I
Información y opinión, una contaminación permanente


Por Roberto Velázquez

La democracia, a pesar de todas sus imperfecciones, se presenta como el régimen político más adecuado para el gobierno de los pueblos y para la superación de los potenciales enfrentamientos sin aniquilar el derecho a la diferencia y respetando el derecho de las minorías a discrepar y defender opciones diferentes a las que en cada caso sean mayoritarias.

El pluralismo, según reconoce la doctrina y la jurisprudencia constitucional, se constituye en valor fundamental y requisito funcional del Estado democrático y, en consecuencia, son múltiples las opciones que compiten o pueden competir en el mercado ideológico. Y, si bien no todas las opiniones son igualmente respetables y merecedoras de igual consideración, sí debe defenderse y respetarse el derecho a expresar y difundir libremente pensamientos, ideas y opiniones por cualquier medio, sin más límite que el respeto a los restantes derechos reconocidos constitucionalmente. Pero, por su propia naturaleza, toda opinión se presta a ser debatida y exige ser discutida.

Por una opinión pública libre

Lamentablemente el contraste de pareceres, el debate de alternativas, la discusión de propuestas están frecuentemente ausentes de los Parlamentos y, fuera de ellos, tanto en los medios informativos como en otro tipo de foros, se producen discursos paralelos que rara vez se encuentran y confrontan y donde las opiniones ajenas sólo son tenidas en cuenta para ser descalificadas apriorísticamente.

Una opinión pública libre constituye una premisa y es una parte esencial del proceso político democrático. Pero para que esta opinión pública pueda formarse, se requiere también la posibilidad de comunicar y recibir libremente información veraz.

Aunque los enunciados de estos derechos son generalmente aceptados y no son objeto de discusión, en la práctica política nos encontramos frecuentemente con situaciones que, de una u otra forma, parecen contradecir esos principios, tal vez porque la democracia, además de las regulaciones legales, requiere también de determinados talantes personales.

Tal vez por primera vez en la historia de la humanidad, el cambio de siglo ha estado marcado por el signo de la democratización; pero la democracia, además de un método, es también un ideal y tan importante es la legitimidad en el origen del poder como en su ejercicio.

La democracia en sus aspectos formales se ha extendido, pero la calidad del sistema se ha empobrecido de una forma generalizada y el interés de los ciudadanos y su participación en los asuntos públicos ha decaído de una forma muy acusada, al tiempo que crece la desconfianza hacia los políticos. La Encuesta Mundial de Valores que dirige el profesor Ronald Inglehart señala que la media mundial de confianza en la clase política es de tan sólo un 35 por ciento y en España sólo un 27,3 por ciento se declara satisfecho.

El ciudadano, incluso el que tiene inquietudes políticas, se centra fundamentalmente en aquellas cuestiones o aspectos que tienen que ver con su esfera privada al margen de las instituciones democráticas, que percibe distantes y lejanas.

Por otro lado, la democracia participativa queda reducida a una serie de actos rituales, que se presentan o escenifican para el consumo de los propios políticos o de los medios, que no siempre aciertan en su función de mediadores sociales y tienen en cambio mejor suerte como legitimadores, o deslegitimadores en su caso, de distintas opciones o personajes.

Un talante democrático

Marc Carrillo, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra, comentaba en un artículo (El País del 13 de julio de 2003) la Sentencia de la Sala de los Social sobre el tratamiento que Radio Televisión Española (RTVE) había dado a la información sobre la huelga general convocada por los sindicatos Comisiones Obreras (CCOO) y Unión General de Trabajadores (UGT) y afirmaba que no debe confundirse la libertad de expresión con el derecho a comunicar información. Siendo la primera, añadía, cauce para la difusión de ideas, pensamientos y opiniones y el segundo la vía para la emisión de hechos, la Constitución y la jurisprudencia constitucional exigen del derecho a la información una mayor sujeción al límite constitucional de la veracidad.

Evidentemente, el límite de la veracidad no aclara mucho, pues nos remite a una apreciación necesariamente subjetiva como es el concepto que de los hechos se ha formado la persona que en cada caso emite la información y que, por supuesto, puede resultar no coincidente con la recepción que se haya producido en la mente de otras personas.

Existe una cierta tendencia a transformar la información en propaganda a través de la difusión organizada y reiterada de interpretaciones que, sin ninguna posibilidad de discusión, pretenden reafirmar la opinión de los ya convencidos, demostrar la propia fortaleza y minar el ánimo de los discrepantes, con renuncia a toda pretensión de objetividad a pesar de la apariencia informativa.

Por supuesto que en la práctica periodística existen unas pautas de comportamiento profesional que sirven para seleccionar qué parte de la realidad es noticiable y, por tanto, objeto del tratamiento informativo, así como procedimientos para la obtención, verificación y contraste de la información.

Pero estas prácticas y rutinas periodísticas no son por sí solas suficientes para atender el derecho del público a recibir una información veraz. Se precisa también que el informador y su medio actúen con la necesaria neutralidad e imparcialidad para no introducir voluntariamente sesgos que desvirtúen la realidad de unos hechos que luego, por supuesto, podrán ser interpretados o valorados conforme a los esquemas ideológicos o de interés de cada cual.

No obstante, conceptos como veracidad, diligencia, neutralidad, imparcialidad, objetividad, etc., son tan abiertos e indeterminados que pueden amparar cualquier práctica. Únicamente desde el respeto al público y desde un talante democrático se puede garantizar una información de calidad que sirva de base a la opinión pública y favorezca el interés y participación de los ciudadanos dando auténtico sentido al ideal democrático.

Artículo extraído del nº 57 de la revista en papel Telos

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