La asimetría educación/comunicación
Tiempos hubo, en América Latina, en que los ministros de Educación podían declarar, con orgullo y sin mentir, que el peor de sus liceos públicos era mejor que el mejor de los privados. Comenzaba la segunda mitad del siglo XX y, asimismo, un esfuerzo educativo que tal vez no tuvo ni tiene comparaciones en el mundo, con países que llegaron a asignar a la educación un increíble 35 por ciento del presupuesto nacional. Aún hoy, tras el crecimiento cuantitativo y cualitativo de la educación privada, las más reconocidas estadísticas mundiales traen sobradas evidencias de que entre datos económicos y socio-culturales por momentos catastróficos (en los últimos veinte años sólo el África Subsahariana y América Latina han visto crecer la pobreza absoluta, respectivamente del 191 por ciento y del 139 por ciento) casi todos los indicadores latinoamericanos del sector educación siguen siendo del Primer Mundo. En 2001, por ejemplo, Francia contaba con 2,23 estudiantes universitarios por cada 1.000 habitantes y Venezuela con 2,93 (+ 31 por ciento); el Reino Unido e Italia (dos países con un PIB per cápita anual casi idéntico de unos 26.000 dólares) gastaron ese año por alumno de su educación superior pública, respectivamente, 6.147 y 7.552 dólares. Venezuela (con un PIB per cápita cinco veces inferior, de 5.590 dólares) gastó 6.267 dólares por alumno; un imponente esfuerzo que el mundo desconoce.
Ningún ministro latinoamericano de Cultura o Comunicación podría en cambio declarar que la peor emisora pública de su país fue o es mejor que la mejor emisora privada, sencillamente porque el fenómeno de una radiotelevisión de servicio público modelo europeo, asiático o africano que se quiera, es prácticamente desconocido en América Latina. Radio y televisión son en el sur del continente, casi sin excepciones, una caricatura de la doctrina Monroe: pese a que las leyes de radio y telecomunicaciones de varios países declarasen a la europea, desde los años 40, que éstas «son de la exclusiva competencia del Estado», se impuso el modelo estadounidense de radiodifusión privada y comercial, en un ámbito de semi-anomia que aún perdura. Hasta el país-modelo, EEUU, tras el Informe Carnegie de 1974, logró proveerse mal que bien de un servicio público, el Public Broadcasting System (PBS), lo que no logró con propiedad ningún país al sur del Río Grande.
Los decenios del inmenso esfuerzo latinoamericano por democratizar la educación fueron también una época bisagra entre la consolidación de la radio y la llegada de la televisión, en la que el mercado logró imponer un uso «todo comercial» del espectro. A los grandes educadores no siguió una generación de comunicadores capaces de convencer a los poderes públicos del rol informal pero casi hegemónico de los medios en la educación y cultura postescolares, continuas y de reciclaje, la salvaguarda de las diversidades, el insumo de productos culturales endógenos o la integración regional (a un europeo que vio durante decenios el programa «Juegos sin fronteras» le costará creer que en cincuenta y dos años de televisión un venezolano jamás vio en sus pantallas, saturadas de mensajes norteamericanos, un solo programa jamaiquino, boliviano o costarricense). Al faltar ese elemento de continuidad, participación e integración representado por una radiotelevisión pública bien concebida, conviviendo en armonía con la comercial, América Latina se volvió el continente en que más evidente es el efecto «tela de Penélope», de unos medios que pueden destruir de noche lo que la escuela edifica de día.
La radio y la televisión «públicas» (un eufemismo por «gubernamentales») son en Latinoamérica, allí donde existen o sobreviven, las hermanitas anoréxicas de una inmensa familia de miles y miles de lozanas emisoras radiales y televisivas privadas entre las que se destacan tres oligopolios familiares de estatura internacional, los Mariño en Brasil, los Azcárraga en México y los Cisneros en Venezuela. Aun haciendo caso omiso de países como Ecuador, que nunca conocieron ni siquiera un proyecto de radiotelevisión pública, ésta tuvo, donde alcanzó a nacer, no una sino cuatro serpientes que la asfixiaron en la cuna: a) su adscripción a ministerios de Cultura o similares, que dejan a esa cenicienta las migajas de su propia miseria presupuestal; b) los lobbies de la radiotelevisión privada que la toleran sólo si es con cero publicidad y un 1 ó 2 por ciento máximo de audiencia; c) los Congresos, en que la oposición le resta sistemáticamente recursos por considerarla un instrumento propagandístico del gobierno de turno, y d) los propios Gobiernos, que aportan sobradas pruebas para confirmar aquellas sospechas.
El resultado de esta increíble asimetría entre dos funciones públicas equipolentes, la educación y la comunicación, tiene su mejor expresión en las cifras: el Estado venezolano, por ejemplo, inyectó en 2001 a la educación pública general el equivalente a 5.860 millones de dólares, y 13 millones de dólares a sus servicios radiotelevisivos públicos, una abismal disparidad que se repite, mutatis mutandis, en México, Brasil, Chile o Argentina.
Para mejor ponderar el coste de un Servicio Radiotelevisivo Público (SRP) eficaz y eficiente, y poder establecer cuán cerca o lejos de dicho patrón se ubican los diferentes países, el autor de esta nota sugiere utilizar el siguiente parámetro referencial: SRP ideal óptimo es aquel que dispone de presupuestos anuales de gastos equivalentes a un tercio de la suma gastada por el respectivo país en educación superior pública.
Así, por ejemplo, Francia tuvo en 2001 un gasto de 11.375 millones de dólares para su educación superior pública y de 3.156 millones de dólares para sus SRP; Gran Bretaña gastó, respectivamente, 11.920 y 5.701 millones de dólares; Italia, 9.776 y 3.230 millones de dólares; siendo el promedio ponderado para esos tres países de 0,362 dólares para los SRP por cada dólar gastado en educación superior pública.
Por comparación, Venezuela gastó ese mismo año 2.583 millones de dólares para su educación superior pública y 13 millones de dólares para sus SRP, esto es, un 0,51 por ciento en lugar de un 36 por ciento de aquel gasto, lo que la obligaría, si quisiera acercarse al señalado parámetro, a multiplicar por 70 su actual inversión en SRP.
Artículo extraído del nº 61 de la revista en papel Telos