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El mensaje persuasivo


Por Umberto Eco

Telos recupera para esta sección de Clásicos un texto significativo de Humberto Eco, presentado hace veinte años y de difícil acceso en la actualidad. Se trata de una muestra representativa de la agudeza del pensamiento de quien hoy es una referencia indiscutible de la intelectualidad de nuestra época ( 1).

Presentación

Umberto Eco precisa de pocas presentaciones para la comunidad de estudiosos en comunicación. De comunicación en general y menos todavía de comunicación de masas en particular. Y en especial para aquellos subyugados por la jugosísima tensión entre comunicación de masas y comunicación de “musas” en cualquiera de sus formas (vanguardia y kitsch, cultura de elites e industria cultural, etc.). Tampoco podría considerarse ajeno a los interesados en estética y en retórica, en crítica literaria y artística, todo ello contemplado desde el paradigma semiótico. Añadiremos que menos todavía es desconocido para el lector de ficciones, pues su obra narrativa, desde aquel best seller que fue El nombre de la rosa (1980), ha sido muy bien acogida por el público. En fin, hasta el lector de prensa no atraído especialmente por ninguna de las disciplinas antes mencionadas ni aficionado a la novela histórica seguramente no ignorará su nombre, pues su colaboración periodística asidua en la revista L’Espresso y en los diarios más prestigiosos de todo el mundo, unida a su vocación de polemista y a su afición a la boutade y al mot d’esprit le han dado una notoriedad que desborda con mucho el ámbito estrictamente académico y literario.

Diremos sólo que nació en Alessandria, una pequeña ciudad piamontesa, en 1932, que ha sido profesor en las Universidades de Turín, Milán, Florencia y Bolonia, y que se dio a conocer como ensayista de proyección internacional con libros como Obra abierta (1962), Apocalípticos e integrados (1964) y La estructura ausente (1968). Alcanzó la condición de “clásico” muy tempranamente, con obras como el Tratado de Semiótica General (1975) y Lector in fabula (1979). Destacaremos otras obras acaso menos ambiciosas, pero siempre estimulantes e iluminadoras, como El superhombre de masas (1976), Sobre los espejos y otros ensayos (1985), Los límites de la interpretación (1990) y Kant y el ornitorrinco (1997). Y son deliciosos los juegos de ingenio y las humoradas que recogen sus Diarios mínimos (1963 y 1992).

A día de hoy su grafomanía sigue siendo torrencial: acaan de aparecer las ediciones españolas de su último ensayo, Historia de la belleza, y de su última novela, La misteriosa llama de la reina Loana. La atención y el cuidado de los editores de Eco en español hacen muy escasos sus textos inéditos en nuestra lengua. El que presentamos corresponde a su participación en un congreso celebrado en Cattolica en 1985, titulado «Retorica: verità, opinione, persuasione» y recogido en la edición de las actas, a cargo de la editorial Mucchi de Módena en 1986. Su interés, a nuestro juicio, radica en que Eco retoma en él, revisándolas profundamente, reflexiones de casi veinte años atrás, relativas a los mecanismos de la persuasión.

Si es cierto que el ámbito de los discursos apodícticos (es decir, fundados en premisas indiscutibles, verdades de razón que conducen a un ergo indiscutible) se ha visto progresiva, dramáticamente, diríamos, reducido en los últimos tres siglos, también es cierto que entre los discursos persuasivos (los que traman premisas razonables, verosímiles, y mueven a un consenso más emocional que racional, más útil que convincente, que son todos para cierto relativismo posmoderno), siempre ha habido clases. Si todo es persuasión, parecía con todo que había persuasiones más elevadas y saludables que otras, de manera que el discurso de la ciencia, del derecho, de la filosofía, de la teología no podían parangonarse con el de la propaganda o el de la publicidad. Razones éticas y estéticas resucitaban una objetividad racional que oponer al universo de los mensajes de comunicación de masas, capciosos sin remisión. Pues bien, Eco revisa esa frontera y nos propone no tanto cancelarla y proclamar el todo vale posmoderno, como dibujarla, clara y distinta, en otro sitio.

En 1967 escribí un ensayo titulado “El mensaje persuasivo. Notas para una retórica de la publicidad” ( 2), y al percatarme de que el tema sobre el que versaba mi intervención de esta noche era absolutamente idéntico, me había hecho la ilusión de poder remitirme a aquel texto. Vana ilusión, en menos de veinte años mis persuasiones sobre la persuasión han cambiado en parte.

El propio término griego del que deriva el término moderno, πειθώ, entronca con un verbo, πείθω, que ya expresa un concepto ambiguo. Significa “persuado, convenzo”, se encuentra a menudo en textos sobre oratoria, por ejemplo en el Gorgias platónico y también en Jenofonte (Ciropedia), y se relaciona con la obediencia y con la docilidad. En La Odisea en cambio es engaño. En Píndaro es seducción, en Esquilo prueba de confianza, en muchos otros se identifica con la creencia…

Creo que la connotación definitivamente negativa de la idea de persuasión en la filosofía moderna coincide con el consolidarse de una idea fuerte de razón, en virtud de la cual era necesario distinguir entre aquello que puede obtener un reconocimiento universal, con independencia de nuestras inclinaciones subjetivas, sobre la base de una demostración evidente e irrefutable, y aquello que por el contrario depende de las inclinaciones del sujeto y puede ser aceptado sólo en tanto verosímil. Y entre las máximas cartesianas estaba la de tener por falso todo lo que fuera sólo verosímil. Verdades como “pienso, luego existo” no son persuasivas, en el sentido de que no es necesario persuadir a nadie para que las acepte: son autoevidentes. Sabemos, no obstante, que no hay discurso más sutilmente persuasivo que el Discurso del Método. Se podría igualmente persuadir de que “pienso, luego sueño”, y ya hay quien lo ha hecho. Ese ergo es persuasivo en Descartes. En ese bellísimo libro que es La filosofía y la teología, Gilson ( 3) nos hizo ver hasta qué punto es persuasivo el ergo con el que concluye cada una de las cinco pruebas tomistas de la existencia de Dios. Para resolver que, al remontarse de causa en causa, es forzoso arribar, ergo, a una causa no causada, es necesario estar persuadido de antemano de que una cadena de causas no puede no concluirse con una causa no causada. “Ya que todos creen que al remontarse de causa en causa se debe necesariamente dar con una causa no causada…”

Esto es un endóxon, una apelación a la opinión común, el argumento tomista es un entimema retórico, que vale sólo para quien ya cree en Dios, y por tanto cree que debe existir una causa no causada. También el ergo de Santo Tomás es persuasivo, como el de Descartes.

Hay ergos que no son persuasivos. Por ejemplo, el de la implicación material. Dada la regla de que si el consecuente es verdadero es verdadera la implicación, y dado un consecuente que debe ser tomado por verdadero, “si la tierra es cuadrada entonces la suma de los ángulos internos de un triángulo es de 180 grados” es un enunciado verdadero. Verdadero, pero no persuasivo. Que es verdadero lo certifican las tablas de verdad y la lógica formal; que es poco persuasivo lo advertimos nosotros contra toda regla lógica. Y sin embargo, aceptado el principio de la implicación material, el consenso sobre la verdad de los enunciados formalmente verdaderos debe ser universal e independiente de las inclinaciones del sujeto. La utopía del consenso universal ha estado siempre estrechamente unida a la demostración racional que debe convencer a todos, con independencia de las propias inclinaciones. Y así Kant (Crítica de la razón pura, II) afirma que la creencia es convicción cuando es válida para cualquier persona en posesión de la sola razón, mientras que si se funda en la naturaleza particular del sujeto es sólo persuasión. Para Kant la persuasión no es inútil ni perversa, siempre que «el sujeto tenga presente la creencia como un simple fenómeno de su ánimo. (…) Yo puedo albergar una persuasión si me encuentro a gusto con ella, pero dicha persuasión no puede, ni debe, pretenderse válida fuera de mí».

Al argumento racionalista no le preocupa el hecho de que toda legitimación de una norma racional es estadística: ¿cuántos sujetos deben considerar un argumento universalmente válido para que pueda ser considerado convincente y no sólo persuasivo? Si una catástrofe atómica deparase una población mundial formada por cuatro mil millones de chinos y un solo americano, ¿aquello que resultase racionalmente convincente a los chinos sería considerado universal contra la opinión del americano? Naturalmente, la pregunta es válida también en el caso de cuatro mil millones de americanos contra un solo chino. El problema está en que es racional todo lo que se adecua a las leyes de una axiomática lógica, pero la imposición de una axiomática es un asunto de persuasión, o de selección genética.

En la Antigüedad clásica se reconocía la existencia de un razonamiento de tipo apodíctico, donde las conclusiones se extraían por silogismo de premisas indiscutibles, fundadas sobre principi primi: este discurso no era objeto de discusión y debía imponerse por la autoridad misma de sus argumentos. Después venía el discurso dialéctico, que argumentaba a partir de premisas probables, sobre las cuales eran lícitas al menos dos conclusiones posibles. El razonamiento se esforzaba en determinar cuál de las dos conclusiones era la más aceptable. Finalmente venía el discurso retórico, el cual, como el dialéctico, partía de premisas probables y extraía de ellas conclusiones en virtud del silogismo retórico (el entimema), pero la retórica no aspiraba tanto a obtener un asentimiento racional cuanto un consenso emotivo, y por tanto se presentaba como técnica dirigida a arrebatar al oyente.

Y así Aristóteles parece entender que existe un discurso de la ciencia, que busca la convicción y se funda sobre leyes universales, y un discurso de la política, del debate judicial y de la epidíctica, que se funda sobre lo verosímil, sobre lo probable. Pero la cesura que existe entre el Organon y la Retórica puede ser razonablemente salvada si nos fijamos en las obras científicas, como la Historia Animalium. Aquí da la impresión de que Aristóteles razone según la teoría de la definición rastreable en las obras lógicas, pero no es cierto. Al confeccionar sus taxonomías y sus explicaciones causales se muestra flexible, proclive al compromiso, a la explicación local que no se articula con una explicación global, a la hipótesis razonable. Parece razonar según la lógica, pero a menudo razona, si no según la retórica, sí según la dialéctica al menos.

En los tiempos modernos se ha ido reduciendo cada vez más el espacio asignado a los discursos apodícticos, fundados sobre la indiscutible autoridad de la deducción lógica, al punto de que hoy sólo cabe atribuir el carácter de apodícticos a ciertos sistemas lógicos que se deducen a partir de axiomas tenidos por indiscutibles. Todos los demás tipos de discursos, que durante mucho tiempo pertenecieron a la lógica, a la filosofía, a la teología, etc., son hoy tenidos por discursos persuasivos, que se esfuerzan en sopesar argumentos no indiscutibles e inducir al interlocutor hacia una especie de consenso obtenido no tanto a partir de la autoridad de una Razón Absoluta, cuanto gracias al concurso de elementos emocionales, valoraciones históricas, motivos prácticos. Reducir incluso la filosofía y otras formas de argumentación que en otras épocas se tenían por indiscutibles a retórica constituye una conquista, si no de la razón, si de lo razonable, cauto baluarte contra toda fe fanática e intolerante.

Recuerdo la impresión que nos produjo a muchos, hacia el final de los años 50, el Tratado sobre la argumentación de Perelman y Olbrechts-Tyteca: el campo de la argumentación, comprendida la que aparece bajo el rótulo de filosofía, es el de lo verosímil y de lo probable, en la medida en que –decía Perelman– lo probable escapa a la certeza del cálculo. Pero, bien pensado, ¿qué quiere decir certeza del cálculo? Hay una lógica de la probabilidad que no escapa al cálculo, pero precisamente del cálculo recibe todas las incertidumbres, si por cálculo se entiende también el cálculo estadístico. El positivismo lógico relegó muchos discursos filosóficos al limbo de la mera persuasión poética o mística, y con razón. Pero tomemos por un momento el discurso del positivista lógico. Si asumo como postulado que todos los cuervos son negros, entonces es necesaria o analíticamente verdadero que si cuervo, entonces negro. Pero para que yo acepte el postulado, el positivista lógico debe persuadirme no de que todos los cuervos son negros, sino de que es conveniente postularlo. Nada hay más persuasivo, en el sentido fuerte del término por el cual persuadir implica también un consenso emotivo, que el quinto postulado de Euclides: si me aceptas, será posible una geometría plana absolutamente coherente. Si no me aceptas, resígnate a vivir en un mundo “inverosímil”.

Bonito chantaje, pero Euclides tenía razón. Si quiero levantar un muro y sobre él colgar dos cuadros que, por su disposición, me sean agradables a la vista, debo aceptar el corolario del quinto postulado, esto es, que dos paralelas no se encuentran jamás. Hoy sabemos que el quinto postulado no es apodícticamente verdadero, pero el chantaje persiste: si quiero vivir en un mundo empíricamente satisfactorio debo aceptar como racional un postulado. Aceptar un postulado no es racional, es sólo razonable. Aceptar como racional la geometría euclidiana parece la cosa más razonable que pudiese hacer una civilización, un auditorio, que se basaba en ciertos presupuestos prácticos, como el dominio tecnológico de la naturaleza, invención griega donde las haya. Ahora bien, se trata de demostrar previamente que es razonable dominar la naturaleza, y de ahí racional el tipo de pensamiento abstracto que justifica este dominio. No estoy haciendo irracionalismo de andar por casa. Como sujeto individual considero que la cultura del dominio, incluso si amenaza con destruir el mundo, salva más vidas de las que destruye, y que el cáncer originado por el monóxido de carbono y los aditivos químicos son compensados con creces por las vidas salvadas gracias a la penicilina y al jabón. Pero para encontrar todo esto razonable es necesario postular que vivir mucho tiempo sea un bien, y esto es una inclinación emotiva, como también lo es la que postula que la vida humana sea un bien en sí mismo. Si parto de este postulado, indemostrable, entonces es razonable dominar la naturaleza, incluso si calculamos los pros y los contras.

Así pues, es posible partir de presupuestos existenciales distintos, con lo cual el propio concepto de persuasión cambia de significado: pienso en particular en Michelstaedter ( 4), pero quizá si nos entretenemos ahora en torno a esta idea de persuasión, tan próxima al Amor Fati, nos alejaremos del objeto de nuestras pesquisas. No se me escapa que si el tema del debate fuera más amplio podríamos encontrar un compromiso entre los dos conceptos de persuasión. Pero no disponemos de años para tal empresa, sólo de una hora. La globalidad es bella, pero la concreción es más razonable.

Desde luego que el concepto de “razonabilidad” que he diseñado arriba no es nuevo, es patrimonio de la filosofía y de la ciencia contemporáneas. Ahora bien, cuando en los últimos decenios nos hemos tenido que enfrentar al problema de los mensajes persuasivos del universo de la comunicación de masas, todavía nos hemos atenido todos a una idea fuerte de racionalidad.

Aunque sabíamos que el propio Discurso del Método era una argumentación retórica, pensábamos que la publicidad o la propaganda política eran una forma de persuasión cualitativamente distinta de la de otras argumentaciones (la mística, la religiosa, la filosófica, la política), para ser más explícitos, una persuasión proclive al engaño.

Sabíamos que hay persuasión en todas partes y que el mito de la evidencia racional universal, es decir, el de la verdad objetiva, tiene límites severos, pero enfrentados a la invasión de los mensajes propagandísticos nos veíamos abocados a enaltecer, por razones morales, la confianza en la objetividad racional, para poder comparar con este ideal la realidad de las falacias publicitarias.

En esa época distinguía entre retórica como técnica argumentativa y retórica como repertorio de figuras, de lugares, de endoxa. Y decía: «Así pues todavía hay sitio para una retórica nutritiva, que persuade reestructurando lo ya sabido en la medida de lo posible; se trata de una retórica que parte ciertamente de premisas ya asumidas, pero para discutirlas, someterlas al juicio de la razón, acaso apoyándose en otras premisas (es el caso de quien critica el lugar de cantidad apelando al de cualidad: “no debéis hacer determinada cosa porque lo hace todo el mundo, eso es de conformistas, debéis en cambio hacer lo que os permita distinguiros de los demás, porque el hombre consigue realizarse solamente a través de los actos de responsabilidad innovadora”). Pero existe además una retórica consolatoria, que se sirve de la retórica como depósito de cosas ya conocidas y asumidas y finge que informa, que innova solamente para alimentar las esperanzas del destinatario, mientras de hecho no hace sino confirmar su horizonte de expectativas y convencerle para asentir aquello con lo que ya estaba consciente o inconscientemente de acuerdo».

Así pues se pergeñaba un uso doble y una acepción doble de retórica:

1. Una retórica como técnica generativa, que es retórica heurística y se esfuerza por discutir para convencer;

2. Una retórica como depósito de formas muertas y redundantes, que es retórica consolatoria y se aplica a confirmar las opiniones del destinatario, fingiendo debatir pero en realidad limitándose a promover determinados efectos.

Entonces hacía notar que la segunda hace un movimiento aparente: parece inducirnos a tomar decisiones nuevas (adquirir un producto, asentir a una opinión política), pero lo hace a partir de premisas, argumentos, recursos estilísticos que pertenecen al universo de lo ya asumido, y por tanto nos empuja a hacer, aunque sea de manera distinta, lo que siempre hemos hecho. En cambio la primera hace un movimiento efectivo: parte de premisas y argumentos asumidos, los critica, los reconsidera e inventa recursos estilísticos que, si bien siguen algunas tendencias generales de nuestro horizonte de expectativas, de hecho lo enriquecen.

Podemos convenir en que mi posición de entonces era al menos liberal, porque intentaba salvar una retórica buena frente a una mala. Pero permanecía como arrière-pensée que argumentar en favor de una idea filosófica razonable era retórica buena, mientras que argumentar para convencer de la compra de una nevera era una retórica mala.

Ahora no sostengo que argumentar en favor de una nevera sea útil y urgente en la misma medida que argumentar, pongamos por caso, en favor de la teoría de la justicia de Rawls. Sostengo que la línea que permite discriminar entre persuasión mala y persuasión buena debe establecerse en otro sitio.

¿Qué quiere decir retórica consolatoria? Indudablemente si argumento en favor de un producto comercial y sugiero que este producto satisface las exigencias que cualquiera consideraría fundamentales, me remito a un corpus de endoxa ya enraizado en el espíritu colectivo y confirmo el sistema de expectativas de mis destinatarios. Ahora bien, violentando sin duda nuestros mejores sentimientos, tratemos de analizar fríamente lo que sucedió en Italia cuando, desde el Presidente de la República a la prensa en su casi completa totalidad, recurrieron a los más trillados sentimientos de respeto por la vida humana y por ciertas reglas de convivencia para derrotar al terrorismo. No os estoy invitando a reflexionar sobre las premisas, sino sobre las reglas argumentativas. ¿Era la propaganda antiterrorista, a la que me adherí, cualitativamente distinta de la propaganda para promover la compra, pongamos, de un nuevo producto dietético? En ambos casos concurría el recurso a un corpus de premisas tenidas por justas por el cuerpo social y se trataba de mostrar que dos tipos de decisiones (atenerse al producto dietético, atenerse a reglas de convivencia no violenta) eran el mejor modo de satisfacer las exigencias legitimadas por aquellas premisas. Si era válida mi distinción entre retórica nutritiva y consolatoria, en ambos casos teníamos ejemplos de la segunda, que no ayudaban a conocer nada nuevo, sino sólo a consentir aquello con lo que no se podía en modo alguno estar en desacuerdo.

No pretendo decir con esto que las proclamas antiterroristas son tan “innobles” como la propaganda de un producto dietético. Al contrario, me pregunto qué hay de socialmente negativo en la propaganda de un producto dietético. Se podría objetar que en el caso del terrorismo se persuadía de no hacer aquello que ciertamente era tenido por un mal, mientras en el segundo caso, con la excusa de sugerir cómo evitar algo que es ciertamente un mal (una tasa elevada de colesterol), se sugiere que la solución propuesta es la buena, aunque no se diga que no existan otras mejores, y la solución propuesta da réditos a la empresa que la propone. ¿Y la propaganda antiterrorista? No se decía solamente que no había que hacer el mal, se sugería que la solución correcta eran las leyes excepcionales o la legalización del arrepentimiento. Y todos sabemos que es cuestión sujeta a controversia si las soluciones propuestas eran las mejores, y si no costarían demasiado al cuerpo social. Esta contraposición, si bien brutal, sirve para hacernos reflexionar sobre el hecho de que las técnicas de argumentación persuasiva dominan la interacción social, de la política a la publicidad, hasta alcanzar incluso al discurso teorético, y que sus mecanismos no son retóricamente distintos. Existía la posibilidad de poner en cuestión ciertas premisas del discurso antiterrorista y de criticar los entimemas resultantes. Y así se hizo, buen ejemplo de retórica nutritiva, pero ya sólo los moralistas creen de veras que la persuasión publicitaria no encuentra a un público preparado para discutirla y enfrentarla críticamente. Quizás un ama de casa decida a partir de un spot publicitario cambiarse de Omo a Dixan, pero no creo que sea porque uno afirma lavar más blanco y el otro desata pasiones irresistibles por el diseño de su envase. Ocurre más bien que previamente ya se ha asumido una serie de premisas, como por ejemplo, la necesidad de abreviar las labores de lavado para obtener mayor tiempo libre. En este punto convendrá preguntarse qué ha persuadido al ama de casa para dar por buenas esas premisas, pero conviene también preguntarse qué me ha inducido a mí, enfrentado al discurso sobre y del terrorismo, a dar por buena la premisa (que doy por buena) de que se debería evitar el sacrificio de vidas humanas al objeto de imponer una idea política (premisa que Robespierre habría encontrado reaccionaria en grado sumo).

Asumida la premisa de que es útil volar al otro lado del océano y de que es mejor volar cómodo aunque cueste más, el discurso de la compañía aérea que trata de convencerme de que en su business class se viaja mejor tiene la misma dignidad ética que el discurso del economista que trata de convencerme de las ventajas del libre mercado. La diferencia estará en todo caso en la complejidad, en la argucia, en la redondez de la demostración, no en su legitimidad moral.

Aceptemos pues que hay una categoría de discursos, que por ventura son la mayoría, que no proceden por demostración irrefutable a partir de reglas asumidas de manera axiomática, sino a partir de argumentaciones razonables en torno a premisas probables, que calculan la aceptabilidad de las premisas y la utilidad de las conclusiones en atención a la naturaleza de un auditorio particular, histórica y culturalmente situado. Llamemos persuasivos a estos discursos.

El problema, entonces, no será el de distinguir filosofía de publicidad, mística de propaganda política, psicoanálisis de psicagogía. El problema llegados a este punto será otro: ¿es verdaderamente tan maciza y homogénea la categoría de persuasión como habíamos supuesto hasta ahora, o más bien convendrá, con independencia de lo que me permitiréis que califique de “géneros” persuasivos, establecer una distinción diferente?

¿Es lo mismo demostrar (1) que la economía de mercado es preferible a un cauto dirigismo –o lo contrario– y demostrar (2) que volar con la compañía X es más cómodo que hacerlo con la compañía Y, o decir (3) que Omo lava más blanco?

En comparación con los dos primeros casos, el tercero, el de una publicidad abiertamente no argumentativa, es el menos preocupante. Cualquiera sabe que no es verdadero, que se trata de una hipérbole, y la hipérbole es una figura retórica que se desenmascara por sí sola. El problema de la publicidad hiperbólica, que confiesa su propia mentira retórica, es a lo sumo el de su reiteración obsesiva. Pero este problema, socialmente relevante, cae fuera de los límites de mi discurso. Sabemos que es posible practicar un lavado de cerebro incluso sometiendo a un individuo a la escucha, día tras día, del teorema de Pitágoras, que es verdadero en los límites del concepto de verdad. Más interesantes son los dos primeros casos.

La diferencia inmediata entre ellos podríamos calificarla de semiótica. La argumentación del economista procede a partir de entimemas verbales (o por gráficos traducibles en entimemas verbales) mientras que la publicidad de la compañía aérea puede acompañar la argumentación con una foto, tomada con gran angular, que vuelve particularmente apetecibles sus asientos business class. En el plano de la argumentación verbal las dos piezas, a parte de la complejidad argumentativa, están en un nivel equivalente: ambas pretenden demostrar a partir de premisas probables la racionabilidad de sus propuestas, y el destinatario conoce las reglas de la argumentación y puede evaluar la forma en que se han aplicado. No sólo eso, en ambos casos el discurso se presenta como discurso argumentativo y parte de la premisa, implícita pero evidente, “estoy intentando persuadirte de que…”.

Sólo que en el caso de la publicidad la fotografía no se presenta inmediatamente como argumento, sino como evidencia. Ésta oculta su naturaleza propiamente argumentativa, se presenta como dato objetivo: “mi business class es así” (aunque sabemos que la iluminación, el encuadre, la puesta en escena no son un dato objetivo, sino argumentación no verbal). Nos enfrentamos pues a una maraña de argumentaciones que pretenden esconder su condición para presentarse como evidencias neutras. Pero ahora conviene que nos preguntemos si muchas de las pruebas que aduce el economista en favor de sus propias tesis se presentan como evidencias neutras, o más bien son argumentaciones ocultas.

Hemos dicho que nuestra foto de la business class argumenta sin decirlo abiertamente. Si argumenta sin decirlo abiertamente y obtiene consenso sin que el usuario tenga la impresión de haber sido persuadido significa que aquí más que a un caso de persuasión nos enfrentamos a uno de estimulación. No subliminal, pero estimulación. Es un caso similar al de los semanarios político-culturales: hasta los directores más morigerados deben rendirse a la evidencia de que en las semanas en que su semanario, que trata sobre escándalos políticos y sobre cultura, muestran en la portada a una mujer desnuda, venden más. Tratemos pues de trazar una línea de demarcación entre las técnicas de persuasión y las técnicas de suasión (el término es arcaico, pero está admitido en el diccionario, y lo escojo por las connotaciones que se derivan de los usos del adjetivo “suadente”) ( 5). Entiendo por discurso suasivo un discurso que pone en juego técnicas de persuasión que no se presentan como tales. En este sentido la foto de un vestido que porta una modelo fotografiada de manera que resulte deseable es suasiva, porque además de decir –explícitamente– que ese vestido es bonito dice suasivamente que quien lo lleva puesto se vuelve deseable. La suasión es un entimema cortocircuitado, del cual no se llega a advertir la naturaleza persuasiva.

La distinción me parece evidente: si vemos la foto de un bebé rollizo y sonriente que come feliz una papilla y la parte verbal nos dice que esa papilla es saludable porque contiene la vitamina tal, el discurso verbal es persuasivo, la foto es suasiva. Ahora bien, lo que quisiera demostrar es que el entrecruzarse de persuasión y suasión se verifica también en los discursos persuasivos más respetables.

En los casos de la modelo publicitaria y del bebé tenemos, si se me permite el oxímoron, una persuasión encubierta bastante descubierta. La exposición habitual al discurso publicitario nos ha enseñado hasta qué punto éste recurre a las técnicas de suasión. Podemos entrar en el juego porque queremos ser persuadidos, pero sabemos reconocer la suasión allí donde se manifiesta. No creo que la suasión de los discursos “altos” sea tan palmaria.

En la retórica clásica es suasivo todo aquello que no permite distinguir entre argumentos, pruebas y ejemplos. Las pruebas han de tener siempre un valor universal: “si tiene fiebre entonces es que está enfermo” es una prueba. En cambio el ejemplo es un hecho singular, que se apunta con el fin de que a partir de él se extraigan de forma ilícita conclusiones universales. Pisistrato reclamó una guardia y después impuso la dictadura. Teágenes ha reclamado una guardia, luego podría pensar en imponer una dictadura. No es una prueba, es un ejemplo: nos basamos en un hecho singular y pretendemos hacerlo universalizable. Aristóteles admitía que el orador pudiera usar ejemplos para persuadir, pero yo diría que el uso del ejemplo es más suasivo que persuasivo.

Además de confundir ejemplos con pruebas (o incluso de falsificar las pruebas), la suasión juega al juego de las tres cartas, es decir, conmuta varios universos argumentativos sin que el destinatario pueda darse cuenta. Un ejemplo típico puede ser la mezcla del lugar de cantidad y el de cualidad. Es opinión común que está bien hacer lo que hacen todos. Es opinión común que está bien, en el sentido de ser distintivo, hacer lo que sólo poquísimos hacen. Las dos opiniones no pueden coexistir en una sola argumentación. Ahora bien, hay una serie de discursos publicitarios y propagandísticos que juegan con la intersección de los dos topoi: “esto lo hacen muy pocos, así que entrad todos a formar parte de este restringido número de elegidos”. La publicidad del Alfa Romeo Arna (“sé tú también un alfista”) juega con los dos topoi: ser un alfista es algo que no todo el mundo puede permitirse, porque los Alfa Romeo son coches veloces y caros, por lo tanto, se os invita a todos a convertiros en happy few. Esta es una suasión, precisamente porque se salta de un universo argumentativo a otro sin que el destinatario se dé cuenta.

Intentaré ahora trazar una tipología de las técnicas de suasión. Distinguiremos en primer lugar entre técnicas de suasión en el ámbito del enunciado y técnicas de suasión en el ámbito del texto (también considero enunciados las configuraciones visuales que pueden ser resumidas o parafraseadas verbalmente en un enunciado simple, por ejemplo la señal de tráfico de stop o el semáforo rojo). Después distinguiremos entre suasiones a fin de cuentas manifiestas, que el destinatario puede identificar (pero que no dejan por ello de ser suasiones) y suasiones más arteramente encubiertas. Es una suasión manifiesta a nivel del enunciado la agudeza polémica; sabemos que es un golpe de ingenio, que no tiene categoría de argumentación, pero nos deja fascinados y convencidos y nuestro adversario queda en situación embarazosa. Un magnífico ejemplo de suasión al nivel del enunciado se produjo en el transcurso de una conferencia en los Estados Unidos. El orador estaba explicando que en la lengua se verifica una asimetría curiosa, porque la doble negación afirma, mientras que la doble afirmación no niega. Desde el fondo de la sala, un colega dijo “Yeah, yeah!”, provocando la risa del auditorio y proyectando una sombra de duda sobre lo que se acababa de decir. Se trata evidentemente de una agudeza, porque si el doble “yes” se hubiera pronunciado con tono de convencimiento, y no con una mueca irónica, su función habría sido afirmativa. La negación no se había producido a nivel lingüístico, sino paralingüístico. Con todo, el juego suasivo –manifiesto– del adversario comprometió el discurso –muy persuasivo– del orador.

Un caso de suasión manifiesta a nivel del texto es la dramatización del discurso. El discurso puede ser científico, riguroso, pero es construido como una narración, con sus propios héroes y antihéroes. Hablo de suasión manifiesta porque basta una lectura atenta para que se nos vuelva evidente, y sin embargo la dramatización funciona.

Para ilustrar este caso recomiendo un ensayo muy bello del último libro de Greimas. Es un análisis muy conciso del prefacio de Dumézil, gran estudioso de las mitologías antiguas, a su libro Nacimiento de los arcángeles. El texto de Greimas es muy respetuoso y analiza semióticamente el componente narrativo que hay en el discurso científico para mostrar la dificultad y la tesitura particular de todo el género. Sin embargo el ensayo greimasiano se convierte en una denuncia de ciertas técnicas de suasión presentes en cualquier discurso científico: mientras se habla se trata de dramatizar el discurso y preparar el consenso emotivo del lector, quien se comporta como el espectador de un filme de aventuras conforme avanza la acción. El ensayo es de una fineza, de una complejidad y de una dificultad notables, de manera que citaré sólo un pasaje, el que Greimas dedica a analizar las seis primeras líneas del texto objeto de examen, advirtiendo de antemano que un prefacio (como el de Dumézil) es un género metacientífico, pues reflexiona sobre el avatar de un texto científico.

Dice Dumézil: «Si observan la composición de este libro, los lectores tendrán la sensación de que ha sido escrito para responder a la siguiente pregunta: “¿en qué se ha convertido, en el pensamiento religioso de Zoroastro, el sistema indoeuropeo de las tres funciones cósmicas sociales con sus dioses correspondientes? Y ciertamente es este el problema planteado aquí, pero en el curso de la investigación ha sido sustituido por un problema complemente diferente».

En efecto, Dumézil nos cuenta la historia de una investigación dramática, en la que, habiendo partido de un problema, se encuentra con otros problemas, hasta dar con la clave iluminadora que le ha revelado la verdadera pesquisa del libro. Este es más o menos el tema del prefacio, y es irrelevante saber de qué pesquisa se trata. Con el análisis de esas seis escasas líneas, Greimas demuestra que la primera parte del fragmento presenta el libro como un objeto literario, animado por una pregunta, y respecto al cual se da cancha a sujetos humanos, el autor y los lectores. En la segunda parte en cambio se invierte dramáticamente el discurso, porque la que era “pregunta” se convierte en “problema” –y el problema posee mayor dignidad científica–, ya no se habla del “escrito” sino que en el curso de la investigación se habla de una “argumentación” distinta, y ya no aparece en lo sucesivo un pronombre personal, ya no hay “lectores” y “autores”, sino la impersonalidad del problema y de la argumentación que pretende dar cuenta de él. Es decir, el libro comienza como la historia de un error humano pero acaba como la voz impersonal de la ciencia que establece dónde está la verdad.

El resto del análisis del ensayo se dedica a mostrar cómo cada vez que el autor del libro describe las incertidumbres iniciales todo se presenta antropomorfizado, y cada vez que expone los resultados finales todo es abstraído y objetivado: es la voz abstracta de la ciencia la que habla. Arrastrado por este juego de constantes conmutaciones, el lector distraído no se percata de esta dramatización, en la cual por un lado se pone en juego al sujeto con todas sus debilidades y de otro a la impersonalidad de la ciencia, aunque al final es conquistado por la autoridad del discurso que se le promete.

El discurso personalizado es el lugar donde se manifiesta el investigador atribulado, mientras el discurso objetivo que lo sigue, ocultando el antisujeto, presenta a la ciencia como la única vencedora de la prueba. Por eso el discurso del descubrimiento se da siempre como revelación de los hechos reales que se esconden bajo las apariencias. Cuando Dumézil dice: “se volvió evidente una idea” estamos ante una técnica de suasión, no de persuasión. La persuasión está en el contenido proposicional del libro, la suasión en la arquitectura estilístico-narrativa del discurso que vehicula este contenido.

Quisiera para concluir tratar el problema de la suasión encubierta. A nivel de enunciado podría ser por ejemplo la cita maliciosa, que tergiversa el pensamiento del autor estudiado, lo banaliza o pone en su boca como afirmación aquello que él formulaba como pregunta. Es una técnica a la que a menudo echa mano, acaso de forma inconsciente, todo aquel que escribe un ensayo crítico. Dado que no se puede citar a todo el autor del que se está hablando, se escoge, y en esta elección hay siempre una estrategia, una malicia que tiende a permanecer oculta excepto para quien confronta el texto original.

En el fondo, es argumentar decir que los únicos enunciados dignos de crítica formulados por un autor son los que se citan, pero esta argumentación está oculta. No se persuade al lector de que el autor se ha equivocado. Se le suade de que todo lo que se recoge de él representa el núcleo de su pensamiento.

Como suasión encubierta al nivel del texto hablaré de lo que he denominado el juego de las tres cartas. Daré sólo un breve apunte de esta técnica. Se trata de la carta que, probablemente en el 104 d. C. o poco después, envió Plinio el Joven a Tácito a fin de proveerle de materiales para sus Historias. Tácito le había pedido que le contara cómo murió Plinio el Viejo (tío del Joven) en la erupción del Vesubio registrada en el 79 d. C.. El Joven le relata los hechos, dejando claro que, aunque su tío era ya un hombre célebre y lo fue aún más debido a su trágico destino, nadie como Tácito podría reportarle la inmortalidad. De esta manera, la carta en cuestión debe contribuir a la construcción de un monumento, al mito del héroe de la ciencia que muere arrastrado por la sed de conocimiento, yendo al encuentro de la erupción y siendo engullido por ésta. El Joven escribe en presente diciendo “yo”, y este “yo” es quien escribe en el 104, pero narra sucesos de cuando estuvo presente el día fatídico, y se refiere a sí mismo como “yo”, y este “yo” es quien vive los acontecimientos del 79. Distinción, como veremos, importante.

El relato es apasionante. Pero si uno relee la carta por segunda vez comienza a sospechar que el Viejo no fue después de todo ni ese gran hombre de ciencia ni ese hombre impávido que la historia nos ha legado. Al menos, no en aquella circunstancia. Ve una nube en forma de hongo, no sabe de dónde viene, recibe peticiones de ayuda de los lugares amenazados, zarpa con sus naves (sin saber todavía de qué se trata, pero es el capitán de la flota y algo debe hacer), llega por la noche a las faldas del Vesubio, lo ve cubierto de fuegos y tranquiliza a los presentes diciendo que son sólo casas abandonadas que arden en la oscuridad. Pero se lo cree él también, pues se va a dormir. Le despiertan cuando ya su habitación está a punto de ser cubierta por las cenizas y escapa a la playa. Allí se adormila y muere asfixiado debido a las emanaciones de la erupción. El Joven, que no le había acompañado, llega una vez pasado el peligro para retirar el cadáver. No sabemos el efecto que hizo este texto de el Joven sobre Tácito, pues no se ha conservado esa parte de las Historias, pero sabemos por nuestros libros de historia cómo ha sido recogido por la tradición. La construcción del héroe ha funcionado. ¿Cómo ha procedido el Joven para inducir a sus lectores a colaborar en este sentido?

Veamos un pasaje, que traduzco con cierta libertad aunque respetando los aspectos cruciales, como el uso de los tiempos verbales, que subrayo: «Comandaba la flota en dirección a Miseno. Hacia la hora sexta del 24 de agosto mi madre le señala una nube inusitada por su forma y tamaño. Él acababa de tomar el sol y de darse una ducha, se había tumbado a comer algo y leía. Pide sus sandalias y sube a un sitio desde el que podía ver mejor esa maravilla. Una nube (y no estaba claro para quien la mirase indicar de qué monte procedía, sólo después se supo que era del Vesubio) estaba surgiendo, y ningún árbol habría sugerido mejor su forma que un pino mediterráneo. En efecto, se alzaba con un tronco larguísimo y se difundía hacia lo alto en varias ramas, pienso yo que era porque, levantada por un viento fresco que después había cesado, o bien vencida por su propio peso, se disolvía alargándose, blanca en algunos puntos y en otros sucia y con manchas, según transportase tierra o cenizas». En ese momento el Viejo, «a fin de conocer mejor el prodigio, como convenía a un hombre de tanta doctrina», decide ir a echar un vistazo. Léase de nuevo el pasaje. El Joven del 104 pone en presente todo lo que el Joven del 79, su madre y su tío ven en aquel momento (hora sexta del 24 de agosto del 79). El Joven del 104 aparentemente da sólo cuenta de lo que podía conocer el Joven del 24 de agosto del 79, pero introduce en el discurso informaciones que sólo puede conocer el Joven del 104 (esto es, que la nube venía del Vesubio, y por lo tanto era un fenómeno volcánico). Y dice, anunciándolo con un “yo creo” (pero el que cree es el Joven del 104, mientras escribe a Tácito) las razones por las cuales ahora (104) él supone que la nube se comportó así. Parece volver a la hora sexta del fatídico día cuando describe la nube tal y como el Viejo la vio entonces, sin saber que provenía del Vesubio, pero inmediatamente y sin indicar nada, como si hablara todavía desde el punto de vista de su tío, proporciona una información que podía conocer sólo el Joven del 104, esto es, que el color de la nube se debía a la presencia de sustancias eruptivas. ¿Por qué no señala este brusco salto de situación cognoscitiva y no advierte a Tácito: “ojo, yo lo explico así, pero mi tío no podía saberlo todavía”). Porque, conscientemente o no, espera que Tácito, arrebatado por el flujo narrativo, atribuya al Viejo (hora sexta del 24 de agosto) conocimientos que también él, Tácito, ahora posee, pero que desconocía el Viejo. Dado que Tácito sabe qué terrible amenaza contiene la nube, si el Viejo se dirige impávido hacia esa amenaza es un héroe sin duda ninguna. Pero el Viejo no lo sabía. Además Tácito sabe otras cosas y la carta del Joven comienza dándolo por descontado: que desde hace más de veinte años el Viejo está marcado por ese suceso fatídico; el Viejo es el que ha caído a manos del Vesubio por decreto del destino. Ya es imposible para el lector separar esta fatalidad del Viejo –recogida por la historia y por el mito– de lo que el Viejo era y sabía en aquella infortunada hora sexta. Por eso le vemos, héroe fatal, marchar sin miedo al encuentro de su destino y cada uno de sus gestos se carga de fatales connotaciones. He aquí un juego sutil de trampas y peticiones de colaboración al lector. Tenemos aquí lo que he dado en llamar suasión encubierta, que no ha de confundirse ni con persuasión ni con argumentación. La diferencia entre suasión y persuasión no es sólo diferencia ética y discriminación entre géneros altos y géneros bajos, sino que atraviesa todos los universos del discurso.

¿Conclusiones? Durante mucho tiempo hemos desconfiado de la persuasión, sin darnos cuenta de que es un arte humanísimo, cuya técnica y cuya necesidad se hunden en lo más profundo de nuestra civilización. La persuasión, en tanto explícita, está en la raíz misma del propio juego democrático. El demagogo no persuade, suade. El tirano no suade, ordena. Pensábamos que los mass-media eran el lugar de la persuasión, pero en realidad su lugar es la entera cultura.

Hemos visto que existe una diferencia entre persuasión y suasión, pero esta diferencia atraviesa tanto los mass-media como los discursos de la “alta” cultura. En todo caso, las técnicas suasivas descaradas (y a fin de cuentas ingenuas) de los mass-media nos deben enseñar a reconocer la suasión dondequiera que opere, incluidos los discursos de la cultura de elites. Si queremos, los mass-media, con su desfachatez, nos han enseñado a desconfiar al enfrentarnos a discursos mucho más reservados y que aspiran a patentes de corso más nobles.

La persuasión puede ser grosera, pero siempre es honesta. La suasión puede ser sublime, pero siempre es maliciosa, allá dondequiera que se encuentre. Ambas son prácticas humanas, y como tales han sido practicadas por aquellos que juzgamos Grandes, y que acaso tenemos por tales precisamente porque han practicado con acierto y con arte la suasión. Es tarea de la semiótica como crítica de la ideología practicar la desconfianza y enseñar a practicarla: denunciar la suasión allí donde se enmascara de persuasión, y reconocer el entretejerse de ambas formas como condición insoslayable de nuestros discursos.

Y si en mi discurso habéis encontrado algo de suasión, estoy dispuesto a admitirlo. La voluntad de persuadir es siempre muy fuerte en quien habla, y los límites entre persuasión y suasión muy tenues.

© Umberto Eco, 1986
RCS Libri SpA
Presentación, traducción y notas de Raúl Rodríguez

Artículo extraído del nº 65 de la revista en papel Telos

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