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La condición consumidora en la Sociedad de la Información


Por Raúl Eguizábal

Este artículo intenta demostrar la existencia de una nueva condición consumidora. Para ello se analiza una serie de parámetros que puede definir la existencia de un punto de inflexión en el desarrollo del consumo: los escenarios, los nuevos objetos, los rituales del consumo, el papel de la educación, Internet, las formas de comunicación, la publicidad y la imagen corporativa. El consumo opera en nuestra sociedad como un sustituto tanto de la religión como de la ideología y se convierte en el dispositivo central de nuestra cultura.

Es difícil precisar en qué momento exacto se produce un cambio de rumbo en el discurrir social y cultural de una comunidad. En los años 70-80 se manifestó una corriente crítica de pensamiento que puso en entredicho las conquistas de la modernidad y exigió una revisión de los valores que habían cimentado la civilización contemporánea, descubriendo indicios de agotamiento en el proyecto de la modernidad. A esa línea de pensamiento se le llamó, a falta de un término más preciso, “postmoderna”; vocablo tomado de la arquitectura, donde se empleaba para definir una tendencia ecléctica que reaccionaba contra el racionalismo dominante acusándolo de inhóspito, cerebral e inhumano.

La caída del muro de Berlín (1989) obligó a redefinir el mundo desde un punto de vista político y estratégico.

No en un momento determinado, sino a lo largo de los años que van desde la caída del muro de Berlín a la caída de las Torres Gemelas se ha producido también una serie de acontecimientos más cotidianos, mucho menos espectaculares, pero con una influencia a la larga tan determinante, que nos obliga a pensar seriamente en la posibilidad de hallarnos ante un nuevo panorama del consumo, ante una nueva condición consumidora. También desde el punto de visto económico y social hay indicios suficientes de conmoción que se manifiestan en las nuevas formas de transporte (los trenes de alta velocidad), en las fuentes de energía (solar, eólica, etc., pero sobre todo la que parece inminente: energía de fusión nuclear), en la revolución de la informatización y la comunicación con todos los productos que se derivan de ellas, etc.

Los escenarios, los objetos, los rituales del consumo, la definición y promoción de los objetos pueden darnos la clave en el análisis de los cambios que parecen revelarse.

No minimicemos el poder de la industria del ocio. Un actor de Hollywood ha regido los destinos del país más poderoso del mundo. El salto desde el negocio del cine (o desde la televisión) a la política, como en otras épocas desde la literatura o el periodismo, será, entendemos, cada vez más frecuente y una evidente consecuencia del poder de los medios audiovisuales. Inevitable en la mayoría de los casos el que tal político mediático constituya un modelo populista.

Los nuevos escenarios del consumo

Uno de los rasgos más relevantes es sin duda la culminación del proceso de identificación de ocio y consumo. Convertir finalmente la compra en una actividad lúdica es la conquista definitiva del consumo que deja de ser una necesidad, una obligación, un trabajo, para definirse como un recreo.

Los restaurantes de comida rápida son los encargados de trivializar la parte más obligatoria, menos divertida del consumo: la de la comida. En vez de realizar la pesada compra ¡acudamos a la alegre hamburguesería! La comida será así algo festivo y bullicioso. Sólo en una sociedad de la hiperabundancia es comprensible este tratamiento frívolo de la comida, que junto al sexo ha sido la principal fuente de placer en cualquier civilización y que ahora debe ser amenizada con divertidos envoltorios, juguetitos de regalo para los más pequeños, bebidas gaseosas de colorines, pegotes de salsas rojas y amarillas, de siropes de chocolate y caramelo y, lo más divertido de todo, con la posibilidad de que vaya íntegro a la basura sin ningún cargo de conciencia. El amontonamiento de bolsas de basura ciclópeas a las puertas de la hamburguesería es una demostración característica de la sociedad del postconsumo.

La magnitud sensorial de los productos adquiere una nueva dimensión, o mejor dicho la magnitud visual: los alimentos no huelen, no saben, pero a cambio se muestran esplendorosos y rebosantes de salud. Todo visualidad, casi más signos de alimentos que alimentos reales, perfectos no para los placeres de la mesa sino para la exhibición y la compra por impulso.

El empeño de las grandes superficies, de los parques comerciales por abrir durante las horas de ocio es una consecuencia natural de su índole, dado que su objetivo es competir con el cine, el fútbol, los parques, la bolera, etc. La denominación de parques indica muy bien esa intención de recreo. Al mismo tiempo, en el interior de los establecimientos la dimensión espectacular de la presentación de las mercancías se beneficia de las innovaciones tecnológicas de la iluminación, la climatización y el sonido para crear ese ambiente lúdico y seductor para la compra. Todo ello debe contribuir a crear del interior “otro lugar”, un paraje tropical cuando fuera es invierno, o un lugar perfectamente refrigerado cuando es verano, oriente si estamos en occidente, París si nos encontramos en Chicago, Nueva York, si estamos en Madrid. En ocasiones los nuevos centros parecen ciudades futuristas o alienígenas, o como dijeron sus arquitectos del Centro de Arte George Pompidou, una nave espacial que acaba de aterrizar en el corazón de la ciudad. No hay que olvidar el inédito protagonismo mediático que están tomando los arquitectos, como las nuevas estrellas del arte, gracias a estos edificios comerciales, institucionales o corporativos. Las grandes multinacionales, los museos, los centros comerciales, los ayuntamientos y las bodegas compiten por el estrellato en el firmamento arquitectónico.

A los grandes almacenes, hipermercados y autoservicios se le vienen a incorporar las grandes superficies, donde la compra del tomate y la lechuga convive con la de equipos informáticos, electrodomésticos, libros y ropa deportiva. Y, asimismo, las áreas comerciales donde en un espacio acotado conviven diversas alternativas de ocio (multicines, boleras, salas de máquinas recreativas o de juegos infantiles) con tiendas (librería, supermercado, tienda de discos) y servicios (restaurantes, cafetería, peluquería, centro de belleza). Todo ello en una creación artificial y en un ambiente especialmente diseñado (a partir de una síntesis de entretenimiento, comercio y prestaciones diversas) para un único propósito: el gasto.

Los nuevos escenarios se definen, pues, a partir de una conjunción de ocio, consumo y servicios.

El cielo del capitalismo

Ya no es una tienda de lo que estamos hablando, ni siquiera un edificio, ahora es toda una ciudad, una pequeña ciudad desde fuera, como el Centro Comercial La Vaguada (Madrid), pero casi infinita por dentro.

El centro comercial adopta la forma de una ciudad, de un país como aquel de Pinocho, un lugar sin límites ni leyes, excepto las del comercio, claro, pero donde no es de día ni de noche, no es verano ni invierno, no hay arriba ni abajo. El consumidor se sumerge en un dédalo de escaleras, pasillos y vestíbulos, luces brillantes, musiquillas idiotas, sus sentidos se extravían y sufre una “borrachera de las profundidades” (o de las alturas, él no puede saberlo porque ha perdido las referencias) que lo dejan completamente inerme ante los estragos del consumo.

Ese lugar cálido, tibio, reposado, donde no corre el tiempo, sin conflictos, lugar de la perfecta holganza, donde el consumidor se siente protegido, a salvo de los problemas del trabajo o del paro, de la familia o de la soledad, lejos del tráfico, de la contaminación; ese lugar es el seno materno, el vientre del capitalismo. El útero es la meta, el final, la culminación. El proceso de infantilización de la sociedad parece imparable, el proceso de disneyzación al estilo estadounidense parece inevitable. Para entrar en el cielo del capitalismo tenemos que ser como niños. La infancia es el paraíso. La felicidad de las damas se ha convertido en el jardín de infancia de todos (hombres y mujeres). Al fin y al cabo nunca fuimos más felices que cuando éramos niños.

Para extraviar los sentidos, para perderse, para olvidar, para el desorden, para el exceso, para gozar, para alborotar, para regresar a la infancia, cada cultura disponía de su droga. Freud (1980) hablaba del «valioso servicio que el alcohol rinde al hombre», transformando su estado de ánimo, debilitando las fuerzas coercitivas y siendo en consecuencia una fuente de placer. El precio era alto, se pagaba con la salud, con la juventud, con la cordura. Ahora disponemos del centro comercial. El precio no es menos alto, se paga con la angustia de si llegaré a fin de mes, con la incertidumbre de la hipoteca, con la agonía de los pagos aplazados. Y de la misma manera que a la noche de farra le sigue el amanecer de resaca, de desazón, de postración; a la orgía del consumo le sigue el arrepentimiento, la soledad y la congoja. La intoxicación por el consumo es uno de los problemas fundamentales de nuestra sociedad, al fin y al cabo las otras intoxicaciones (alcohol, tabaco, medicamentos, refrescos de cafeína, etc.) son también conductas patológicas de consumo.

Neobjetos

Los productos más representativos de nuestra era son, sin duda, los derivados de la electrónica de ocio (videojuegos, DVD, consolas, televisores de pantalla plana), la informática (ordenadores personales con su surtido de periféricos, agendas electrónicas, cámaras digitales) y las comunicaciones (teléfonos móviles y sus derivados).

Aunque es la revolución más evidente, constituye tan sólo una parte de las transformaciones que se han producido en nuestro entorno e incluso en nuestra existencia más ordinaria. Tantas y tan sutiles metamorfosis que a veces es difícil evaluar hasta qué punto se ha transfigurado el día a día.

La crisis de los años 70 manifestó síntomas de saturación del mercado y la necesidad de replantear el concepto de la mercancía en el nuevo capitalismo. Para estupor del fabricante tradicional, orgulloso de crear el mejor aparato eléctrico o mecánico, es decir el más resistente, el más duradero, los hombres del marketing le apremiaron a construir peores enseres, máquinas más endebles, utensilios desechables, lavadoras, juguetes, ventiladores, etc., que fuesen económicos y efímeros; lo que se enlazaba a la elevación de la mano de obra, de tal manera que siempre fuese más rentable renovarlos que arreglarlos, y aseguraría la circulación incesante de mercancías, el perpetuum mobile del consumo. El mercado se convierte en el centro del vórtice.

Calidad y cantidad siempre se oponen. La masificación de la producción ha traído como consecuencia una notable pérdida de calidad. Materiales de peor calidad, por ejemplo los plásticos que sustituyen a los metales, mano de obra menos cualificada para muchas labores, incluso subcontratada, han permitido rebajar el precio de los productos. Cada vez se produce más, más barato y peor.

No es sólo una cuestión de calidad, también lo es de estética. La proliferación de baratijas ha abarrotado el mercado de fealdad y torpeza, en un proceso parecido al que ha ocurrido con los contenidos de los medios de comunicación. La competencia no ha mejorado la calidad, porque no hay competencia real, todo el mundo produce la misma basura, sea en trastos inútiles o en teleseries. La civilización se ha llenado de fruslerías, de naderías, de superficialidad, todo se ha vuelto bazar de “todo a cien”: la televisión, la comida rápida, el mercado.

Una de las leyes del consumo nos dice que a mayor renta mayor consumo de “bienes superiores” y menor de “bienes inferiores”, es decir más carne y pescado, y menos pan y patatas. Con el aumento de la renta se produce, sin embargo, el incremento del consumo de una serie de productos que no son realmente bienes superiores: congelados, preparados, aguas minerales. Son los alimentos modernos.

En parte su consumo se debe al tipo de vida actual en las grandes urbes (prisas, desplazamientos, etc.) que luego se extiende a poblaciones más reducidas; y en parte a un cierto prestigio de estos nuevos productos: más sanos, más modernos (bioyogures, bebidas isotónicas, etc.).

Aunque quizá la operación más singular se ha producido en los productos naturales. Por un lado, ya lo hemos comentado, se ha puesto la intención exclusivamente en su dimensión visual, abandonándose por completo la gustativa o la olfativa. La producción en serie se ha trasladado también a los productos naturales, el resultado son frutas y verduras con aspecto sintético, perfectas, inmaculadas, carentes de imperfección, idénticas como clones. Es curioso observar cómo algunas frutas de adorno, de las de escayola pintada, cuya superficie se ve recreada con alguna pequeña mancha o melladura, adoptan una imagen de realidad más aguda que las propias frutas de verdad. Los nuevos alimentos frescos con su sensación artificial y su aspecto clónico, oportuno, lustroso, satisfacen esa inclinación burguesa por lo pulido y lo correcto. Los niños de hoy nunca han visto un gusano en una manzana, y se han perdido con ello vivir una de las metáforas más fecundas.

Viviendo en el infraespacio

Los productos de la arquitectura y la decoración han sufrido también importantes transformaciones debidas, en parte, a la aplicación de materiales nuevos (materiales sintéticos como el PVC y metales ligeros como el aluminio, sin olvidarse de la electrónica) y, en otra parte, a la atomización de la familia tradicional que ha dado lugar a unidades familiares más pequeñas, con menores ingresos totales, y menores necesidades de espacio que la familia tradicional.

Ya no es la casa donde convivían varias generaciones, ahora cada miembro exige “su” territorio aunque éste sea exiguo. Muchos más hogares pero mucho más reducidos. En cualquier caso, las necesidades de equipamiento se multiplican con el número de hogares, cada uno –independientemente de su tamaño– precisa sus electrodomésticos, muebles, etc., aumentando el consumo total de enseres y contribuyendo a mantener en funcionamiento el mecanismo de la producción.

El término familia se ha vuelto muy flexible y sirve para denominar estructuras manifiestamente diferentes (madres solteras, divorciados con hijos, parejas sin hijos, etc.) e incluso, lo que ya es estirar hasta el límite la idea de familia, personas que viven solas. También los reducidos espacios deben volverse flexibles: cocina-comedor, salón-estudio, etc.

Todo en el mundo-basura debe ser flexible, elástico, moldeable: los muebles que se empotran, que se pliegan, que se recogen, que asumen varias funciones. Maleabilidad es el concepto que domina no sólo los objetos (sofás-cama, bolígrafo-linterna, estantería vertical-horizontal, champú-acondicionador), sino también los materiales que deben ser, asimismo, livianos: «… el objeto renuncia a su gravidez, a su inmovilidad, a su estatismo» (Dagognet, 1994), pierde el componente de monumentalidad del mueble antiguo, se demanda funcionalidad incluso multifuncionalidad.

La atomización del espacio ha generado habitáculos mínimos, mientras que proliferan los objetos asequibles. Los objetos son comparativamente baratos, el espacio es mucho más caro, así que los objetos deben poderse encajar, plegar, apilar.

«Nuestra civilización… ha difundido ‘objetos nuevos’: … sus elementos se acoplan entre sí como por arte de magia o porque consiguen desaparecer unos dentro de otros, como ocurre con la cama que se levanta y se encierra en la pared), objetos totalmente desechables (el lápiz, el encendedor, la maquinilla de afeitar), que están en lo más alto de la sociedad de consumo, puesto que se pueden destruir inmediatamente después de utilizados (consumir, consumar); o también objetos transformables (la cama que se transforma fácilmente en sofᅻ (Dagognet, 1994).

Una caricatura de este nuevo hogar plegable podía verse en el apartamento del protagonista de la película El quinto elemento (1997). En realidad ya tenemos ejemplos actuales del hogar futuro en una de esas caravanas, un neohogar portátil, en las que para abrir el frigorífico hay que cerrar la cama. O en los hoteles nicho japoneses, en los que en vez de habitaciones hay hornacinas en las que cabe de forma ajustada una cama y, por supuesto, un televisor.

A la función de uso y a la función simbólica de los objetos se le une ahora la función de ubicación (de emplazamiento, adaptación, acomodación): los objetos deben embutirse unos en otros, acomodarse a unos espacios, encajar en un envase prediseñado. Deben ser fáciles de apilar, de almacenar, de transportar. Muchos objetos, desde pequeños juguetes a grandes muebles, se montan en el hogar. El automontaje ahorra costes y al mismo tiempo debe ser algo fácil y placentero, algo ligero. De ahí la creciente importancia del diseño.

El envase, a su vez, se convierte en un objeto en sí mismo. La fascinación infantil por los envases (el niño prefiere la caja al juguete) se manifiesta en el escrupuloso trabajo de concepción y producción de los recipientes, en el packaging, pero también en la fascinación del envase, en el coleccionismo, en la compra por el envase (la funda del disco, la cubierta del libro), en su holgado poder de seducción. El objeto más nimio o vulgar del mundo adquiere distinción, atractivo, singularidad gracias al envase.

La electrónica se vuelve parte ineludible del nuevo hogar. La implantación de la red eléctrica en los hogares fue bastante tardía (en principio se enchufaban los escasos electrodomésticos en el casquillo de la bombilla); el hogar, con ella, se convertía todo él en un organismo dotado de energía propia al que cada usuario podía exprimir según sus necesidades. Una reconstrucción del hogar perfecto: el seno materno que nos proporciona energía vital.

Richard Hamilton, el conocido pintor inglés, inauguró el arte pop con una reflexión (en forma de fotomontaje) sobre el hogar moderno a la que tituló ¿Qué hace que los hogares de hoy sean tan distintos, tan seductores? No podemos negar que el poder de anticipación del arte se manifiesta en esta obra de 1956, cuando ni si quiera la sociedad de consumo se hallaba todavía en su apogeo. Allí estaban, con mucha mala leche, todo los efectos y todos los defectos de la futura sociedad: aparatos eléctricos, vulgaridad, culto al cuerpo, acumulación, mass media (iconos mediáticos), exceso, trivialidad, erotismo. No obstante, lo que me interesa ahora no está tanto en la respuesta (el cuadro en sí) como en la pregunta (el espléndido título) donde Hamilton renueva su talento profético.

Ahí están definidos los parámetros del hogar moderno o mejor de la vida moderna: la distinción y la seducción. Es lo que todo ciudadano espera obtener a cambio de su dinero.

«El hogar representa un estilo de vida que rebasa la mera materialidad del habitáculo y de los objetos en él contenidos: su particular configuración es fiel trasunto de la concreta sociedad que le da el ser. De aquí el significativo contraste entre el hogar de nuestros abuelos y el nuestro…» (Castillo Castillo, 1994).

¿Realmente el hogar representa un estilo de vida? Es más, ¿existe realmente un hogar tipo de cada época, de cada sociedad? Gombrich (2003) lo pone en duda al reflexionar sobre las representaciones de la residencia estilo rococó y de la residencia estilo siglo XX, funcional: «en cualquier época el escenario de la historia está poblado por diferentes generaciones de personas con puntos de vista, influencias, poder y gusto infinitamente diversos» (Gombrich, 2003). Seguramente todas esas clasificaciones de población a que nos tiene acostumbrados la sociología son, como decía Borges malévolamente de la democracia, un «abuso de la estadística». De hecho las nuevas investigaciones vienen a dar, en buena medida, la razón a Gombrich: cada vez resulta más difícil categorizar la sociedad, cada vez los sociólogos se ven obligados a hacer los grupos más pequeños y más difíciles de homogeneizar. Aquellos a los que agrupásemos por tipos de hogares (barrocos, racionalistas, ingleses, rústicos, etc.) se diferenciarían entre sí por otro montón de variables. Eso sí, todos tendrían en realidad una cosa en común: el fraude de los estilos; ni el estilo inglés, ni el mueble rústico, ni el isabelino, ni el bauhaus son sino imitaciones.

No sólo se atomiza el espacio, se atomiza la sociedad. ¿Al final del camino se levanta el individuo soberano? En realidad y aunque quede lejos la desaparición de las diferencias sociales, nuestra sociedad está mucho menos estructurada que en el pasado.

La movilidad que agita el tejido social, la democratización de las costumbres, el acceso generalizado a los bienes pueden tener, no obstante, consecuencias inesperadas, ya que el hombre se siente siempre mucho más seguro si forma parte de un grupo. Al igual que a la caída de la religión como sistema le sucede la proliferación de sectas, doctrinas menores y cultos extravagantes; a la descomposición del orden social le sigue la proliferación de eso que llamamos tribus urbanas. En realidad, en el mundo basura, la distinción ya no es un privilegio de las clases altas. Todos aspiran a la distinción, a la diferencia que les identifica con los miembros de su grupo, de su secta, de su elite.

Los pesados muebles de la burguesía representaban la solidez del sistema de clases, su inmovilidad. Su redundancia y estabilidad como concepto de mueble (la cama, cama; el sofá, sofá) frente a la maleabilidad, la indefinición del sofá-cama, de la mesa extensible, es la alegoría de la disparidad entre una sociedad de firmes principios y otra todo flexibilidad. Al igual que hemos pasado, en el plano alimenticio, de la densidad de las salsas y la contundencia de los cocidos a los alimentos light, a las espumas (mousse) y los batidos. Todo debe ser ligero, liviano, hasta las aguas embotelladas.

El consumo minimal

En el centro de la sociedad de la abundancia se inserta la anorexia. Toda acción tiene su reacción. El exceso, la profusión, la acumulación ya no son chic. Lo difícil, lo elegante, lo costoso, lo elevado, lo gravoso es la delgadez enfermiza, lo minúsculo, lo vacío. Los restaurantes más lujosos se caracterizan por su decoración minimalista, sus espacios amplios y vacíos y, sobre todo, por sus raciones minúsculas servidas en grandes platos que acentúen su pequeñez.

Hay que hacer un gran esfuerzo físico y económico que sólo los más pudientes pueden hacer, para conseguir esa ansiada delgadez morbosa. Hace falta tiempo y dinero para el gimnasio, los masajes, la sauna, los centros de dietética, las operaciones adelgazantes. Hace falta mucho más: esfuerzo, sacrificio, voluntad; ese valor que se le supone a las clases poderosas.

El movimiento de la sociedad se produce también por la distancia que la clase alta, que el poder intenta siempre restablecer con respecto a las otras clases cuando éstas se le acercan peligrosamente. Gombrich (en sintonía con Pierre Bourdieu en La distinción) habla de «la necesidad que tienen los grupos de establecer su identidad distintiva diferenciando su estilo de vida del de aquellos a quienes consideran sus rivales, sus inferiores o incluso sus superiores». Si las clases inferiores han accedido a la abundancia, si ya esa distancia no se puede obtener con más abundancia, entonces ha llegado el momento de la anorexia.

Mientras que los ricos son cada vez más delgados, y más austeros, los pobres engordan gracias al acceso a la infralimentación de la sociedad basura, la bollería industrial, las bolsas de aperitivos, las barritas de snacks, los refrescos. Lo que identifica a todos estos alimentos es que van envasados, el envase es lo que les confiere su fascinación, el placer de abrir, de inaugurar, de estrenar a cada momento proporciona a sus consumidores una ingenua sensación de poderío.

Cuanto más fracasados, humillados e insatisfechos, más necesidad hay de consumir. Los mayores niveles de consumo (con respecto a los ingresos) se producen en las capas sociales más desfavorecidas. Fundido su dinero en gaseosas y pastelitos, teléfonos móviles y vídeos, disminuyen sus posibilidades de ascenso social. Aumenta su insatisfacción y vuelta a empezar. Cada vez más deprimidos y más obesos.

La moda anoréxica es otra prueba más de la masculinización de la sociedad. En realidad, el éxito del feminismo ha derivado en buena medida hacia el triunfo de los cánones masculinos, no sólo en la moda (pantalones, trajes chaqueta), en el lenguaje, en hábitos de consumo como el tabaco y el alcohol, en la competitividad en el trabajo, sino incluso en el cuerpo desnudo: impera la figura andrógina, sin curvas, ocultando todo signo de feminidad. Por un lado, todo debe terminar en “o” y “a”, compañero y compañera, ciudadano y ciudadana, lo que roza el ridículo en el demagógico discurso de los políticos (y no sólo de la izquierda, también entre los políticos conservadores). Y al mismo tiempo se adopta el burdo lenguaje macho, envuelto en tacos y agresividad. Los anuncios de Calvin Klein jugaban de una forma astuta, para escándalo de mentes bien pensantes, con esta ambigüedad, con esta flexibilidad sexual.

La moda anoréxica, acompañada de pantalones caídos, sin cinturón, pelo rapado al cero o poco menos, aspecto demacrado, gorra hacia atrás, es la estética carcelaria. Una impostura del sufrimiento, para aquellos que nunca han padecido, para una sociedad empeñada en disimular todo signo de pena, de dolor, de angustia. Una sociedad de la que se ha desterrado simbólicamente la muerte. Para evitar que un cinturón se convierta en una arma o en un utensilio para el suicidio, los presidiarios circulan por los patios carcelarios con los pantalones caídos. Muy lejos de esa escena, una niña esnob de 15 ó 16 años pasea con los pantalones deslizados sobre las caderas, mostrando el inicio de sus braguitas de marca. Es como si la pescadilla de la sociedad se mordiese la cola.

El fin del tiempo libre

No sólo había que disponer de dinero para comprar mercancías, además hacía falta tiempo para disfrutarlas. Esta situación está en la base de la sociedad de consumo, y, sin embargo, en la era del postconsumo no sólo se ha reducido el espacio disponible, también el tiempo. Cada vez más personas emplean cada vez más tiempo en llegar a su lugar de trabajo desde su lugar de residencia. No es nada extraño que un ciudadano emplee alrededor de dos horas en volver a su hogar.

Todo aquello que parecía concebido para aumentar las dosis de libertad, como el automóvil, parece haberse vuelto en nuestra contra para convertirse en una desconocida forma de prisión. Todo lo que debía ser emancipador, promover la independencia y la autonomía se termina convirtiendo en alienación, en el sentido filosófico del término pero también en el psiquiátrico de desvarío, de colocar a alguien fuera de sí mismo: lo que era libertad de elección en el consumo, se manifiesta en conductas enfermizas y de extravío (falta de sentido de la realidad), además de en opresión, en sumisión del hombre ante el objeto.

«El consumidor ya no es el productor retribuido de los años sesenta que se realiza socialmente (aun alienándose) en el taller y se premia con el consumo, sino más bien el que es premiado con un puesto de trabajo y se realiza (alienándose) en el consumo, pues a través del intercambio simbólico que éste lleva consigo es como asume las representaciones sociales en que se basa su sociabilidad» (Torres López, 1994).

El hombre postmoderno no sabe qué hacer con su tiempo libre, ha perdido la capacidad de disfrutar del dolce far niente, dejar que las sombras de la tarde ocupen la casa, ver deslizarse los veleros en el agua o mirar cómo las nubes cambian de forma. Es incapaz de una actitud contemplativa, tiene que estar constantemente haciendo algo para no tener la sensación de pérdida de tiempo, por ejemplo viajar o aprender, es decir consumir servicios de turismo, hostelería y educación.

Más que la de ambición de conocimiento, la situación parte de la perpetua insatisfacción del hombre postmoderno, de la sensación de vaciedad que produce el orden consumidor y que intenta resolverse con más consumo.

«¿Qué es lo que siempre ha sido igual en todos sus viajes?», le pregunta el directivo de Memory Call, la empresa de viajes implantados en la película Desafío total, a su cliente. La respuesta es difícil por obvia: “Usted mismo”. Si es el consumo quien nos aliena no podemos esperar desde él ningún gesto liberador. Regresaremos de nuestro viaje igual de insatisfechos que nos hemos ido, porque siempre nos llevamos de viaje a nosotros mismos, no podemos abandonarnos en la ciudad de origen.

La tarea de la educación

Al igual que en el siglo XIX, la educación tiene un importante cometido que cumplir en el siglo XXI. No fue el deseo de aumentar el nivel de conocimiento de sus ciudadanos lo que impulsó a los gobiernos más avanzados de entonces a poner en marcha planes de instrucción pública, sino la conciencia de que el nuevo orden productor necesitaba un nuevo tipo de trabajador que ya no podía ser un analfabeto al que le costaba comprender las órdenes más básicas, sino un obrero capaz de leer un cartel informativo o de aprender el manejo de una máquina.

También el nuevo orden consumidor necesita de un nuevo tipo de cliente capaz de comprender las nuevas máquinas del ocio, capaz de programar un vídeo, seguir las instrucciones de manejo de un teléfono móvil, conectarse y navegar por Internet, etc. Se habla muchas veces del derroche del sistema educativo que prepara a sus integrantes por encima de los puestos de trabajo que luego van a ocupar, sin pensar en que esa es una interpretación efectuada desde la perspectiva de una sociedad de la producción, no desde la de una sociedad del consumo. Para lo que hay que preparar a la ciudadanía no es para su entrada en el aparato productor (que cada vez funciona más por sí mismo, como una entidad autónoma) sino para su presentación en una estructura consumidora de productos extremadamente complejos y sofisticados que necesitan un nuevo tipo de consumidor altamente preparado, que se enfrenta a una generación de máquinas “inteligentes” y a un orden social sumiso a la tecnología que parece no plantearse en ningún momento la más mínima crítica hacia ella.

También el paro endémico tiene en este sentido un papel que cumplir. Si aquellos que trabajan están demasiado ocupados yendo y viniendo al puesto de trabajo, si agotan su ocio con formación extra (cursos de inglés, máster en marketing, etc.) o mejorando su apariencia física, que es también una parte del trabajo, alguien tiene que quedar en casa para seguir viendo la televisión, atender el teléfono, jugar con los videojuegos, navegar por Internet, etc. El paro estructural del capitalismo tardío, ese paro que se produce entre licenciados que alargan con cursos de postgrado, doctorados, una segunda carrera, etc., su periodo de formación hasta convertirse en estudiantes profesionales, nos asegura la cabeza de consumo (en vez de la mano de obra) necesaria para mantener el orden consumidor. No debemos verlos como parásitos intelectuales sino como parte de un orden.

Si durante la sociedad del consumo, era necesario formar a la gente en el gasto, acostumbrarla a la compra por impulso, al pago aplazado; ahora, en la sociedad del postconsumo, es esencial formarla en el empleo de las nuevas mercancías. Los consumidores de las nuevas mercancías, fruto de la electrónica, la informática, la robótica, quedan divididos en dos tareas, unos son los consumidores-compradores y otros los consumidores-usuarios, a veces coinciden, otras muchas difieren.

La educación tiene ahora el deber de proporcionar esos consumidores usuarios.

Internet

En el mundo-red, Internet realiza (o está en el camino) el mismo papel que la calle en el siglo XIX, durante la primera revolución del consumo; es decir, es al mismo tiempo el canal comunicativo por excelencia, el más singular y representativo de su momento, y el espacio, aunque sea virtual, del consumo. Internet es una calle virtual por la que uno pasea, se detiene ante una página como antes ante un escaparate, se encuentra con la gente, amigos o desconocidos, incluso con la ventaja de practicar impunemente la impostura adoptando distintas personalidades, de viajar sin tener que llevar otra vez la pesada carga del yo. No ha habido, en este sentido, desde la constitución de las vías modernas, comerciales y anunciadoras, hasta la llegada de Internet nada semejante. Quizá no se han cumplido todas las expectativas económicas del comienzo, quizá ha habido en principio un exceso de especulación y de expectación; pero nadie puede ya poner en duda su protagonismo comunicativo, su creciente influencia social, y el poder económico, revolucionario diríamos, que representa, pues amenaza con terminar con una parte de la industria cultural convencional, sobre todo la del disco, pero también la del vídeo o DVD y la de la propia televisión. Pensamos que no es nada comparado con lo que puede llegar a ser en un tiempo razonablemente corto (¿una generación?), que ya se vislumbra su proyección cultural, que resulta difícil aventurar con alguna precisión en qué otros ámbitos de la vida va a repercutir (¿la medicina?, ¿la educación?) y que indudablemente va a tener una repercusión determinante sobre la nueva organización del consumo.

Es significativo el que las compras por Internet crezcan más deprisa en aquellos países en los que hay más costumbre de comprar por catálogo. No en España, por ejemplo, donde todavía existe una cierta desconfianza hacia esta forma de consumo atenuada por la aparición de algunas empresas más serias de venta por correo y un funcionamiento más operativo de la logística.

Internet podría ser, no obstante, algo mucho más eficaz que un simple catálogo electrónico; podría contener, por ejemplo, una imagen virtual de nosotros mismos para conseguirnos probar, también virtualmente, las prendas de un catálogo de confección.

La mayor resistencia al totalitarismo de Internet vendría, a mi entender, desde la función ritual del consumo. Internet puede facilitar el placer de comprar, pero no proporciona la satisfacción de ir de compras. El aspecto ritual y de ocio que conlleva el consumo queda anulado en una secreta operación cibernética. El consumidor extrae mucho deleite y mucha satisfacción de la actividad postmoderna de comprar, no es previsible que esté dispuesto a perder todo lo que obtiene del ritual consumidor. Además, el hombre sigue siendo un animal social, necesita del contacto físico con los demás, sigue amando las multitudes.

La comunicación total

Aunque muy espectacular, el cambio tecnológico en el ámbito de la comunicación de masas no es más que una punta de iceberg. Menos evidente y quizá más trascendente, por lo menos en ciertos sentidos, es el cambio conceptual, el cambio de paradigma de la comunicación de masas y esencialmente de la comunicación publicitaria, comercial o aplicada.

Creo que es evidente que los viejos modelos comunicativos unidireccionales no servirían para describir y mucho menos para explicar la situación actual, una situación que se ha vuelto más rica, más compleja, más intrincada.

Gracias a las nuevas tecnologías, los canales se han convertido en más “flexibles” e interactivos. El receptor ha perdido mucha de su vieja inocencia, se ha vuelto también más sofisticado, más complejo y más activo. El referente se ha ido desplazando, en cierta medida, al mismo ritmo en que se ha producido la evolución del consumo.

Durante la segunda mitad del siglo XIX, es decir dentro de la primera revolución del consumo, el referente de la comunicación era el propio mensaje. Es la época del modernismo, en la que se confía todo a la autoridad del estilo del anuncio, lo importante son los aspectos formales, el atractivo del anuncio, mientras que la mercancía tiene poco o ningún protagonismo, incluso es deliberadamente ocultada. Luego viene la comunicación del objeto, que alcanza su definición ya en los años 30 y que después de la Guerra está en pleno éxtasis. La publicidad pasa a ser la voz de los objetos, ella los mima y los nimba, los convierte en objetos de deseo.

Y finalmente nos encontramos en la comunicación del emisor, sobre todo a partir de los años 80 cuando empieza a proliferar la llamada imagen corporativa, la comunicación institucional, el diseño de identidad y otras denominaciones para una serie de estrategias comunicativas que tienen como referente al emisor. La función expresiva de la comunicación –aquella que para Umberto Eco, según afirmaba en los años 70 en La estructura ausente, estaba ausente de la publicidad– se convierte en protagonista del nuevo discurso.

Las razones por las que se ha producido ese desplazamiento del objeto al sujeto son varias, pero entre ellas se encuentran las modificaciones que han sufrido los objetos en su misma definición y que podemos sintetizar así:

– El desvanecimiento de la identidad material del producto debido a la constante intervención del cambio tecnológico que lo modifica continuamente y a la pérdida de las diferencias objetivas (en sus componentes, sus aplicaciones, etc.) entre las mercancías de distintos fabricantes.

– El desvanecimiento de la identidad semiótica del producto que tiene como corolario su inestabilidad simbólica que dificulta su empleo comunicacional.

El sistema comunicativo no es ajeno a lo que ha ocurrido en la esfera de lo social, ya que en definitiva forma parte de ella, es decir la constitución de una sociedad postindustrial, abocada no a la producción sino a la distribución y al consumo. La importancia del negocio de las comunicaciones crece de forma imparable. Queda asumida la industria de la comunicación como la industria del siglo XXI, y al paisaje fabril del XIX, que tanto les gustaba reproducir en sus carteles a los constructivistas rusos, le sucede el paisaje mediático. La silueta de unas humeantes chimeneas que hace cien años representaba el progreso y la modernidad, ahora es un símbolo de decadencia y contaminación. El paisaje de ahora es el de los grandes edificios corporativos que hacen la función de gigantescos anuncios, es el paisaje cósmico de los satélites de comunicaciones y el subterráneo de las pantallas de cristal de líquido colgadas en el interior de las estaciones de metro. En su versión de comunicación total, de comunicación totalitaria, la publicidad se traslada desde sus escenarios naturales (la calle, el mercado, etc.) para dominarlo todo: el trazado urbanístico, la arquitectura, el paisaje. Crea super-objetos como el Centro Comercial La Vaguada o el Museo Guggenheim de Bilbao, monumentos (o antimonumentos) publicitarios, como los llama Baudrillard (1988): «La publicidad en su nueva versión, ya no es el escenario barroco, utópico y extático de los objetos y del consumo, sino el efecto de una visibilidad omnipresente de las empresas, las marcas, los interlocutores sociales, las virtudes sociales de la comunicación».

A la producción de mercancías le ha sucedido la producción de contenidos comunicativos. La comunicación ya no es un instrumento, es algo en sí misma, ni siquiera podemos pensar que se trata de algo específico de un cierto tipo de organismos sociales, es un producto que todo tipo de empresa, organización o institución asume como parte de su existencia. Producen mercancías y comunicación, servicios y comunicación, ideas y comunicación. Y a la inversa, la comunicación se convierte en el principal consumo: pasamos muchas más horas ante la televisión que en la mesa o en el cuarto de baño, consumimos más mensajes, más anuncios, más noticias que pan o que carne, que papel higiénico o que loción para después del afeitado. Nuestra cuenta de teléfono, Internet, televisión por cable, alquiler de vídeos, compra de CD, de videojuegos, de todo tipo de soportes informáticos con todo tipo de información, más los medios convencionales de cine, prensa, libros, revistas, asciende a una gran suma que ya va siendo, sin duda, el trozo más substancial y substancioso del postconsumo.

Tanto por constituir un sistema de representaciones (ideas, conceptos, imágenes, mitos, etc.), como por ser un instrumento de transformación-conservación, el operativo comunicacional se constituye en cierta forma como una ideología, ideología divorciada de la experiencia sociopolítica. Los instrumentos de comunicación masmediáticos constituyen la experiencia más cotidiana de unión entre el ciudadano y las nuevas tecnologías, entre el ciudadano y la nueva cultura (aunque sea subcultura), constituyen el crisol más fecundo de experiencias (aunque sean pseudoexperiencias) y la fuente de relaciones sociales más prolífica aunque sean relaciones mediadas, enlatadas, en las que se ha sustituido la calidez del contacto físico por la frialdad del teclado y la pantalla.

Por un lado la comunicación social llega a todas las partes, a todas las instancias sociales, por otro lado esas mismas instancias se han convertido igualmente en emisores de comunicación social. Se constituye como el principal producto cultural, se expande y adquiere una dimensión estratégica en el desarrollo económico, al mismo tiempo se sume en una concepción más amplia, la imagen corporativa, la imagen entendida como hecho de opinión pública y también como imagen mental inducida, la imagen corporativa como una operación capaz de infundir temperamento, individualidad, naturaleza a empresas, a colectivos o a instituciones.

Al mismo tiempo que la publicidad entra en una crisis de esencia que tiene que ver con el desgaste de un modelo comunicativo, al mismo tiempo que se descubre la centralidad del problema comunicativo no sólo desde un punto de vista económico, sino cultural y social, no sólo desde un punto de vista funcional o técnico sino desde un punto de vista teórico. Toda actividad adopta una función secundaria comunicativa, todo comunica, aunque no toda comunicación es generadora de imagen, ni toda la imagen que es originada es necesariamente apropiada o estratégicamente valiosa.

La publicidad actúa sobre el público, el consumidor, el receptor; las relaciones públicas sobre los medios; la imagen corporativa sobre el productor (emisor) manipulando su identidad.

La manipulación de la identidad de las organizaciones no es tanto una operación comunicativa, como una operación semiótica, en cuanto a la atribución de un nuevo sentido a las entidades. La comunicación, espontánea o inducida, de esa identidad será la que fabrique una imagen, entendida como imagen mental y como hecho de opinión pública.

En realidad lo que se busca es un modelo integral identificador-comunicador que participa en lo que antes eran actividades muy diferentes y escasamente articuladas entre sí: la arquitectura, la publicidad, el diseño, las relaciones públicas, el interiorismo, la publicity, el mecenazgo, el bartering, etc. En otro sentido, forma parte de la búsqueda de un estilo propio, del ansia de belleza (S. Ewen) y del control del entorno. Todas las entidades, también las sociales, tienden a controlar el entorno en el que actúan. Al fin y al cabo son proyecciones del hombre, y lo que caracteriza a éste entre el resto de los animales es que él no se adapta al medio, sino que procura controlar el entorno para que éste se adapte a él.

Bibliografía

BAUDRILLARD, J.: El otro por sí mismo, Anagrama, Barcelona, 1988.

CASTILLO CASTILLO, J.: «La vida social del consumo», El Consumo: perspectivas económicas y sociales, Revista de Occidente, núm. 162, Madrid, noviembre de 1994.

DAGOGNET, F.: «El consumo: una cuestión tratada con excesivo apresuramiento», El Consumo: perspectivas económicas y sociales, Revista de Occidente, núm. 162, op. cit.

EGUIZÁBAL, R.: «La revolución del consumo», en J. REY (ed.): Consumo, publicidad y cultura, MAECEI Eds., Sevilla, 2003; págs. 43-56.

————- : «Notas sobre cultura, comunicación y consumo», en La comunicación publicitaria, Comunicación Social Eds., Sevilla, 2004; págs. 11-28.

FREUD, S.: El chiste y su relación con lo inconsciente, Alianza, Madrid, 1980.

GOMBRICH, E.: Los usos de las imágenes, Debate, Barcelona, 2003.

TORRES LÓPEZ, J.: «Formas de producción y pautas de consumo en la crisis del Estado del bienestar» en El Consumo: perspectivas económicas y sociales, Revista de Occidente, núm. 162, op. cit.

Artículo extraído del nº 67 de la revista en papel Telos

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