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Imágenes de lo puertorriqueño en la escena mediática estadounidense


Por Silvia Álvarez Curbelo

Para Arcadio Díaz Quiñones

Así como la mirada de Charles Baudelaire descubrió en las fotografías de un artista menor de mediados del siglo XIX la cifra íntima de la modernidad –la yuxtaposición de lo eterno y de lo transitorio–, los tiempos que rebasan la modernidad parecen aspectados también por lo paradójico. Arjun Appadurai apunta hacia la simultaneidad tensionada de culturas de la homogeneización con culturas de la heterogeneidad. Aunque admite la pujanza ordenadora y simplificadora del capitalismo tardomoderno, prefiere entender la escena cultural global como una serie de dimensiones solapadas, entreveradas, descoyuntadas, de diferencias ( 1). Como «objeto cultural no identificado» califica Néstor García Canclini a la globalización, negándose también a definirla como proceso u orden único y sí como el «resultado de múltiples movimientos, en parte contradictorios, con resultados abiertos» ( 2).

Este artículo se sitúa en uno esos terrenos minados de representación y prácticas de significación en el que se cruzan lógicas de heterogeneidad y homogeneidad; imaginarios massmediáticos con resistencias y apropiaciones subalternas, y en los que se instrumentaliza la producción de sentidos por parte del capital, pero donde el subalterno complica y hasta se sirve de las domesticaciones.

I Want to Live in America… Puerto Rico is in America

Recuerdo todavía la maraña de percepciones que me produjo ver West Side Story (1961) de Robert Wise, la película basada en el musical de Leonard Bernstein, Stephen Sondheim y Jerome Robbins, a su vez basado en el Romeo y Julieta de Shakespeare. Me conmoví por los amantes condenados, pero me avergoncé por la banda de puertorriqueños con el agresivo nombre de The Sharks (Los Tiburones) que se interponía en el amor interétnico. Me encantaron las coreografías del personaje de Anita (le valió un Oscar a la puertorriqueña Rita Moreno), pero no pude reconocerme en ella con su vestido estridente mientras cantaba I want to live in America. Anita y The Sharks eran otros, los hijos de la emigración puertorriqueña a Estados Unidos.

La memoria rota de la que habla Arcadio Díaz Quiñones ( 3), operación de olvidos y extrañamientos respecto a la emigración, se activaba en mí para construir un imaginario rudimentario y crudo del puertorriqueño de la diáspora. Como si fuera un personaje de un clan primigenio, el puertorriqueño aparecía con cuchilla en mano; era vociferante y desordenado –la expulsión del paraíso tropical, a mi juicio, quedaba justificada–. La violencia tribal, virtuosamente estetizada en West Side Story, fijó en muchos una iconografía del puertorriqueño y de lo puertorriqueño ligado a lo atávico y lo primitivo.

Hasta ese momento las representaciones mediáticas de lo latinoamericano en Estados Unidos exhibían un repertorio que incluía una sexualidad con giro andrógino (Rodolfo Valentino, Ramón Novarro en los albores del cine), la infantilización tropical (a lo Carmen Miranda con su penacho de frutas tropicales o Desi Arnaz, el cubano bongosero de la serie “Yo quiero a Lucy”), y narrativas de revolución, somnolencia sombreruda o fiesta perpetua.

West Side Story presentó importantes modificaciones: lo hispano no estaba en otro lado, sino en la misma urbe; era tribal; también, era indomesticable, sus protagonistas eran jóvenes, con hormonas activadas y muchos de ellos violentos, a pesar de las redenciones melodramáticas que el referente shakesperiano concedía.

Los intrusos en el parque

Cuarenta años después de West Side Story, y alertada por anticipos de prensa y de la comunidad puertorriqueña que había infructuosamente tratado de impedir su transmisión, veía en la televisión un episodio de la galardonada serie “Law and Order”, producida por NBC. De pronto, entre West Side Story y “Law and Order” el tiempo parecía quedar congelado ( 4).

Basado en los desórdenes que se desataron en el año 2000 en el Parque Central de Nueva York en ocasión del Desfile Anual Puertorriqueño, el episodio de “Law and Order” puede leerse como el triunfo de la civilización sobre la barbarie ( 5). El sistema judicial norteamericano representado en el episodio restauraba el equilibrio social trastornado por un asesinato en el parque; asesinato que no hubo durante los incidentes, pero que se convertía en el eje de su ficcionalización televisiva ( 6).

La invocación a un reino del derecho que se enfrenta al tribalismo está sugerida en el mismo nombre de la serie. “Law and Order”, un éxito de audiencia desde hace varios años, alude a la principal estrategia de lucha contra el crimen en la ciudad de Nueva York. El binomio gestor de ley y orden ha presidido sobre operativos de limpieza de los centros urbanos abandonados por poblaciones blancas y ocupados por afroamericanos y más recientemente por migraciones latinoamericanas y caribeñas. Tras el estandarte de «ley y orden» se sistematiza la práctica de criminalizar a los sujetos con cierto perfil étnico, una puesta al día de las decimonónicas teorías de Lombrosio que ataban fisonomías con disposición criminal ( 7).

Entre la escena inicial del episodio, que mostraba los actos crudos de hostigamiento contra mujeres perpetrados por una banda puertorriqueña ataviada con motivos nacionales puertorriqueños, y el veredicto de culpabilidad por el asesinato, aparecía una lógica que imbricaba la diversidad cultural con la muerte. Y la víctima fatal, una mujer blanca de Nueva Inglaterra, era, sin lugar a dudas, metáfora de la nación misma de los padres fundadores asesinada por los «otros». Todos los personajes puertorriqueños mentían o se acobardaban o participaban en los actos de hostigamiento: ninguno era capaz de un acto de ciudadanía. The Sharks habían regresado, pero el sistema estaba allí para vigilar y castigar.

J-Lo

Ahora bien, los mapas y perfiles de la migración han sufrido profundas modificaciones desde el romantizado entresiglos XIX-XX (los migrantes atisbando desde los barcos la Estatua de la Libertad) o incluso desde los tiempos de la segunda posguerra, cuando un cuarto de millón de puertorriqueños emigraron como resultado de la modernización acelerada de Puerto Rico. Nuevos paisajes étnicos propuestos por los flujos poscoloniales obligan a otras lecturas. ¿Qué imaginarios de la migración puertorriqueña emergen en momentos en que 38 millones de latinoamericanos y caribeños –sin contar a varios millones de indocumentados– pueblan Estados Unidos? ¿Qué imaginarios de lo puertorriqueño se cuecen en los tiempos del reggeatón, Univisión y los Grammy Latino? ¿Cómo cohabitan con las imágenes sin salida de West Side Story, y con los rostros criminalizados de Law and Order que se reciclan en clave post 9/11?

Es desde las plataformas del consumo y el entretenimiento desde donde la mass-mediación articula con mayor eficacia y rentabilidad la cultura de la heterogeneidad migratoria. Su dispositivo ha sido, irónicamente, un artefacto homogeneizador: el concepto pan-nacional de lo latino. Algunos de sus rostros –símbolos Ricky Martin, Jennifer López, Marc Anthony, Chayanne, Daddy Yankee– son puertorriqueños. Bajo la marca global de lo latino, lo puertorriqueño se convierte en consumo cultural domesticado, a pesar de los terrores. La globalización de lo puertorriqueño y su conversión en mercancía latina aparentan cancelar los imaginarios incongruentes y vociferantes previos. Sin embargo, la representación de la diferencia se monta precisamente sobre la instrumentalización que realizan las industrias culturales de los atavismos y desde la revaloración massmediática del desborde corporal y la hibridez.

En torno a «lo latino» se plantea hoy por hoy una compleja contienda representacional en la cual se multiplican las agendas. Una de ellas es la del capital, pero no es la única. La bandera puertorriqueña que tan prominente rol jugó en la ropa de los alborotosos y vulgares puertorriqueños en el episodio de Law and Order es la misma bandera puertorriqueña que la megaestrella Jennifer López integra con todo éxito a piezas de ropa en su colección J-Lo, un imperio global de marketing. La conversión de la bandera en un appliqué pret-á-porter por parte de López es un truco barroco que aprovecha los intersticios que abre el capital en su búsqueda imparable de nuevas mercancías para exhibirse. Es una reapropiación por parte del subalterno de lo atávico, de lo primitivo, de la diferencia, que desestabiliza el fatalismo necrofílico que propone West Side Story o el carcelario que decreta “Law and Order”.

José Quiroga llama a lo latino «una identificación fluida y móvil en términos de una praxis concreta» ( 8). Con la anuencia del capital y las industrias culturales globales se opera a través del emporio de Jennifer López o la vida loca de Ricky Martin, otro regreso de The Sharks. La banda primigenia se adentra en las fronteras porosas del Imperio y se torna ahora en parte de un descoyuntado engranaje hegemónico.

Artículo extraído del nº 70 de la revista en papel Telos

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Silvia Álvarez Curbelo