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Lo que se dice y no se dice del español en EEUU


Por Francisco A. Marcos Marín

Un diccionario enciclopédico proporcionará una definición de EEUU de América de un tenor parecido a éste: «República norteamericana con costas en el Atlántico y el Pacífico, compuesta por cincuenta estados, cuarenta y ocho de ellos contiguos en Norteamérica, más Alaska en el noroeste de ese continente, las Islas Hawai en el Océano Pacífico y varios territorios isleños en el Caribe y el Pacífico. Logró su independencia en 1776». Y podrá añadir, como sinónimos: EEUU, EUA, US, U.S., USA, U.S.A.

De hecho, la creación de un gentilicio, como ya trató con humor Julio Camba, ha sido siempre un problema: americanos son todos en el continente, norteamericanos son también los canadienses (si los mexicanos son centroamericanos), estadounidenses es aplicable también a los ciudadanos de EEUU Mexicanos, o de EEUU del Brasil, entre otros. Usanos no deja de ser una propuesta irónica. Gringos es una palabra española del siglo XVIII, recogida en el tomo II del Diccionario Castellano de Esteban de Terceros y Pando en 1767: «Gringos llaman en Málaga a los extranjeros, que tienen cierta especie de acento, que los priva de una locución fácil y natural castellana; y en Madrid dan el mismo, y por la misma causa con particularidad a los Irlandeses». Pero ni se aplica exclusivamente a los norteamericanos ni es un gentilicio. Sería una deformación de griego, como “lengua ininteligible”, igual que hoy se dice “esto para mí es chino” (en alemán, curiosamente, para que nadie se agrande: das kommt Spanisch mir vor).

Ese mismo diccionario enciclopédico seguirá explicando que las colonias que se independizaron lo hicieron de Gran Bretaña, y señalará como los dos momentos fundamentales de su historia la Guerra Civil, en el siglo XIX, y la Gran Depresión, en el siglo XX. No recordará que más de la mitad del territorio norteamericano nunca fue colonia británica, sino francesa y, sobre todo, parte del virreinato de la Nueva España, que se independizó como México y que perdió más de la mitad de su territorio original, cedido a EEUU de Norteamérica por el Tratado de Guadalupe Hidalgo (2 de febrero de 1848): unos 2.300.000 km2, el equivalente de la superficie conjunta de Portugal, España, Francia, el Reino Unido, Alemania, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Hungría, Suiza, Croacia e Italia. Se reparten entre los estados de California, Nevada, Utah, Arizona, Nuevo México, Tejas, y parte de Colorado y Wyoming.

Sólo los hispanos que viven en EEUU y que se mueven en las esferas de decisión saben lo que realmente cuesta hacer que los anglos admitan de manera natural (no por reflexión intelectual o convencimiento político) cosas tan, reitérese, naturales como que antes del primer alcalde anglo de San Antonio, Tejas (y se podrían poner aquí cientos de nombres de lugares), hubo otros muchos alcaldes, igualmente legítimos, durante más de cien años en muchos casos; pero que no eran anglos, sino hispanos o, mejor, españoles de Ultramar. Los territorios cedidos en el Tratado habían formado parte del México independiente durante menos de treinta años, en muchos casos de modo nominal, y antes fueron parte de los reinos de España (nunca colonias, como se dice por influjo anglo) durante doscientos años.

Es indiscutible que en EEUU se realiza un enorme esfuerzo para recuperar la Herencia Histórica, Historical Heritage; pero la necesidad de que se haga ese esfuerzo consciente delata que no forma parte de la comprensión espontánea que la población tiene de su propio pasado. Hay, cómo no, movimientos intelectuales y sociales hispanos, más o menos reivindicatorios, algunos mucho, a la espera de la emergencia de Aztlán, la tierra perdida; pero la masa social vive al margen de ellos. Hay frases acuñadas que ilustran esta actitud: “no somos inmigrantes en esta tierra, somos migrantes en nuestra propia tierra”; mas no pasan de gestos que, para pervivir, han de contar con el apoyo de una sociedad que se mueve, en las esferas de decisión, dentro de las pautas de una tradición anglosajona, si bien está compuesta por personas de múltiples orígenes. Ni que decir tiene que esperar la reconquista mexicana de los territorios virreinales que hoy forman parte de EEUU es, para la mayoría de los habitantes hispanos de esos estados, como mínimo, un sueño, en el peor de los casos una pesadilla.

Cuando las cosas parece que se desvían, surgen voces como la del profesor de Harvard, Samuel P. Huntington, quien inicia su polémico trabajo, El reto hispano, con unas palabras que no dejan lugar a dudas: «El flujo persistente de inmigrantes hispanos amenaza con dividir EEUU en dos pueblos, dos culturas y dos lenguas». Claro que provocó duras reacciones dentro y fuera de EEUU; pero en muchos casos esas reacciones lo que demostraron es que la posibilidad de argumentar como Huntington, con argumentos histórico-sociales, existe. Puede considerarse incluso como una reacción de identidad, posiblemente favorecida por las numerosas veces en las que los escritores latinos se refieren a un futuro latino de EEUU. En ambos lados hay una sensación de amenaza, que se sobrepone al conocimiento de que las sociedades cambian porque quienes las componen piensan y actúan de otra manera, según sus necesidades.

En los EEUU de principios del siglo XX hacía falta mano de obra para las comunicaciones, sobre todo los ferrocarriles, y para la agricultura. Se envió personal a México para reclutar esos trabajadores. Cuando, en los años 40, el desarrollo de la agricultura estacional requirió la presencia de braceros mexicanos se puso en pie el proyecto llamado precisamente Bracero, que se ocupaba de una inmigración mexicana organizada. La actitud hacia estos trabajadores era muy diversa de la actual. Entre Ciudad Juárez y El Paso se tiende el puente de Santa Fe, símbolo hoy de separación, pero entonces, en cambio, punto de ingreso en EEUU de obreros mexicanos a los que esperaban atractivas ofertas de trabajo. Los estadounidenses, por supuesto, no trataban de pagar ninguna supuesta deuda histórica de la anexión de parte de la Nueva España, tenían trabajo y necesitaban mano de obra. Los mexicanos necesitaban trabajo y dinero, no iban de reconquista. El reajuste había sido natural, sin que nadie reinventara una historia inexistente y sin errores.

A principios del siglo XXI EEUU es un país muy diverso, muy multilingüe en su periferia social, monoglósico en su núcleo. La inmigración de hispanohablantes no alcanza la mayoría. Es muy posible que se compense por la inmigración ilegal y temporal. Porque la impermeabilidad de la frontera es otro mito. Hay infinidad de procedimientos por los cuales muchos ilegales viajan al Sur para ver a sus familias, quizás ilustre una anécdota europea: un grupo de africanos viaja en un departamento de un tren francés, la policía pasa y pide papeles, todos tienen. Como queda claro en la conversación posterior, da igual que los papeles sean de quien los lleva o se los haya dejado un familiar o un amigo, porque “los negros son todos iguales”, para el policía blanco, se entiende. “Negros” en ese sentido, en cuanto el policía cambia de color, son todos los seres humanos.

Ahora está de moda hablar del valor económico del español, lo que no deja de ser irónico para quien lleva más de veinte años tratando de que se acepte esa realidad. Precisamente ahora ese valor económico puede estar cada vez menos en manos españolas, puede que, otra vez, el tren haya pasado. El mercado en español de EEUU es interno, muy poco abierto a penetraciones externas, como saben bien los editores de libros escolares, por ejemplo. La población hispana no considera como un valor añadido que algo se haya producido en España.

¿Dónde está entonces la posibilidad de acción, centrados en la lengua? La respuesta es clara: en la escuela, en la educación, en lo cultural, ampliamente considerado. Nótese, para evitar triunfalismos, que si bien las cifras de la educación secundaria e incluso primaria crecen, las tesis doctorales y las últimas etapas de la educación superior no registran movimientos significativos. Un avance cuantitativo que no vaya acompañado de uno cualitativo interesa poco. Ninguna ganancia es despreciable; pero el prestigio es un elemento comercial de mucha importancia y en el comercio de la lengua es mucho más importante, porque se trata de un intangible. En el terreno cuantitativo, el español en EEUU, con su polimorfismo y sus numerosas variantes, muy lejanas de un spanglish inventado por publicistas avivados, depende de México. Si desde México se lograra que esa cantidad se acompañara de calidad, si se cuidara el español con acento espiritual, no fonético, mexicano, ésa sería la línea de futuro. De momento, no es así. La voz cantante la sigue llevando el conjunto de la comunidad hispanohablante, en la que tiene mucho que decir la España cultural, en el más amplio sentido, es decir, también industrial, comercial, económica.

Artículo extraído del nº 70 de la revista en papel Telos

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Francisco A. Marcos Marín