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Del buen gobierno al autocontrol


La resolución de la Junta Electoral Central prohibiendo la difusión de una campaña del Ministerio de Trabajo sirvió para reabrir el debate sobre la regulación de la publicidad institucional en periodos electorales y su creciente instrumentalización por parte de los grupos políticos en el poder.

¿Se pueden diseñar autocampañas desde el poder? ¿Resulta admisible difundir comunicaciones partidistas desde las instituciones en vísperas electorales? ¿Hay un límite claro en democracia entre publicidad institucional y propaganda? He aquí un conjunto de preguntas que, en principio, tienen en la normativa vigente sobre el régimen electoral y en las condiciones contractuales de la publicidad de los actos de Estado su respuesta pertinente.

Pero esto es sólo en apariencia. La realidad es otra cuando se da el pistoletazo de salida a la competencia electoral. Entonces las formaciones políticas con representación institucional no siempre cumplen las restricciones vigentes. A menudo las bordean y a veces las infringen. Todo ello para operar con ventaja sobre la necesaria igualdad de oportunidades que debe imperar entre los agentes representativos. Quizás porque, como insinuaba Lord Acton, poder significa tentación monopolista.

El último episodio de esta ya larga saga de patrimonialización de la publicidad institucional por un gobierno durante la carrera electoral ha sido protagonizado por el actual ministro de Trabajo y portavoz del Gobierno, Eduardo Zaplana, quien semanas antes del arranque de la campaña para las elecciones generales del 14 de marzo inundó los medios de comunicación con publicidad institucional, en su mayor parte dirigida a poner en valor las acciones de su cartera.

La ofensiva publicitaria, trufada de guiños sobre la calidad de la gestión del Ejecutivo en el ámbito de las clases pasivas, que engloba a millones de potenciales votantes, hizo que el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) e Izquierda Unidad (IU) recurrieran ante la Junta Electoral Central (JEC) por estimar que el discurso institucional incurría en deformación de la opinión pública de cara a las elecciones generales. Alegación que hizo suya la JEC ordenando la suspensión inmediata de la campaña publicitaria que bajo el lema «Lo nuestro son las personas» había puesto en marcha el Gobierno del Partido Popular (PP) desde diciembre de 2003.

En su resolución, coincidente en el tiempo con la publicación en muchos medios de anuncios sobre las mejoras introducidas en las prestaciones sociales para los trabajadores autónomos, el órgano de control electoral recordó que «no puede realizarse por los poderes públicos ninguna campaña desde la convocatoria de las elecciones hasta el mismo día de la votación». Un fallo similar al emitido en mayo pasado, atendiendo en este caso una queja del PP, respecto a la campaña institucional emprendida por la Junta de Andalucía para las elecciones municipales.

Un vacío legal contestado

La concurrencia de omisiones respecto a la utilización de la publicidad institucional como agente de influencia política, por parte tanto del Gobierno central como de los Gobiernos de las Comunidades Autónomas, visualiza de partida una de las claves que tradicionalmente arrastra esta polémica. Una nueva ley estatal sobre las campañas institucionales podría chocar con las competencias transferidas a las cámaras autonómicas en esta materia. Este ha sido, de hecho, el argumento al que cíclicamente ha recurrido el Poder Ejecutivo de turno para rechazar propuestas destinadas a elaborar una regulación ad hoc.

El otro gran asidero que ha permitido el control de la publicidad institucional por parte de las distintas mayorías parlamentarias en el Gobierno bascula sobre la existencia de normativas que, desde distintos ángulos, inciden sobre esta problemática. En la actualidad, la publicidad institucional está regulada por tres disposiciones distintas y distantes: en su aspecto contractual, por el Real Decreto legislativo 2/2000, de 16 de julio, que aprueba el texto refundido de la Ley de Contratos del Estado; en sus contenidos publicitarios, por la Ley General de Publicidad 34/1988, de 11 de noviembre, modificada por la Ley 39/2002 que traspone al ordenamiento jurídico español diversas directivas comunitarias; y en cuanto a propaganda y actos de campaña electoral, por la Ley Orgánica de Régimen General Electoral 5/1985, de 19 de junio.

Luego, aparentemente, no hay vacío legal, aunque tampoco especificidad.

Las reiteradas muestras de desviación sobre lo que deberían ser prácticas de autocontrol y buen gobierno en el uso de la publicidad institucional no se enmarcan únicamente en su aparente multilateralidad funcional y normativa. Según algunos expertos, los frecuentes intentos de patrimonializar esa publicidad se inscriben en un proceso más amplio de cambio de paradigma que ya se acusa en todas las campañas corporativas.

Cuestión de contenidos

Para el profesor David Alameda (Universidad Pontificia de Salamanca), quien está a punto de culminar un amplio estudio sobre los contenidos de la publicidad institucional, el objetivo de ésta ha ido cambiando, como se deduce del nuevo enfoque que sufre su primitiva impronta de servicio de interés general. Una mutación que puede incluso cuestionar su propia utilidad y eficacia.

«Al centrarse las campañas públicas sólo en hechos y problemas, el consumidor no se sitúa frente a la institución sino frente a informaciones, y la institución sólo monologa desde una óptica transmisora de información. –señala Alameda- En este sentido, la institución pública va desapareciendo como organización y va perdiendo su consistencia frente a las empresas privadas». Y concluye: «Por tanto, debería cuestionarse su función de ayuda al ciudadano y, sobre todo, la inversión que las administraciones públicas realizan en materia de publicidad durante todo el año, incluso en periodos electorales, y redireccionar este presupuesto para otros fines».

De acuerdo con los datos facilitados por la empresa Infoadex, la inversión en campañas de interés público entre 2000 y 2002 registró un ligero aumento, pasando de 109,3 millones de euros en el primer año a 139 millones de euros en el siguiente, y alcanzando los 144,7 millones de euros en 2002. Estas cifras, que no contemplan los gastos realizados en publicidad por las fundaciones públicas, resultan más significativas frente al descenso de casi un punto porcentual entre 1999 y 2001 referido a la inversión publicitaria total.

Pero, además, la tendencia alcista del gasto público en publicidad se habría acelerado durante el curso del año preelectoral 2003. Según reveló el diputado socialista Diego López Garrido (PSOE) en la sesión parlamentaria del último 15 de enero, hasta el mes de noviembre pasado el Gobierno central llevaba gastados cerca de 120 millones de euros en publicidad institucional.

Que la publicidad institucional ha sido un comodín utilizado por los diferentes partidos en el Gobierno frente a sus adversarios políticos lo evidencia el escaso interés demostrado por el Parlamento a la hora de aprobar una norma específica al respecto. Salvo intervenciones puntuales de menor calibre, no se registró petición alguna de ley reguladora de la publicidad institucional, y cuando está se produjo vino de la mano de la minoría parlamentaria.

La primera referencia expresa a la necesidad de una normativa reguladora se registró en 1992 y corrió a cargo del diputado José Ramón Caso (Centro Democrático Social / CDS), quien preguntó al Gobierno cuándo pensaba aprobar un Proyecto de Ley para la Publicidad Institucional.

Mayorías y minorías

Desde entonces el tema de la publicidad institucional no volvió a interesar a las fuerzas políticas hasta la llegada del Partido Popular al Gobierno en 1996. Al poco de inaugurarse esa etapa, se impulsaron casi simultáneamente las dos primeras Proposiciones de Ley sobre Publicidad Institucional. En ambos casos, como había sucedido con el CDS, la iniciativa partió de partidos con escasa implantación parlamentaria: el Grupo Federal de Izquierda Unida-Iniciativa per Catalunya y el Grupo Mixto, respectivamente.

La Proposición de Ley sobre Publicidad Institucional 122/000085, presentada por el Grupo Federal de Izquierda-Iniciativa per Catalunya el 28 de mayo 1997, citaba como justificación el principio de objetividad (previsto en el artículo 103 de la Constitución) y la necesidad de prohibir, además de la publicidad ilícita y desleal, la que vulnere algún principio constitucional y la que atente contra el respeto y la dignidad de las personas.

El 9 de octubre de 1998 vino la Proposición de Ley sobre Publicidad Institucional 122/000202, del Grupo Mixto, que en lo sustancial era una mera copia de la presentada anteriormente por Izquierda Unida. La única diferencia radicaba en que, en razón de la presencia de representación nacionalista entre sus patrocinadores, en la exposición de motivos se resaltaban obligaciones en relación con la lengua en que debía emitirse la publicidad institucional, «en orden a preservar la realidad plurilingüe del Estado español».

Debido a la identidad de sus contenidos, ambas proposiciones fueron debatidas de forma conjunta, en sesiones que culminaron el 24 de mayo de 1999 con sendas derrotas para el Grupo Federal de Izquierda Unidad-Iniciativa per Catalunya y el Grupo Mixto. Sin embargo, las intervenciones habidas en defensa de la iniciativa, entre las que se contaron las de diputados del PSOE, revelaron la existencia de una problemática cierta en torno a la cuestión. Uno tras otro, los diputados implicados, motivaron lo que a su entender suponía una quiebra de la igualdad de oportunidades por parte del Gobierno al disponer arbitrariamente de la publicidad institucional.

Ambas proposiciones de Ley fueron rechazadas por el PP con el apoyo de los partidos regionalistas Partido Nacionalista Vasco (PNV), Convergencia i Unió (CiU) y Coalición Canaria (CC), razonando que con la normativa vigente se daban las cautelas suficientes para que la publicidad pagada con fondos públicos respondiera siempre al interés general.

Así, la última iniciativa tendente a establecer un marco jurídico específico sobre la publicidad institucional, presentada el 28 de mayo de 2000 nuevamente por el Grupo Mixto, obtendría ya un mayor respaldo parlamentario. Aunque la Proposición de Ley 122/000033, debatida el 23 de febrero de 2001, tampoco fue finalmente tomada en consideración, sumó a los apoyos de la vez anterior los votos del PNV, mientras que CiU excusó su no adhesión al proyecto por tener ya Cataluña su propia normativa (la Ley 18/2000 de 29 de diciembre, votada bajo el principio rector de «la utilización no partidista» de las campañas y su incompatibilidad en periodo electoral).

Tras Cataluña, desarrollaron iniciativas similares, vía ley o decreto, las Comunidades Autónomas de Galicia, Extremadura y Andalucía. Y recientemente, en 2003, lo hicieron Aragón y Valencia, dándose la circunstancia de que en esta última Comunidad, la disposición legal, aunque prohíbe la publicidad subliminal, no dice nada sobre la limitación de las campañas en periodo electoral.

Sobre este escenario de reglamentaciones cruzadas ha terminado por desembarcar el PSOE al incluir por primera vez en su programa electoral un apartado referente a la regulación legal de la publicidad para «garantizar el principio de neutralidad de los poderes públicos».

Se trata de un debate que, lejos de estar cerrado, en el ámbito académico todavía mantiene posiciones encontradas. De hecho, algunos expertos en comunicación audiovisual y publicidad consultados, como los profesores Justo Villafañe y Juan Benavides (ambos catedráticos de la Universidad Complutense), a pesar de admitir que las campañas de balance deberían distanciarse de los procesos electorales, estiman que su centralidad está más en el autocontrol que en la profusión de normativas.

Rafael Cid

Artículo extraído del nº 59 de la revista en papel Telos

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