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Objetivos y desafíos esquivos para el mundo


Por Frank Morgan

Los atentados con bombas en trenes de cercanías de Madrid en marzo de 2004, la muerte de 200 personas y el posterior resultado electoral en España son hechos que han suscitado interrogantes sobre la relación entre comunicación y democracia. ¿Eran todos o alguno de esos acontecimientos democráticos en algún sentido? ¿Dependían de la comunicación? ¿Estaba su significado condicionado por su cobertura mediática? ¿Estaban relacionados con el aniversario de la invasión anglo-estadounidense de Irak? Y el interrogante más difícil de todos, ¿puede alguno de nosotros responder de forma precisa y fiable a estas preguntas?

Asuntos como éstos nos recuerdan la terrible importancia y la enorme vigencia del tema que la International Association for Media and Communication Research (IAMCR/AIERI/AIECS) ha escogido para su XXIV Conferencia Bienal que se celebrará en Porto Alegre, Brasil, a finales de julio: «Comunicación y Democracia: desafíos para el nuevo mundo».

Es un título rico y evocador. Incluso antes de interrogarnos sobre comunicación y democracia, podemos preguntar: ¿qué es el nuevo mundo? ¿Se trata del mundo descubierto –¿o más bien invadido o colonizado?– por los expansionistas europeos durante los últimos 500 años, o se trata del mundo que algunos consideran redefinido por los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 en EE UU –el día (según los medios estadounidenses) en que el mundo cambió–? Ambas posibilidades nos invitan a interrogarnos sobre los desafíos que implica la existencia de un viejo mundo y aquello a lo que se enfrentaba.

Los conceptos de democracia y comunicación –y más aún, la relación entre ambos– invitan a una ulterior reflexión. Si la democracia significa solamente el gobierno del pueblo, ¿quién es el pueblo? Presumiblemente, aquellos que son gobernados. En la antigua Atenas y la Massachusetts del siglo XVIII, el pueblo no incluía a todo el mundo. Los ciudadanos de Atenas eran hombres libres, pero las mujeres, los niños, los esclavos y los inmigrantes no podían votar, no contaban y eran excluidos. Los hombres libres de Massachusetts eran asimismo excluyentes. También eran todos ellos hombres y tenían propiedades, incluidas otras personas que estaban sometidas a su gobernación pero carecían de voto. Durante la Revolución Francesa, por otra parte, el pueblo estaba evidentemente en todas partes, pero resultaba difícil discernirlo del populacho. Los clamorosos defensores de liberté, egalité, fraternité no se pararon a reflexionar sobre ese asunto. No obstante, el estadounidense James Bryce (véase Glasser y Salmon, 1995), en el siglo XIX, asumió el punto de vista populista y mayoritario siguiente: «la opinión del hombre común, inculto, ha demostrado ser en repetidas ocasiones equiparable a la de las elites…».

Otros argumentan que la democracia es forzosamente racional. Noelle-Neumann (1995) se apoya en «la gran estima en que la racionalidad es tenida por la sociedad occidental», así como los argumentos de Foucault, Habermas y Bordieu, por no mencionar a Max Weber (1946, 1958, 1978). La persistencia del totalitarismo en la Europa del siglo XX, no obstante, pone en cuestión la congruencia de la racionalidad y la democracia que esta autora afirma.

Tampoco tuvo siempre la racionalidad una aceptación universal en la moderna Europa. Autores como Michael Young (1958) lamentaban a mediados del siglo XX que la democracia (irónicamente, debido a su propia evolución) no pudiera ser ya más que una aspiración. «Somos gobernados no tanto por el pueblo como por las personas más inteligentes… no una aristocracia, no una plutocracia, sino una verdadera meritocracia del talento».

Los conservadores políticos populistas de numerosas democracias occidentales podrían ridiculizar a las elites intelectuales que exigen que el gobierno sea experto, justo y racional, pero que las contiendas electorales contemporáneas –y las encuestas de opinión pública– puedan ser estrictas con los ineptos, los injustos y los irracionales, ya sea en el legislativo elegido o en el ejecutivo nombrado. Así pues, siguen existiendo interrogantes tanto sobre el concepto como sobre la práctica de la democracia.

El que fuera primer ministro de India, Jawaharlal Nehru (1966), observó que la democracia, al igual que el socialismo, no era un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar un fin. Siguiendo los pasos de su mentor, Mahatma Gandhi, Nehru consideraba que lo más importante era que el pueblo fuera tratado pacíficamente y sin violencia. El economista y filósofo Armatya K. Sen (1982) cuestiona el bienestar basado en una preferencia individual acumulada y defiende un sistema de derechos basados en una doctrina del bien, con independencia de la popularidad.

Ahora bien, ¿cómo podemos saber qué es bueno, ya sea motu proprio o por otras fuentes? ¿Depende la democracia de la comunicación o dependen ambas la una de la otra? ¿Hay en la comunicación algo más que simplemente el envío y la recepción de mensajes? Locke y Hume (véase Noelle-Neumann, 1995) afirmaban el poder de la opinión pública y, dentro de ella, el papel de los medios de comunicación en la difusión de las opiniones de los individuos influyentes en una democracia.

La comunicación, como clave

Así pues, resulta tentador considerar la comunicación y los medios como tecnologías de la democracia. La «Declaración del Milenio» de Naciones Unidas (1998) y los denodados esfuerzos de sus organismos, por ejemplo la Unesco, podrían no obstante estar en lo cierto: el mundo podría realmente ser un lugar más saludable, más rico y más feliz para todos solamente con que hubiera un libre flujo de información para todos. Tal vez la clave está en la comunicación y en los medios.

Hay, no obstante, algunos obstáculos cruciales. Jacques Ellul, por ejemplo, contradice lo que Christians (1995: 171) denomina la suposición democrática de que los ciudadanos pueden tener información suficiente para participar de manera constructiva en el proceso de gobierno. La razón de Ellul era que la technique –el tecnicismo de medios y comunicación modernos–, peor que cualquier propanganda intencional, debilita la voluntad y la agudeza crítica de aquellos que podrían resistirse a las artimañas persuasivas de los medios. El término tecnología de la información, por ejemplo, se convierte en un contrasentido. Según Ellul (1965), toda tecnología aísla y debilita a la humanidad: «Incapaces de establecer una vida significativa fuera del ambiente artificial de una cultura tecnológica, los seres humanos colocan su esperanza última en ella… Sin ver otra fuente de seguridad y sin reconocer la naturaleza ilusoria de su libertad técnica, se convierten en esclavos de las exigentes determinaciones de la eficiencia».

Los medios, dice Ellul (1965), «codifican las normas sociales, políticas y morales». Para Christians (1995), interpretando a Ellul, «proporcionan héroes a los impotentes, amigos a los alienados y actitudes simplificadas a los vacilantes… En el proceso, los medios se vuelven tan poderosos que (la conformidad) con el sistema social se considera (no sólo normal, sino) deseable, e irónicamente declaramos que toda idea nueva (o disidente) no es más que `simple propaganda´».

Es claro que los medios no son la materia de una vigorosa democracia y de unos dirigentes valientes y racionales. Ellul sigue de cerca el rastro de los deterministas mediáticos Innis y McLuhan. No obstante, mientras él admite que los seres humanos están cautivados por la productividad técnica (y por tanto entregan su poder y su responsabilidad a la tecnología de los medios), culpa de ello a los medios, no a las personas. Sabemos que la transmisión de mensajes depende de la tecnología y que la tecnología cambia de un tiempo a otro y de un lugar a otro. También sabemos que el significado de los mensajes depende tanto de sus receptores como de sus remitentes. Katz y Lazarsfeld (1955) llegaron a la conclusión de que cuando las actitudes de las personas están en desacuerdo con sus medios [de comunicación] es más probable que cambien sus medios antes que sus actitudes.

Tal vez, para el viejo marxista que hay en Ellul, el problema crucial era la riqueza y la escala industrial. Combatió en la guerra civil española y, al igual que Camus, Malraux y Sartre, fue un distinguido veterano de la resistencia francesa contra la máquina de guerra nazi. Una generación más tarde, el control del Shah de Iran sobre los medios de masas del país no fue suficiente para resistirse a una población armada solamente con cintas de audio, pequeñas cámaras y fotocopiadoras (Sreberny y Mohammadi, 1983). Schramm (1977) distinguía claramente entre Medios grandes y Medios pequeños. No obstante, la lamentación de Ellul (1965: 64) de que «un productor americano que haga una película…(no puede escapar a) la penetrante (influencia) del modo de vida americano».

Tal vez no sea nacionalista ni tecnológicamente determinista –no tenga tanto que ver con lo americano frente a lo no americano o ni siquiera con el cine frente al vídeo– sino con el fracaso del productor a la hora de conectar con su público. Hollywood necesita ahora al mundo y a su dinero al menos tanto como el mundo necesita a Hollywood y a sus películas. La capacidad del productor para interrogar y cuestionarse su propia americanidad podría ser más posible de lo que Ellul sugería.

Tecnología, comunicación, cultura

Adorno, Horkheimer y posteriormente Habermas se esforzaron por proponer curaciones para los males de la sociedad moderna, especialmente su dependencia aparentemente desenfrenada respecto de la tecnología. En su pragmática trascendental, Habermas (1968, 1989) buscaba valores de verdad, crítica y consenso racional en un ámbito público de debate entre participantes no sometidos a ninguna coerción; una comunicación verdaderamente democrática. A diferencia de los posmodernistas, mantuvo su fe en la responsabilidad política de los intelectuales.

Dado que tanto la tecnología como la cultura (nuestras respuestas comunes al entorno en que vivimos) cambian, y que el concepto de mundialización evoluciona, nos vemos obligados a preguntarnos si la democracia y la comunicación son en sí mismas universales, uniformes o constantes. Tanto en el seno de diferentes comunidades como entre ellas –especialmente entre países y culturas o entre generaciones sucesivas del mismo país o cultura (Carey, 1995)– es evidente que no lo son. La democracia en India, por ejemplo, difiere claramente en su detalle cotidiano de la de Gran Bretaña, Francia e Italia. Todas y cada una de ellas difieren de la de Estados Unidos. Y la de Estados Unidos a principios del siglo XXI difiere de la de finales del siglo XX. Lo cual, a su vez, plantea el interrogante obligado de si deberían o no ser la misma.

Tanto si nos basamos como si no en la «simple definición» de la comunicación como la transmisión de mensajes, nos vemos inmediatamente enfrentados al problema del contexto y el significado. Las palabras, los sonidos, las imágenes que escogemos para expresar nuestro significado; los gestos, las posturas y la tecnología que escogemos para transmitirlo; y el marco de experiencia, valores y comprensión dentro del cual nosotros (como «públicos») intentamos entenderlo e interpretarlo –lo que Stuart Hall (1980) denominaba decodificar– son todos ellos elementos vitales en el proceso.

Si aceptamos la complejidad inherente del concepto de comunicación, vemos (McQuail, 2001) que incluye la puesta en común de cosas y la formación y mantenimiento de comunidades. A este respecto se plantean interrogantes sobre cómo dichas comunidades se definirán y se gobernarán a sí mismas, cómo darán sentido al mundo en el que viven y cómo se mostrarán ellas mismas a ese mundo.

Así pues, las quince secciones y la docena de grupos de trabajo de la IAMCR tendrán un amplio material para explorar en Porto Alegre (véase www.iamcr.net y www.pucrs.br/famecos/iamcr/).

Referencias bibliográficas

CAREY, J.: «The Press, Public Opinion and the Promise of Democracy» en Glasser & Salmon (eds.): Public Opinion and the Communication of Consent, Nueva York, The Guildford Press, 1995, págs. 373-402.

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ELLUL, J.: The Technological Society, Nueva York, Vintage, 1964.

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—: The Political Illusion, Nueva York, Alfred A Knof, 1967.

—: The Ethics of Freedom, Grand Rapids MI, Eerdmans, 1970.

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GLASSER, T. L. & SALMON, Ch. T. (eds): Public Opinion and the Communication of Consent, Nueva York, Guildford Press, 1995.

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HALL, Stuart: «Encoding and Decoding in the Television Discourse» en S. Hall, D Hobson, A Lowe y P. Willis (eds.) Culture, media, language, Hutchinson, Londres, 1980.

KATZ, E. y LAZARSFELD, P.: Personal Influence, Glencoe, Ill, The Free Press, 1955.

MCQUAIL, D.: McQuail’s Theory of Mass Communication, Sage, Londres, 2001.

NEHRU, J.: en Geoffrey Tyson: Nehru: the years of power, Pall Mall, Londres, 1960.

NOELLE-NEUMANN, E.: «Public Opinion and Rationality», en Glasser y Salmon, op. cit., 1995, págs. 33-54.

SCHRAMM, W.: Big Media, Small Media: tools for instruction, Sage, Thousand Oaks, 1977.

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SREBERNY, A. y MOHAMMADI, A.: Small Media, Big Revolution, The University of Minnesota Press, Minneapolis, 1983.

WEBER, M.: «Politics as a Vocation» en H Gerth & C W Mills (eds.): From Max Weber: essays in sociology, Oxford University Press, Nueva York, 1946.

—: The City (tr. D Martindale), Glencoe, Ill, The Free Press, 1958.

YOUNG, M.: The Rise of Meritocracy: an essay on education and equality, Pelican, Harmondsworth, 1958.

Artículo extraído del nº 60 de la revista en papel Telos

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