P
Políticas del conocimiento y cosmopolíticas


Por Cristina Peñamarín

Editorial Gedisa. Néstor García Canclini. Diferentes, desiguales, desconectados
Barcelona, 2004

Hasta la corriente postmoderna, el pensamiento crítico había hecho de la desigualdad el gran enemigo a combatir. Si las mujeres o las culturas marginalizadas trataban de introducir su diferencia en el panorama de las cuestiones teóricas o políticas, la respuesta era siempre que sólo tras acabar con las grandes desigualdades sociales se podrían abordar esos aspectos secundarios del género, la sexualidad, la cultura, la identidad, etc. Poner el eje de la diferencia en el centro y a la vanguardia del debate caracteriza al giro postmoderno, que este libro quiere replantear.

Lo interesante del momento actual viene del aire de desconcierto, de aceptación de la oscuridad y la complejidad de las cuestiones que ha de abordar la teoría para comprender la vida social. No tenemos la clave: ni la diferencia, ni la desigualdad, ni siquiera la conexión / desconexión –último de los paradigmas en pretender aportar la macro-explicación de los problemas–. Será más bien la relación entre esas varias dimensiones lo que nos puede aproximar a la comprensión de nuestro complejo mundo. «Necesitamos pensarnos a la vez como diferentes, desiguales y desconectados, las tres modalidades son complementarias», afirma García Canclini en este libro.

El tono es sosegado. Afirmar que hemos de indagar la relación entre aspectos que están ahí desde hace tiempo no resulta muy impactante ni novedoso. Ese es el modo, muy de agradecer, de Canclini. Geertz es su autor de referencia en los capítulos que se dedican a la diferencia cultural, el objeto por excelencia de la antropología; Bourdieu, que observa la diferencia desde la desigualdad, centrará esta gran cuestión y Boltanski y Chiapello, en su potente libro El nuevo espíritu del capitalismo, definirán el tercero de estos ejes, la conexión que nos incorpora a la Sociedad de la Información.

Si un concepto preteórico de cultura naturaliza la contraposición entre lo material y lo espiritual, la cultura-educación y la incultura, lo corporal y lo mental, etc., la distinción que introduce la disciplina antropológica entre naturaleza y cultura, sociedad y cultura es más útil para descentrar los supuestos del eurocentrismo. Esa perspectiva disciplinar permitió discriminar entre lo biológico-genético y lo cultural, entendido como una dimensión propia de toda sociedad, y pensar que si toda sociedad tiene cultura, no hay razones para privilegiar a unas culturas sobre otras. Sólo hoy empieza el pensamiento crítico a atender seriamente a aquellos que advierten que el reconocimiento de todas las culturas como igualmente legítimas implica una indiferenciación que las hace finalmente incomparables e inconmensurables. Sólo hoy los peligros del relativismo cultural se nos hacen tan atendibles como antes lo fueron los del etnocentrismo, obviamente anti-relativista. Trae a colación Canclini, por ejemplo, una reflexión de Benhabib señalando que el énfasis teoricista en «la inconmensurabilidad nos distrae de las muy sutiles negociaciones epistémicas y morales que ocurren entre culturas, dentro de las culturas, entre individuos y aun dentro de los individuos mismos al tratar con la discrepancia, la ambigüedad, la discordancia y el conflicto».

Conflicto entre culturas

La discrepancia y el conflicto serán fundamentales para llegar a una nueva comprensión de la dimensión cultural. Para ello, Canclini pasa antes por el concepto semiótico de cultura que explicitara Geertz, entendiéndola como el conjunto de los procesos sociales de significación –o, en términos de Canclini, de los procesos de producción, circulación y consumo de la significación en la vida social–. Pero ese conjunto de formas sociales de construir sentido en el que se organizan las identidades, la cultura, no es algo que aparezca siempre de la misma manera. Los significados se transforman porque los objetos cambian de sentido al pasar de un sistema a otro, al insertarse en nuevas relaciones sociales y simbólicas. Pues hablamos de circulación de bienes y mensajes, de cambios de significado, sostiene este autor, necesitamos contar con una definición sociosemiótica de la cultura y los análisis antropológicos han de converger con los estudios sobre comunicación.

Sin embargo, cuando entendemos que las identidades son más camisas que piel, resulta ya insuficiente, aunque sea necesario, aludir a la instancia simbólica en la que cada grupo organiza su identidad. Es preciso analizar también la complejidad de las formas de interacción y de rechazo, de aprecio, discriminación y hostilidad hacia otros en las situaciones de roce continuo o de asidua confrontación. En este sentido se introducen las aportaciones de A. Apadurai, quien al sustantivo cultura prefiere el adjetivo, cultural, que remite a «las diferencias que fueron seleccionadas y movilizadas con el objetivo de articular las fronteras de la diferencia». Este desplazamiento, que permite abordar, con Grimson, los modos específicos en que los actores se enfrentan, se alían o negocian y, por tanto, cómo imaginan lo que comparten, es el que va de lo cultural a lo intercultural, de identidades culturales más o menos autocontenidas a procesos de interacción, confrontación y negociación entre sistemas socioculturales diversos.

Bourdieu que, al modo weberiano, vio en las estructuras simbólicas una dimensión necesaria del poder, la de la legitimidad y el reconocimiento, ha tenido en el tiempo reciente una importante influencia, sobre todo gracias a su análisis del aspecto simbólico del consumo –capaz de significar la diferencia de clase social, la famosa distinción por el gusto– y gracias a la consistencia de una perspectiva en la que resultan inseparables lo económico y lo simbólico, la fuerza y el sentido. Si la dimensión indisociablemente económica y simbólica de la distinción por el gusto ya había sido magistralmente analizada por Veblen, a Bourdieu se deben, entre otras muchas cosas, aproximaciones sociológicas a la estética y al arte por medio de conceptos como el de campo. Así entiende el campo artístico como lugar de luchas por el poder de consagración, donde se engendra el valor de las obras y la creencia en ese valor. El campo cultural, el científico, se definen igualmente por la existencia de un capital común y por la lucha por su apropiación.

La clara exposición de Canclini de las aportaciones de Bourdieu a la comprensión de la diferencia desde la desigualdad no deja de señalar las debilidades de esta perspectiva. ¿Cómo se constituye el valor de los valores? ¿Se explica sólo por la lucha por el poder en el interior de cada campo? Para comprender lo que aporta un modisto como Courreges, nos preguntamos con Canclini, ¿se puede dejar fuera la historia social, las preferencias de las mujeres en su momento por valores como la simplicidad, la modernidad, la practicidad? Para entender el gusto de las clases populares no basta referirlo a la estética “pragmática y funcionalista”, ni su preferencia por las bagatelas de fantasía y los accesorios llamativos se explica sólo por el interés de obtener “el máximo efecto al menor costo”, contrariamente al gusto burgués por la sutil distinción. Otros estudiosos se han acercado a estos objetos con diferente actitud. Para comprender la estilización en el arreglo personal de los adolescentes, o la exuberancia, el fervor por el detalle y la opulencia de los colores, que llevaron a Hoggart a hablar de «los cien actos barrocos de la cultura popular», resulta más comprensiva la aproximación desde el relativismo cultural, que aporta cierta “justicia descriptiva” al acreditar a las culturas populares el derecho a tener su propio sentido. O, como dicen Grignon y Passeron en cita de Canclini, se trata de «aprender la lengua en que éstas dicen lo que tienen que decir, cuando logramos olvidar lo que de ellas se dice en otra lengua».

Identidades múltiples

Boltanski y Chiapello, por su parte, han llamado la atención sobre el problema demasiado actual de la exclusión, el problema de quienes no están conectados con las redes por las que circulan la información, el poder o los recursos. Excluidos e inmóviles, son los perdedores frente a los “grandes” de la sociedad conexionista, los que tienen más capacidad de desplazarse entre los espacios geográficos y culturales y de adaptarse a las nuevas oportunidades y estilos. Pero la movilidad y la plasticidad tienen valor precisamente porque algo, algunos, permanecen en su lugar. Así, sigue siendo importante “ser alguien” –no un mero móvil adaptable–, o encontrar algo “auténtico” que transportar o codificar para replicarlo variándolo en otro lugar. Las identidades se forman hoy con múltiples pertenencias y requieren una antropología multilocalizada, aunque eso no significa que para cada uno deje de ser valioso encontrar algo como un hogar material y simbólico.

Los estudiosos de la cultura se han de hacer, según Canclini, especialistas en las intersecciones, como Geertz pasó de concentrarse en el conocimiento local a interesarse por los collages interculturales. En cambio, ¿qué le pasó a Bourdieu cuando estudió la televisión?, que su indignación ante la supuestamente ineludible banalidad del medio le hizo olvidar su propio concepto de opinión pública y en lugar de la sociedad plural sólo vio un conjunto homogéneo de espectadores.

Son necesarios autores que trabajen en diferentes escalas de conocimiento, con instrumentos de diverso alcance que les hagan capaces considerar las políticas postidentitarias y las cosmopolíticas, que proponen Lins Ribeiro y otros. Dado que, señala Canclini, existen las cosmopolíticas de las transnacionales, las elites, los organismos intergubernamentales, que someten la diversidad al juego de los mega mercados, en el que millones de espectadores hispanohablantes, por ejemplo, son convertidos en minorías culturales, este autor recupera «el planteo utópico que atraviesa la cosmopolítica» de Ribeiro, que no es sino la búsqueda antigua e interminable de la igualdad entre los diferentes. Al proponer pensar lo social desde un lugar intermedio, de entrelazamiento entre lo global y lo local, desde un multiculturalismo cosmopolita, la antropología ayuda a crear nuevas condiciones para la conversación, para los intercambios democráticos de comunicación heteroglósica. Pero Canclini coincide con Z. Bauman, entre otros, en la preocupación por la falta de actores consistentes que enfrenten a escala macro los procesos de desnacionalización y de transnacionalización (actores como los que se han insinuado en Seattle o Porto Alegre). Son necesarios para dar soporte social a proyectos estratégicos como el que tuvieron los estudios culturales, el de hacer una teoría socio-cultural con base empírica y orientada a comprender críticamente el devenir capitalista.

Artículo extraído del nº 64 de la revista en papel Telos

Ir al número Ir al número


Avatar

Cristina Peñamarín