Editorial Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Jesús Prieto de Pedro. Cultura, culturas y Constitución Madrid, 2004 |
El debate constitucional en el ámbito político vive, en los últimos años, un auge extraordinario, más llamativo por cuanto que, tras los primeros años después de su entrada en vigor, tiempo en el que naturalmente proliferó a la búsqueda de un acuerdo sobre la naturaleza, alcance, significado, etc. de la Constitución, dicho debate desapareció prácticamente, envuelto en un sentimiento generalizado de que cuanto menos se debatiera sobre ella, menos existiría la tentación de cambiarla, imbuidos como estábamos de la conveniencia de su perdurabilidad tras las desastrosas experiencias de nuestro pasado reciente.
Ese silencio no se extendió, lógica y afortunadamente, al ámbito académico, en el que sin solución de continuidad se ha seguido investigando, analizando, interpretando nuestra Carta Magna, desde todas las perspectivas de la dogmática jurídica y desde la propia filosofía jurídica o política. En ese sentido hoy podemos hablar con rigor de las diferentes constituciones que habitan la Constitución española de 1978: la constitución económica, la constitución social…
El libro del profesor de la UNED. Jesús Prieto de Pedro, Cultura, culturas y Constitución nos introduce en otra de esas constituciones, la constitución cultural, y lo hace, además, en un momento y en una circunstancia que le dotan de una característica añadida a su valor intrínseco, la oportunidad. Aunque se trate de una nueva edición de una obra publicada hace más de diez años.
La noción constitucional de cultura
En efecto, a nivel político, el gran debate suscitado en los últimos años, de forma especial en los últimos meses, y al que hacía referencia en el inicio de estas líneas, se ha planteado, de manera fundamental, en torno a la cuestión de la organización territorial del Estado. En el ámbito de ese debate han aparecido expresiones o términos como la España plural, España como nación de naciones, federalismo, federalismo asimétrico, etc. Pues bien, en el libro de Jesús Prieto lo que se nos plantea es si del texto constitucional puede inferirse la existencia de una cultura española plural, de una cultura española como cultura de culturas, o, por el contrario, de una noción exclusiva y, por tanto, excluyente, de cultura española. ¿Cuál es, en definitiva, la noción constitucional de cultura?.
El libro comienza, como no podía ser de otra manera, enfrentándose al concepto de cultura, un concepto, como es sabido, difuso, diverso, como diversos son los significados del propio término, que el autor analiza en la doble vertiente, espacial y temporal. Tras esa primera aproximación al concepto de cultura, anticipa ya lo que va a ser la piedra angular de su planteamiento cuando afirma que, en contra de lo que se ha sostenido con una cierta frecuencia, particularismo y universalismo no tienen porqué ser categorías incompatibles, afirmación que no cuenta, precisamente, con avales menores, sino de tanto prestigio y predicamento como el de la propia UNESCO.
Una vez centrada la cuestión, aborda la presencia del vocablo en la Constitución de 1978, presentándonos los distintos lugares en los que aparece y los sentidos en los que lo hace, constatando que en ella se habla, no sólo de Cultura o de la Cultura, sino de culturas, reconociendo una pluralidad cultural que el propio texto convierte en pluralismo.
Esa diversidad cultural no es para el autor sino el trasunto de una diversidad nacional, que explica a partir de tres conceptos, pueblo, nación y nacionalidad, conceptos tan difusos como el de cultura, que trata de sistematizar de manera sintética.
Volviendo al caso de España, vemos que la cuestión se manifiesta aquí con toda intensidad, como pone de manifiesto que en la Constitución se hable de pueblo español, de pueblos de España, de nación Española, de nacionalidades y de regiones. Pues bien, es a partir de ese hecho, de esa diversidad nacional que el profesor Prieto construye su aportación a una teoría de la cultura en la Constitución, que él formula como un sistema escalonado, cuyo primer peldaño o escalón primario sería el pluralismo cultural, en tanto el segundo lo constituiría la cultura común española. Y como se señalaba al comienzo, aquí también sostiene, como auténtica declaración de principios, que el particularismo (pluralismo o diversidad cultural) y el universalismo (cultura común), o, si prefiere, las culturas de las diferentes nacionalidades y regiones españolas y la cultura colectiva de la nación española, no tienen porqué ser categorías incompatibles, sino que, como en este caso, pueden ser perfectamente integrables. En definitiva, que «en la Constitución española de 1978 se desprende más que la idea de la comunidad global, como unicidad cultural, un concepto integrador de la diversidad cultural primaria de España». He ahí «la noción constitucional de cultura», la integración de su diversidad.
Entre diversidad y relativismo
Sinceramente creo que es ésta una conclusión acertada, y la única posible sin retorcer la letra o el espíritu de nuestra Constitución. Se puede afirmar que referirse a «distintas nacionalidades y regiones» implica, casi necesariamente, hablar de distintas culturas (bien en su sentido más amplio como puede ser el utilizado por Tylor, bien en el más restrictivo empleado por Johnson) si entendemos que no puede existir nación sin una identidad cultural común que la atraviese y recorra. Es ese, precisamente, el argumento que se empleó como elemento catalizador de los procesos de unificación nacional que acaecieron en la segunda mitad del siglo XIX: la nación italiana, como la nación alemana, tienen sentido para quienes proclaman y defienden su existencia, en tanto en cuanto los distintos reinos, principados o ciudades cuya integración se persigue comparten una cultura común. Bien es verdad que en la España de 1978, ese proceso se plantea en un sentido, inverso, es un proceso centrífugo en el que no se transita de unas realidades plurales a una nación, sino de una nación a unas realidades plurales (nacionales o regionales). Pero el principio fundamental sigue siendo el mismo: si coexisten diferentes naciones en el seno de la nación española, es porque existen diferentes culturas, y si existen, pueden y deben coexistir en un marco de integración general. Si es posible la integración política, ¿cómo no va a ser posible la integración cultural? Y esa integración sólo puede hacerse desde el reconocimiento y garantía de la diversidad radical o, como dice Prieto, primaria.
Hay dos cuestiones (dos dudas o dos interrogantes) que me ha suscitado la lectura del libro y a las que quiero referirme, aunque sólo sea dejándolas apuntadas. La primera de ellas se refiere a cómo se puede afrontar desde una perspectiva constitucional, el problema de, si se me permite el juego de palabras, la diversidad de la diversidad. Creo que estamos todos (o casi todos) de acuerdo en que se viene alumbrando una nueva nacionalidad, una nacionalidad distinta a aquellas a las que se refiere la Constitución, esas nacionalidades históricas (de la historia de España): me refiero a la nacionalidad emigrante, o, si se prefiere, a las nacionalidades de la emigración. Parece obvio señalar que España se está convirtiendo más que nunca, en un pueblo de pueblos. La pregunta es: ¿qué ocurre desde la perspectiva constitucional con las culturas de esos otros pueblos? ¿Son diversidades constitucionalmente integrables, como lo son las de nuestros pueblos?
La segunda, queda fuera, yo diría naturalmente fuera, del ámbito de la obra, y, sin embargo, resulta esencial cuando el tema de la cultura, o mejor dicho, de las culturas, se analiza desde otro punto de vista. Sabemos que la frontera entre el reconocimiento de la diversidad (o entre el subjetivismo ético) y el relativismo (o el relativismo ético) es muy imprecisa, y que se traspasa con demasiada facilidad. Si de cultura hablamos, podemos decir que el etnocentrismo que ha dominado nuestra concepción cultural durante muchos (demasiados) siglos es rotundamente rechazable. Sin embargo, ese etnocentrismo ha dado lugar en muchos casos, o ha sido substituido en muchos casos, por un relativismo cultural que me parece igualmente rechazable y con idéntica rotundidad. Ninguna cultura puede excluir o negar la condición de cultura a otras distintas a ella. Pero tampoco podemos decir que todas las culturas son igualmente valiosas, ni que todos los hechos diferenciales son hechos culturales. Aquí sí creo que se podría sostener que diversidad y relativismo son categorías incompatibles o, al menos, deberían serlo. Aunque se trata sin duda de un tema básicamente filosófico o, si se prefiere, ético, no se puede soslayar su dimensión jurídica. No es arriesgado en exceso prever que, en un futuro más o menos cercano, puedan plantearse conflictos entre derechos culturales que se manifiestan en un momento dado como incompatibles entre sí. ¿Cómo se puede resolver ese conflicto tomando como base la Constitución?
En cualquier caso, estamos ante una obra científicamente rigurosa, expuesta con claridad (y brillantez), tras cuya lectura ningún lector se irá de ella como a ella ha llegado, condición que el gran Simmel exigía de cualquier obra, literaria o científica.
Artículo extraído del nº 63 de la revista en papel Telos