que me dice ser Pablo Neruda. Tras abrazarnos, pues fue un momento de gran alegría, Neruda me dijo: «Rafael, no te vayas a reír, porque tengo a mi mujer esperando abajo en un taxi, y no la he hecho subir porque te quería advertir de que es una giganta». A lo que le respondí que cómo se le ocurría. Le pedí que la hiciera subir inmediatamente, cuando ella se sentó en una silla que le puse vi que las rodillas le quedaban a la altura de la cabeza, y vi que era una giganta extraordinaria»
El comienzo de Neruda en Madrid es un comienzo de amistad, muy entrañable, Federico García Lorca, que recibía cartas de Neruda, era la persona con más gracia natural que él había visto nunca, una gracia inimaginable, cantaba, tocaba el piano, hacía chistes. Federico llegaba a la cervecería de Correos de Madrid y acababa de leer un poema de Neruda de Poeta en la Tierra. Pablo contaba que se hincaba en el suelo y le decía: «Pablo, no me influencies». Pero la situación era exactamente la contraria. Lo bueno era la influencia. Esa idea de que la influencia es mala es anticuada, y yo creo que la influencia es muy importante y tiene relación con este tema, con el lenguaje común, tejido que interactúa, que se influencia, que cambia
Quiero hacer una observación que va directamente al tema de poesía y economía. Neruda después hace una serie de poemas muy hostiles con respecto a la conquista española de América, muy conocida e influenciada por su militancia comunista de la época. Pero hay un poema final, un poema que a veces la gente no ve con atención, y decisivo a mi juicio, pues, en cierto modo, pone en tela de juicio todo lo que él mismo ha dicho. Este poema se llama «A pesar de la ira» y en él Neruda dice que, a pesar de todo, los españoles nos trajeron la matemática, la ciencia y nos trajeron el idioma, es decir, nos trajeron la modernidad, nos trajeron la cultura y la posibilidad de crear una sociedad moderna, que es en el fondo lo que también se discute. Como yo viajo sin mi biblioteca y no manejo bien las bibliotecas virtuales, no puedo citar exactamente el poema, un poema decisivo pues, en el fondo, después de la pasión, es poema de la razón, pero es un poema de la razón moderna.
Mi generación, aproximadamente de los años 50, tuvo una experiencia, que yo creo que fue decisiva, una experiencia de coincidencias, es decir, en un momento determinado había jóvenes escritores en España, en México, en Costa Rica, Uruguay, Chile, Perú… En todo nuestro mundo se estaban leyendo, más o menos, las mismas cosas y planteándose, más o menos, los mismos problemas literarios, lo cual es un fenómeno de coincidencia histórica muy curioso.
Cuando yo era muy joven pensé, con gran ingenuidad, que para poder escribir novelas, cuentos y poemas lo mejor era hacerse diplomático. Yo les confieso que no tenía ninguna vocación diplomática. Pensé que los diplomáticos no hacen nada. Entonces yo voy a poder escribir largas novelas. En ello me equivoqué, pues los diplomáticos, además de su trabajo de oficina, hacen cócteles, han de viajar a los aeropuertos, han de pasear a las señoras de los senadores en visita… Así que hacen infinidad de cosas.
Yo llegué, cuando fui diplomático, a ser un verdadero experto en salones Vips. Lo que mejor conocí de París fueron los salones Vips. Sabía las rutas especiales para llegar antes y todas estas cosas. Pero en 1959, yo era un joven funcionario en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Se produce en Santiago una conferencia de Cancilleres, y me dice el director de protocolo: «Como tú eres medio literato o así, te vamos a poner al cuidado del ministro del Perú que también es medio literato». El ministro del Perú era un gran historiador, y un escritor muy fino llamado Raúl Porras.
Cuando salíamos de aquellas reuniones en las que se empezaba a discutir el tema cubano que produjo incluso una pelea campal entre el ministro dominicano y el ministro cubano, don Raúl me decía: «Vamos a ver libros de viejos». Le acompañaba a librerías de Santiago, hablábamos de nuestras lecturas, yo le hablaba mucho de Borges, y el me decía: «A mí, me gusta el Borges provinciano, el Borges de fervor en Buenos Aires, ese Borges que describe un patio de barrio, el muro, un crepúsculo en un barrio de Buenos Aires; pero este Borges ya filosófico y complicado de las ruinas circulares y estas cosas, no me convence». Yo le contestaba diciendo que ese era el Borges que me gustaba más a mí.
También hablábamos de César Vallejo. Él me contaba que había publicado Poemas humanos, de César Vallejo, después de su muerte. Una vez me dijo: «Es algo extraño, pero hay unos jóvenes en el Perú que están leyendo exactamente lo mismo que lee usted, y dicen las mismas cosas que dice usted». Yo no tenía ni idea de eso, y me invitó al Perú para que conociera a estos chicos, que resultaron ser Mario Vargas Llosa, José Miguel Oviedo, Julio Ramón Ribeiro y un grupo así. Después yo supe que Carlos Fuentes, en México, estaba leyendo las mismas cosas, al igual que García Márquez en Colombia, o en Argentina mucha gente también leía esas cosas.
Había un momento de la lengua que no estaba bien identificado, y era precisamente donde la comunicación se producía con enorme facilidad. Iba acompañado de otro fenómeno: leíamos a Borges, a Kafka, pero también estábamos descubriendo escritores anteriores, que estaban olvidados, como el novelista cubano Alejo Carpentier. Un día le dije a Neruda, que estaba acompañado de un músico llamado Acario Cotapos, «Oigan ustedes, hay un fenomenal novelista cubano, que ha escrito un libro que se llama Los pasos perdidos». Los dos, riéndose a carcajadas, dijeron; «Carpentier no es novelista, Carpentier es músico». Entonces me dijo Acario Cotapos: «Cuando yo paso por Caracas, en donde está Carpentier, componemos por teléfono una fuga, y la fuga era así; Acario Cotapos, Alejo Carpentier, Acario Cotapos, Alejo Carpentier ». Y eso se iba transformando en una fuga
Aquella era la noción de ese momento en nuestro mundo latinoamericano, que después nos ayudaba en cierto modo en la vida de París, en la vida de Barcelona. Era un momento de reconocimiento entre nosotros, un gran momento de encuentro, como el de Neruda con Alberti. Pero también era un momento de descubrimiento de elementos del pasado. Por ejemplo, se sabía muy poco de Juan Rulfo; se sabía poco de Juan Carlos Onetti. Nosotros leíamos apasionadamente esa literatura de un pasado reciente latinoamericano, así como también leíamos a Maria Luisa Bombal o a Leopoldo Marechal.
Todo esto indica cómo el tejido del idioma es muy fuerte, es un sistema de coincidencias y de reconocimientos, es un sistema de gustos estéticos, que por algún misterio, coinciden hasta cierto punto. A veces, estos movimientos conectan con la literatura universal, conectan incluso con otras lenguas y se enriquecen a través de la conexión con otras lenguas.
Hay un escritor, un poeta uruguayo de lengua francesa, que es Isidoro Dicas, autor de los Cantos del mal dolor que sale a los veintisiete años de Uruguay, lo que quiere decir que tiene una larga formación en este país. Se fue no obstante a Francia, dónde escribe en francés. Lo mismo ha pasado con algunos latinoamericanos que han llegado a Francia y se han puesto a escribir en francés. Él escribía en francés, pero tiene una visión sudamericana. En uno de los Cantos del mal dolor dice claramente: «Son las bastedades y los espacios del Río de la Plata los que han formado al gran poeta del siglo XIX», que según él, es él mismo. Los poetas nunca han sido modestos y él no tenía por qué serlo, pues era un genio poético. Pero es esta visión amplia, según explica él mismo, lo que ha formado su visión moderna de la poesía.
Neruda era seguidor de Loteamor y Neruda tenía esa visión de Chile muy amplia, que él reconoce inmediatamente en Loteamor. Había un pintor, que todos conocen, Roberto Mata, que me mostró una vez sus cosas en su casa particular de París, donde conservaba objetos de arte polinesio, pinturas de Magritte, de él mismo tenía una colección grandiosa. Me dijo: «Me gustaría que todo esto lo herede Chile», algo que no se ha podido hacer hasta ahora, por enredos de herencias. También me dijo: «Y te voy a decir por qué; porque yo traje acá ( a París ) una visión de una amplitud, de una bastedad, que es diferente a esta visión acotada de los artistas de Europa, aunque sean surrealistas. Ellos tienen unas visiones acotadas y más lógicas, y nosotros tenemos una visión amplia, abierta, que viene de la naturaleza de allá y que yo saqué de Chile y me sirvió para hacer una buena entrada en el mundo del arte europeo».
Las comunicaciones, a veces, son tan curiosas que, incluso, se produce una asimilación de lo europeo por los artistas latinoamericanos. Pero en este caso se trata de un uruguayo europeo consciente de que Europa le ha dado ese marco amplio, y que influye en personajes como Cortázar, como Neruda y muchos jóvenes de hoy.
Artículo extraído del nº 71 de la revista en papel Telos
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