La radio, un medio fagocitado en sus inicios por la escritura, ha recorrido un largo camino en cuyo transcurso las obras radiofónicas se han liberado del corsé de lo escrito y han pasado a sustentarse en los sonidos de la realidad sensible. Escribir con sonidos para la radio no es escribir en la arena, sino una sugerencia que se hace a alguien que, desde un campo físico periférico, va a ponerse a la escucha.
En sus Entrevistas en la radio de 1952, André Breton lee ante el micrófono sus respuestas al entrevistador: las había redactado de antemano. ¿Por un deseo de control, de dominio absoluto del lenguaje? ¿Por desconfianza hacia los riesgos y las imprecisiones del discurso improvisado? De hecho, este apóstol del automatismo psíquico y verbal (del pensamiento hablado) es antes que nada un escritor. Y hablar ante el micrófono equivale a imprimir un texto en la cinta magnética como si de una página se tratase.
Es cierto que, en aquella época, los programas culturales en la radio (especialmente los que enarbolaban las banderas resplandecientes del radio-drama o del hörspiel, o pieza radiofónica) estaban fundamentalmente al servicio de la escritura, la cual había logrado fagocitar un medio de comunicación que parecía fuera de su alcance. La voz desempeña entonces el papel de barquero: con su movimiento expresivo, se esfuerza por animar, con un acuerdo más o menos perfecto, signos que dormitan. Cumple una misión semántica y/o musical. Hordas de bienhablados, sometidas a la tipografía tiránica de los folletos, pasan sin interrupción las páginas de un libro sonoro. Se somete el texto (una secreción calcificada del pensamiento y sus disposiciones afectivas, según la definición de Antonin Artaud) al recitado fingido y a la ilustración con efectos sonoros, y por lo tanto, a técnicas de simulación. El estudio Gutenberg es un espacio cerrado y aséptico que funciona como un taller de fono-copia, de duplicación, en el que, como si fueran mariposas cloroformizadas, las palabras salen de su crisálida literaria y ejecutan una pavana sonámbula, que a menudo es sólo una danza macabra.
Mayo de 1968: «No queda tiempo para la escritura», puede leerse en una pared. La persona que trabaja en la radio quizás considere esta pintada estudiantil como una invitación a dejar sus pantuflas y su estilográfica y a zambullirse en el propio teatro de operaciones, es decir, la calle. Y lo que se escucha en el transistor ya no son palabras refinadas ni fenómenos artificiales, sino ráfagas de ruidos (detonaciones, clamores, cantos, lemas, chisporroteos de megáfonos, etc.), que distan mucho de ser meros elementos del decorado. Son actores sonoros, al igual que las palabras jadeantes, convulsas e instantáneas del reportero (el hombre que reacciona ante el acontecimiento, se funde con él y, de algún modo, escribe con la voz la historia en el momento en el que se está haciendo). Pero este relato, mezclado con el barullo ambiente, incandescente y entrecortado (y conviene recordar que el ritmo cortado era también muy del gusto de Breton y los surrealistas) esta vez no ha pasado antes por el texto impreso.
Por lo que ya el empleo de la palabra escritura (véase el Taller de Creación Radiofónica de France-Culture, 1969-2001) sólo es aceptable en el sentido figurado. La obra se ha liberado del corsé del escrito (o la partitura) y se apoya ahora en la realidad sensible de la que hablaba Paul Valéry, es decir, en lo que vive, con su fiebre y su efervescencia: una materia imprevisible y en movimiento. El mundo se convierte en un estudio al aire libre.
Emancipado del yugo de la palabra, que le imponía forma y color, de golpe al sonido se lo invita a un reencuentro con su fuente viva, los objetos concretos de donde sale y de los que forma parte, de los que es una emanación, y una radiación, podríamos decir. El sonido es el legado, el recuerdo de un cuerpo desaparecido, al que se le arrebató, pero del que conserva la marca fósil, hasta que se desvanece. Lo que no significa que, por naturaleza, sea fantasmal y reducible a una aérea y turbulenta agitación de ondas o partículas, ya que tiene todas las características del ser vivo, una corporeidad: carne, venas, un grano, pigmentación, pliegues, poros, cicatrices, escaras, pulsaciones, etc. El sonido lleva también la huella vibratoria del propio espacio en el que resuena. Y las transformaciones naturales de este ámbito dinámico, en el que actos y acontecimientos no dejan de interactuar, contribuyen también a su hechura y le dan su aspecto tornasolado. Está siempre en situación y tal plasticidad lo convierte en una escultura móvil o elástica.
Para empezar, ¿cómo captar el sonido? ¿Cuál debe ser el proceso? En una película de Wim Wenders (Lisboa Story), hay un personaje, el de un cineasta, al que se le ocurre lamentarse del carácter empírico y parcial de nuestra percepción del mundo y del modo arbitrario, o no objetivo, en el que la cámara y el micrófono trocean la vida. Por lo que decide vagar por la ciudad con los ojos entrecerrados, algodón en las orejas y, en la espalda, aparatos de grabación conectados, sin interrupción, con la realidad. Y esto con tal de no interferir el curso natural de los acontecimientos y no verse en la obligación de seleccionar las imágenes y los sonidos bajo la presión de los hechos o según su talante o sus prejuicios. Dejando las cosas precipitarse por sí solas en el aparato, espera captarlas tal como son, en bruto.
Desde luego, dicha hipótesis de trabajo resulta vana, ya que tiene la ingenuidad de presuponer la existencia de un medio de comunicación transparente, como si la realidad pudiese ofrecerse con tal pureza que bastase con grabarla en una cinta. Es cierto que, a veces, la vida propone enunciados coherentes, concatenaciones lógicas o embriones de lo que se podría denominar frases, pero resulta claro que el propósito de la obra artística no es el de presentar supuestos reflejos del mundo o facsímiles, sino de corresponder a una visión más prismática. Y la ausencia de guión (por lo tanto, de estructura predeterminada) no significa ausencia de proyecto.
Podría definirse el proyecto no como un plan de trabajo rígido, destinado a servir de apoyo a un desarrollo demostrativo o a una argumentación meramente teórica, sino más bien como una especie de hoja de ruta, con un mapa en el que se ha trazado el recorrido con una línea de puntos y se han señalado ya determinados lugares, pero que habrá que revisar continuamente y adaptar a los acontecimientos. Al viaje organizado lo sustituye un recorrido probablemente más intuitivo que racional.
El periodo de grabación es comparable con el de la cosecha, sobre todo en su última fase, la del espigueo: el auténtico espigador es alguien que pasea sin prisa y casi sin rumbo fijo y que guarda lo que recoge sin demasiado orden y sin apresurarse en clasificarlo. Aunque se deja guiar por una suerte de olfato, sus andares no son del todo los de un ciego. Actúa con un propósito: pretende e intenta llegar hasta algunos puntos, cuya presencia había más o menos intuido y que, de un modo más o menos consciente, había localizado y definido. Cuando los alcanza, los reconoce enseguida como objetos de su expectativa: todo pasa como si, en alguna forma, ellos lo hubiesen convocado. Al igual que, a veces, basta con echar un poco de agua clara sobre una superficie opaca para que vuelvan a aparecer y brillen, durante algún tiempo, los motivos difuminados de un antiguo mosaico.
El primer oyente es el autor. La escucha ocupa evidentemente un lugar central en su enfoque. Desde ella se elaborará poco a poco el bosquejo de una construcción imaginaria, una aún hipotética composición de haces con figuras sonoras, o, dicho sea de otra manera, el esbozo de algo parecido a una escritura en filigrana, presintáctica, discontinua y provisional.
En efecto, la escucha debe concebirse como un medio de conocimiento y no como la mera percepción del fenómeno sonoro y la asunción de significados preestablecidos. Se practica en un espacio acústico extensible o lábil. Dilata el sonido, lo expande y alarga, lleva a lo lejos su onda. El ojo se cierra y la noche despliega su pantalla gelatinosa. El ojo se cierra y el oído se agudiza. Enseguida se altera la cartografía del mundo, cambian las proporciones, se crean distorsiones, se aflojan los vínculos lógicos, las fuentes se ocultan y aparecen nuevas imágenes, relieves y planos distintos, zonas nubosas y borrosas, así como otras, más luminosas: la imaginación nómada se ha impuesto.
En un primer momento, estar a la escucha significa hacerse copartícipe del mundo, sumergirse en él y abrirse a lo que ocurre. En este cuerpo-esponja, la percepción más aguda corresponde al oído, el sentido preferido de la atención en la opinión de Valéry, una atalaya en la frontera del campo visual. El oído no se sume en una actividad meramente contemplativa frente a cuerpos extraños, sino que se abre para absorberlos y dejarlos deslizarse en él. La escucha, incluso cuando es fluctuante (véase Freud), neutra, vacante o soñadora, o incluso distraída, no se reduce a un mero registro de algo externo y no conlleva la desaparición ni el exilio de sí mismo. Al contrario, favorece la vuelta hacia uno mismo, aunque enriquecida con el otro. Escuchar supone interiorizar el sonido, respirar con él, permitir que resuene hondo en uno mismo y deje sus huellas en las múltiples membranas de nuestra caverna orgánica: podría decirse que cualquier escucha es parietal y fisiológicamente anclada.
«Siento los pensamientos que andan en mi cabeza», decía por su parte el poeta lapón, que creía en el registro material del flujo mental. Antonin Artaud hasta afirmaba: «El pensamiento hace ruido». Y este ruido avanza por un camino de sirga, paralelo al que sigue el propio sonido, al que acompaña. Lo impregna y, a veces, interfiere y neutraliza, y convierte las zonas de silencio en halos de resonancia, en espacios llenos y ensordecedores.
La escucha activa es la que arranca el sonido en perpetuo devenir del estado indiferenciado. Más sensible a las disposiciones afectivas que a los conceptos, busca indicios y señales, acosa lo que está inaudito e implícito, disgrega los tejidos sonoros demasiado compactos y hace emerger y parpadear significados inesperados. Es también ella la que renueva la atención y multiplica las llamadas de atención. Es lo que explica que el micrófono sea un instrumento de sensibilidad y deseo, que sirve para trocear una realidad sin costuras, cambia los encuadres y los enfoques, se adapta a los vaivenes sugeridos por la proxémica (ciencia de lo que se considera como lejano y próximo en un espacio) y, por ende, convierte la técnica en una función del pensamiento. El micrófono es una oreja voladora y, de alguna manera, la primera pluma del autor, que esboza con esta micro-estilográfica un borrador de escritura.
La siguiente operación podría definirse como escritura dramática. Consiste en una intervención en el desorden propio de lo que está vivo, para proponer un enriquecimiento y una nueva orquestación de los muy diversos materiales sonoros (sonidos originales, ruidos ambientales, palabras improvisadas, manifestaciones aún no verbales o no lingüísticas, pero también motivos musicales, efectos electrónicos y, a veces, fragmentos textuales, etc.). De hecho, la obra no es reductible a la adición y la yuxtaposición de los distintos elementos que la componen, es una entidad nueva, creada por las relaciones que mantienen los elementos entre sí. Por citar un ejemplo antiguo, ensambladas de otra forma, las tablas de madera del navío de Teseo (un «galeote» de tres remos) hubiesen podido servir para la construcción de un chalet o un puente.
Por lo tanto, una vez superado el proceso meramente descriptivo o de constatación, que está vinculado con la celosa captación de lo real, y desechado el mero abandono al flujo regular y continuo, a la fatalidad de la línea y las cadenas causales, se presenta otro desafío, que consiste en el trazado de nuevos recorridos mediante procedimientos sintácticos y una técnica basada a la vez en la ruptura y la combinación. Así se logra restablecer, para el oyente, una distancia (que posibilita el juicio, la memoria y la conciencia) que el propio documento en bruto, en su inmediatez, tendía a abolir. A los sonidos grabados que gritan: «Todavía estamos en la cinta, vivos e impacientes, como si acabásemos de nacer», el autor contestará: «Yo estaba cuando el aparato os atrapó». Así el pasado se empotra en el presente. Esta posición en segundo plano da la posibilidad, entre otras cosas, de hojear el tiempo y ajustar las duraciones de un modo distinto (compresión, dilatación, suspensión de la imagen sonora, introducción de blancos, de huecos temporales, etc.).
Se emprende entonces una nueva travesía de la realidad, algo así como una segunda navegación. El autor de obras radiofónicas es, de algún modo, un marinero. Si a veces se deja llevar por el curso del río y deja tras sí un trazo rectilíneo, con más frecuencia resiste a la fuerza impetuosa de la corriente, tuerce a un lado, cingla, coloca balizas, pasa por una esclusa o un embalse, amarra libremente en la orilla escogida, etc. Y en la estela de espuma que deja tras sí, podrá leerse algo así como una escritura original, más o menos afectada o culta. Se trata de interrogar e interpretar la realidad, refrescando los signos a menudo convencionales que nos envía el mundo, llevándolos más allá de sus límites y aventurándolos, sin que queden apretados, en una estrecha redecilla. Cualquier escritura creativa debe ser inaugural, le toca alumbrar el significado y ofrecer nuevas perspectivas.
La percepción empírica del sonido no basta, también debe existir la posibilidad de leerlo, por vagabundo e imprevisible que sea y pese a los efectos concertados de interferencia, para que el oyente pueda acompañarlo en su viaje. Esto no implica el recurso exclusivo a figuras sencillas y minimalistas, sino la existencia de una estructura significante, que puede ser más o menos aparente. El proceso dramático no consiste en pegar en la materia sonora un dispositivo expresivo que hace de comodín, en imponer desde afuera o desde arriba una forma ostensible e independiente, sino en establecer una arquitectura interna que resulte del diálogo con dicha materia. El trabajo subterráneo, desde abajo, es el que posibilita la emergencia de, entre otros, los caracteres de una tipografía sonora. La dramaturgia marca los materiales (con lo que subraya su relieve o su modelado, los adorna, los enfatiza o relativiza, o los singulariza, o incluso los aísla, etc.) y dibuja juegos de líneas (cuya topología no necesariamente está basada en la proyección desde un único centro, ya que puede adoptar la forma de una red o un sistema de articulaciones) y, de este modo, organiza la agrimensura del campo sonoro. La dramaturgia determina los nuevos enfoques y las nuevas correspondencias y disposiciones de figuras (encuentros, acuerdos o confrontaciones, colisiones), maneja las atracciones y las tensiones, así como desencadena el proceso rizomático (como lo calificó Gilles Deleuze): encabalgamientos, superposiciones, trenzados, contaminaciones, cruces, alternancias, deslizamientos, rupturas de contacto, expansiones, etc. Crea un amplio espacio de resonancia, en el que se combinan todas las imágenes. Interrogar la realidad significa anotar y connotarla, reciclarla, confrontarla con otros contextos, es decir, sacarla de quicio.
Sin embargo, la búsqueda de coherencia vinculada al uso de una gramática sonora no debería ocultar que el arte radiofónico es un proceso y no tiene como finalidad la de construir mausoleos de significados ni de encerrar al oyente en juegos de códigos y sistemas narrativos que supongan una constricción. Hoy en día, algunos llegan hasta considerar la obra como un mero eslabón de una cadena infinita: la destinan a cruceros telemáticos, a reuniones de interfaces, en las que se apremia al autor a que se esfume cuanto antes y se disuelva en una especie de convivencia fantasmal. De hecho, aunque generoso, ese llamamiento a la permanente metamorfosis ignora que el trabajo creativo es en realidad un proceso complejo, con una lenta maduración, quizás comparable al paciente trabajo que supone la escritura.
Por lo tanto, escribir con sonidos para la radio no es escribir en la arena. Es una propuesta, una sugerencia que se hace a alguien que, desde un campo físico periférico, va a ponerse a la escucha, pero lo que se ofrece no es un caprichoso bricolaje. La obra no se parece en nada a un gadget flexible a gusto de uno y mecánicamente moldeable. Pese a ello, está abierta: los espacios de deriva que libera están destinados a la fuerza poética de la imaginación.
(Traducción: Roseline Paelink)
Artículo extraído del nº 60 de la revista en papel Telos