El modelo español de televisión resulta bastante singular en el contexto europeo. La publicidad como experiencia de ver televisión ha alejado a los televidentes españoles del concepto de ciudadanía convirtiéndoles en consumidores. Una autoridad independiente puede variar esa situación.
En 1963 desde el Ministerio de Información y Turismo, entre cuyas atribuciones estaba por cierto el control de la televisión, se impulsó una campaña publicitaria que tenía como objetivo el potenciar la llegada de turistas extranjeros a España. El eslogan de esa campaña, España es diferente o Spain is different en su versión internacional, poseía y posee una extraordinaria polisemia. Los demócratas siempre interpretaron que la diferencia española indicaba a los ciudadanos europeos que con su viaje llegarían a un país sin libertades. Es muy probable que los creativos de la campaña pensaran, sin embargo, transmitir a su audiencia que venir al sur de los Pirineos era arribar a un espacio físico y mental alejado de los estándares habituales en Europa: un territorio en el que las playas, los pueblos y parajes eran increíblemente bellos, los precios baratísimos y, también, como en esas fechas recopilaba Luis Carandell en su celebrado Celtiberia Show, en el que no era infrecuente que los parroquianos de las tabernas escupieran en el suelo del establecimiento o degustaran como tapas algunas viandas estrafalarias y salvajes como pajaritos fritos.
Sea como fuere, el eslogan consiguió fortuna histórica y aún hoy se utiliza por tirios y troyanos para describir algunas de las peculiaridades (eventualmente) negativas de la singularidad española. En suma, que nos viene de perlas aquí el Spain is different para describir que España es el único país de toda la Europa Occidental y del Este en el que no existe un órgano independiente de la administración encargado de regular el funcionamiento de los medios audiovisuales. Parece que a corto plazo en este punto España dejará de ser diferente; pero el hecho de que en los últimos veinticinco años diversos gobiernos ideológicamente de centro, de izquierdas y de derechas no se hayan visto impelidos a constituir esa autoridad resulta tan extraño que obliga a buscar en los meandros de la historia los elementos que realmente hacen diferentes al modelo televisivo español.
Pero quizá antes de proseguir resulta inevitable preguntarse sobre los posibles efectos que ha tenido la ausencia de autoridades independientes en el proceso evolutivo de la televisión española. No es fácil una respuesta unívoca; desconocemos, en suma, en qué hubiera cambiado nuestro sistema televisivo si hubiera contado con una autoridad independiente; no diré si la televisión en España fuera mejor que la actual, porque la valoración sobre la calidad excede con mucho el debate planteado en estas páginas; sí tal vez cabe preguntarse si con una autoridad independiente la televisión en España, en suma, hubiese adquirido una legitimación social de la que en la actualidad carece.
Sea como fuere, intuitivamente puede pensarse que con un órgano independiente hubiera crecido la consideración de los operadores hacia los derechos del televidente en un sector que como el televisivo es, lamentablemente, muy dado a la infracción de las normas legales. Aún hoy son frecuentes las transgresiones a las diversas normativas como la llamada ley anti-contraprogramación o la directiva de televisión sin fronteras: entre otras, cambios en la programación diaria que previamente se había comunicado, incumplimiento de horarios o ausencias de la advertencia acústica sonora en la señalización de la clasificación por edades de los programas emitidos (no menos extraños son, también, los criterios de esa clasificación con resultados tan paradójicos como el que la excepcional serie de Mujeres desesperadas, plena de tramas sexuales y criminales está catalogada para poder ser visionada a partir de los siete años, y esa misma semana una reposición emitida en TDT de Historias para no dormir producida en los años 60, rodada en un plató en blanco y negro, se califique para mayores de dieciocho años de edad).
Y justamente la defensa de los derechos individuales de los espectadores es la base de estas páginas. En suma, soy de los que piensa que en el epicentro de los motivos que dan razón a los consejos audiovisuales está el que los programas televisivos van dirigidos a un público extenso de ciudadanos que poseen derechos. Y no tengo duda que éstos están mejor vigilados por una autoridad independiente que reglamente el sector audiovisual que cuando se hace directamente por alguno de los poderes del Estado.
La ausencia de una autoridad independiente en España tiene que ver con el modelo televisivo español, bastante distinto que cualquier otro europeo. Las razones históricas que han determinado las características del modelo televisivo español se pierden en la antigüedad del franquismo. Lo que resulta más curioso, sin embargo, es que no se modificaran en la transición democrática cuando España accede a un régimen de libertades públicas. Se puede resumir diciendo que en España los poderes públicos, y por extensión las emisoras, han considerado que los telespectadores tienen mucho más de consumidores que de ciudadanos con derechos. La diferencia es sustantiva porque el consumidor adquiere esa condición con el simple hecho de la compra, por ejemplo con la acción de visionado de un programa que le convierte en audiencia que la emisora vende a la industria publicitaria; mientras que el ciudadano es capaz de vehicular valores colectivos como la democracia o la participación social. Observemos dos muestras que nos permiten verificar lo dicho.
Como se sabe, en los países europeos la base de la financiación del servicio televisivo siempre se ha realizado por el esfuerzo colectivo del pago de un canon que los ciudadanos satisfacen por el uso y posesión del televisor. Sin embargo, en España la idea de utilizar el canon como forma de financiación del servicio televisivo no ha gozado nunca de buen predicamento: ni el franquismo que lo abolió por poco operativo a mediados de los años 60, ni tampoco en la democracia, en donde el Estatuto de Radio y la Televisión de 1980, en su artículo 32c, apunta: «TVE se financiará (…) en su caso, mediante una tasa o canon sobre la tenencia de receptores que inicialmente sólo gravará la de los televisores en color». Hubiese sido lógico que en la refundación del sistema televisivo que se produjo con la democracia se hubiera incorporado el canon, más aún al considerar que en esos primeros años 80 el parque de televisores en color era todavía residual y se podía empezar con el contador del servicio público televisivo casi a cero. Lo cierto es que ni los gobiernos minoritarios de UCD ni las mayorías absolutas del partido socialista lo hicieron.
Se ha dicho que la ausencia del pago de un canon ha dificultado el que la idea de servicio público televisivo se permeabilizara con profundidad en la sociedad civil española. O en otras palabras, que el canon es una forma de hacer ciudadanos televisivos. Es muy probable que así haya sido; pero no olvidemos que aquella idea del servicio público tiene mucho que ver con los procesos de identidad nacional, algo de lo que no se anda muy sobrado en la España contemporánea; en este tema mejor andan las Comunidades Autónomas cuyas televisiones tampoco se financian por canon, pero que no dudan en utilizar como eslogan promocional aquello de nuestra televisión.
Otro elemento complementario en esta consideración sobre el modelo televisivo español es el de la publicidad. Y no me refiero aquí a lo más evidente, al hecho de que la publicidad nos interpela como consumidores, sino de algo de mayor calado. Porque lo cierto es que desde los mismos orígenes, el televidente español ha consumido sin solución de continuidad programas y comunicaciones publicitarias. De hecho, ya en las primeras retransmisiones de partidos de fútbol en los lejanos años 50, que por cierto fueron encargadas a una empresa de publicidad, la prensa se felicita de que los anuncios y cuñas que iban en el interior del partido llenan amenamente las pausas de espera del juego.
La publicidad ha creado desde hace muchas décadas una experiencia social del consumo televisivo que en España es completamente diferenciada de la de cualquier otro país europeo. En otras palabras, para los españoles el hecho de ver la televisión esta formado por un mix en el que el consumo de programas va indisolublemente unido a la presencia de formas publicitarias (por supuesto anuncios pero también patrocinio de programas o colocaciones de producto en todos los géneros televisivos). De esta manera, los televidentes españoles, desde los mismos tiempos en que comienza a crearse la experiencia social y colectiva de ver televisión, han sido percibidos por las emisoras como consumidores en relación con la actividad de ver televisión. Por ejemplarizar, un español de la edad de José Luis Rodríguez Zapatero o Mariano Rajoy ha visto los mismos programas y formatos internacionales que un ciudadano británico, alemán, francés o italiano coetáneo; sin embargo, su experiencia televisiva tiene más que ver con la de un espectador americano que con la de éstos. Tan sólo para aquellos españoles y europeos nacidos a partir de la década de 1990 se unificarán parcialmente sus experiencias televisivas.
La omnipresencia de la publicidad televisiva en España es de tal magnitud que únicamente cuando se sale a Europa se comprueba que hay otra manera de degustar los programas televisivos; a sensu contrario los hiatos publicitarios es lo primero que llama la atención a los televidentes foráneos ocasionales.
Como corolario de lo dicho, también es muy posible que con la macropresencia publicitaria se haya inoculado a todos los espectadores españoles, la idea de que somos consumidores de televisión y que la actividad televisiva no necesita de consejos audiovisuales que la regulen. La actividad televisiva constituye un mercado cuyo acto de compra es gratuito, lo que despoja de derechos al televidente, y que las emisoras o los profesionales de los medios no tienen ningún tipo de obligación específica con la sociedad. Y con estas razones puede concluirse que no es necesaria ninguna autoridad para que reglamente al sector al margen de las normas de la jurisdicción ordinaria y del mercado o en casos extraordinarios del auto-control de los operadores (como se sabe las emisoras televisivas españolas tienen acuerdos en lo referente a aquellos aspectos de su actividad que poseen una mayor repercusión social, como por ejemplo el Código de autorregulación sobre contenidos e infancia que rubricaron las emisoras de cobertura estatal en diciembre de 2004; su consulta está disponible en la Página del Defensor del Espectador de www.rtve.es).
Obvio es decir que la inclusión de la publicidad en el consumo televisivo ha fijado unas reglas del juego, una dinámica de programación de la que no han podido abstraerse ni los operadores televisivos de titularidad pública (estatal o autonómica) ni los operadores privados. Ya indiqué en otro lugar los cambios sufridos en la manera de programar de TVE 1 en una fecha tan inicial como octubre de 1990, primera temporada en la que se produce competencia programática entre emisoras de cobertura estatal. En relación con la parrilla presentada en abril de ese mismo año, cuando todavía no había competencia, TVE 1 establece en el otoño cambios sustanciales tales como sustituir los concursos pseudoculturales como El tiempo es oro por otros transnacionales como El precio justo, retirar de la rejilla del horario nocturno los programas de reportajes informativos o de debate político (En portada, Punto y aparte), o permutar los ancestrales programas de cultura nacional popular como El martes que viene por otras ofertas de vocación internacional como Vídeos de Primera (Contreras, Palacio, 2001: 73-75).
Utilicemos el ejemplo actual de los informativos españoles para apuntalar lo dicho. Los informativos, no hay duda de ello, constituyen el género televisivo de mayor prestigio social y cultural; pues parece bien claro que la estructura de las noticias de los informativos televisivos españoles está muy alejada de sus homónimos europeos. Lo primero que se percibe es que el peso de las informaciones deportivas y de las de sucesos no tiene parangón en otras naciones. Puede pensarse que estas características se deben a la ratinguitis, enfermedad de origen publicitario, tan desarrollada en el cuerpo de la institución televisiva española, que con estupor puede comprobarse que también contamina a los discursos que sobre el medio elaboran los académicos y por supuesto los políticos. Y de ahí, también, las repetidas discusiones suscitadas en Parlamento sobre si los Telediarios de TVE son o dejan de ser líderes de audiencia.
Pero en segundo lugar se observa otro fenómeno de mayor calado: distintas maneras de comunicación publicitaria han invadido hábilmente todos los informativos televisivos españoles; y ello hasta el punto de que éstos, sin contar con las secciones patrocinadas, se han convertido en un soporte publicitario de las más variadas mercaderías; ejemplos al albur: en un reportaje un representante de una agencia de viajes habla de los destinos de vacaciones, en otro alguien de una gran superficie lo hace de las rebajas, en un tercero aparece un trabajador de una aseguradora que comenta los riesgos de la carretera; todos aparecen en pantalla con su rótulo identificativo y pueden ser ejemplos de un lista apresurada y con vocación de infinita en la que tras las noticias del día siempre hay mensajes publicitarios. De nuevo la línea gruesa que en España diferencia al ciudadano del usuario o consumidor.
El hecho de que en España la publicidad sea una característica central de su modelo televisivo ha tenido mucha trascendencia en el tema que nos ocupa; fundamentalmente porque en Europa la moderna concepción de los organismos reguladores empieza a fraguar en un tiempo histórico en el que se produce un reajuste de los monopolios de los servicios públicos televisivos, y en el que éstos deben abandonar sus proyectos pedagógicos nacionales en aras de una televisión espectacular, visual, articulada sobre el marketing y la venta de cuotas de audiencia a la industria publicitaria. Desde mi punto de vista, parece razonable pensar que una de las cosas que buscaban los poderes públicos europeos con la creación de los organismos reguladores era combinar la necesidad de abrir un mercado a la iniciativa privada y paralelamente proteger los derechos de los telespectadores (el proceso es aún más visible cuando han aparecido en los últimos diez años las autoridades de segunda generación en los países de la Europa Central y del Este).
Encontrar la más adecuada dialéctica entre los justos intereses del mercado y los derechos de los consumidores está asimismo en la base de la promulgación el 3 de octubre de 1989 de la Directiva comunitaria de Televisión sin fronteras. Recuérdese que la directiva busca como objeto declarado en su disposición general, además de la promoción y el fomento de la producción televisiva europea, la regulación de la publicidad televisiva y del patrocinio televisivo, así como defender los intereses legítimos de los usuarios y en especial de los menores para preservar su correcto desarrollo físico, mental y moral. Por cierto no debe ser casual que en España la directiva europea se incorporara al derecho nacional en julio de 1994, cinco años más tarde de su promulgación. Basta mirar un poco los diversos encuentros que celebra la EPRA European Platform of Regulatory Authorities; www.epra.org para comprobar que la publicidad y las medidas protectoras de la infancia y juventud son verdaderamente los ejes vertebrales de sus preocupaciones.
Más difícil resulta explicar el comportamiento de la clase política en las dos últimas décadas. Desde luego que durante los años ochenta nadie pensaba en cómo construir un servicio público televisivo contemporáneo. Las polémicas sobre la relación entre TVE y las televisiones autonómicas son un buen ejemplo. El propósito central parecía ser el de utilizar el pretendido poder omnímodo del medio para transmitir valores como la democracia (sin exageraciones, TVE fue la emisora más libre de Europa en esos años) o para impulsar las producciones y abordar las temáticas que no se pudieron hacer en los años 60 y 70. Por su parte, las primeras televisiones autonómicas están gobernadas por el criterio único de la normalización lingüística, como se demuestra con la primera parrilla de TV 3 en 1984 en la que se programaba el serial Dallas en catalán los domingos por la noche, antes del espacio de resúmenes futbolísticos.
Cuando aparecen las emisoras privadas en 1990 ya eran visibles (en una España que se disponía a organizar los Juegos Olímpicos de 1992 y la Expo de Sevilla) los signos económicos que apuntaban la transición de la modernidad industrial a una sociedad basada en el consumismo y la pujanza del sector servicios.
Retrospectivamente, parece claro que las emisoras públicas carecían de la pericia adecuada para acomodarse a las nuevas reglas competitivas del mercado. O, para ser más exactos, a la distorsión de las reglas del mercado que forjaron las emisoras privadas como Tele 5. Esta cadena llevó a las últimas consecuencias las características del modelo televisivo español, impulsando una forma de hacer televisión en la que predominaba un uso agresivo de las formas de comunicación publicitaria y promocional: con una política de descuentos, convirtió las tarifas publicitarias en algo inasible que hacía desaparecer el valor de las cosas y las propias reglas del mercado. A partir de ahí se multiplicó el uso de la televisión como escaparate de ventas con la proliferación de espacios de televenta, patrocinio y tiempos de emisión de anuncios por hora que rompían todas las normas.
En esos años noventa, los poderes públicos haciendo mofa de las leyes por ellos promulgadas permitieron el desarrollo selvático de un capitalismo televisivo. Cualquier radiografía del modelo televisivo español debe remarcar la sorprendente dejación de las funciones y obligaciones de prácticamente todos los niveles de la administración pública. Dos posibles ejemplos: a mediados de la década, la prensa y organizaciones como la Unión de Consumidores de España resaltaban periódicamente en sus informes que todas las televisiones infringían sistemáticamente las cuotas horarias de publicidad; también se comprobaba que con la llamada coloquialmente contraprogramación las emisoras cometían irregularidades importantes tanto en el tiempo como en el contenido de los programas anunciados que en esa época colisionaban con los derechos de los espectadores infringiendo la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. Jamás la actividad televisiva en España contó con un mínimo de legitimación social, pero muy probablemente en la primera mitad de los años 90 se alcanzó el nivel más alto de rechazo social.
En conclusión histórica, a mediados de esa década parecía claro que era necesario establecer un orden en el caos. Todos sabemos que el 15 de noviembre de 1995 doscientos treinta y cinco senadores votaron la propuesta de la creación de un Consejo Superior de los Medios Audiovisuales (tres senadores votaron en contra, básicamente de Izquierda Unida). Y también conocemos que en 1996 el Partido Popular ganó las elecciones legislativas. El Consejo no se puso en marcha, probablemente porque los populares debieron considerar que, con respecto a los medios audiovisuales, era mejor que el partido en el gobierno contase con la televisión pública en propiedad que con una autoridad independiente,… pero esa es otra historia.
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Artículo extraído del nº 68 de la revista en papel Telos