Este artículo observa los cambios que ha experimentado en las últimas tres décadas el tratamiento informativo de los medios de comunicación españoles frente a los actos terroristas. Entre otras consideraciones su autor señala que mientras el número de víctimas descendió, la cobertura de los medios ha ido en aumento.
El pasado 12 de diciembre de 2004, el madrileño estadio Santiago Bernabeu fue desalojado, cuando apenas faltaban unos minutos para terminar un partido de fútbol, por una amenaza de bomba anunciada en nombre de ETA. No había bomba, como se pudo comprobar en pocos minutos, pero esa misma noche, en los informativos de televisión, todas las cadenas dedicaron mucho tiempo a informar todo lo relativo al aviso y desalojo. Al día siguiente, los periódicos trataban el hecho con informaciones que se extendían por término medio no menos de dos páginas. Por supuesto, todas las primeras recogían con llamadas importantes el suceso. El 3 de mayo de 1976 no hubo aviso. Un cabo primero de la Guardia Civil llamado Antonio de Frutos murió en un atentado en la localidad guipuzcoana de Legazpia. El hecho mereció muy pocos segundos en la televisión. El diario El País, que al día siguiente salía a la calle por primera vez, llevaba en su primera página apenas un título a una columna y unas pocas líneas de texto recuadradas. Y no era un día con grandes noticias que hubiesen podido eclipsar ésta.
Entre ambos hechos han transcurrido casi treinta años, en los cuales se ha producido un cambio impresionante en la consideración del terrorismo y la manera de tratarlo en los medios de comunicación. Un período de tiempo en el que primero se produjo un cambio cuantitativo, con un fuerte aumento del espacio y el tiempo dedicados al fenómeno (en parte, motivado también por un hecho objetivo: el fuerte incremento de la actividad terrorista durante los primeros años 80), y luego, ya a partir de los años 90, un cambio cualitativo de enorme calado.
Durante la década de 1990, no obstante, siguieron aumentando el espacio y tiempo dedicados al fenómeno terrorista en los medios españoles. En el caso de la prensa vasca -por razones obvias, la que tiene más y mejor desarrollada su agenda y organización ante una noticia de este tipo-, se produce entre mediados de los años 80 y mediados de los 90 una mínima reducción del número de textos centrados en el terrorismo (Diezhandino y Coca, 1997), pero debe tenerse en cuenta que el número de atentados había disminuido de forma sustancial en ese mismo espacio de tiempo, de manera que cada uno de ellos recibía mucho más espacio, aunque la suma de todos fuera algo menor. Esa tendencia se ha mantenido en el tiempo y la comparación del tratamiento de hechos concretos resulta ilustrativa al respecto: la explosión de un coche bomba en Getxo el pasado 18 de enero de 2005, con el resultado de un agente de la Ertzaintza herido leve y algunos daños materiales, mereció tantas páginas y minutos como un hecho similar, pero con un muerto, ocurrido a comienzos de la década de 1990.
Me detendré en algunos ejemplos. El atentado en Getxo del pasado 18 de enero tuvo un significativo despliegue informativo. En El Correo ocupó cuatro páginas y en El País, dos. Retrocedamos justo a comienzos de los años 90. El miércoles 3 de abril de 1990 un agente de la Guardia Civil que trabajaba como cocinero en el cuartel de Intxaurrondo fue asesinado por ETA. El suceso tuvo lugar cuando pasaban unos minutos de las tres de la tarde, es decir a una hora en la que los diarios matutinos tienen mucho margen para organizar la información y abrir un hueco todo lo amplio que quieran en sus páginas. El Correo abrió su edición del día siguiente con un modesto título a tres columnas (las aperturas más habituales de este periódico en esos años eran a cuatro columnas de un total de cinco que tenía y tiene su página), y en el interior le dedicaba una página con un faldón de publicidad. En total dos tercios de página repartidos en dos bloques: uno en el que se narran los hechos y una columna con reacciones de los partidos políticos. Miremos a la prensa nacional: El País, la referencia principal, incluyó en su primera página la noticia como antetítulo de otra (la detención de un comando de ETA en Francia) y la acompañó con una foto del cadáver en el suelo, al momento de ser examinado por un agente judicial. En el interior, toda la información quedaba limitada a una única columna.
Busquemos un hecho similar pero años después. El 26 de enero de 2001, el cocinero de la Comandancia de Marina de San Sebastián fue víctima de un atentado: una bomba colocada en los bajos de su coche hizo explosión al arrancar el motor. Veamos cómo trataron la noticia los mismos diarios: El Correo le dedicó algo más de la mitad de su primera página, incluida una enorme foto en la que se ve a funcionarios recogiendo los restos mortales de la víctima junto a su coche completamente destrozado. Se incluyó una foto tamaño carné de la víctima. En el interior, siete páginas de información: narración de los hechos, perfil de la víctima, infografía, datos sobre el comando al que se atribuye el atentado, testimonios de quienes le conocían, reacciones de políticos, Iglesia y sindicatos (el fallecido estaba afiliado a Comisiones Obreras), manifestaciones de rechazo… En El País, también fue el tema de apertura, aunque en dimensión algo menor: una foto a cuatro columnas (relativamente similar a la de El Correo) con un título a tres. Algo menos de la mitad de su primera página, en total. Y en el interior, tres páginas: narración de los hechos, infografía, viñeta de Peridis, testimonios de los allegados, información sobre el comando, reacciones. La diferencia en el tratamiento de estos dos atentados de características similares es tan enorme que se comenta por sí misma. Hoy, las cosas han cambiado tanto que resulta imposible imaginar que un medio de difusión nacional despachara un atentado mortal así, a primera hora de la tarde, con una única columna de información.
Con todo, el cambio más significativo en los últimos tiempos, fuera del incremento de espacio, tiempo y recursos informativos, ha sido el del enfoque de la información. A veces, los cambios de tendencia tienen una referencia concreta, una fecha fija en la que se produjo un acontecimiento que marcó un antes y un después. En relación al terrorismo y su tratamiento en los medios, hay tres fechas claves: 18 de octubre de 1991, 14 de febrero de 1996 y 11 de septiembre de 2001.
Vayamos por orden. El 18 de octubre de 1991, se produjo un atentado en Madrid. Un equipo de televisión acudió de inmediato al lugar de los hechos, y cuando estaba tomando imágenes a una cierta distancia, por detrás del cordón policial, explotó a muy pocos metros otra bomba. El cámara salió corriendo y pudo captar apenas unos segundos después unas imágenes estremecedoras: las de la niña Irene Villa con las piernas destrozadas por la explosión, junto a su madre, también herida. Los españoles, que habían conocido por los medios de comunicación la muerte de varios centenares de personas víctimas del terrorismo desde los años postreros del franquismo, nunca tuvieron antes la oportunidad de ver nada semejante: el horror en estado químicamente puro.
Hasta ese día, las imágenes que habían publicado los periódicos y que se habían contemplado en televisión, aún reflejando muerte y destrucción, eran mucho menos terribles: cuerpos apenas entrevistos bajo una manta, empleados del servicio funerario portando ataúdes, charcos de sangre Lo mismo había sucedido con el relato de los hechos propiamente dicho. Un repaso a las hemerotecas sirve para constatar que los reporteros escribían sus textos con un notable distanciamiento. Seguían un principio que expuso con claridad Jean François Lemoine (1986), director general de Sudouest, un diario que había sufrido varios ataques terroristas en años anteriores: «No hacer comentarios, no correr riesgos dejándonos arrastrar por tal o cual razonamiento. Atenernos a los hechos, relatarlos lo más sencilla y sobriamente posible (…) Nos hemos esforzado en estos últimos años por tratar de introducir en el tratamiento de estas informaciones el máximo de sangre fría y darles el máximo de perspectiva».
Esa técnica valía para textos e imágenes. En el caso de los primeros, no se plasmaba sólo en el estilo propiamente dicho, sino en los subtemas tratados ante un suceso de este tipo. Subtemas que, en general, no tenían demasiado en cuenta a la víctima ni a sus allegados. Ese distanciamiento que Lemoine planteaba se denotaba con claridad en ese aspecto.
Los responsables de emitir las imágenes de Irene Villa justificaron su decisión con el argumento de que se trataba de remover las conciencias, un tanto adormecidas, ante un fenómeno, el terrorismo, con una trayectoria de muchos años y centenares de víctimas. El argumento caló hondo. A partir de esa fecha se inició en los medios españoles una nueva manera de tratar el fenómeno: con una crudeza en las imágenes y los textos desconocida hasta ese momento. Fotografías de enorme impacto, que antes no se tomaban o no se publicaban, comenzaron a ser habituales en las páginas de los periódicos. Y, junto a ellas, textos muy descriptivos y, por tanto, más denotativos del horror en los que los reporteros rompían esa barrera de distancia que sugería Lemoine como técnica para narrar hechos violentos. El viejo principio periodístico de evitar -o al menos recluir en las páginas interiores- toda imagen que pueda amargar el desayuno del lector fue marginado. Un repaso a las primeras páginas de los diarios que relataban algún suceso terrorista avala lo dicho. Durante varios años, además, la imagen más terrible, la descripción más vívida de los hechos, ganó la batalla de la información.
Así se llega a la segunda fecha clave: 14 de febrero de 1996. Ese día, a media mañana, murió a raíz de un atentado en su despacho de la Universidad Autónoma de Madrid el profesor Francisco Tomás y Valiente, ex presidente del Tribunal Constitucional. A mediodía, un informativo de televisión dio una imagen singular: el momento en que la esposa (ya viuda) de Tomás y Valiente recibió la noticia, en la puerta de su casa, de boca de su hijo. El telespectador vio, primero, la pregunta en el rostro de la mujer, extrañada al apercibirse de que su hijo la esperaba en el portal de su casa junto a una cámara de televisión que la enfocaba; la incredulidad, un segundo más tarde, y el dolor extremo, después. Un ejercicio de voyeurismo insoportable para un telespectador mínimamente sensible. Me parece que nunca se ha vuelto a dar una escena semejante en televisión, pero ese día se abrió una nueva época: la que amplía el plano de la atención en los hechos terroristas desde la víctima concreta hasta sus familiares.
A consecuencia de ese cambio de enfoque, en los últimos años los reporteros han ido prestando una atención creciente al entorno -familia, amigos, compañeros‑ de las víctimas. La narración de los hechos se ha suavizado, las imágenes de extrema crudeza han ido desapareciendo, mientras han ido ganando terreno los testimonios de quienes rodeaban a la víctima. En cuestión de imágenes, el peso fundamental lo tienen ahora los retratos de viudas, madres, hijos o hermanos en funerales y manifestaciones. El dolor comienza a ganar terreno al horror.
Si todo hecho trágico tiene sus efectos en forma de círculos concéntricos, como si se tratara de un terremoto, los medios de comunicación han empezado a preocuparse por un número cada vez mayor de círculos, aunque eso suponga alejarse del epicentro. Y ésta es una técnica de aproximación a los hechos que se ha extendido a otras informaciones: en los casos de violencia doméstica, por ejemplo, ya es habitual encontrar los testimonios de familiares de la víctima, pero también los de sus vecinos de portal o barrio, que están en un círculo bastante distante del epicentro y que, por tanto, suministran información de escasa relevancia.
El tercer acontecimiento que ha supuesto un cambio fundamental en el tratamiento del terrorismo tuvo lugar el 11 de septiembre de 2001 (11-S). Aquel día, como tantas veces se ha comentado, murieron muchas personas en Estados Unidos, pero nadie vio, ni por televisión ni al día siguiente en los periódicos, un solo cadáver. Lo más próximo fue la imagen -estremecedora, pero que tenía algo de irreal pese a que todos los espectadores sabían que era cierto lo que sus ojos veían‑ de algunas personas arrojándose desde las ventanas de los dos rascacielos antes que verse envueltas en llamas. Pero lo que el televisor mostraba era apenas unos puntos negros moviéndose por la fachada. Se sabía que eran personas cayendo al vacío, pero no se apreciaba ningún detalle del hecho.
La manera de informar sobre una tragedia sin mostrar cadáveres ha creado escuela, aunque quizá no con la radicalidad con la que se aplicó (de forma unánime y al parecer sin acuerdo previo) en EEUU. Pudimos comprobarlo a raíz de los atentados perpetrados en Madrid el pasado 11 de marzo de 2004 (11-M): las imágenes más crudas fueron rigurosamente evitadas por los medios convencionales. Es cierto que algunas de ellas circularon por Internet, lo que revela también que en este nuevo medio hay menos límites éticos y legales a la difusión de información. Pero, en cualquier caso, los responsables de cadenas de televisión, agencias informativas y diarios renunciaron a mostrar lo peor del infierno. Las imágenes recogieron, básicamente, planos generales de los trenes destrozados, la actuación de los equipos de auxilio, cadáveres alineados en depósitos cubiertos completamente por mantas y heridos, en general, de no demasiada gravedad. Y, por supuesto, mostraban a familiares que pedían angustiados información sobre las víctimas, y a supervivientes de la tragedia. Nunca la prensa española había estado tan voluntariamente contenida a la hora de mostrar el horror. Digo tan voluntariamente contenida porque el 11-S estuvo forzada a ello: no disponía de otras imágenes más allá de las distribuidas por las grandes agencias. No fue así, en cambio, en los atentados del 11-M.
Quiero terminar con un último cambio, el que se refiere a las agendas, a la planificación de los medios ante un acontecimiento de este tipo. Algo se ha visto ya en los ejemplos citados: de la narración pura de los hechos, acompañada por unas reacciones mínimas, se ha pasado a un tratamiento mucho más elaborado. Ya no falta nunca una infografía detallada, ni el perfil de las víctimas (recuérdese que como resultado del 11-M algunos periódicos llegaron a dar perfiles breves de todos los muertos), ni el testimonio de familiares, allegados o testigos, ni las reacciones de los políticos Completa esta información los testimonios de personalidades de distintos ámbitos sociales y culturales, la extensa documentación sobre hechos similares, los datos sobre el grupo al que se atribuye la autoría, el análisis político del atentado Y, luego, en función de cada hecho, hay otros reportajes complementarios. Cuando ETA secuestró a Miguel Ángel Blanco, por ejemplo, algún periódico reconstruyó al día siguiente, a la misma hora, el recorrido desde su casa hasta la estación en la que habitualmente tomaba el tren. Cuando explota una bomba en el barrio de Neguri, en Getxo, siempre se destaca que se trata de un lugar simbólico del poder económico vasco donde residen numerosos empresarios y directivos. Y, por supuesto, a la simple información que se daba hace tan sólo diez o quince años, se suman artículos de personalidades pertenecientes a ámbitos de todo tipo: desde la política a la cultura (esto varía en función de la ocupación profesional de la víctima).
En definitiva, así ha ido creciendo la información y así se ha ido modificando su tratamiento en estos años. Es probable que ningún otro acontecimiento haya sufrido tantos cambios en la manera de ser abordado por los medios de comunicación. Cambios cuantitativos y cualitativos, como he tratado de demostrar. Y todo ello, no se olvide, mientras el número de víctimas del terrorismo, con la excepción del 11-M, descendía lentamente a partir de mediados de los años 80. Es decir, que el número de víctimas disminuía mientras la atención que los medios les prestaban a éstas aumentaba. Vincular ambas circunstancias exigiría un estudio minucioso y contar con la opinión de quienes han sido responsables de los medios en todos esos años. Pero me atrevo a adelantar que sí es segura la influencia de la rebeldía creciente de los ciudadanos ante la violencia, de manera que los medios han respondido a esa reacción con un despliegue mayor ante los actos terroristas. Tan grande ha sido el cambio que, en este apartado concreto, las hemerotecas nos muestran unos medios que en un plazo relativamente corto de tiempo se han convertido en irreconocibles.
DIEZHANDINO, Mª Pilar y COCA, C.: La nueva información, Universidad del País Vasco, Bilbao. 1997.
LEMOINE, Jean-François: «Terrorismo y periodismo en el País Vasco francés», XXXIX Congreso de la Federación Nacional de Editores de Periódicos, Lisboa, mayo de 1986.
Artículo extraído del nº 63 de la revista en papel Telos