Una de las libertades básicas de la democracia es la de expresión, lo cual se contrapone frontalmente con la situación bajo una dictadura, en la que se cierra de manera severa la posibilidad de manifestar las ideas en libertad y de informar sin cortapisas. No es extraño, por tanto, que en 1975 la aspiración a que se plasmara el nuevo estado de cosas en nuestro ordenamiento jurídico y, sobre todo, el ansia de que la prensa rompiera las amarras anteriores y mostrara en sus páginas que la situación era diferente, se vivía con intensidad en la mayoría de las redacciones y era espoleada por los lectores, en especial por los colectivos más comprometidos con el cambio.
Fue precisamente esta presión la que hizo posible desde el primer momento una evolución y desde ella fuimos percibiendo que el fin se lograría irremediablemente. El avance era lento, pero imparable y, a pesar de las dificultades que se le oponían y que muchos resultaron perjudicados en esta lucha, podía apreciarse que día a día se iban consiguiendo mejoras. Los medios locales no actuaron de forma menos activa para llegar a estos logros. Es posible que, dada su modestia, su actuación no resultara determinante para alcanzarlos, pero representaron el bastión alejado del frente principal que distrae fuerzas y permite al cuerpo principal del ejército maniobrar con mayor soltura. Y, por otra parte, dieron la sensación al conjunto de la población, incluso a la que se halla más apegada al terruño, que el cambio se iba produciendo y que cada nuevo ejemplar arriesgaba su continuidad en aras de una mejora sustancial en la libertad de expresión de los redactores, pero también de los lectores.
Había que conocer de dónde salía la prensa y el largo túnel del que emergían los periodistas: muchos de ellos habían asumido la imposibilidad de rebelarse, pero otros tantos querían a toda costa ver la luz que consideraban indispensable para la realización de su trabajo. Y ese era su combate de cada día. Hay que comprender a los resignados, por cuanto llevaban décadas de cerrazón y consignas que les habían acostumbrado al aguante, aunque íntimamente se rebelaran (algunos ni siquiera eso). Justino Sinova resume en dos palabras lo que fue el ejercicio periodístico durante el primer franquismo: simulación y servicio. A su juicio, «se proclamaba la libertad de expresión a los cuatro vientos, pero la administración franquista vigilaba línea a línea lo que se escribía. Los periodistas no eran unos profesionales dedicados a contar a los ciudadanos lo que pasa, sino unos servidores del Estado, obligados a cantar sus realizaciones» (1993). La censura y las sanciones se encargaban de que estas pretensiones no fueran simples amenazas para asustar a incautos, sino desagradables realidades que la profesión tenía que lidiar con dolorosa frecuencia.
Pero no es esta etapa la que concita nuestra atención, a pesar de las numerosas y provechosas lecciones que pueden obtenerse de una experiencia tan larga, intensa y nefasta como la vivida por el periodismo español en casi cuarenta años de franquismo, sino la del periodo que llega a continuación. Es un tránsito dificultoso entre la noche de la censura y el día de la normalidad democrática, que en este terreno se realiza al quedar implantada la libertad de expresión con el artículo 20 de la Constitución actual (aunque los problemas no quedaron resueltos como por ensalmo con su promulgación, puesto que tardaron en desaparecer los hábitos de control sobre la prensa). Los tres años transcurridos entre el 20 de noviembre de 1975 y el 6 de diciembre de 1978 pueden parecer una porción insignificante de tiempo, pero en realidad se trata de un intervalo crucial: ahí se debate la salida de la oscuridad y la consolidación del nuevo Estado, venciendo las resistencias de unos y las impaciencias de otros, con unas autoridades desorientadas e inseguras, que son las que más daño hacen a los sufridos ciudadanos a los que deben tutelar en el ejercicio de su libertad.
Mientras tanto, en los medios de comunicación eran muchos los que forcejeaban para sacudirse las cadenas de la situación anterior que, si se iban aflojando, era por la presión de los afectados. Pocas leyes fueron derogadas o cambiadas en ese tiempo; sin embargo, se hacía caso omiso a los preceptos intimidatorios y, por tanto, con el paso de los meses la capacidad de aplicarlos disminuía a ojos vistas. Multas y expedientes administrativos se prodigaban todavía, pero en cuanto pasaba el enfado momentáneo que las provocaban se diluía el apremio en su cumplimiento y los recursos o la intervención judicial ponía las cosas en su sitio y nadie parecía tener interés en sentar la mano, como si el franquismo residual percibiera que se trataba de una guerra irremisiblemente perdida (hay que anotar, sin embargo, que es muy diferente el trato que reciben los medios en tiempos de la presidencia de Arias Navarro del que se produce cuando llega al poder Adolfo Suárez, en julio de 1976).
El ciudadano comienza a percibir que es otro el lenguaje que se maneja, que se está informando sobre asuntos que hasta entonces eran considerados tabúes, que se deja paso a una cierta crítica (la que recibía el nombre de «constructiva»)… En realidad, debemos hablar de tolerancia irregular, porque aparentaban no darse cuenta de lo que se estaba publicando, pero de cuando en cuando se volvía a la rigidez anterior, hasta que decaía la irritación, como acabamos de decir. Todo lo cual introduce un comportamiento que es muy peligroso: la arbitrariedad.
Esta situación (el enfrentamiento entre los medios y las autoridades del Ministerio de Información y Turismo) donde se vivía más duramente era en Madrid y Barcelona, porque allí los asaltos dialécticos se producían de poder a poder. Pero también en las capitales de provincias, en las localidades que con dificultad e ilusión sustentan pequeños diarios, se mantenía un pulso con el poder, que generalmente no solía producirse alrededor de problemas trascendentes, sino de cuestiones menudas que son las que preocupan con más frecuencia en los ambientes populares.
Quien esto escribe asumió la dirección de un diario local el 1 de abril de 1976 y permaneció en este puesto hasta el mes de noviembre de 1978, o sea, prácticamente durante todo el tiempo en que se estaba dilucidando el futuro político de nuestro país. Las tensiones políticas en España eran tan graves y a veces confusas que no se tenía la total seguridad de que la balanza se inclinaría por fin hacia la convivencia democrática y eso mismo, aunque a escala considerablemente menor, era lo que se estaba viviendo en la isla balear en la que nos encontrábamos, en concreto al frente del diario Menorca.
Conquistar la libertad de expresión
No era fácil el día a día al frente de una redacción y dando la cara ante los lectores como responsable de un diario, por más que se tratara de una modesta entrega de apenas dieciséis páginas. Pero hay algo que podemos proclamar bien alto los que hemos trabajado bajo el franquismo, en el tiempo de la transición después y ahora con la democracia: nunca hubo una época tan placentera e ilusionante como aquella en la que nos sentíamos peones que trabajan para que la libertad tomara cuerpo entre nosotros. Nadie nos la iba a regalar, sino que era necesario conquistarla y a esa tarea nos aprestábamos durante la vigilia en la que un diario va tomando forma. Una contribución de los periodistas que ha sido reconocida por los autores que se ocupan de esta etapa.
Nos sentíamos privilegiados al notar que nuestra colaboración también era necesaria para sacar al país de aquella noche oscura y dejarlo con la cara lavada para arrostrar todas las realizaciones de la nueva era que se abría ante los españoles. Para ello había que resistir a los añorantes y aprovechados de la situación anterior, ofrecer las páginas a los que representaban la realidad pluriforme y libre a la que se aspiraba y, sobre todo, dejar que los ciudadanos vieran en su periódico un reflejo de lo que estaba ocurriendo y una bandera que va delante, como avanzadilla de la conquista. Ese era el trabajo y esa era la ambición: se daban pasos atrás muchos días, pero al cabo de las semanas se veía claramente que el avance proseguía. Saberlo compensaba de los malos ratos y daba alas para continuar en la lucha.
Artículo extraído del nº 58 de la revista en papel Telos